Polvo de rebajas

Una joven me llevó hasta los probadores para follarme. Aún no me lo creo.

Volví a la tienda de moda juvenil para cambiar la blusa que regalé a mi esposa en su cumpleaños. Necesitaba una talla más para no sentir sus pechos sometidos a tanta presión o hacer saltar los botones.

El pequeño establecimiento estaba abarrotado de mujeres ávidas de mirar y remirar. Intenté abrirme paso deslizándome entre tantos y tan variados cuerpos femeninos. Y llegué a un punto en el que me quedé aprisionado. Una chica muy joven apretó su cuerpo contra el mío para impedirme el paso. Sólo me respondió que “un momento” cuando le pedí permiso para pasar. No podía avanzar ni volver atrás.

La aglomeración impedía desplazarse si no era siguiendo el movimiento de toda la masa de compradoras. Esperé con mi cuerpo pegado al de la joven. Su cara no llamaba la atención ni por hermosa ni por fea. Su silueta era invisible entre tanta gente. Sólo pude tantear sus dimensiones y su tersura suave y blanda. Mi erección no tardó en aparecer y la coloqué entre sus nalgas.

Una de mis manos sostenía una bolsa, pero con la otra atrapé su cintura y me apreté contra ella para que sintiese el volumen y la dureza de mi sexo. Continuó mirando prendas y colgando alguna que otra en su antebrazo. Confieso que me aproveché para sobarla con una lujuria senil sus caderas y sus glúteos, el vientre, y su costado hasta llegar a un sujetador que me impedía tocar sus pechos.

Tres o cuatro minutos más tarde, me cogió de la mano y zigzagueando entre mujeres con ansias de comprar y algún hombre apático, me llevó hasta las cabinas de los probadores. Tuvimos que ponernos en una hilera de personas que esperaban su turno. Se colocó delante de mi y pegó su cuerpo al mío. Mi erección continuaba, alimentada por tantos roces femeninos y por el deseo de aquella joven desconocida.

No intercambiamos ninguna palabra hasta que estuvimos dentro de la cabina.

-         No tengo condones –fue todo lo que dije.

Se agachó y me bajó los pantalones. Besó mi falo erecto y los testículos y su lengua recorrió todo el miembro hasta tenerlo todo bien lubricado. Lo introdujo en su boca y con una mano subía y bajaba el prepucio par darme tanta intensidad de placer que unas gotas de líquido preseminal aparecieron por el agujero del glande. Las saboreó y continuó lamiendo y chupando con tanta lujuria que con la mano libre se acariciaba su vulva por encima de la braguita.

-         Voy a correrme en tu boca –le dije.

-         No, espera.

Retuve el orgasmo y ella se quitó una braguita blanca de encaje. No pude resistir la tentación de acariciar su chocho. Tenía unos labios mayores muy abultados y duros. Por la raja emergían dos pétalos rosados y en la parte superior el clítoris asomaba a la superficie por sí mismo, como un pequeño óvalo. Mis roces provocaron una mayor lubricación e introduje un par de dedos en la vagina.

Sacó un condón de su bolso y me lo colocó con maestría. Se giró y se apoyó sobre el espejo.

Se la introduje con suavidad o, más bien, ella se la fue metiendo con vaivenes lentos hasta tenerla toda dentro. A partir de ese momento inició un juego de presiones internas con su vagina; la introducía toda y creo que era la entrada de su útero lo que se estrechaba sobre mi glande. Al mismo tiempo atrapaba la base del pene y presionaba intermitentemente. Lo sacaba casi todo y se contoneaba realizando un masaje delicioso sobre mi sexo. Después de unos minutos sujetándome la eyaculación, empezó a tocarse ella mismo el clítoris hasta alcanzar unos delirios que la producían jadeos y suspiros profundos. No aguanté más y se lo dije. Creí lanzar al espacio infinito toneladas de leche; extraer de lo más profundo nuevas oleadas que se descargaban acompañadas de unos sonidos guturales asfixiantes. Al final de mi corrida, ella tuvo su orgasmo. Largo, dulce, intenso, agitado y alocado. Nos quedamos quietos un par de minutos hasta que la erección bajó tanto que mi picha, por sí sola, abandonó aquella vagina juvenil tan deliciosa.

Recogimos las prendas y salimos. Las dejamos sobre una mesa en donde habían más ropas abandonadas. Yo fui a la caja a devolver la blusa de mi esposa. Ella se cogió del brazo de una amiga y salieron a la calle.

Le expliqué a mi esposa lo sucedido.

-         Tus fantasías no tienen límite, cariño –fue todo lo que dijo.

Antes de cenar, fui a lavarme las manos. Aún conservaba en mi mano derecha el intenso aroma que desprenden los coños.