Políticamente incorrecto

¿desencuentro cultural?

POLÍTICAMENTE INCORRECTO

Alguien tiene que hacerlo. Y seré yo. Hoy.

Yo nací en Persia, hace ya demasiados años. Dicen que yo era de los privilegiados que vivían bien, con un buen trabajo y una cómoda casa. Dicen que en mi país había hambre. ¿Acaso no la hay ahora? ¿Acaso no sucede lo mismo en cualquier país del mundo?

A finales de los 70, yo llevaba una buena vida. Diría que prefecta. Vivía con Él, para Él. Oficialmente éramos amigos. De puertas para dentro, Él era mi dueño, mi señor, mi dios. Nunca olvidaré el día que le conocí. Yo acababa de cumplir 18 años.

Al salir de trabajar, en la empresa de mi padre, decidí buscar algún sitio donde poder comprar una camisa nueva, y quizás algún capricho más. Cuando entré a una tienda cuyo escaparate me llamó la atención, lo primero que vi fueron sus ojos. Profundamente negros, incapaces de ocultar su enojo. No sé qué me causó más impresión, si la belleza de su mirada, o su soberbia.

Voy a cerrar, me advirtió con voz grave y con un tono que no dejaba duda alguna de lo inevitable de su decisión. A pesar de la voz profunda, pude comprobar, en cuanto salió de la penumbra de la tienda, que se trataba de un chaval de unos 20 años, moreno de piel y pelo crespo. Una digna belleza de nuestra raza.

Necesito sólo una camisa, por favor, le rogué, nervioso. Su rostro se mantenía impasible, hermoso. Instintivamente, saqué la cartera. La más cara, añadí. Y ante la inexpresividad de sus ojos, me lancé al vacío: incluiría una invitación a cenar, por las molestias.

Mientras yo me escuchaba lo que estaba diciendo, sin pensar, me arrepentía y me ruborizaba. Durante unos segundos deseé que me tragara la tierra. Pero me salvó un mínimo indicio de sonrisa en sus labios. Muy bien, aceptó, pero donde yo decida. Trato hecho, contesté, sintiendo un cosquilleo en la entrepierna.

Como imaginaba, me guió al mejor restaurante del barrio. Menos mal que el chaval no debía conocer la ciudad entera. El sitio era lujoso, pero no era uno de los que hiciera temblar mi cartera. Durante la cena, fui yo el que llevó el peso de la conversación, mientras Él devoraba, y asentía. La hostilidad inicial desapareció, pero seguía reluciendo en su mirada un brillo altivo, de superioridad. Y yo no podía dejar de mirarlo.

A cambio de toda la información acerca de mí, mi trabajo, mis amigos, aficiones y demás que le suministré durante la cena, lo único totalmente personal que conseguí averiguar de Él era que su abuelo le había regalado una antiquísima alfombra, de la que se sentía muy orgulloso. Me encantaría verla, sugerí inocentemente. Tendrías que venir a mi casa, si te atreves, respondió.

Como me temía, su casa, más bien una casucha, estaba en las afueras de Teherán, en una de las peores zonas de la ciudad. Al entrar, y respetando la antigua tradición oriental de considerar la hospitalidad como algo sagrado, me invitó a sentarme en unos cojines, y me ofreció un té. Acepté, pero me ofrecí a prepararlo yo, rompiendo dicha tradición. Me miró fijamente, asintió con la cabeza y me señaló la cocina. Mientras, me voy a poner cómodo, dijo.

La cocina no era si no un rincón de la mínima residencia. En el otro extremo, pude ver cómo se desnudaba lentamente. Ante mí apareció un cuerpo digno de ser dibujado. La proporción de sus formas parecía sobrenatural. Su piel morena se tensaba con cada movimiento mostrando unos músculos fuertes.

El vaso rebotó en el suelo, rompiéndose. No se puede servir el té, y mirar a otro lado a la vez. Él se giró, medio desnudo y me pilló mirándole. Ven, me dijo, con el mismo tono imperativo que usó en la tienda. Obedecí, con algo de miedo. La bofetada fue contundente, provocándome un intenso pitido en el oído. ¿Sabes, niño rico, lo que me cuesta conseguir algo de dinero para comprar cosas que tú rompes sin inmutarte? La siguiente bofetada me cruzó la cara en sentido inverso, y me hizo caer de rodillas.

Me quedé de rodillas, cabizbajo, con la mirada fija en sus pies. Unos pies grandes, perfectos, cuidados. Y murmuré un perdón. Hazlo, me respondió. Sin estar seguro de a lo que se refería, bajé mi cabeza hasta sus pies y los besé con una mezcla de deseo y devoción. Cuando alcé la cabeza para ver su reacción, una de sus manos me había agarrado del cabello, y la colocó frente a su entrepierna, donde ya aparecía una polla enorme, casi erecta. Con la otra mano se la sacudió hasta que se puso tiesa. Pude ver sus venas hincharse y aumentar el grosor de aquel monstruo de forma considerable. Y de un solo golpe sentí el capullo en el fondo de mi garganta.

En ningún momento me permitió tener iniciativa en el ritmo a seguir. Su mano guió expertamente mi cabeza, primero despacio, y después con un ritmo frenético.

Esto es mejor que ver una alfombra, ¿verdad, niño rico? Desnúdate.

Sin sacar su polla de mi boca ni un segundo, logré deshacerme de mi ropa. Doblándose sobre mí, uno de sus dedos alcanzó el agujero de mi culo. Me estremecí al notar cómo intentaba penetrar en él, y un fuerte azote fue la respuesta. Oí cómo escupía en su mano, y lo siguiente fueron dos dedos porfiando por entrar en mi estrecho agujero. Esta vez procuré no moverme. Sin embargo, sólo me estaba tanteando. En seguida se irguió, me sacó su polla de la garganta, y se dirigió al sitio donde yo había estado sentado. Se tumbó sobre los cojines, y con un gesto de su mano me ordenó que me acercara.

El agua es un bien muy preciado en este barrio, así que usaremos hoy tu saliva para lavarme. No podía creer lo que estaba oyendo. Pero en menos de un segundo mi lengua empezó a lamer desesperadamente sus pies, saboreando cada centímetro de aquella piel sedosa y levemente sudada.

Me recreé en sus pies, pero subí por sus piernas lentamente, buscando llegar al paraíso del final de sus piernas. Pero, tras lamer sus huevos, y metérmelos en la boca, mientras al mismo tiempo le masturbaba, un fuerte tirón de pelo me obligó a continuar lamiendo alrededor de su ombligo. Mi lengua siguió el trazado de sus abdominales, hasta llegar a sus prominentes pechos. Lamí sus pezones y me atreví a mordisquearlos muy suavemente. En ese momento dobló sus brazos, colocando sus manos tras su nuca.

La visión del vello de sus sobacos me hipnotizó. Un aroma varonil, intenso me sobrecargó el olfato, y obligó a mi lengua a internarse en aquel delicioso hueco de su cuerpo. Primero aspiré profundamente el olor que emanaba, mientras producía más saliva en mi reseca boca. Y con ella, empapé profusamente cada centímetro de su piel y de su negro y rizado vello. Ambos sobacos se veían relucientes. Luego bajé por sus brazos, que Él estiró a lo largo de su cuerpo, sintiendo la fuerza de sus bíceps al rozarlos. Al llegar a sus manos, tras besarlas, me metí uno a uno sus largos dedos en la boca.

Cuando terminé con sus manos, le miré, sin saber si debía subir por su cuello. Él ya me miraba, y sin una palabra, simplemente manejando mi cuerpo con fuerza, me colocó tumbado boca arriba. Se levantó y se sentó sobre mi cara. Por fin su culo estaba a mi alcance. Aspiré llenando mis pulmones y mi mente con su olor. Mi lengua se aventuró a lamer la raja de su culo y su delicioso agujero. Escuché sus gemidos, y con una mano me aventuré a tocar su polla. Estaba tan dura como una roca. Al no ofrecer resistencia, la sujeté firmemente, pero con extremo cuidado, y empecé a pajearle. Sin embargo, me agarró con fuerza la muñeca y me obligó a parar.

A los pocos segundos me encontré de pie contra la pared, sintiendo el calor de su polla en la entrada de mi culo. Sus caderas se movieron lentamente, y sentí fuego dentro de mi culo cuando su capullo logró abrir mi culo y entrar. Instintivamente, intenté apartarme, pero Él presionó su cuerpo contra el mío, aplastándome contra la pared. Lo que conseguí fue tener media polla incrustada en mi culo. Fue el momento más doloroso de mi vida. O eso creía. Porque cuando el resto de aquella polla entró, sí que sentí dolor. Sin embargo, como si sintiera piedad por mí, aunque lo dudo, la sacó hasta dejarme sólo el capullo dentro. Con sus dedos me tanteaba el agujero dilatado de mi culo. El dolor iba remitiendo. Y se convirtió en placer a medida que empezó a follarme, lentamente. La velocidad de sus ataques aumentó, llevándome a sentir oleadas de placer. Para contrarrestarlo, empezó a azotarme el culo con violencia.

Cuando me agarró del pelo, obligándome a mirar el techo, no pude resistirlo y me corrí. Los chorros de mi semen caían por la pared. Mi culo se debió estremecer, provocándole más placer, pues le escuché gemir y hasta gruñir. Me la sacó de golpe, me dio la vuelta y me puso de rodillas. Abrí la boca esperando su semen, pero poco pude saborearlo. Me la clavó hasta la garganta, y allí se corrió. Todo su semen fue directo a mi estómago. Cuando terminó, me empujó, y fui a parar sentado con la espalda contra la pared, manchándome con mi propio semen. Límpialo, y lárgate, me ordenó. Obedecí, pero no pensaba permitir que desapareciera de mi vida así, sin más.

Renové todo mi vestuario, a base de visitarle en su tienda. Sin embargo, una mañana, me atendió otro chico. Le pregunté por Mohamed, pues ese era su nombre. Me explicó que le habían echado. Y que ahora él, el hijo del dueño, era el encargado de la tienda. Como pude, y con bastante miedo, traté de encontrar su casa en aquel suburbio en el que vivía. Cuando lo logré, le rogué que abandonara esa casa de mierda y se viniera a vivir conmigo. Yo le buscaría un trabajo. Bueno, le habría mantenido, pero no me atrevía decírselo. Se negaba, y me instaba a que me fuera. No podía permitir que sintiera lástima por Él. Insistí, y por fin obtuve una respuesta.

Si me voy a vivir contigo, no iría a tu casa. Iría a la mía. Lo dijo con un tono desafiante, dejando claras sus intenciones, y mi posición ante Él. Acepté, sin pensarlo. Sin pensar en la más que probable ira de mi padre y reproches de todos mis amigos. Pero yo ansiaba ser un esclavo del tipo de los que existían en la antigüedad de mi amado país.

Durante unos meses, fui feliz. Le conseguí un empleo en la empresa familiar. Para todos éramos amigos. Un niño rico que hace una buena acción por un amigo necesitado. Como dije, en la intimidad, Él era mi dios. Él tomaba todas las decisiones. Su placer y comodidad eran sagrados. Él disfrutaba de todos los derechos, y yo de todas las obligaciones. Me usó de una forma natural, completa y absoluta. En el sexo y fuera de él.

Los días se sucedían, y yo sólo vivía para Él, era mi mundo. Pero el mundo exterior tuvo que imponer sus normas. El radicalismo islámico se hizo con las riendas del poder, a través de una denominada revolución. Las escasas libertades de mi país desaparecieron en aras de una supuesta igualdad social. Y, al más estilo nacionalsocialista alemán, una noche un grupo de individuos vino a mi casa a acabar con los infieles pecadores y sodomitas. Yo llegaba tarde, tras una reunión de urgencia con mi padre y otros directivos, cuando les sorprendí saliendo de mi casa arrastrando a mi adorado Mohamed, malherido y golpeado. De mi casa ya salía humo. Fui cobarde, lo sé. No me atreví a hacer nada. Ese momento me marcaría el resto de mi vida. Huí a casa de mi padre. Uno de mis abuelos era español, y mi padre consiguió aprovechar sus contactos en aquel país para lograr escapar. Salimos con una mano delante y otra detrás. Debíamos empezar de cero. Mi padre no lo soportó. A la semana murió. Un infarto. O el dolor.

Tras pasar por varios países, trabajar en cualquier empleo disponible, dormir al raso y sufrir todo tipo de penurias, acabé en Madrid. La poca dignidad que me quedaba, la perdí al salir huyendo de mi patria. Ya me daba igual vivir en un pequeño y sucio apartamento, en la zona de Legazpi, trabajando por una mínima cantidad de dinero y con contratos eventuales.

Tampoco me había planteado buscar una relación con nadie. Mi instinto lo calmaba escapándome a lugares públicos, baños y descampados, para hacer alguna que otra mamada, y poco más. Una de las veces, me lié con un chavalito muy joven cerca de la M30. Tras hacerle una buena mamada mientras él echaba un cigarro en su coche, insistió en que quería repetir, y me exigía mi número de móvil. Yo me negué y eché a andar hacia mi casa, confiando en perderle al volver alguna esquina. Pero me siguió hasta el portal. Una vez allí, se negó a dejarme abrir la puerta si, al menos, no le dejaba darme un beso en condiciones. El chico era alto y bastante fuerte, pero podría haberme librado de él con una buena patada en zonas blandas, pero opté por besarle. Bueno, en el fondo, también me apetecía. Antes miré en redondo, por si había alguien. De madrugada, estaba la calle desierta. Me besó apasionadamente, metiéndome la lengua hasta la garganta, y se fue, guiñando un ojo pícaramente, con un hasta otra.

Yo me encendí un cigarro antes de subir a casa. Y al poco, detrás de mí, escuché que había alguien. El primer puñetazo no lo vi venir, pero el segundo lo esquivé. Eran dos chavales que, insultándome en español y árabe, me llamaban maricón y mal musulmán, entre otras lindezas. Logré soltar varios golpes que les alejaron lo suficiente para darme tiempo a abrir el portal y refugiarme dentro. Entré agotado en mi casa, me tumbé en la cama, y un profundo odio se mezcló con una no menos intensa ira. Lloré desesperado hasta que me dormí.

Las desgracias nunca vienen solas. Mi compañero de piso, un colombiano encantador, se marchaba de vuelta a su país. Con mi sueldo no podría pagar el alquiler. Decidí hablar con el dueño del piso, y suplicarle que me permitiera pagarle la mitad hasta que encontrara un nuevo compañero. No le conocía en persona. Vivía en el ático. Subí a verle. Me encontré frente a un tío de unos treinta años, trajeado, ojos intensamente azules, y un pelo muy corto rubio. Me trató educadamente, pero marcando las distancias. Mis problemas no eran suyos. Pero me ofreció una solución. Por las tardes, tendría que encargarme de las chapuzas del portal, sacar la basura y limpiar tanto la escalera como su ático. Accedí, hasta que encontrara a alguien con quien compartir gastos.

Al día siguiente, subí a su casa, para que me enseñara exactamente lo que quería que hiciera. Era un piso enorme. Me enseñó todas las habitaciones, menos una, que permanecía cerrada con llave. Ahí está prohibido entrar, me dijo con mucha seriedad.

La segunda semana, el martes, subí al dichoso ático, muerto de cansancio. Al llegar a la puerta me encontré con Sergio, que así se llamaba el dueño, hablando con un tío enorme, cachas, e impresionantemente guapo.

Perdón, volveré más tarde o mañana, dije al llegar al descansillo. No, pasa, y ve empezando con lo tuyo. Entré por el pasillo en busca de los trapos y demás, mientras oía de lejos su conversación, sin llegar a entender nada. Pero al pasar por delante de la puerta prohibida, me sorprendió comprobar que estaba entreabierta. De niño mi madre me decía que la curiosidad mató al gato, pero fue una lección que nunca aprendí. Atento a que la conversación en la puerta no se acabara, abrí la puerta y metí al cabeza. Estaba todo oscuro. Decidí tantear la pared buscando un interruptor de la luz. Lo encontré, pero tuve que entrar del todo en la misteriosa habitación para presionarlo. Al iluminarse, me asusté. Aquello parecía un cuarto de la policía secreta para torturar e interrogar a prisioneros. Cadenas, un potro, látigos y multitud de objetos de los que desconocía su uso.

No me dio tiempo a cotillear más. El contundente golpe de la puerta de la habitación al cerrarse me hizo dar un salto, y volverme hacia ella. Allí estaba Sergio, serio, con sus musculosos brazos cruzados sobre el pecho. Y me miraba. Aquella mirada. Ya la había sentido antes, a miles de kilómetros de allí.

¿Qué coño haces aquí? ¿No fui lo suficientemente claro respecto a esta habitación? Lo dijo en un susurro apenas perceptible. Yo esperaba gritos, amenazas, insultos. Pero su mirada no reflejaba enojo. Era otra cosa. Y yo sabía lo que era. Ya lo había sentido antes.

Ya has visto mi celda, e imaginas para lo que la uso. ¿He satisfecho tu curiosidad? Me preguntó en un nuevo susurro, amenazante, excitante.

Sí, señor, pero mejor me voy; y haré las maletas, de paso, dije, previendo las consecuencias de mi estúpido acto.

Al pasar a su lado, puso su mano sobre mi paquete. Sonrió al comprobar que sus sospechas sobre mí eran acertadas.

No, tu curiosidad te pide más, ¿verdad? Sí, necesitas probar, experimentar. Me necesitas. De rodillas.

De nuevo los fantasmas del pasado me atacaban. Aquellas palabras siempre daban comienzo a las sesiones de Mohamed. En boca de Sergio tuvieron casi el mismo efecto. Mi voluntad se quebró, y obedecí. Era el principio. Estaba en sus manos. Sí, lo necesitaba.

De rodillas, mi posición natural. Ahora es cuando puedes hablarme, suplicar. Y así lo hice. Le rogué que me probara, que me diera el honor de aspirar a ser su esclavo. Sonrió, y me ordenó que me desnudara, y me pusiera de pie contra la pared. En cuanto obedecí, sentí cómo me ajustaba unas muñequeras, que a su vez ató a unas argollas de la pared.

Desde este momento solo podrás hablar cuando te pregunte. Vas a disfrutar de una sesión de entrenamiento, para que yo vea si eres digno de ser mi esclavo. Si algo de lo que te haga te resulta insoportable deberás decir "STOP" y pondré fin a la sesión. Tienes terminantemente prohibido correrte sin mi permiso.

Sí, señor, contesté, lo que pareció complacerle.

Se detuvo delante de mí, mientras me interrogaba sobre cuándo me había corrido por última vez, con quién, frecuencia de mis pajas, edad, peso, altura, medidas de mi verga. Llevaba puesto un guante con púas con el que me rozaba la polla y los huevos. Reaccione instantáneamente, intentando apartarme. Me soltó la mano derecha y me dijo que empezara a meneármela, quería verla empalmada. Entonces me la midió y anoto las medidas en un papel.

Luego me soltó la otra mano y también los pies, me esposó a la espalda, y me colocó un collar de cuero explicándome que es el símbolo universal de cualquier esclavo. Me introdujo en la bañera y me hizo arrodillar dentro, tocando el suelo con la cabeza. Me sobó el culo y me metió un dedo. Yo pegué un respingo, mientras él me metía sus dedos untados con vaselina.

Me explicó que me iba a poner un enema, y así lo hizo con una pera de agua caliente. Yo apenas podía aguantar el volumen de líquido en mi culo. Yo estaba ya limpio de casa, por lo que no ensucie casi nada el baño. Luego me lavó totalmente y me ató las manos a una argolla sobre la bañera.

Ahora te voy a afeitar. Los esclavos no deben llevar pelos en los huevos. Así que me untó de espuma de afeitar por toda la polla y los huevos, y con una maquinilla, me empezó a afeitar. Yo tenía pánico de que me cortara, pero acabó la faena con gran habilidad.

Mi polla seguía empalmada de excitación. Pero a continuación empezó lo duro. Sin avisar, me mojó toda la piel recién afeitada con after-shave. El escozor fue insoportable, me retorcía, se me puso todo rojo y caliente, y creía que no iba a aguantar. Grité.

Esta es la primera prueba de tu sumisión, de que vales la pena, esclavo.

Me desató las manos, me sacó de la bañera, me tumbo sobre su regazo y empezó a masajear el culo con su mano y a meterme un dildo por el mismo. Al principio me gustaba, pero poco a poco se fue haciendo más doloroso. Cada vez lo hizo con más violencia, y todo mi cuerpo se convulsionaba.

Finalmente, me volvió a colgar de la pared y ahora me vendó los ojos. Cogió un látigo y empezó a azotarme en el pecho y los muslos y los brazos, subiendo gradualmente en intensidad. Me ató una cuerda a la punta de la verga y estiró, a la vez que me daba con un látigo pequeño en toda la verga.

Dolía, pero yo estaba excitado. Todo mi cuerpo hervía en excitación. Una extraña mezcla de dolor y placer. Noté como me colocaba un anillo en la base de la verga y los huevos y me colocó un suspensorio, pero mi verga se ponía cada vez más tiesa.

Me desató y me llevó hasta el potro, colocándome para que, apoyando mi tripa sobre él, y atándome las manos y pies a las patas, quedara mi culo en posición de ser follado fácilmente. Noté cómo cogía un consolador y untándome mi culo con algún lubricante, me lo introducía. Lo metía y sacaba rítmicamente mientras me daba buenas palmadas en el trasero.

¿Quieres mi polla, esclavo?

Yo se la pedí por favor, y entonces él se coloco delante de mí y me forzó a abrirle la cremallera con los dientes, y a buscársela dentro del pantalón de cuero. Me la metió en la boca, y yo la chupaba con locura, me sabía a gloria. Él me golpeaba la cara con ella y me la metía hasta el fondo, tanto, que me atragantaba. Después de estar un buen rato chupando, me hizo colocarle un condón con la boca. Tuve que desenrollárselo y ajustarlo a su verga. Nunca lo había hecho, pero lo logré. Entonces se colocó otra vez detrás de mí y me metió su verga de un golpe. Mi ano estaba ya dilatado pero su polla me pareció enorme. El me agarraba de las caderas y me cabalgaba salvajemente. Le oía gemir de placer, me daba cachetes en el culo, haciendo todo una mezcla divina de dolor y placer que nublaba mi mente.

Al cabo de un rato note que se corría dentro de mí. Le oí respirar hondo, me desató del potro, y me tumbó en una cama de cuero, atándome manos y pies con cadenas a las esquinas. Entonces, empecé a notar en distintos puntos de mi cuerpo un calor intenso. Eran gotas de cera caliente.

Primero lo note por el pecho, luego por las piernas, luego por el ombligo y poco a poco, acercándose a la verga y los huevos afeitados, que debieron quedar totalmente cubiertos por cera.

La sensación era intensísima, sobre todo al caerme la cera en el capullo. Cada gota que caía, me hacía dar un suspiro profundo. Cuando acabó, me pasó un cepillo de cerdas duras para quitarme la cera. Estuve a punto de tirar la toalla y soltar la palabra clave. Pero me aguanté. Quería seguir. Lo necesitaba. Lo siguiente que noté fue que untaba mis huevos depilados con una especie de lubricante, y también por el agujero del culo. Me metió como un consolador pequeño, me puso un anillo en la base de la verga y otro justo debajo del capullo. Empecé a notar un cosquilleo a lo largo de la polla. Iba en aumento. Era corriente eléctrica.

La corriente no era constante, sino que subía y bajaba rítmicamente. Empecé a sentirme como si hubiese metido la polla en un avispero.

Respiraba hondo y me ponía rígido cuando la intensidad subía. No podía dejar de gemir. Luego debió activar otro canal del aparato, porque ahora notaba la corriente entrando por el ano y saliéndome por el capullo. La sensación era diferente, porque notaba como la corriente atravesaba el interior del cuerpo y me hacía contraer los músculos del culo involuntariamente. Notaba como si me clavaran agujas en la polla, y me estuvieran metiendo el puño a la vez. Pero mi erección era más fuerte que nunca, parecía que la verga me iba a explotar.

Así estuvimos un buen rato y yo me notaba todo entumecido por la corriente. Finalmente volvimos a la estimulación inicial, concentrada en la verga, pero mucho más intensa.

Yo creía que iba a gritar de dolor, pero lo que note de verdad es que me iba a correr.

Una sensación extrañísima, no como el orgasmo normal, sino como si me sacaran el semen a la fuerza y de una sola vez.

El se había dado cuenta y me había ordenado que me corriese ya.

Tuve una verdadera convulsión en la corrida, arqueando mi espalda sobre la cama de cuero, mientras mis manos y mis pies luchaban contra las cadenas que las sujetaban. Mi corrida cayó sobre mi pecho y mi cara. El la recogió con su mano y me hizo tragármela.

Yo estaba completamente agotado y hecho polvo cuando apagó el aparato de las corrientes y me desató de la cama. Pero me puso las esposas a la espalda, me llevo a un rincón de la habitación donde me ordenó volver a ponerme mi slip, y meterme en la bañera, con las manos esposadas detrás, arrodillado.

Me ordenó que me meara encima. Yo tenía verdaderas ganas y me moje todo el slip. A continuación, me lo quitó y me lo metió en la boca. En ese momento sacó su polla y me dirigió un cálido y potente chorro por todo mi cuerpo, incluida la cara y el pelo. Mi polla se había puesto tiesa de nuevo. Cuando acabó, me obligó a limpiar las últimas gotas de su meada que quedaban en su polla con mi lengua.

Luego me duchó con agua muy caliente, que me abrasaba, lo cual revitalizó todas las escoceduras de la sesión. Me secó, y aún esposado, me hizo sentarme sobre su regazo. Entonces me agarró la polla y empezó a masturbarme lentamente, como un verdadero experto. El placer se incrementaba por momentos, aquí no había nada de dolor.

Me llevaba cerca del orgasmo y se paraba, ésta era su última tortura. Así lo hizo varias veces, hasta que me corrí, gloriosamente, llenando toda su mano de leche caliente, en un orgasmo sensacional. De nuevo volví a tragar mi propia lefa.

Tras la agotadora sesión, y de habernos adecentado, Sergio me sorprendió invitándome a pasar al salón. Allí me indicó dónde guardaba los licores y le serví una copa, y otra para mí. Me hizo sentarme en el sillón frente al suyo, y comenzamos a hablar. Sin dejar de llevar el control de la conversación, y siempre con un natural sentido de superioridad, me contó que la persona que hasta hoy le servía se volvía a su país, y necesitaba alguien nuevo. Tendría que vivir en un cuarto de aquel ático, estar disponible completamente todo el tiempo que el trabajo me permitiera, y sin límite alguno. A cambio, no tendría que pagar comida ni alojamiento, ni realizar más funciones de limpieza en el portal. La oferta era demasiado tentadora para dejarla escapar. Acepté.

Mi vida cambió radicalmente, de nuevo. Yo no tenía amigos, ni familia, con lo que renunciar a mi tiempo libre no suponía un trauma para mí. Y volver a sentirme dominado por alguien que me gustaba, completaba mi espíritu innegable de esclavo. Fui aceptablemente feliz. Hasta aquella horrible noche.

Sergio miraba la televisión, mientras yo terminaba de poner la mesa y traerle su comida. Mira, hablan de tu país, me dijo. Miré la pantalla de reojo, mientras con un dolor íntimo y profundo susurré que yo ya no tenía país. De hecho, ya ni mantenía su milenario nombre. Pero la imagen que vi en la pantalla me dejó helado. Tres personas colgaban ahorcadas de una grúa, mientras unos titulares debajo de la imagen explicaban que habían sido condenados a muerte por el delito y pecado de ser homosexuales. Sus ojos. Era Él, Mohamed.

El plato se me cayó de las manos. Mi cuerpo se tensó, y empecé a temblar. Mis ojos se nublaron, y creo que Sergio me gritaba algo sobre el plato que había derramado. Cuando creo que me desmayé, sentí sus brazos sujetarme, y susurrarme preocupado al oído que me tranquilizara. Cuando pude reaccionar estaba tumbado en su cama, en sus brazos, llorando desconsoladamente sobre su pecho, mientras me acariciaba la cabeza. Creo que me quedé dormido allí. Lo que podría haber sido el paraíso, era mi infierno.

Pasaron los días, y yo me hundí en mi rutina, tanto de trabajo como de servir a mi Amo. Si no pensaba, no dolía. Y el dolor era demasiado para ser soportado. Pero un esclavo no puede funcionar por rutina. Eso no puede satisfacer a un Amo en condiciones. Tenía que superarlo, afrontarlo.

Lo hablé con Sergio, y le pedí permiso para tomarme unos días completamente libres y poder pensar y aclararme. Le pareció buena idea. Nos beneficiaría a los dos, pues mi servicio estaba dejando bastante que desear. Y un buen Amo se preocupa por su esclavo.

Mi primera decisión fue buscar, lejos de mi barrio un locutorio en el que poder conectarme a Internet y buscar información sobre lo que quedaba de mi país. Pocas veces había usado Internet, pero no fue difícil encontrar algo de lo que buscaba. Mientras yo me perdía en la amargura del torrente de deprimente información que la red me ofrecía, escuché voces a mi espalda. De nuevo en árabe. Me volví asustado, pero esta vez encontré dos rostros sonrientes.

Una santa revolución, un ejemplo para todos, me dijo el más joven.

Mi mente fue rápida, por una vez. Me obligué a tragarme las arcadas y el odio visceral que aquel comentario me hicieron sentir, y me sorprendí diciendo Alá es grande. El mayor de los dos moritos murmuró algo al otro y se alejó. Y el que se quedó conmigo volvió a sonreírme, y me invitó a tomar algo. Acepté, pero le ofrecí dar una vuelta antes.

Dicen que los homosexuales tenemos un sexto sentido para detectarnos por la calle con una sola mirada. Yo no lo creo, pero sí sé que hay miradas que no dan lugar a error. Y aquella era una de ellas. Le provoqué. Le rocé, me insinué. Cuando su erección ya era notable en sus pantalones vaqueros, le propuse ir a mi antiguo apartamento, que yo sabía estaba vacío aún. Aceptó con una sonrisa pícara. Perfecto. Una vez abrí la puerta, le empujé dentro sin ningún miramiento, con una sonrisa de maldad.

Una vez dentro le llevé, casi a rastras hasta mi dormitorio. Le tumbé en la cama, le desnudé. Tenía un bonito cuerpo de adolescente, sin un solo pelo, delgado. Me puse de rodillas delante de él, sobre la cama, y me abrí la cremallera del pantalón. Yo sabía lo que aquel niñato quería, y se lo iba a dar. Le metí mis 19 centímetros hasta la garganta, y no la saqué hasta que vi el miedo en sus ojos, y sus venas se hincharon ante la falta de oxígeno. La saqué para que pudiera dar una bocanada de aire, y se la volví a meter hasta que mis huevos golpearon su barbilla. Sujeté su cabeza agarrando su pelo rizado, bombeando sin compasión su boca. De vez en cuando, sacaba mi polla y le soltaba una buena ostia en la cara, o escupía dentro de su boca cuando intentaba respirar.

Cuando estaba a punto de correrme, le puse a cuatro patas en el borde del colchón, me puse detrás de él, y le clavé la polla sin piedad. Gritó, y eso me excitó aún más. Le follé con furia, buscando más su dolor que mi placer. Le arañé la espalda, le azoté el culo. Siempre sin parar de follarle sin compasión. Cuando no pude más, y me corrí sobre su espalda, un hilillo de sangre salía de su culo, mientras él se pajeaba y se corría.

Me senté en el borde del sillón, a medio vestir, dándole la espalda.

¿Qué hemos hecho? Dije fingiendo desesperación. Somos musulmanes. Esto es pecado. Uno de los peores. En cualquier país civilizado estas depravaciones se castigan con la muerte, como estableció el Profeta en el Corán. Al principio me miraba creyendo que le tomaba el pelo. Pero al ver que yo continuaba con mi discurso fundamentalista, completamente hundido, empezó a asustarse.

Debo hablar con el Imam, y que nos imponga el castigo correspondiente, la muerte si es necesario. El horror apareció en su joven cara. No le hables de mí, no le digas lo que hicimos, me suplicó. Si tú prefieres quemarte en el infierno con los infieles, allá tú, le dije. Tengo que contárselo.

En ese momento en su cara el miedo pasó a convertirse en una expresión taimada. ¿Quieres morir, hermano? ¿Quieres ser un héroe del Islam? Podría ayudarte, pero si me garantizas tu silencio. Tras mirarle con mirada de loco entusiasta, le juré que así sería si me ayudaba.

Esa misma tarde estaba de vuelta en el locutorio en el que le conocí, esperando a que me recibiera un amigo suyo. Al cabo de media hora, y de una discusión que se oía a través la puerta tras la que yo esperaba, salió un marroquí bastante gordo y de especto desagradable. Entra, me ordenó.

Estuve tres horas convenciendo a aquel grupo de salvajes para que me dejaran formar parte de su grupo, o célula como decían ellos. Eran unos grandes luchadores por el Islam, pero ninguno tenía los cojones para inmolarse. Ahí entraba yo. Me gané su confianza con el tiempo, y porque me necesitaban.

Una semana antes del gran día, me despedí de Sergio. Le agradecí el trato que me había dado, en todos los sentidos. Nunca fue Mohamed, pero llegué a quererle, y admirarle como Amo. Le expliqué que me iba de vacaciones un tiempo, para relajarme, y organizar mi cabeza, y que pronto tendría noticias mías.

Por fin llegó el día. El plan era volar la catedral de La Almudena por los aires, el Viernes Santo, llena de infieles, gracias a mi cinturón de explosivos. En la plaza de Legazpi, me dirigí a la parada de taxis, y tomé uno, con destino a mi objetivo.

A la mezquita de la M30, por favor.