Podría ser tu padre
Pero no lo es y tú tan sola, tan necesitada de cariño.
Un mosquito se paró en tu mejilla y te despertó con su aleteo. Tardaste unos segundos en acostumbrarte a la luz, y al hacerlo te percataste de que no estabas sola, de que alguien, un hombre, dormía a tu lado, y que además estabas desnuda. Sorprendida y temerosa, saltaste del lecho y te refugiaste en un rincón del cuarto. Tuvieron que pasar varios minutos para que los recuerdos fueran apareciendo en tu mente, y entonces sonreíste cómo hacía años no lo hacías, con verdadera felicidad. La noche anterior había sido tan maravillosa, tan espléndida, que por poco la olvidas, que por poco tanta belleza se te escapa del cerebro y te crees secuestrada por aquel cincuentón que dormía como un crío, desparramado sobre aquella cama sin tener idea de lo que pasaba o no por tu cabeza. Sin quitar la sonrisa de tu rostro, te llevaste una mano a la entrepierna y, al tocar tus partes más íntimas, un cosquilleo viajo a lo largo de tu esbelta y diminuta anatomía. Algo había de más, algo notaste al palpar los labios de tu juvenil apertura y, con la intención de descubrir que era, elevaste tus dedos al nivel de tu nariz. Un peculiar olor entró por tus fosas e invadió tu cuerpo, despertando tus sentidos y endureciendo tus pezones. Era semen, tu sexo, aún cuando tú desconocías que así se le llamaba a ese líquido blanco y espeso, olía a semen y, de pensar en el porque y luego de echar un vistazo rápido al cuerpo del hombre que dormitaba frente a ti, no pudiste evitar ruborizarte. Tampoco te fue posible impedir que escenas llenas de lujuria, imágenes en tonos cálidos, bombardearan tu cerebro. Todos y cada uno de los vellos que cubrían tu piel fue erizándose, y empezaste a revivir el soñado encuentro y el camino que te llevó hasta él.
Tu madre te había reprendido de una manera excesivamente severa porque se te habían quemado los frijoles, esos que comprara con la paga de lavar una docena de camisas de la vecina. Por estar mirando el cielo tratando de adivinar cuantas estrellas lo alumbraban, te olvidaste de cuidar la olla que tu progenitora había puesto sobre la estufa antes de salir a comprar un par de refrescos. No fue hasta que el olor a chamuscado te hizo cosquillas en la nariz que te acordaste, pero ya era demasiado tarde. Corriste hacia la lumbre y levantaste la tapadera para averiguar si algo se había salvado. El vaho era tan desagradable que comenzaste a toser, y comprendiste que eso era imposible. A sabiendas del carácter amargo y explosivo de tu madre, intentaste escapar antes de que ella llegara y se diera cuenta de lo ocurrido, pero te cachó justo cuando atravesabas la puerta. No necesitó de palabras para saber de inmediato lo que habáis hecho, y, sin demorar un instante, se lanzó en tu contra y, mientras te gritaba regaños por tu descuido, dejó caer sobre ti una lluvia de golpes de la que huiste corriendo hacia la calle, a pesar de la hora que era, aún cuando no tenías a dónde ir. Vagaste por un par de horas sin la intención de regresar a casa y sin la más mínima idea de adónde te dirigías. Fue en una de esas avenidas por las que transitabas que te lo encontraste. Desde el lujoso automóvil en el que viajaba, te gritó "Amanda". Cómo ese no es tu nombre, no le hiciste caso y te seguiste de largo, pero él se hecho en reversa e insistió en llamarte de esa manera. Segura de que te confundía con otra persona, y con la intención de sacarlo de su error, te detuviste a conversar con él.
Yo no me llamo Amanda, señor. Le dijiste esperando que arrancara y te dejara en paz.
Perdóname, pero te pareces muchísimo a mi hija. Se que eso no es posible, pero por un momento creí que eras ella. Te explicó al borde del llanto.
La profunda tristeza que reflejaban las palabras de ese desconocido, te conmovieron hasta el punto que las lágrimas también se acumularon en tus ojos y caminaste hacia el vehículo sin importarte que quién lo conducía pudiera tratarse de un maniaco en busca de tus órganos o de un degenerado con miras de abusar de tu inocencia. Estando a unos cuantos pasos, fue que te percataste de que él también se parecía a uno de tus familiares, a ese padre que muriera en medio de un tiroteo dejándolas solas a ti y a tu madre. Los mismos ojos negros, la misma nariz aguileña y la misma boca de labios gruesos, de no haber sido por que habías visto su cadáver, habrías jurado que, en efecto, frente a ti estaba tu tata. Al extraño le pasaba exactamente lo mismo que a ti, también a él tus facciones le resultaron en extremo similares a las de su difunta hija, y, al igual que tú con tu padre, habría jurado que la tenía frente a sí de no ser porque Amanda había muerto en sus brazos, al fracasar la cirugía en la que intentaron extirparle un tumor cerebral, operación que él dirigía y que lo sumió en una terrible depresión que terminó por convertirlo en un viejo solitario y sin más motivos para seguir viviendo que los latidos de su corazón. Ambos se miraron sin decirse nada por un buen rato, incrédulos y estupefactos ante las increíbles semejanzas, y fue él quién, después de un prolongado lapso, rompió el silencio.
Bueno, si no te llamas Amanda, ¿cuál es tu nombre, jovencita? Te preguntó con un tono suave y dulce.
Me llamo Ariadna, señor. Le respondiste sin apartar tus ojos de los suyos.
Y dime, Ariadna, ¿qué hace una niña como tú vagando por la ciudad a estas horas? Te cuestionó mostrando preocupación e interés sincero.
Pues nada, tenía ganas de estirar las piernas. Le mentiste aún cuando no querías hacerlo, acostumbrada por el difícil entorno en que vivías a no ceder a la primera.
Dime la verdad. Si me dices que te pasa, tal vez pueda ayudarte. Te sugirió sin otra intención que no fuera el auxiliarte.
Está bien, le voy a contar. Mi mamá me encargó que cuidara los frijoles y a mí, por andar viendo las estrellas, se me olvidó que estaban en la lumbre y se quemaron toditos. Ella se molestó mucho y comenzó a darme de guamazos, cómo siempre que hago algo malo. Yo me escapé para que no siguiera pegándome y pues aquí estoy: platicando con usted. Le contaste sintiendo un gran alivio por haber hablado, por vez primera, con alguien que en verdad te escuchaba.
Lo que me cuentas es muy grave, pero no puedes andar por la calle tú sola y de noche, es muy peligroso. Súbete al carro y te llevó a tu casa. Te ofreció abriéndote la puerta.
¡No! ¡No quiero regresar! Gritaste horrorizada de imaginar lo que te esperaría de volver donde tu madre.
¡Está bien!, ¡está bien! Si no quieres regresar no voy a insistirte, pero cálmate, por favor. Te pidió agitando los brazos de un lado a otro, justo cómo tu padre solía hacerlo.
Bueno me sirvió mucho haber charlado con usted, señor, pero ya tengo que irme. Todavía no se dónde voy a pasar la noche, y tengo que buscar un lugar seguro en el que pueda quedarme. Apuntaste antes de reanudar la caminata.
¡Espera! ¡No te vayas! Exclamó el desconocido bajándose del auto y corriendo a detenerte Si quieres, puedes dormir en mi casa te propuso . Dices que te gusta observar las estrellas, ¿no? Pues yo tengo un telescopio por el que se ven más bonitas. ¿Cómo ves? ¿Te animas?
Pues bueno. Vamos. Aceptaste gustosa, y no por la idea de mirar el cielo por medio del reflector sino por la oportunidad de pasar más tiempo con aquel hombre por el cuál, extrañamente y a pesar de no saber ni su nombre, comenzabas a sentir un especial cariño, un sentimiento completamente nuevo que te inundaba con una reconfortante tibieza que no te permitía quitarle la vista de encima.
¡Vamos entonces! Súbete al coche, Ariadna. Te dijo casi cómo suplicándote, abriéndote la puerta del copiloto y tomando él su lugar tras el volante.
Antes de que partamos, ¿puedo hacerte una pregunta? Inquiriste antes de recargarte en el acolchonado respaldo de aquellos asientos con coberturas de piel.
La que quieras. Señaló encendiendo el motor.
¿Cómo te llamas? Lo interrogaste mostrándole tus chuecos y amarillentos dientes.
Manuel. Respondió él alborotándote el cabello y arrancando con dirección a su casa.
No te fijaste por dónde conducían ni con qué rapidez volaba el tiempo, el trayecto significó para ti nada más que admirar a aquel hombre que te inspiraba una confianza absoluta y una sensación que en ese entonces, al no haberla conocido antes, ignoraste era amor. No apartaste tus ojos de su cara y de su cuerpo, y el más simple de sus movimientos a ti te parecía la más hermosa de las danzas. Podía estar cambiando de velocidad o girando el volante, pero para ti, sus actos eran verdaderas proezas dignas de alabanza. No cruzaron palabra el lapso que duró el viaje pues no fue necesario. Entre ustedes existía una conexión sumamente intensa y profunda que hacía inútil el hablar, era cómo si se conocieran de toda la vida y supieran todo el uno del otro, cómo si se comunicaran por medio de gestos y silencios, a través de un lenguaje que sólo ustedes conocían y que les bastó con unos instantes para inventarlo. Unas cuadras antes de arribar a su destino, colocaste tu mano derecha sobre su muslo izquierdo y apretaste éste con la suavidad y la delicadeza que te dan tus trece. Lo sentiste vibrar, y te regaló una mirada que te sacudió entera sin entender del todo el porque. Cómo algunas noches te sucedía, tus pantaletas se mojaron un poco. Un tanto preocupada, alejaste tu mano de su pierna, pero él te la llevó de regreso, sólo que un poco más hacia el centro de su cuerpo, muy cerca de su sexo, que con tan solo rozar ligeramente adivinaste lo abultado que estaba, causándote una ligera turbación ese detalle. Así recorrieron los últimos metros de la travesía: con tu mano a unos cuantos milímetros de su bragueta y tus calzoncitos humedeciéndose cada vez más, hasta que se encontraron a las afueras de su residencia, esa elegante mansión representante del más fino y hermoso estilo barroco. Sin descender del vehículo, presionando un botón, él abrió el portón y se adentraron en aquella espectacular finca, deteniéndose justo enfrente de la entrada principal.
El interior de la casa no era menos majestuoso que la fachada, y tú, que en tu vida habías visto solo chozas de un cuarto y techos de lámina, quedaste hechizada ante tanta opulencia. Las bellezas que adornaban aquel lugar de ensueño eran tantas y tan cautivantes, que el tiempo que tuviste antes de dirigirse ambos a la cocina, no te ajustó para analizarlas todas. Y habiendo llegado al sitio dónde antes se crearan los más deliciosos platillos, tu sorpresa aumentó, pues el cuarto solo, era cinco veces más grande que tu hogar, ese del que te habías olvidado por completo y en el que vivías con tu madre, esa mujer causante indirecta de que tu te encontraras ahí: con él. Tomaste asiento y esperaste a que te sirviera un enorme trozo de pastel de chocolate, acompañado de un vaso de leche fría. En los años que tenías de vida jamás te habías sentido tan feliz, a punto estuviste de llorar. Extasiada y creyéndote en un cuento de hadas, te abalanzaste sobre aquel pedazo de tarta sin siquiera preocuparte por utilizar los cubiertos de plata que descansaban junto al plato. Luego te bebiste de un sorbo toda la leche y entonces estuviste más satisfecha que nunca, tanto que de no haber sido porque tu cuerpo no hubiera permitido que nada arruinara aquella perfección, habrías caído en cama con un dolor de estómago insoportable, pero no esa noche, no teniéndolo a él atrás de ti, frotando su inflamada entrepierna contra tu nuca, enredando sus dedos con tus cabellos. Ya sin alimentos que masticar, sin otra cosa sobre la cual poner tu atención, notaste como eso que apenas rozaras arriba del coche, fue creciendo y ganando firmeza conforme se restregaba contra la parte posterior de tu cabeza. Y después, escuchaste el sonido de un cierre bajándose y eso que se apretaba contra ti fue tomando forma, una alargada y cilíndrica, una que hasta entonces desconocías pero que morías de curiosidad por conocer, por descubrir. Lentamente, sin poder librarte completamente del miedo natural que todos sentimos hacia aquello que ignoramos, fuiste girando sobre la silla hasta que tuviste frente a tu rostro aquella tu primera verga.
¿Qué es, Manuel? Preguntaste llamándolo por su nombre, cómo una señal del elevado grado de intimidad que en tan corto tiempo habían logrado y rodeando el objeto de tus dudas con tu mano derecha.
Es un pene, y va en tu boca. Respondió él, deslizando la punta de su miembro entre tus labios.
Inhabilitada para continuar hablando, y cómo si supieras con exactitud lo que debías hacer con aquel trozo de carne alojado en tu boca, comenzaste a mover tu lengua a lo largo del tronco lleno de venas. Manuel empezó a gemir sin control ante tus cálidas caricias de adolescente, y mientras tú cubrías su hinchado falo de saliva, él sobaba tus mejillas e intentaba alcanzar tu pecho, estrujando tus nacientes mamas una vez habiéndolo logrado. Tus pezones empezaron a crecer y a ponerse rígidos entre sus dedos, y un chispazo te estremeció entera dotándote de unas ganas enormes de chupar aquello llamado pene, punto que él te agradeció retorciendo tus tetillas por encima de tu desgastada blusa, entrando así en una lucha por descubrir quién de los dos le proporcionaba más placer al otro, pelea de la cual saliste victoriosa al él separarse de ti para no venirse, algo que no entendiste pero que tampoco replicaste. Tenías bien claro que ahí él era el de la experiencia y tú la alumna. Sin cuestionar a dónde ni por qué, te dejaste cargar y conducir a través de aquellos pasillos llenos de obras de arte, hasta entrar en una de las habitaciones, en la que aparentaba ser su recámara, según adivinaste por los muchos retratos que había de él y de una niña parecida a ti. Amanda, pensaste. Y una vez ahí, te recostó sobre la cama para dar inicio con la tarea de desvestirte, poco a poco y besando cada centímetro de tu piel que quedaba al descubierto. Tú le permitiste actuar con libertad, sin oponer la más mínima resistencia, sin mostrar si quiera un poco de pudor. Pronto te tuvo completamente desnuda y frente a él. Tus pequeños senos, tu estrecha cintura, tus piernas delgadas y tu inexplorado sexo le llenaron los ojos con un brillo especial que, de manera instintiva, te hizo separar los muslos. Él, más conocedor de esos movimientos involuntarios que tú y muriendo de ganas por hacerlo, hundió su cara en tu entrepierna y empezó a mover su lengua por tus imberbes pliegues.
Suspiraste del gozo que te provocaron aquellos lametones a lo largo y ancho de tu vulva, y empezaste a retorcerte cuando Manuel se olvidó de superficialidades y, separando tus labios con sus dedos, te penetró con su lengua. Nunca te habías masturbado, jamás se te ocurrió que ese orificio podría servir para algo como lo que te hacía, y al averiguarlo aullaste como una fiera, controlada por las múltiples y satisfactorias sensaciones que emanaban de tu sexo y se esparcían por todo tu cuerpo, enloqueciéndote de gusto. Pero nada se comparó al momento en que entre sus dientes atrapó aquella pequeña y rojiza protuberancia de la que ni siquiera tenías conocimiento, aquel instante en que estimuló tu clítoris de una forma tan perfecta que de no haberse incorporado deteniendo sus labores orales, te habrías corrido. Algo confundida, y otro tanto impaciente porque continuara con lo que había dejado, levantaste la mirada y lo observaste quitarse la camisa, mostrándote su arrugado torso cubierto de una espesa selva entrecana y su prominente barriga rebotando con cada uno de sus movimientos. Aquel cuerpo descuidado, tan alejado de los cánones establecidos de belleza, a ti te pareció la figura de un Adonis, a pesar de nunca haber escuchado acerca de la divinidad fenicia. Te permitió memorizar su tronco por unos segundos, y se lanzó a seguir devorando tu mojada gruta, para detenerse justo antes de hacerte alcanzar el clímax y deshacerse de otra prenda, y así hasta que se presentó ante ti tal cómo era y entonces su falo, libre de estorbos, te pareció mucho más grande de lo que recordabas y, adivinando lo que en poco tiempo acontecería, te preguntaste cómo es que lograrían meter todo eso dentro de tu pequeña y angosta raja, pero antes de que siquiera comenzaras a buscar la respuesta ya lo tenías vencido entre tus piernas, chupando esa vez sí hasta que estallaras por primera vez, suceso que no demoró en presentarse y anunciaste golpeando el colchón y escupiendo maldiciones. Y es que nadie te había preparado para aquella experiencia, nadie te dijo que existía tal cosa cómo el orgasmo ni que la vida amenazaba con fugarse de tu organismo entre tanta felicidad, espantada por las intensísimas sacudidas. Aquella fue tu primer venida y todavía te faltaba otra, más potente y prolongada.
Aprovechando el efecto del éxtasis, Manuel se acostó encima de ti, ayudándose de su mano ubicó la punta de su sexo en la entrada del tuyo y empujó con paciencia para dar inicio a la fusión de cuerpos, al abrirse tus paredes para darle paso a su dureza hasta tenerla adentro por completo, hasta su vello pubiano compensar la falta del tuyo y, sin molestias y cómo si no fuera tu primera vez, empezar el mete y saca, lento y delicado para acostumbrarte a su tamaño, para moldearte a su modo.
¡Ay, Manuel! ¿Cómo le hiciste para meterlo todo? Inquiriste aún sin explicarte cómo fue que pudiste aguantar semejante monstruo.
Todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar, mi niña. Te contestó al tiempo que cambiaba el ritmo uniforme por estocadas profundas y repentinas, seguidas de lapsos de quietud que ocupaba besándote el cuello y soplándote poemas al oído.
Pasaron más de treinta minutos, en los que no menos de cinco veces estuviste a punto de tocar otra vez la cima y él te bajó sin pedirte siquiera permiso, para aumentar tu desesperación, tus ansias, con el propósito que cuando finalmente estallaras disfrutaras al máximo el hacerlo, regocijándote con cada cambio de tu físico, con cada espasmo, con cada centella disparada a tu cabeza. Poco a poco la velocidad de sus movimientos se fue elevando, y antes del sexto y definitivo intento la cama se zarandeaba como si estuviera en medio de un huracán. Tú no parabas de gemir ni de pronunciar su nombre seguido de insultos algunas veces y de palabras tiernas otras. Él iba perdiendo la compostura que había mostrado desde que se toparan en la calle, y terminó por transformarse en una bestia cuando su verga comenzó a soltarte un chorro de semen tras otro, impulsándote hasta el cielo y regalándote un segundo orgasmo, mucho más extraordinario que el anterior y primero que vivías con un hombre taladrando tus entrañas. Con la última gota de fluido que broto de sus cuerpos, sus respiraciones y el latir de sus corazones emprendieron el camino hacia la normalización y él fue sintiendo los ojos cada vez más pesados hasta que, en el cansancio de sus más de cincuenta y dejándote con varias preguntas en la boca, se quedó dormido. Ya no te fue posible aclarar tus dudas: ni el paradero de su hija ni el porque estaba tan solo ni tampoco lo que acababa de suceder con exactitud, puesto en palabras. Admiraste la marca de los años en su rostro por unos minutos, y posteriormente, luego de quitarte su peso de encima, también entraste al mundo de los sueños para no despertar hasta al día siguiente, con las mismas dudas rondando tu mente pero también sumamente feliz y complacida, con una sonrisa que hacía mucho, o tal vez nunca, tu rostro no lucía.
Ahora estás aquí: sentada en un rincón de la habitación, con la vista puesta sobre él y tratando de asimilar los grandes cambios que en una sola noche se han presentado en tu vida. Miles de ideas navegan en tu cerebro y aún sientes su miembro entrando y saliendo de tu cueva. Tu mano regresa a tu entrepierna y dos de tus dedos se pierden entre tus labios, aprietas los dientes y, al experimentar de nuevo ese placer que tanto te ha agradado, arqueas la espalda con tal violencia que tu cabeza se estrella contra el muro y detienes tu autoexploración. Vuelves a recorrer el cuerpo tendido sobre la cama y recuerdas lo mucho que Manuel se parece a tu fallecido progenitor. Te dices a ti misma que podría ser tu padre. Cómo llegándote la culpa por haberte adentrado a un mundo del que lo poco que conocías era su estatus de prohibido, te repites una y otra vez que podría ser tu padre, pero no lo es y ya empieza a despertarse, comienza a dar signos de vida y luego de girarse sobre su espalda, te revela que no es el único. Podría ser tu padre, pero no lo es y tú tan sola, tan necesitada de cariño y su verga llamándote, haciéndote ojitos. Te pones de pie y caminas hacia él. Te hincas a su costado y rodeas su inquieto falo con tu boca. Él abre los ojos, sonríe al ver lo que haces, coloca su mano sobre tu nuca y te empuja un poco hacia abajo, hasta sentir que la punta de su pene choca con tu garganta, momento en que él también piensa en lo mucho que le recuerdas a su hija, pero no eres ella y tampoco él es tu padre. Ellos se han ido, se han marchado y ustedes con el libido a tope, ustedes con las ganas y queriendo hacerse de arrumacos, queriendo volver a hacerse uno y tu lengua recorriendo su herramienta, y tu sexo humedeciéndose otra vez y el deseo volando en el ambiente, y