Poderse querer más de dos

Debíamos ofrecer una imagen sugerente, juntas, pero sin tocarnos; oyéndonos, pero sin vernos. Una combinación negra, un delantal blanco: contrastaba nuestro atuendo como contrastaban nuestras pieles: oscura la una, blanca la otra, y las dos sudando quizás más por el deseo que por el sobresalto con que recibíamos cada nuevo golpe.

Las muñecas me dolían por lo tirante de la cuerda, nunca habría creído que eso pudiera resultar más lacerante que los trallazos que, sin ritmo ni cadencia alguna, caían sobre mi culo y mis caderas. Claro que tampoco habría pensando que los latigazos que más me iban a doler ni siquiera se abatirían sobre mi cuerpo, sino sobre el de ella. Debíamos ofrecer una imagen sugerente, juntas, pero sin tocarnos; oyéndonos, pero sin vernos. Una combinación negra, un delantal blanco: contrastaba nuestro atuendo como contrastaban nuestras pieles: oscura la una, blanca la otra, y las dos sudando quizás más por el deseo que por el sobresalto con que recibíamos cada nuevo golpe. Un jadeo, un quejido trabado entre los dientes, y el sonido de las colas cayendo sobre una piel: la suya, la mía, ni sabía dónde empezaba ella o terminaba yo. Porque era aún peor imaginar su golpe que sentir el que me tocaría a mí segundos después. Y el sonido brillante, limpio, casi metálico, que anunciaba las tiras estrellándose contra su culo o sus muslos nos hacía estremecer en un mismo segundo a las dos, ella, al recibirlo, yo, al escucharlo, anticipando mi dolor y doliéndome del suyo, dos golpes en uno, doblemente azotada. Y él sabía lo que se hacía, aquello no era cosa del azar, precisamente. Sentado entra las dos, con displicencia, un punto chulesca, medía, sopesaba, calculaba y dejaba pasar el tiempo para que la espera acrecentara el temor. Para que no pudiésemos prever el golpe, sin saber si el siguiente lo recibiría ella o yo, si sería más fuerte o más suave, si caería sobre el culo o las piernas… Si sería el último o quedarían muchos más. De pronto recordé que me había propuesto llevar la cuenta de los latigazos por si se le ocurría preguntármelo después, pero era demasiado tarde, no tenía idea de cuántos me había dado ya. Por un momento me imaginé ante la pregunta, sin poder responderla, y el orgullo, ése que siempre me salva o me hunde, me dictó la contestación: -No los he contado, ¿quieres volver a empezar para que pueda hacerlo? Tuve que volver la cabeza contra la puerta que me mantenía presa y me daba apoyo a un tiempo para esconderle la sonrisa que no contuve al imaginar su cara si llegara a darle semejante respuesta. Sonrisa seguida de un escalofrío, porque estaba más que claro cómo reaccionaría él a un desafío así. Por supuesto que empezaría otra vez y, como poco, me daría los azotes por duplicado, con timbre, póliza y sello de expedición. Seguro, vamos. Él seguía azotando, y el dolor iba y venía. Y en ese péndulo interminable, su mano era el bálsamo que calmaba un ardor, pero encendía otro. Apretaba mis nalgas en una caricia que mitigaba la quemazón de la piel roja y caliente, golpeaba ligeramente, amasaba, comprobaba si el tratamiento daba sus frutos pasando la punta de los dedos por entre mis piernas, buscando dentro de mí, aún más adentro siempre, esa reacción que no podía disimular, que a esas alturas, ni siquiera quería. Ya había dejado atrás una buena parte de la vergüenza, muchos recelos y todo el pudor. ¿Pensé alguna vez que sería capaz de estar totalmente desnuda delante de un hombre al que no había visto en mi vida, tomándome una copa y charlando de trivialidades como en un encuentro social más? ¿Creí que podría viajar en un coche, a los que tengo pavor, ajena a todo salvo a la mano que hurgaba en mí, a la voz que llenaba mi cabeza, a esos ojos en el retrovisor que me hacían desear gemir más alto, retorcerme aún más, mostrar mi placer y mi dolor con total obscenidad hasta que ella los necesitara con la misma intensidad que yo? Ahora él buscaba a la zorra que vive emboscada en mí y yo estaba encantada de dársela, de darle a la perra en celo, a la gata sobre el tejado de zinc caliente que no puede ocultar el ansia que la devora desde dentro hasta manar a borbotones.. Y los gemidos que me llegaban de ella, sometida a igual tratamiento tan cerca de mí, no hacían más que disparar mi anhelo hasta sentirme incapaz de contenerlo. Tensaba mi cuerpo, tiraba de la cuerda que sujetaba mis muñecas con tanta fuerza que mordían la carne. Quería gemir, quería retorcerme, quería sentir la fuerza de su mano, quería golpes, quería mordiscos, quería su marca sobre mí… Quería que todo creciera y explotara. Quería volar otra vez. Como lo había hecho ya tantas veces esos días. Y quería hacerlo con ella. Pero allí atada, a un palmo una de otra, era como estar sin estar, un instante al otro lado del espejo. Sola en mi deseo, pero adivinando el de ella. Sola en mi dolor, pero sintiendo el de ella. Sola en el agónico final, pero deseando el de ella. Y en algún momento, él lo hizo: rompió el espejo. Juntó piel contra piel y calor contra calor, y la sentí pegada a mí, como yo estaba pegada a ella, unida por nuestros culos heridos, forzados al contacto por las manos de él. En aquella vorágine, ni sé cuándo ocurrió. ¿Antes de correrme la primera vez, la segunda…? ¿Después de correrse ella? ¿Antes de esa mano que me volvió virgen? ¿O de esa otra que soltó las cuerdas? ¿Después de besar cada una de sus bocas? ¿Antes de ser doblemente empalada? ¿O de ser ella azotada? ¿Cuándo su música invadía mi cabeza, mi estómago y mi coño sin dejar un vacío en mí por llenar? ¿O cuándo las manos de ella enfriaron mi piel dolorida con cuidado maternal? ¿Antes de dormir con ella o de vivir los sueños de él? Porque el tiempo de ese fin de semana se me enreda en el recuerdo de un modo tal que no puedo desenmarañarlo. Una gran madeja ata momentos, fantasías, imágenes y prodigios: Un coche, tres pinzas, dos puertas, un abrazo, dos bocas, una cuerda, tres sexos, una silla, dos pechos, mil lágrimas, tantas manos y tantos, tantos besos