Polvo con el culón y el camarero del rabo curvo
Estábamos en una cafetería del centro. Rudy me calentó con sus fotos y un vídeo en el que un supuesto primo se lo follaba. Jugando mientras lo veíamos, conseguí meterle la verga por el culo. Un camarero, con la suya por fuera de la bragueta, vino a completar la oferta del desayuno.
Quedé con Rudy el sábado a las diez de la mañana en un Pans & Company del centro de mi ciudad. Llevábamos unas semanas hablando por Badoo, app donde, pensaba yo, la gente iba tan a saco como en cualquier otra.
Le vi aparecer desde lejos, en la puerta de la bocatería.
Cuando llegó, nos «chocamos» los codos y entramos.
—Perdona la espera —se disculpó. Llegaba cinco minutos tarde.
—Tranquilo. También acabo de llegar.
Rudy, en realidad, se llamaba Rodrigo. Era un chaval de veintiocho años, más alto que yo, con un bigotito y acuerpado. De origen mexicano, llevaba cinco en España. Se había venido de Monterrey con sus padres buscando un futuro mejor. Todo esto me lo fue contando por mensajes en la app el día que nos dimos el «match».
Para quedar con él me había puesto un polo azul de manga corta y un viejo pantalón vaquero, ambas prendas un poco holgadas porque me resultaban más cómodas para el calor.
La gente, luego, se sorprende cuando me ve con ropa ajustada, porque, a mis cincuenta y dos, tengo brazos, pecho y los hombros anchos, y descubren que estoy fortote. Como de normal me gusta llevar la ropa suelta, mi complexión queda camuflada.
Él vino con una camiseta blanca de manga corta, que dejaba sus gruesos antebrazos al aire, y unos pantalones también blancos.
En su foto principal mostraba su cara, con una expresión simpática que me hizo dar “match” a su perfil. Me gustó mucho su cabello corto, muy negro, como sus ojos, y los labios gruesos. Yo le afeitaría el bigotito.
En las fotos secundarias ya se entreveía gordito pero duro, con grandes bíceps y unas caderas anchas que formaban unas nalgas grandes y cremosas (creo que esa es la mejor palabra para describirlas). En su ciudad jugaba a béisbol y se entrenaba con un preparador semiprofesional de cierta popularidad, que preparaba también a algunos luchadores de categorías intermedias. Aquí había cogido algunos quilos de más por haber abandonado la práctica deportiva. Pero, para mi gusto, le sentaban muy bien.
Las seis o siete fotos de su perfil me resultaron muy sexys: un par en un dormitorio, junto a la cama revuelta, con una sábana envolviendo la mitad inferior de su cuerpo, haciendo resaltar las curvas de su culo por sobre la tela; en otra, estaba de perfil bajo la ducha de la playa, con los brazos alzados y en bañador ajustado, revelando una axila de piel rosada; en otras, posaba por la ciudad con distintos pantalones cortos cubriendo a medias sus muslos y con camisetas que se le ajustaban a las tetillas.
Al doblarle la edad, no creía que le diera “match” a un perfil como el mío, con imágenes menos explícitas, pero lo hizo.
—Podría ser tu padre —dije, mientras una chica con delantal y mascarilla marrón nos ponía dos cafés con leche.
—Me da curiosidad conocer a un escritor de porno —respondió—. Y además tienes los ojos azules.
—También me sorprende que hayas querido quedar después de negarme a enviarte fotos de mi polla.
—Somos libres, ¿no? —respondió.
Nos pusieron las tazas en una bandeja de plástico marrón y, aunque él no quería, me empeñé en invitarle. La cogió y nos dirigimos a las escaleras, buscando la tranquilidad de la planta superior.
Subimos comentando lo generosa que es la gente con sus fotos en pelotas, no solo en las apps de ligue, sino en redes como Twitter. Comentamos algunos perfiles que ambos habíamos visto, de chicos de veintipocos y también de hombres más maduros, que presumían de unos miembros viriles como bates de béisbol.
—No es photoshop —dije—. Dudo que se pasen horas frente al ordenador, retocando hasta la perfección cada selfie que se hacen.
—No creo ni que sepan usarlo.
—Será que la industria de los alargadores de pene va viento en popa.
—Será. Pero para la vida real es incómodo. ¿Nos sentamos allí?
En la segunda planta se alternaban mesas con sillas de hierro y otras tipo sillón, con espuma en el asiento y el respaldar. Rudy dejó la bandeja sobre una mesa y nos sentamos frente a frente en las de hierro.
—Yo no soy muy falófilo, por decirlo así —dije quitándome la mascarilla y dejándola junto a mi taza.
—¿Cómo así?
—Que soy más de todo el conjunto. Si la cara y el cuerpo no me dicen nada, pues no me motivo, por mucho rabo que cuelgue.
Rudy se quitó su cubreboca y se lo ajustó al grueso antebrazo. Sus rojos labios brillaban.
—Ah, comprendo. A mí me pasa igual. Por eso no te insistí con lo de la foto.
—Mi pito es estándar, lo mires por donde lo mires. En tamaño y grosor. Paso de competir con pollas dopadas, prefiero de otra forma, no sé si me explico.
—Yo igual. Prefiero mantener el morbo.
Mientras bebía un sorbo de café, me fijé en su rostro. Sus ojos eran negros y redondos como canicas, y sus pestañas largas y gruesas. Descubrí que en su oreja derecha, en la parte superior, le faltaba un trocito del cartílago.
—Me lo arrancó mi perrito, jugando —explicó al darse cuenta de que se la estaba mirando—. Mira.
De un bolsito que llevaba colgado a modo de bandolera extrajo su móvil. Mientras lo conectaba, miré por la cristalera hacia la calle. Teníamos vistas al Paseo de Ruzafa, una calle peatonal por la que, a esas horas, no pasaba mucha gente. Seguramente habrían elegido la playa.
—Mira qué guapo, mi Rufus —dijo, mostrándome la pantalla del aparato.
Resultó ser un cachorro de mastín napolitano de color gris ceniza, con la piel arrugada en el cuerpo y sobre la cara, lo que le daba una expresión de abuelito malhumorado muy graciosa.
—Parece que le han puesto más piel de la necesaria —dije—. Es muy tierno.
—Tuvimos que dejarlo allí cuando nos vinimos. Te voy a enseñar la última que nos hicimos juntos.
Buscó otra imagen.
—Mira qué bello.
En la foto estaba él desnudo sobre una cama, con el cachorro sobre su pecho lampiño. Una sábana le cubría la entrepierna. El animal tenía el morrillo a la altura de su pezón.
—Una pena te tuvieras que dejarlo allí.
—Éramos como dos cachorros. Nos pasábamos las tardes jugando. Por las noches le gustaba meterse en mi cama a dormir.
—No creo que yo dejara a mi perro dormir conmigo, si durmiera desnudo —dije.
Rudy ya me había hablado de su preferencia por dormir completamente en pelotas.
—Sabía dónde podía tocar y lo que no.
—Pero te mordió la oreja.
—Sin querer. Lo enrabieté. Nunca me atacó de verdad.
—Menos mal que no mordió otras cosas —dije, dando un sorbo a mi café con leche.
—Nunca lo hizo, era muy listo. Le enseñé lo que podía lamer y lo que no.
No supe si creerle. En una de nuestras conversaciones, Rudy me explicó que le excitaba hablar explícitamente y que, a veces, se dejaba llevar por el morbo en detrimento de la realidad.
—¿Cómo que lo que podía lamer? Cuéntame eso.
Cuando me lo contó, le expliqué que, como escritor, en mis relatos tampoco daba mucha importancia a la literalidad de las cosas.
—Le enseñé a lamerme los pezones. Y también entre las nalgas.
—¿También tienes foto de eso? —pregunté, con aparente desinterés, en tono neutro. Por el paseo cruzó una pareja joven con bolsas de El Corte Inglés; la chica estaba embarazada.
—¿Fotos de Rufus lamiéndome? No, papá. Me busco un problema si alguien la ve.
No hay pruebas, luego no sucedió, deduje.
—Pero tengo fotos recién lamido —dijo—. Mira.
Cargó una nueva foto: de nuevo, estaba tumbado boca arriba sobre la que parecía la misma cama. Flexionaba las piernas y levantaba los brazos al aire. Entre sus muslos abultaban dos testículos esféricos del color del azúcar moreno, y un pequeño y grueso miembro ladeado. Junto a sus pies, desnudos, había un dildo rosa y un teléfono móvil.
—¿Quién te hizo la foto? —pregunté.
—Yo. Con mi otro móvil.
Para ampliarla, pasé mis dedos por la imagen, en concreto por sus muslos. A pesar del tono tostado de su piel, claramente se distinguían algunas rojeces en la cara interna y bajo los testículos.
Me imaginé a mí, en lugar del animal, hundiendo la cara entre esas carnosas nalgas para chuparle el ano con mi lengua. La polla me pegó un pellizco de gusto.
—Si tu idea es enseñarme fotos como esta, mejor siéntate aquí —dije, señalando el lateral corto de la mesa—. Ahí cualquiera que aparezca por la escalera las va a ver.
—Tampoco es que me importe mucho.
—Son tus desnudos, tú mismo.
Torció los labios. Se levantó y arrastró la silla. Ahora estábamos sentados más cerca.
—Mira esta —continuó como si nada—. Era un sábado por la mañana.
En la foto, Rufus ocupaba la zona inferior con su cara bonachona. Tras él, las manos de Rudy presionaban sus tetillas creando un canalillo entre sus pezones color canela. Por encima se distinguía el músculo del cuello, la nuez, parte de la barbilla y también la parte derecha de los labios entreabiertos.
—Estábamos solos en casa. Se pasó toda esa mañana lamiéndome las tetillas.
Observé sus tetillas. Pechos lampiños, fofos, de pezones como cereales de chocolate y grandes areolas a su alrededor. Tetillas creadas para dar placer a su dueño y también a la boca de quien se las coma.
Otra cosa que le había contado es que me excita usar esa palabra para referirme al pecho de chubys y gorditos.
Tetillas. Él la había usado, sabiendo el significado que tiene para mí.
¿Habían empezado los juegos del hambre? Tenía que comprobarlo.
Puse un dedo sobre un pezón, como si fuera a agrandar la imagen, y pasé la yema sobre él en círculos en la dirección de las agujas del reloj.
—Tus tetillas son sexys —dije, sin detener el dedo—. ¿Y estas manchitas junto al canalillo?
—Mermelada.
Una camarera con delantal, mascarilla y bandeja de plástico marrón asomó por la escalera. Recorrió el local, recogiendo una taza que alguien había abandonado en una mesa, y, cuando comprobó que no había nada más que pudiera llevarse, se marchó escaleras abajo.
Aprovechando la pausa, me recoloqué la polla, que llevaba un rato latiendo entre mis piernas.
—¿Te has tocado la polla? —preguntó tratando de sonar inocente.
—Solo lo justo —respondí, irónico, sin quitar mis dedos de ahí—. ¿Este quién es?
Señalé una miniatura en la que estaba el perrete con dos personas. Rudy la tocó y la imagen ocupó al completo la pantalla del móvil: el cachorro estaba tumbado sobre el césped. Sentados a su lado, le flanqueaban Rudy y un chico más flaco, más o menos de su misma edad, con cierto parecido físico.
—Es mi vecino Mansi.
—¿Mansi?
—De Amancio. Le decíamos Mansi. Íbamos juntos al colegio. Esta foto es de poco antes de venirme para España.
—Es guapo —dije bajándome la cremallera de la bragueta—. ¿Seguís en contacto?
—Hasta hace un par de años, antes de la pandemia. Se ha casado. Ya esperaba el tercer hijo.
Con los dedos dejé salir el glande por el hueco de la cremallera.
—Joder, le entraron las prisas. Debe de tener tu edad, ¿no?
—Allí es así. Allí hay que ser casarse pronto. Le echo de menos. Folla como un ángel. ¿Qué haces?
—Me pongo cómodo. ¿Tienes otra? En esa no se le ve bien la cara.
Me enseñó otra con un primer plano.
—Muy guapo. Un chacal, ¿no lo llamáis así?
Rudy me miró la polla. Yo deslizaba mi dedo índice por el frenillo. Se mojó los labios con la lengua.
—Aquí le dicen un chulito. Te voy a mostrar una de antes de la boda.
Con una mano fue pasando imágenes. Yo le cogí la otra y la llevé a mi glande. Sus dedos rechonchos lo rodearon.
En la siguiente foto, Mansi, torso al aire, estaba metido en un río. El agua le quedaba por los muslos. Tenía los brazos cruzados. Los bíceps y las clavículas se le marcaban bajo la piel. La corriente no alcanzaba su bañador blanco, tipo brasileño, que le sujetaba la polla ladeada.
—Está muy bueno tu amigo —dije, porque era verdad y para subir al siguiente nivel.
Me recosté sobre el respaldo de la silla y separé las piernas. Él cubrió mi glande con la yema de sus dedos y las hizo girar. Con el precum lubricándome, era una sensación deliciosa. Miré hacia las escaleras. Había que estar pendiente.
Con la siguiente foto me confirmó que aceptaba jugar: era una polla morena, enhiesta, que ocupaba por completo la pantalla del terminal, y, al fondo, la cara inocente de Mansi, sonriendo. Una vena gruesa serpenteaba por el tronco, escalando hasta la base del glande, y se ramificaba como la hiedra en un muro de hormigón.
—¿Es su polla?
Rudy asintió.
—¿Te la metió? —pregunté con la mía palpitando.
Él sintió el bum-bum y apretó los dedos.
—Sí.
Un gotarrón de agüilla brotó. La vio y la esparció por mi frenillo.
—¿Te folló muchas veces? —continué en voz baja, como si nos estuviéramos desvelando secretos mutuos.
—Más de las que te crees, papá.
—Pajémae, Rudy.
No tenía la polla completamente fuera, pero no importaba. Asió la carne dura que sobresalía de mi ropa y me la meneó.
Me imaginé a ambos chavales follando. Rudy, el gordete, a cuatro patas en la cama, acodado sobre una almohada, con su tripa rozando las sábanas, abierto de piernas como una rana gigante y sacando culo para Mansi, el chulito fibrado que se empinaba sobre sus pies, enfundados en calcetines blancos, para alcanzar el agujero del culo con la polla.
En mi cabeza vi cómo se la metía, cómo le daba por el culo con su potencia juvenil, aguantando cuanto pudiera antes de llenar el depósito del gordito del mejor carburante de machito.
Ahí podía estar yo también, con mi rabo tieso y ambos chupándomelo...
Rudy se asomó a mirar cómo lubricaba mi polla entre sus dedos.
—Se te está manchando el pantalón.
El dorso de su dedo índice brillaba con mi presemen. Además, en la bragueta tenía una mancha del tamaño de un grano de café.
—Me parece pequeña para lo que se me ha pasado por la cabeza.
—¿Estás pensando en un relato?
—Puede.
—Tengo un video con él. Tenía más pero los perdí al cambiarme de móvil. ¿Quieres verlo?
Sin esperar respuesta, me soltó la polla, que se me quedó tiesa. Cogí el borde de mi polo y lo eché por encima para ocultarla.
Pasó unos segundos rebuscando en el menú de su móvil.
—Que no se te baje, papá.
—No se baja, tranquilo —le dije mientras esperaba—. Eres un poco cabrón.
—¿Yo?, ¿por qué?
—Me estás provocando casi desde que nos hemos sentado.
—¿Y tú qué?, ¡anda que has tardado en sacarte la polla!
Antes de quedar le había dejado claras dos cosas. Una, que me gustan los calientapollas pero no que me calienten la polla. O sea: si eres un calientapollas, bienvenido a mi mundo, pero no me estés calentando para nada.
Si no va a haber final feliz, mejor reprímete. No pasa nada, oye, somos adultos.
La segunda, que en una primera cita no hago sexo. No follo. Es verdad que prefiero el juego, el tonteo, la seducción, el calientapollismo o como lo queramos llamar. Excepto cuando doy con un calientapollas que entiende que las cosas se cocinan a fuego lento.
Entonces, me caliento.
Así lo hago, así funciono. Es una decisión vital. Ni mejor ni peor que otras opciones.
—¿Me lo pones ya o no?
Mi polla palpitaba bajo la tela del polo. Un cosquilleo de excitación me recorría el escroto, como si unos minúsculos dedos hubieran atravesado el hierro forjado del asiento de la silla para juguetear con mis bolas.
Las caricias de sus dedos, las fotos y la charla me habían puesto cachondo.
—Aquí lo tengo, papá.
—Acércate, que lo vea mejor.
Rudy acercó su silla. Nuestros brazos se tocaron.
—Más, nene.
—¿Más?
—Es contenido explícito. Si quieres que cualquiera que suba te vea...
Arrastró la silla de forja hasta que el metal golpeó contra el hierro de la mía.
—No se corre más, la silla.
Algunas de las mesas de la sala eran un poco más bajas y tenían las sillas con el asiento y el respaldo de espuma.
Me levanté, cogí la bandeja con nuestras tazas y me fui a la mesa baja que teníamos al lado. Al hacerlo, el polo se me subió y me dejó mi media polla a la vista. Arrastré uno de los sofás para sentarme, pero, antes de hacerlo, se me ocurrió quedarme junto a la cristalera, viendo pasar a las parejitas, un repartidor de Glovo y el resto de la gente, con la polla tiesa por fuera del pantalón.
—Acércate —repetí, viendo pasar una pareja de policías—. Vamos a ponernos aquí.
Me senté en la silla de esponja. Rudy se levantó despacio, móvil en mano. Tan lento me pareció que tuve tiempo de dudar si no se daría media vuelta y se marcharía.
Pero en lugar de eso, preguntó:
—¿En qué silla me siento, papá?
—En esta —dije, señalando el espacio que quedaba entre mis muslos.
Recogió su mascarilla y el bolsito y vino hacia mí.
—¿Aquí?
—Aquí, nene.
Separé la mesa para dejarle espacio. Me retrepé y él pasó entre mis rodillas y la mesa.
Luego, sentó su culazo entre mis muslos.
Un calambrazo de gusto me sacudió los huevos.
—¿Qué pasa, papá?
—Hostia, nada...
Con el corazón a mil, de repente, soltó:
—Espera, voy a por agua.
—¿Qué?
—El café con leche me ha dejado la boca pastosa. ¿Tú quieres algo?
¿Metértela por el culo, por ejemplo?
—No... Nada, gracias.
—Tú has pagado el café de antes.
—Vale... Vale, pues un descafeinado largo.
—Espérame aquí.
Levantó su culo de mi regazo, se estiró la camiseta, que se le había quedado arrugada alrededor de la tripa, y caminó hacia la escalera moviendo con descaro las nalgas.
—¡Oye! —le llamé; cuando se volteó, dije: —Pero vuelves, ¿no?
—Sí, sí vuelvo.
A pesar de su respuesta, me sonó a excusa.
Cabía la posibilidad de que se hubiera arrepentido y no regresara. Después reflexioné. Las intenciones entre nosotros estaban claras: podía haberse ido antes de llegar tan lejos.
Me levanté del sofá. En el techo del local, en una esquina, descubrí una esfera negra que seguro que era una cámara de seguridad. Parecía enfocar hacia la puerta del baño y no directamente hacia nosotros.
Disimuladamente, me bajé del todo la cremallera del vaquero y me metí la mano. Mis dedos agarraron el tronco de mi polla y estiraron para sacarlo de los calzoncillos, por fuera de la goma elástica. Mis testículos no salieron del todo y quedaron apretados. Manipulé mi escroto pero era imposible acomodármelos sin bajarme el pantalón. Debía solucionar este inconveniente de cojones o no iba a disfrutar.
Me coloqué la mascarilla. Luego, caminé hacia las escaleras y bajé los primeros escalones. Vi a Rudy esperando que la chica del mandil marrón, junto con un compañero delgado con un pendiente de diamante, convenciera a una pareja de sesentonas muy arregladas y de peluquería, que no hacían más que señalar los carteles de las ofertas del desayuno, como si no supieran por cuál decidirse. El resto de la bocatería continuaba igual de vacía que cuando llegamos.
Subí y me dirigí al baño del fondo. Entré y cerré la puerta a mi espalda. Me desabroché el pantalón, me lo bajé y luego los calzoncillos. Los huevos me colgaron, liberados. El olor a mi semen invadió el aseo. Agarré la piel del prepucio y tiré hacia atrás. El glande rosado y brillante surgió como la proa de un submarino en la superficie del océano. Me dieron ganas de pajearme, pero desoí mi instinto de búsqueda de placer. Me esperaba algo mejor.
Me dejé la goma del calzoncillo por los muslos, me subí el pantalón y me lo abroché. La polla y los huevos quedaron quedaron tras una única barrera de tela que no disimulaba sus formas.
Ahora sí voy cómodo, pensé frente al espejo. En cuanto me baje la cremallera, le bajo yo sus pantalones y me lo follo.
Sin el calzoncillo, otra manchita de precum se unió a las que ya se marcaban. No me importó.
Me olí los dedos. Se me habían quedado con olor a polla y a huevos sudados. Abrí el grifo del lavabo. El agua empezó a correr... y lo cerré. Mejor que me los limpie él con su lengua.
Con la polla presionando mi pantalón, salí del baño. Vi a Rudy, que esperaba de pie, junto a nuestra mesa, con una bandeja en las manos.
—Qué rápido —dije. No habría pasado más de un minuto desde que me había asomado.
—He traído mi agua y tu café —dijo, depositando la bandeja en la mesa, junto a su mascarilla. Además del vaso de cartón con el café y la botella de agua, le habían dado dos vasos de cristal—. ¿Te estabas pajeando?
Me miré la bragueta. El tronco se me marcaba en la tela, ladeado, bajo manchitas oscuras.
—Solo me estaba poniendo cómodo —dije, repasando con las yemas su forma alargada.
Acercó su mano y me sobó por encima de la tela.
—Se te marca buena, para ser estándar. Y dura.
—Ya hemos hablado de eso —dije—. Volvamos adonde lo habíamos dejado.
Me senté de nuevo en el sillón, en la misma postura en que lo acabábamos de dejar. Él acercó su culo a mi vientre, despacio. Vi que sus nalgas iban a llenar la V que formaban mis muslos.
—En mi regazo, nene —ordené.
No se sentó sin más. Se sentó y levantó varias veces, restregándome sus nalgas con movimientos largo y lentos, como si quisiera sentir mi verga lo mejor posible.
—Venga, enséñame ya esa película tuya —le apremié.
Con sus manos en mis rodillas, Rudy terminó de acomodar sus caderas entre mis muslos. Adelantando mi cuerpo, dejé caer el peso de mi pecho sobre su espalda. Le di unas palmaditas en el muslo, cuyo significado comprendió al instante: se separó unos centímetros, me agarré la polla por encima de la tela y la arrastré hasta dejarla en vertical. En seguida él, muy listo, volvió a repegarse contra mí.
—¿La sientes ahora? —pregunté.
—La siento, papá.
—Pues ya no te levantes más. Por lo menos hasta que me hayas hecho correrme.
—Solo me levantaré para que me la metas —dijo en tono zalamero.
—Bien dicho.
Sentía la polla, ahora, aprisionada sobre la parte superior de sus nalgas, con el glande babeando leche fuera de su capuchón.
—Vuelve a enseñarme la foto de tu amigo —dije. La voz me salió grave, masculina.
—Es mi primo.
—Antes dijiste que tu amigo.
—Entendiste mal.
Nada de eso, estaba seguro. Pero, lejos de molestarme, interpreté que su cambio era fruto de su deseo por aumentar el morbo, lo que era más importante que la literalidad de las cosas.
—Como tú digas —concedí—. Enséñamela ya. Quiero ver a tu primito desnudo.
Con su cuerpo pegado al mío y su culo sobre mi polla, esperé que recuperara, entre los documentos de su móvil, la imagen de su primo / amigo en el río, semidesnudo.
Esa imagen volvió a ocupar la pantalla: la figura fibrada del muchacho, en actitud varonil, de piel tostada por el sol, con el agua espumosa lamiendo sus muslos y el bañador blanco conteniendo la carne que se cargaba entre las piernas.
—Está delicioso, tu primo —le susurré, y, poniendo mis manos sobre sus muslos, musité en su oído: —Dale, nene. El videíto.
—¿Lo pongo ya? —dijo, apretando su culo en mi polla.
—Por favor —susurré, devolviéndole el empujón.
Durante unos segundos, ambos jugamos a empujamos mutuamente.
Luego, girando la pantalla de su móvil, pulsó el play y el vídeo comenzó.
En la parte izquierda de la pantalla, el gordito de Rudy, desnudo, apoyaba los brazos sobre un sinfonier de cuatro cajones.
La cámara le enfocaba en oblicuo, desde la altura de sus pantorrillas. El contrapicado, con la luz indirecta del techo, dejaba entrever la silueta de una polla semierecta y de unos testículos voluminosos, de los que da gusto lamer.
—¿Colocaste tú la cámara? —le pregunté al oído.
—Y las luces —respondió.
—Podrías dedicarte al cine.
—Puede que lo haga.
Sin dejar de observar su cuerpo desnudo en la pantalla, deslicé mis manos por sus caderas y presioné mi pelvis contra él. Sentí una onda de placer cubriendo mis genitales.
Por el lado opuesto del plano entró su primo amigo. A pesar de que la imagen se desenfocó unos segundos, reconocí su silueta.
Cuando la cámara volvió a enfocar, Mansi estaba frente a Rudy, también desnudo. En su piel tostada se distinguía la marca más clara del bañador. La luz delineaba las formas sinuosas de sus pectorales y sus abdominales. Su polla se dibujaba corta, gruesa, recortada a contraluz en un ángulo de noventa grados perfecto. Inmóvil, tiesa como una estaca sobre su escroto.
Mansi se acercó a Rudy, le puso las manos en las mejillas y empezó a besarle. Yo deslicé mis manos hacia sus ingles.
—Estáis los dos buenísimos —dije.
Rudy no contestó. Elevó un brazo para acariciarme el cuello y cerró las piernas, atrapando mis manos entre sus muslos. Sentí un placer muy intenso en la polla que me erizó los vellos de los brazos. Apreté mi pecho en su espalda, buscando poder estimular mis propios pezones.
Mansi separó sus labios de los de Rudy. Luego, le puso las manos en los hombros y le empujó hacia abajo.
Rudy se arrodilló. Su cara quedó frente a la tiesa hombría del muchacho.
—Mira, papá —dijo—, en esta parte me sujeto a sus piernas y le chupo la polla...
El espóiler fue correcto. Arrodillado, colocó las manos sobre los fuertes muslos y se abocó hacia la tranca del otro. En unos instantes, el típico ir y venir de su cabeza delató que le estaba chupando la polla.
Solté una de mis manos, que aún estaban apretujadas entre sus piernas, y la metí por debajo de su camiseta, buscando una de sus tetillas. Con los dedos muy separados, se la agarré y la amasé, aplastándole el pezón. Él soltó un suspiro, encogió el cuello entre los hombros y apretó más sus muslos. Sus caderas parecieron ensancharse entre mis piernas.
Las mesas a nuestro alrededor continuaban vacías. Me acordé de la cámara del techo. Si alguien nos veía, ya vendría a echarnos.
Cuando Rudy, en el vídeo, se cansó de mamarle la polla a su primo, se levantó y volvió a morrearse con él.
Tras el beso, Rudy, se giró y le dio la espalda. Se acodó en el sinfonier y arqueó su cuerpo, ofreciéndole la grupa que formaban sus cuartos traseros. Su supuesto primo se agarró la polla, flexionó las rodillas y se la pasó entre las nalgas, arriba y abajo.
Miré su culo. Ese mismo culo de la pantalla que iba a recibir mi polla antes de irnos.
Mi mano abandonó su tetilla y volvió a sus muslos. Aflojándolos, me las cogió y las llevó a su pecho, ahora por encima de la camiseta.
—Sigue jugando con mis tetillas, papá —rogó con voz aguda.
Se las amasé con amplios movimientos circulares, mientras él gemía y giraba sus nalgas sobre mí. Con los dedos índice y pulgar localicé sus pezones y se los pellizqué. Sentí cómo se le endurecían entre mis dedos y también cómo se me endurecían a mí.
—Qué rico, papá...
Me sentí como en una película porno, cuando el actor se está tirando por detrás a la actriz y con sus manos le amasa los pechos.
—Qué rico me tocas —continuó con voz afeminada—, y eso que decías que no querías sexo...
—Esto no es follar, nene —dije, notando cómo la polla me palpitaba.
—Si te puedes correr es follar...
—¿Y hacerse pajas? —pregunté para no darle la razón.
—Si lo haces en compañía, también... Somos diversos...
—Puede que tengas razón —dije, más para hacerle callar que por convicción—, lo meditaré. Pero no ahora. ¿Cuánto le queda al vídeo? No quiero que se acabe y se nos rompa el momento.
—Suficiente... Ahora es cuando me la mete de a perrito... Méteme las manos otra vez, papá...
Así lo hice. Me las apretó con los muslos, haciendo que mis dedos masajearan sus testículos por encima de su pantalón.
En la pantalla, la escena era otra. Rudy, apoyado en el borde de una cama, se agachaba y le ofrecía el culo a su primo, que, por detrás, con las piernas flexionadas, le separaba los grandes glúteos con las manos para metérsela mejor.
—Ahora... me dice guarradas al oído...
Su primo dobló su cuerpo hacia adelante, echándose sobre su espalda, sin sacarle la polla del culo. Le rodeó la cintura con los brazos y ambos cayeron sobre el colchón. El cuerpo de Mansi, más flaco, no cubría todo el de Rudy.
Entonces, Mansi hundió la cara en su cabello.
—Cada vez que lo veo... recuerdo su voz de machín... las cosas obscenas que me decía...
—¿Lo sueles ver? —dije. Aún mantenía mis manos en sus ingles.
—A veces... para hacerme pajas...
Estiré un dedo y toqué su bragueta hinchada.
—No sé qué cosas sucias te dijo mientras te follaba —dije, acariciando su bulto—, pero veo que siguen haciendo su efecto...
Del dedo, pasé a masajeárselo con la palma de la mano en círculos. Él no paraba de jadear y menear su culo sobre mí.
—Tíralo un poquito hacia atrás, nene —dije.
—¿Quieres ver cómo me folla...?
—Quiero ver cómo te dan por el culo, sí.
Con un dedo que le temblaba, retrocedió el vídeo unos segundos. Su primo volvía a flexionar las piernas a su espalda para penetrarle. Yo continué frotando la palma de mi mano contra su bragueta inflamada y mi polla contra su culo.
Mi descafeinado largo seguía sobre la mesa, sin tocar. Su temperatura era inversamente proporcional a la nuestra. El gordete de Rudy sentado entre mis muslos, con las piernas juntas, y yo tras él, en una especie de cucharita, masajeando su bragueta mientras frotaba mi polla en su globoso culo.
En esa postura, con el slip que no molestaba, podría llegar a correrme.
Al lado de los vasos, gotas de agua caían por el cuerpo plástico de la botella. Parecía que sudaba, como nosotros.
—...qué rico me tocas ahí, papá... —jadeó.
A mí, la polla me daba pequeños latigazos de gusto con cada empujoncito que nos dábamos.
Dejé de frotarle el paquete y se lo cogí, así, con la mano bien abierta. Parecía de buen tamaño, por lo que apreciaba. Los gorditos suelen tener los huevos gordos, pensé, y él no parecía una excepción.
Decidí bajarle la cremallera y tocar en vivo sus pelotas cuando el plano cambió por tercera vez. Ahora, se veía su figura carnosa echada sobre la cama, con el culo en pompa y una gorra roja, con la visera hacia atrás, cubriéndole la cabeza. Junto a sus nalgas, el machito de su primo lo enculaba sujetándolo de la cintura. Embestía con tal potencia que los pliegues de grasa que se le formaban y sus glúteos rebotaban al ritmo de las embestidas.
—Qué bien folla tu primo —susurré apretando su paquete entre mis dedos—, parece estar concentrado en tu culo, totalmente absorto. ¿Te gustaba sentirte penetrado por su polla, sentirla dentro de ti...?
Encontré el tirador de su cremallera. Tiré de él, pero no conseguí hacerla bajar.
—Es un machito hermoso —continué—, el cabroncito, qué buen follaculos... Se nota que disfrutaba dando verga a su primito... No me extrañaría que pensara en ti cuando se folla a su esposa...
Mientras le hablaba, forcejeaba con su cremallera. No quería sacar la otra mano de la entrepierna.
Recordé haber leído, en un relato de machos de gimnasio, que un cachas se había pajeado contra la espalda de otro restregando su rabo por el surco de la columna. Me dio morbo y, cuando vi que no conseguiría abrirla, quise probar algo parecido.
Me apoyé sobre los pies con intención de levantarme.
—No, papá... —dijo Rudy—, no te levantes...
—Es que no te puedo abrirte la cremallera —susurré.
Entonces fue él el que se levantó, haciendo que mi polla perdiera el contacto con su culo.
No solo se desabrochó el pantalón, sino que se lo bajó, junto con los calzoncillos, hasta medio muslo.
Yo, rápidamente, abrí mi bragueta y me saqué la polla.
Rudy agarró su camiseta y la arrugó alrededor de su cintura. Su culazo carnoso sobresalía entre la tela de la camiseta y la del pantalón.
Luego, sin avisarme, se sentó sobre mí.
Con el sentón, se tragó la mitad de la polla que sobresalía de mi pantalón. Sentí un dolor en el prepucio que me hizo gruñir. Él, que lo notó, se levantó y expulsó mi polla de su culo con un sonoro plop.
Escupí en mis dedos y extendí parte de la saliva en su ojete y parte en mi glande.
—Ya, nene —dije—, prueba ahora...
—¿No tienes condón?
—No. ¿Y tú?
—No me preñes.
—No, tranquilo.
Le separé las nalgas, dejando su ojete rosado a la vista. Esta vez, más despacio, se sentó en mi verga, que fue resbalando ella solita hacia las profundidades de su ano.
—¿Mejor, papá?
—Joder, sí, sí...
Me propuse aguantar. Los culos grandes y redondos son para mí lo que las tetas grandes para los heteros. Un fetiche, algo que me calienta de manera casi instantánea.
Y menos mal que lo pensé, porque el camarero de delantal marrón atado a la cintura y pendiente de diamante apareció por la escalera. Miró a su alrededor, con la bandeja en la mano, y vino hacia nosotros.
—¡Quita! —le apremié en voz baja—, ¡bájate de mi polla!
—No...
—¡Que te bajes, coño!
El chico se acercaba a nuestra mesa despacio, mirando a uno y otro lado. Todas las mesas estaban limpias.
Caminaba directo hacia nosotros. Las orejas me comenzaron a arder.
Rudy agarró su móvil y lo dejó sobre el asiento del sofá de al lado. Después, con calma, se colocó su cubreboca. Entonces dejó de cabalgarme.
Me sentí como si fuera su madre la que nos hubiera pillado follando.
Por instinto, puse ambas manos sobre la mesa, como si eso justificara que no era lo que parecía.
—Perdonad —dijo el chico, educadamente, unos metros antes de alcanzar nuestra mesa—, ¿estáis bien?
—Sí, claro... Alberto —dijo Rudy, leyendo la chapita del delantal con su nombre, mientras me apretaba la polla con su esfínter—. ¿Por?
El chico me miró. Mis mejillas estaban como tomates.
—Mi compañera dice que suba a ver si necesitáis algo.
Rudy me apretaba y aflojaba la polla con su ano. Yo apretaba los puños al mismo ritmo sobre la mesa, del gusto que me daba.
Por su forma de mirarnos, Alberto parecía haberse dado cuenta de todo.
—Nos estamos tomando esto —dije con los dientes apretados—, lo que nos ha puesto ella.
El chico miró los vasos.
—Un café largo descafeinado —dijo— que parece que no habéis tocado, y el agua, que está sin abrir.
—Si que estás pendiente de los clientes —dijo Rudy.
—Solo cuando me interesa —respondió.
—Es que está un poco caliente —dije nervioso, tratando de que mi voz no transmitiera el gusto que sentía en la punta del capullo.
—Es eso... —dijo Rudy—, el café de... mi primo... está caliente.
Ralentizó la frase, con la pausa necesaria para subrayar las palabras clave: «mi primo está caliente».
De esta salimos en los periódicos, pensé, aguantando las ganas de correrme.
—Ya veo —dijo Alberto.
Entonces, con la mano que no sujetaba la bandeja, se levantó el mandil corporativo. Una polla larga y curvada hacia abajo sobresalía de la bragueta abierta.
—Tenéis suerte —dijo—. Tengo bollería en promoción. Una buena porra, por si la queréis.
La polla, curvada, se balanceaba junto a la mano que sujetaba la bandeja. Del glande amoratado surgía una gota de presemen transparente.
—El café era para mí —dije.
—Pues te tocó a ti la porra, gordito —dijo Alberto, dirigiéndose a él.
El chico avanzó un paso. Su polla quedó a nuestro alcance.
—Venga, gordito —le animó—, coge la porra. Verás qué sabrosa la traigo.
Rudy estiró la mano, alcanzó su polla con los dedos y le deslizó la piel por el cuerpo curvo del pene.
—Venga —dije—, cómesela, cómele la polla al camarero.
El chico avanzó otros dos pasos hasta nuestra mesa. Miró hacia atrás, hacia la escalera, preocupado, y apoyó la bandeja en vertical sobre la mesa, de manera que tapaba la visión a cualquiera que pudiera aparecer por allí.
—No está muy dura —dijo, zalamero.
—Se pone más dura cuando la chupas —contraatacó el chico.
Empujamos la mesa para ganar algo de espacio, el necesario para que Rudy pudiera agacharse hacia adelante. Yo le sujeté por las caderas. No me importaba que se la comiera, pero no pensaba sacar mi cipote de su ojete.
El camarero sujetó el borde inferior del mandil entre los dientes. Luego, con habilidad, se desabrochó el botón del pantalón. Rudy se lo terminó de bajar hasta las rodillas. Le cogió los huevos, que colgaban bajo su verga como cuelgan las bolas en el árbol de navidad. No llevaba calzoncillos.
Se quedaron un instante quietos: Rudy agachado, conmigo pegado a su culo y con las bolas en la mano, y el camarero, apoyando estratégicamente la bandeja en la mesa, con la polla curva pidiendo guerra.
Parecía que cada uno esperaba alguna señal del otro. Así que tomé el mando de la situación.
—Cómesela —le apremié—, chúpale la polla a este tío mientras le masajeas los huevos... Y no dejes de moverte sobre mi polla, ¿entendiste?
—No soy tonto —respondió, antes de cubrir el glande con sus labios.
Con las manos en su cintura, le marqué el ritmo con el que quería follármelo, un ritmo no muy rápido, para aguantar sin correrme mientras pudiera, que no sería ya demasiado.
—En cuanto os vi entrar... —dijo el chico—, y vi su boca...
—Quisiste que te la mamara, ¿a que sí? —completé.
—Uff... Si es que... mira qué labios tiene tu novio... qué labios de mamona...
Ignoré el comentario. Ni tenía por qué saber que no éramos novios ni le importaba.
Sin sacar mi polla de su ojete, me levanté, empujando hacia atrás el sillón, separé un poco las piernas y las flexioné. Rudy también separó las suyas.
Le di un pollazo que le dejé la verga enterrada en sus entrañas.
—Venga, cari —dije, manteniendo el falso rol—, aprovecha la promoción.
Levanté su camiseta hasta media espalda. Pasé una mano sobre el surco de su columna. Sentí sus carnes duras bajo la piel sudorosa. Se agachó un poco más. Su cabeza se meneaba a la altura de la bragueta del camarero.
—Menudo mamón es tu chico... —dijo, con una sonrisa casi maligna.
A mí, la polla me palpitaba como si tuviera corazón propio. Sabiendo que no tardaría mucho, aminoré los envites.
Alberto dejó la bandeja sobre una mesa. Con una mano se agarró la polla y con la otra cogió a Rudy del cabello.
Con un sonido como de chapoteo, Rudy dejó de mamar y levantó la cara. El chaval le miraba desde arriba. De sus labios surgió un salivazo que le cayó dentro de la boca.
Estiré el cuello y le vi la polla. La tenía larga, fina, con una pronunciada curvatura hacia abajo. A su alrededor, y cubriendo parte de sus testículos, se veía una mata negra de abundante vello púbico.
Rudy se tragó el salivazo y volvió a abrir la boca.
—No le haces ascos a nada, ¿eh, mamón? —dijo, y le lanzó un segundo escupitajo.
—Le gusta que le follen la boca —inventé.
—Pues la mía entra fácil hasta el esófago.
—Pues tírale p'adentro, tío.
Fue como el disparo de salida, la autorización final que Alberto necesitaba para desinhibirse, porque le agarró la cabeza con las dos manos y le metió la polla hasta los huevos colgantes.
—Cómeme el rabo, mamón... trágate mi polla...
Los firmes envites del chico hicieron que estuviéramos a punto de perder el equilibrio. Tuve que sujetarme al tablero de la mesa, mientras que Rudy lo hizo a una de sus patas de forja.
Cuando vi que le escupía una tercera vez, y que Rudy se lo tragaba sin rechistar, supe que no tardaría en llegar al punto de no retorno. Aumenté la fuerza de mis empellones. Le estaba dando por el culo fuerte, deprisa, con las ansias de querer y, al mismo tiempo, no querer terminar.
Mientras, con la boca llena, el gordete solo podía emitir sonidos guturales de puro placer al sentir las dos vergas en sus agujeros. Gemía hacia adentro, tragándose sus propios gemidos, esófago abajo, junto a los escupitajos y el precum de Alberto, que le anunció:
—Aquí me viene, mamona... ya me viene la leche...
Saqué mi polla del ojete de Rudy, que quedó boqueando. Alargué la mano y cogí el vaso de cartón del descafeinado.
Me arrodillé junto a la cara del gordito.
—Era un café con leche —le dije—, lo pediste mal.
Rudy gimió. Su moflete carmesí se inflaba por la presión del rabo del chaval, que lo empujaba desde adentro.
—Arréglalo —dije—, ponle la leche que falta.
El camarero le sacó la polla de la boca y la encaró hacia el vaso justo en el momento en el que empezaba a eyacular. Ante mis ojos, su polla combada comenzó a soltar chorros de semen espeso que caían en el vaso y se mezclaban con el líquido negro.
—Eso —dije, mientras le oía gruñir—, échalo todo...
Los gotarrones cayeron salpicando en el café, mientras yo, con cuidado para no desperdiciar ni una gota de sus jugos, meneaba el vaso en círculos, como cuando quieres deshacer el azúcar pero no tienes cucharillas a mano.
Alberto estrujó su polla para deslecharse hasta la ultima gota. Cuando ya no salió más, decidí que era mi turno.
—Café con leche... con su cremita, nene —dije.
Le di el vaso a Alberto, que lo puso bajo mi polla, y me pajeé entre los dos. Rudy, aún cachondo, cimbreaba su culo en el aire.
—Tírasela toda tú también —me dijo el camarero; luego, me puso una mano en el culo y añadió: —Joder, tú también te gastas buen culo, cabrito.
Sentir sus dedos por la raja mientras me pajeaba me pudo. No me aguanté y me desleché dentro del vaso.
—Así —oí decir a Alberto muy lejos, mientras me corría—, café con cremita, échala toda dentro, tío...
Me agarré a su cuello mientras estrujaba mi polla. Al fin me corría.
—Ahora yo, papá —oí la voz de Rudy.
Trató de alzarse, pero Alberto lo detuvo con una mano en el hombro.
—Me quiero correr, me quiero correr —dijo él con ansiedad.
—Hostia —dijo el camarero—, está desesperado como una perra.
—Le vamos a hacer que se corra —dije—, pero antes se tomará la oferta. Abre la boca, nene.
De rodillas, el gordete levantó la cabeza y abrió la boca como un polluelo en el nido pidiendo alimento. Su cavidad bucal era muy amplia, como la de algunas cantantes, y sus dientes muy grandes y blancos.
—Saca esa lengua —le ordené, aún con anillos de semen pringando mis dedos.
—¿Se lo puedo echar yo? —preguntó Alberto—. Joder, tío, me da morbo.
—Los dos juntos —respondí.
Cogí el vaso de cartón por la parte superior y él, con dedos temblorosos de excitación, por la base. Rudy continuaba arrodillado entre nosotros. Se lo acercamos a los labios. Nuestras miradas se cruzaron antes de empezar a volcar el café en su boca.
—¿Quema? —pregunté.
Él negó con la cabeza.
Entre los dos, le vertíamos el café con un chorrito fino que a veces goteaba y le manchaba la camiseta blanca, y del que, de vez en cuando, veíamos salir con estelas blancas de la lefa que no se había llegado a disolver.
—Buen chico —dije—, trágatelo todo...
Alberto me volvió a sonreír con su expresión malvada.
Cuando terminamos de volcarle el café, Rudy abrió su boca, para mostrarnos la evidencia de que se lo había tragado todo. Entonces, le ayudamos a levantarse del suelo. Se sacudió las rodillas, ennegrecidas, y se limpió los labios con el dorso de la mano.
—¿No quieres correrte? —pregunté, al ver que se subía y abrochaba el pantalón.
Entonces, recogió el móvil que había quedado sobre el sofá, el móvil que habíamos olvidado que estaba ahí...
Y pulsó el botón de stop.
El aparato dejó de grabar.
—Hijo de puta —dijo el camarero, guardándose la polla—, borra eso, tío. ¡Si se enteran de esto me la cargo!
—No lo borro —respondió—, me lo llevo para verlo y pajearme. Tranquilo, que no es el primero que grabo.
Nos acabamos de arreglar la ropa y bajamos a la planta baja sin hablarnos. Yo lancé una última mirada a la cámara de seguridad antes de salir de ese Pans & Company, creo, para siempre.
Por la tarde estaba en casa, dándole vueltas al tema. Nos habíamos despedido de Alberto sin explicarle que no éramos pareja, ni amigos, ni nada; que nos acabábamos de conocer esa misma mañana. Quizá era mejor así, no dar explicaciones para que se quedara más tranquilo.
Para ver qué pensaba, le envié un mensaje a Rudy. ¿Qué le parecía si volvíamos a ir a la bocatería, a ver al chaval, para decirle que el vídeo no iba a rular por las redes sociales ni otras apps, que no debía temer por su puesto de trabajo?
Me respondió que sí, que pasara yo a verle por la mañana y le preguntara si quería acompañarnos al cine por la tarde, a última hora.
No tenía planes y aún no se había corrido. Creo que se refería a que aún no se había corrido... en un cine.