Poder 07: el crimen y el castigo
Vamos a conocer mejor a Sandra, y veremos que nuevas ideas se le ocurren a tío Calos para Nico.
¿Pero es que no te duele?
Claro que me duele.
¿Y entonces?
¿Entonces qué?
¿Por qué…?
No sé… lo quiero. Quiero que me duela.
¿Te gusta?
No… no es eso…
No te entiendo.
Ni yo.
La llegada de Sonia fue una revolución. Aquella manera suya desesperada de entregarse, de provocar esa especie de martirio que exigía, transformó los juegos en que participaba en experiencias radicales, de una sexualidad brutal. Los primeros días, sobre todo, hasta que tía Silvia regresó para pasar el fin de semana, fueron una locura. Llegué a temer que sufriera algún daño irreparable. Aquella entrega de apariencia resignada, que terminaba transformándose en un furor brutal que ella misma provocaba, que incitaba, parecía despertar en todos un instinto animal que nos llevaba a someterla a sesiones interminables de sexo brutal.
Desde el primer momento, y aunque ella seguía manteniendo aquella actitud “autística” con casi todo el mundo, entre nosotras establecimos una relación fraternal. De alguna manera, nos identificábamos la una con la otra: creo que ella veía en mí la incomprensión que había padecido durante toda mi vida; yo comprendía su soledad, y me sentía conmovida por su sufrimiento hasta encontrarnos.
El caso es que, cuando no formábamos parte de los juegos de tío Carlos, que, pese a lo que pueda parecer a juzgar por lo que entre todos hemos ido escribiendo, era la mayor parte del tiempo, estábamos juntas, a veces en silencio, a veces haciéndonos confidencias, a veces jugando entre nosotras.
Por la mañana, tras aquella primera “sesión” en que tía Silvia había conocido a Sonia, tío Carlos y ella habían pasado un buen rato encerrados solos. Creo que desde que empezáramos a “jugar”, nunca me habían excluido de nada, así que me extrañó. Cuando salieron, no parecían enfadados. De hecho, creí percibir que entre ellos se había relajado la tensión, como si hubieran aclarado los términos de su relación y se sintieran más cómodos.
Por la tarde, después de comer, nos retiramos los cuatro a su dormitorio para dormir la siesta. Tío Carlos dejó que se la chupara y, cuando me hube tragado su lechita, me dijo sonriendo que yo tendría que esperar. Se durmió abrazándome. Yo no pude dormir. Me quedé despierta, acurrucada contra él, con la pollita muy dura y sin poder pensar en nada que no terminara corriéndome. No me atreví a tocarme.
Al despertar, nos llevaron de compras. Con tía Silvia, todo resultaba más tranquilo, más juicioso. Íbamos de boutique en boutique y ella supervisaba cada prenda antes de dar su visto bueno. Hablaba con las dependientas, intercambiaban opiniones, decidía -tras probarnos mil y una cosas-, lo que quería comprarnos (y lo que no), y dejaba encargado que lo llevaran a casa. Hay que reconocer que, cuando terminamos, nuestros roperos estaban mejor surtidos, más equilibrados. Creo que nunca más salí de casa vestida de mariquita, ni Sonia vestida de… Bueno, de lo que fuera eso de lo que Sonia se vestía. Me sorprendió su sonrisa, la alegría con que parecía asumir que la tratara como a una hija.
- Para que os respeten, niñas, primero os tenéis que respetar vosotras mismas.
Merendamos en una pastelería. De repente, me sentía nueva. Aquello se parecía a una tarde en familia, como en las películas. Los tíos hablaban de cualquier cosas, comentaban las noticias, lo que habían hecho durante la semana…
Al regresar, paseando por las calles camino de casa, tío Carlos sugirió que entráramos en un sex-shop que se anunciaba discretamente mediante una chapa metálica en el portal de uno de los edificios elegantes de nuestro barrio. Nunca había reparado en que aquello estuviera allí.
Tuvimos que llamar a través de un portero electrónico. El lugar estaba en el piso principal de una casa grande, de principios de siglo, que había sido decorada con mucha luz y muy buen gusto. Nos atendía un caballero muy educado, que charlaba animadamente con nosotros, y nos llevaba de cuarto en cuarto enseñándonos toda clase de juguetes. Llevaba un cuadernillo negro, donde anotaba las cosas que, sobre todo tío Carlos, decía querer. Tía Silvia también compró algún juguete.
Al terminar, en una salita próxima a la salida, nos invitaron a unos refrescos. Los sirvieron en una mesa baja, entre dos sofás blancos donde nos acomodamos. Tía Silvia y el dependiente seguían charlando muy animadamente. Tío Carlos, dirigiéndose a mí, me enseñó una de las cosas que acababa de comprar, un casquillo metálico, como una pequeña jaula de acero, que tenía una anilla metálica abierta y un candadito.
Mira, cielo, esto es para ti.
¿Para mí?
Súbete la falda.
Obedecí, aunque me daba un poco de vergüenza. Jorge, que así se llamaba el dependiente, nos miraba, y el ambiente no parecía el de una orgía. Mi pollita, que en otras circunstancias se hubiera puesto durísima, permanecía fláccida, como escondida.
Tío Carlos bajó mis braguitas hasta los tobillos y manipuló con el juguete hasta hacer que el candado se cerrara con un clic fijando la anilla alrededor de mi escroto, atrapando mis pelotitas al otro lado. La jaula encerraba mi polla que, así, en aquel estado cabía cómodamente.
Sirve para que no puedas disponer de ella. A partir de ahora vamos a jugar un tiempo a eso.
Pero… ¿Y si…?
No pasa nada, cariño. Puedes hacerlo. Es de un acero excelente, y el agua no lo estropea, así que basta con que te asees bien después.
Me sentía ridícula, pero no protesté. Me parecía que todo el mundo se iba a reír de mí.
Me encantaría probarlo…
Cariño, si quieres…
Claro, es una idea excelente. Siempre que Jorge esté de acuerdo, claro…
Por lo que a mí respecta, será un placer.
Apenas la acarició un momento por encima del pantalón. Cuando abrió su bragueta y la sacó al aire, la polla de Jorge estaba realmente dura. Tía Silvia pasó un rato acariciándola. Era grande, y muy bonita. Dibujaba una suave curva como de arco, y tenía el capullo descubierto. Su borde sobresalía un poquito sobre el tronco. Cuando ella subía la mano, lo cubría con la piel hasta su mitad. Él permanecía sentado, con las piernas medianamente abiertas. Se miraban sonriendo.
¡Ahhhy!
¡Vaya! Parece que funciona…
El espectáculo hacía que mi pollita empezara a levantarse y se encontrara con los barrotes plateados que la encerraban. No era doloroso. Más bien como una presión. Quedaba constreñida dentro de su encierro e, incluso, sobresalía por entre los huecos formando un curioso relieve. La forma del adminículo, curvada hacia abajo, resultaba especialmente incómoda. Sonia, riendo, la acarició agarrándola con la mano. Hacía que resultara completamente disfuncional, y me generaba una cierta angustia. Me preguntaba hasta donde llegaría el juego.
Funciona muy bien… ¿Te duele?
No…
Estaba un poco enfurruñada. Tía Silvia se había inclinado sobre la polla de Jorge, y la recorría con su lengua haciéndola brillar. Él mantenía los brazos sobre el respaldo del sillón, y me miraba con una expresión de absoluta felicidad.
Oye, Carlos… ¿Y ella?
… Mmmmm…
Pareció confundido, pero reaccionó enseguida ofreciéndome de manera muy generosa. Me sentí confundida, pero obedecí. Desde que la había visto, la había deseado, así que me arrodillé ante él y sustituí a mi tía. Sentirla en la boca, tan firme y suave, hizo aumentar mi deseo, y la agonía con ello. Hacía que su capullo entrara y saliera rozándolo con los labios al hacerlo. Me fascinaba el paso del borde, ese suave relieve me volvía loca. Ahora sí me dolía. Mi polla seguía intentando erguirse y, al encontrar la resistencia del metal, se comprimía de una manera desesperante.
- Mira, cariño, gotea.
Tía Silvia rió al escuchar el comentario. Agarró mi pollita, dentro de su encierro, y tiró de ella ligeramente, lo que no hizo si no aumentar mi sufrimiento, y mi deseo.
Jorge era un hombre atractivo, maduro, como de cuarenta y tantos, delgado y fuerte, elegantemente vestido de negro, con una barbita bien recortada rodeando apenas los labios y hasta el mentón, que empezaba a blanquear. Cuando comenzó a desabrochar mi vestido por la espalda, y me sacó los brazos por las mangas, creí que me volvía loca. Me acariciaba la espalda y el pecho, y yo me moría de deseo y de frustración. Me tragaba su polla hasta donde podía, sintiendo en los labios el relieve de las venas alrededor de aquel tronco firme. Gemía, y movía las caderas levemente, ayudándome. A veces, se inclinaba hacia tía Silvia y le besaba la boca. Imaginaba sus tetas blancas al aire, y las manos en ellas y me moría. Ella acariciaba mi culito. A veces, apuntaba dentro con uno de sus dedos lubricado con saliva; otras, presionaba mi perineo, lo recorría de arriba a abajo apretándolo y mi pollita, comprimida, efectivamente chorreaba. Podía escuchar a Sonia gemir.
- No pares ahora, cariño, míralo.
Tenía los ojos cerrados y había dejado caer su cabeza hacia atrás. Me la metí muy adentro, hasta sentirla en la garganta. Sus piernas temblaban levemente. Sus muslos estaban duros, muy duros, y gemía. La sentí palpitar en mi boca. Comenzó a derramarse generosamente. Me bebía su lechita con ansia, desesperadamente. Me sentía loca de deseo, y el suyo parecía ser todo a lo que podía aspirar. Me la tragaba sin dejar que una sola gota escapara por mis labios. Tía Silvia gemía, y supuse que se acariciaba. Me había clavado un dedo en el culito y apretaba. Quería morirme.
Por la noche, ya en casa, tras cenar, nos quedamos en la salita pequeña. Los tíos tomaban una copa, sentados en los butacones y nosotras charlábamos sentadas en la alfombra, frente al fuego, a sus pies. Un par de lámparas de pantalla aportaban su luz tenue al brillo de la lumbre contribuyendo a generar un ambiente cálido y amable.
Sonia, cariño…
¿Sí?
Carlos y yo hemos estado hablando sobre ti.
¿Y?
Tía Silvia le explicó que había decidido que, si ella quería, naturalmente, le gustaría “adoptarla”. Pensaba que necesitaba afecto, y, por alguna razón que no pensaba analizar, ella lo sentía, aunque ello conllevaría la aceptación de algunas reglas, de entre las cuales, la principal era el fin de aquellas sesiones de sexo suicida a que se entregaba. A partir de entonces, ella supervisaría personalmente cada encuentro que decidiera tener.
- No me malinterpretes, cielo: entiendo que eres casi una persona adulta, y quiero respetar tu libertad. No es que te vaya a limitar, ni a ponerme puritana. Ya sabes que no lo soy, ni mucho menos. Solo quiero asegurarme de que no te hagas daño. Tengo la sensación de que algo te corroe por dentro, y quisiera ayudarte a ser feliz.
Poco a poco, iría instalándose en Madrid. Ya había mandado hacer algunos cambios en su despacho del piso superior de la torre, en Castellana, y tenía previsto viajar lo menos posible. No le había gustado la deriva que iban tomando nuestras vidas y quería estar cerca y preocuparse un poco más por todos nosotros.
Nunca había visto a Sonia manifestar un sentimiento. Se abrazó a ella llorando en silencio. Tía Silvia, susurraba palabras de consuelo junto a su oído y sonreía.
Aquella noche, durmieron juntas. Supuse que habían discutido alguna cosa más aquella mañana, por que tío Carlos y yo nos mudamos a los cuartos contiguos a sus habitaciones, como solía decir. Cuando llegamos a casa, nuestra ropa estaba colocada ya en los armarios. Ambos apartamentos se comunicaban a través de una puerta cuya llave quedó en su lado. Debía haber habido una pequeña rebelión, aunque nadie parecía disgustado por ello.
Aquel día marcó un cambio en nuestra relación, que poco a poco fue tornándose más filial. Era como si hubiéramos asumido que, de alguna manera, éramos hermanas, aunque fuera en aquel especial contexto familiar nuestro. Pasábamos mucho tiempo juntas, casi todo, y nos contábamos con detalle cada cosa que nos sucedía en las escasas horas en que nos separábamos. Hablábamos con mucha intimidad y fuimos conociéndonos bien. Las decisiones que tía Silvia tomaba por ella, contribuían a favorecerlo en muy buena medida. Comenzó a venir conmigo al “gabinete de belleza” (como a ella le gustaba decir) de Nuria. Bromeábamos sobre lo divertido que resultaba que, al igual que tío Carlos conmigo, tía Silvia había decidido femineizarla también.
Por otra parte, el otro cambio, el que sólo me afectaba mi, o muy especialmente a mi: el casquillo que tío Carlos había decidido colocarme, se fue convirtiendo en un instrumento que marcaba casi cada segundo de mi vida. Me sometía a una tensión permanente, a una ansiedad que no terminaba de estar claro si constituía una tortura, o una suerte de placer expectante, una especie de martirio dulce que me trastornaba hasta convertirme en un ser absolutamente sexual.
Mi vida seguía siendo tan excitante como antes, pero no se consumaba. Tío Carlos me usaba para su placer, aunque procuraba que no terminara en orgasmo, y aquello causaba en mí una excitación, un deseo que parecía acumularse convirtiéndose en una obsesión. Sobre todo al principio, hasta que fui asimilándolo, sufrí como una loca.
No sé si el lector se hace a la idea, pero creo que puedo aclararlo: tío Carlos llegaba a casa y me buscaba. Pongamos por ejemplo uno cualquiera de los días que tía Silvia todavía pasaba de viaje: me buscaba para “jugar”. Me acariciaba, me besaba... Sentir el roce de su polla dura ya me volvía loca. La mía se inflamaba (a veces pasaba horas inflamada) y quedaba constreñida por el invento, que me causaba un dolor moderado al que no tardé en acostumbrarme, y me resultaba imposible correrme. Al intentarlo alguna vez a solas, pude comprobar que la anilla que la sujetaba casi estrangulando mis pelotas, me causaba dolor antes aún de conseguir un ritmo que me hubiera permitido acercarme al objetivo perseguido. Resultaba imposible. En esas condiciones, solía terminar mamándosela.
En realidad, el primer día, cuando nos quedamos solos en el dormitorio, habíamos actuado como siempre. Ignorando el casquillo, tras un buen rato de caricias agónicas que me habían llevado a un estado de terrible desesperación, me senté sobre él, mirándole, y me penetré con su polla. La ansiedad, sumada a la frustración que para mí había supuesto el episodio de la tienda de Jorge, me tenían loca. Comencé a moverme haciéndole gemir. Me miraba con los ojos entornados y acariciaba mi pecho liso mientras le follaba cómo una desesperada. La presión en mi interior me excitaba mucho, y mi ritmo fue creciendo. Cuando me dejaba caer, la sentía clavarse en el fondo, presionarlo, y padecía lo que podríamos definir como un calambre dulce. Perseveré en ello como una posesa, sin pensar. Le follaba como una perra en celo, ensartándome en él como si quisiera que me atravesara hasta que, con casquillo y todo, noté que se me aflojaban las piernas, se me iba un poco la cabeza, y comenzaba a correrme. Mi lechita manaba mansamente entre los barrotes de la jaula que constreñía mi pollita y se vertía sobre el vientre de tío Carlos, que estalló en mi interior casi al mismo tiempo. No recordaba haber sentido tanto placer. Pareció durar horas. Fluía sin cesar, casi sin interrupciones.
Al parecer, el plan de tío Carlos no era ese. Había decidido someterme a negación, así que la sodomía me fue vedada también. Hacíamos el amor, pero no me follaba. Acababa acariciándole yo, o mamándosela, haciendo que se corriera en mi boca, o sobre mí, pero me estaba vedado hacerlo yo. A menudo, sencillamente asistía sin participar a encuentros que él mantenía con Sonia, o a las “sesiones” que organizaba para tía Silvia.
La ansiedad que sentía me hacía poner el mejor de mis afanes en el asunto, y me fui convirtiendo en una verdadera experta. Me volvía loca sentir su polla tan dura entre los labios, tragármela, lamerla. Cuando, al fin, se corría, me encontraba en un estado de ansiedad desesperante. Aprendí a soportarlo, a disfrutar de la negación de la consumación de mi propio placer como si fuera otro placer diferente. Sufría, claro está, pero podría decirse que buscaba aquella angustia que, ante la imposibilidad de terminar, se había convertido en mi manera de gozar del sexo.
Durante el siguiente mes, lo más parecido al placer sexual que gozaba (si obviamos que, como ya he dicho, la angustia se había convertido en una perversa forma de gozo, aunque fuera fuente después de una profunda insatisfacción), era el rato que cada noche, tras cenar, dedicaba con tío Carlos a nuestro aseo. Solíamos encerrarnos en el baño, donde me liberaba al casquillo. Bastaba aquel gesto, el click del candado al abrirse, para que mi pollita se pusiera terriblemente tiesa. Él, que parecía obtener un enorme placer con aquel castigo mío, respondía de la misma manera.
Comenzaba enjabonándome. Lo hacía con las manos, con un gel de un perfume dulzón e intenso. Me enervaba sentir sus dedos resbalando por mi piel. Me enjabonaba entera, de pie y con el agua ardiente a la altura de las rodillas. Lo hacía con esmero, frotándome toda y, al final, cuando llegaba a mi pubis, se entretenía entre los muslos, tirando de mis pelotitas, hasta que agarraba mi pollita, que sacudía resbalando, causándome un temblor de angustia y de placer que, indefectiblemente, interrumpía antes de que llegara a correrme.
- Ahora me toca a mí.
Hay que entender que para entonces ya era víctima de un deseo desesperado, de una ansiedad que me hacía perder el norte. El contacto con su cuerpo, tan firme, tan grande, me enloquecía hasta la desesperación. Buscaba recorrerlo entero con las manos enjabonadas, frotarme contra él. Buscaba cada ocasión para tratar de hacer resbalar mi pollita en su piel velluda. Él lo consentía hasta sentir que me encontraba cerca de conseguirlo, y entonces me apartaba, me obligaba a separarme y a continuar con las manos que, sin remedio, acababan en su polla. Me agarraba a ella con desesperación, como si pudiera conseguir correrme a través de ella. Jugaba a tratar de sujetarla, y resbalaba entre mis dedos; acariciaba sus pelotas, tiraba de ellas con el mismo resultado. Tío Carlos reía, y se dejaba hacer. Jugaba con ella hasta lograrlo, hasta conseguir que emitiera aquel gemido ronco y, palpitándome en las manos, comenzara a escupir su leche tibia sobre mis piernas, sobre mi pollita ansiosa. La ordeñaba histéricamente, alocadamente, con el corazón acelerado, a punto de salírseme por la boca. Cuando sentía el impacto cálido en mis muslos, en mi pollita, me derretía de placer ausente, de desesperado placer frustrado.
Algunas veces, arrodillada, la mamaba con aquella misma ansia. Había aprendido a tragármela entera, a relajar la garganta y engullirla hasta sentir en la nariz el vello de su pubis. La retenía dentro, para lograr que las contracciones de mi garganta le dieran placer, hasta que necesitaba sacarla para evitar la asfixia, o hasta que se me corría dentro. Cuando él quería, agarrándome del pelo, la sacaba justo a tiempo para correrse en mi cara. Palpitaba en el aire. Se corría a golpes de su polla en el aire y, sin soltar mi cabello, se vertía a latigazos en mi cara.
- Mi putita… preciosa… Mi dulce… putita… preciosa…
Después, solía bromear con lo sucia que volvía a estar, y volvía a lavarme, a enjabonarme entre bromas con la misma delicada minuciosidad. Volvía a enjabonar mi pollita y, nuevamente, interrumpirse antes de que lograra aliviarme. A veces, exactamente antes. Después, con el agua fría de la ducha, la aclaraba hasta lograr que volviera a caber, hacía sonar el click del candado, y nos secábamos antes de ir a la cama. Abrazados, él se dormía. A mí me costaba más. Las imágenes previas giraban alrededor de mi cabeza. Volvía a sentir la presión de los barrotes de acero del casquillo, el dolor. Mi sueño, día a día, se volvía más y más agitado. Descansaba mal.
Algunas veces, llamaba a Sandra a su cama, cuando no estaba tía Silvia. Ella acudía solícita y retozaban a mi lado. Me excitaba la imagen de la muchacha gordita, simplona y lozana, que follaba con un entusiasmo encomiable. Tío Carlos la llamaba putita. Le gustaba cachetear su culo grande, muy blanco, y amasar aquellas tetazas enormes que tenía, de pezones rositas, pequeñitos y apretados. Cuando follaba su culo, chillaba cómo una cochina. Entonces, me hacía masturbarla al mismo tiempo, y se corría lloriqueando. Al terminar, la mandaba vestir y marcharse. No le importaba nada, aunque a ella, aparte de un mínimo fingir resistencia al principio, y lloriquear cuando la enculaba al tiempo que le propinaba sonoros azotes que enrojecían sus nalgas gordotas, parecía gustarle.
A cuenta de aquello, la muchacha pareció ir sintiendo una extraña solidaridad hacia mí. Creo que le daba pena. El caso es que, cuando ya hacía poco más de dos meses que tío Carlos me sometiera al casquillo, me encontraba sola en casa, sentada en la biblioteca. Puede decirse que, por entonces, comenzaba a tolerar mi ya prolongada abstinencia, aunque había días, como aquel, en que me sentía perdida y desesperada, y agradecía aquellas horas de soledad cuando podía conseguirlas. Puede que parezca una tontería, pero me las pasaba con la falda levantada, agarrada a mi casquillo en un gesto automático, como si aquello fuera a producirme algún placer.
El caso fue que, a media tarde, Sandra entró para preguntarme si quería ya merendar y, al encontrarme así, parece que se apiadó de mí. Aquella pobre simplona, pese a su ignorancia, había ido aprendiendo mucho sobre el sexo, y me imagino que, entre el servicio, aquel peculiar castigo debía de ser la comidilla, por que, titubeando, se ofreció a ayudarme con toda su buena voluntad.
Si la señorita quiere…
Dime, Sandra.
Se sonrojó hasta la frente. La pobrecita titubeaba, y no paraba de buscar circunloquios para llegar allí donde quería.
Pues que yo podría…
¿Podrías?
Ayudarla… Yo podría…
¿A qué?
Bueno, usted… esa cosa… Yo… si usted no dice nada… Yo he visto…
Como fingía no entenderla, por el simple placer de ponerla en un aprieto, la muchacha terminó por aceptar que tendría que demostrármelo por la vía de los hechos, y se arrodilló ante mí. Sin preámbulos, me sacó las braguitas y, inclinándose, comenzó a lamer mi culito con muchísima intensidad. No fui capaz de detenerla. Su lengua, caliente y mullida, hurgaba lamiéndolo y ensalivándolo, y comencé a gemir dejándome hacer. Hacía siglos que no sentía una sensación como aquella y, cuando introdujo su dedo anular con mucha delicadeza, y empezó a buscar hasta encontrar mi próstata, creí que me moría. Mi polla presionaba las rejas del casquillo como si quisieran romperlo, y mi culito se movía solo. No tardé en jadear como una loca.
Yo, a veces, al señor… a su tío… Por favor, señorita, prométame que no dirá nada…
Te lo prometo… Te lo… no pares… suigue… siiiiiiigueeeeee….
Me frotaba por dentro con fuerza y muy deprisa, causándome un calambre intenso y estremecedor, un placer que ya solo vivía en mi recuerdo. Sentí que me fundía, que me derretía. Mi pollita comenzó a rebosar, a manar leche cómo jamas en mi vida, causándome un placer que era como una liberación, como un estallido de ansia contenida, infinito, delirante. Me corría en un flujo continuo, interminable, que resbalaba sobre el asiento del sillón donde temblaba para derramarse hasta el suelo, donde formaba un charquito.
- Nico, cielo… ¡Pero!… ¡¡¡Sebastián!!! ¡¡¡Sebastián!!!
La pobrecita se quedó de piedra, paralizada con el dedo todavía clavado en mi culito y temblorosa. Tío Carlos, que nos había sorprendido por casualidad al regresar y buscarme, la obligó a ponerse de pie. La pobrecita, lloraba a moco tendido, agitando sus tetazas enormes bajo el vestido.
Pero… ¿Se puede saber…? ¿Cómo se te ocurre…
Yo… La pobrecita señorita… Me dio pena…
¡¡¡Serás puta!!!
Sebastián no tardó en aparecer corriendo, alertado por las voces. Tío Carlos, en aquel preciso instante, había levantado a Sandra las faldas del vestido y le arrancaba las bragas a tirones. La pobre lloraba como una magdalena, y se dejaba zarandear sin ofrecer resistencia.
¿Qué sucede?
Sucede que esta zorra, por lo visto, es un alma caritativa, empeñada en aliviar a los que sufren.
Pero… ¿Cómo?
Que a la puta esta parece que le ha dado pena mi sobrina y ha decidido que ella podía hacer que se corriera metiéndole un dedo en el culo.
Pero… Tranquilícese, señor…
¡Me tranquilizaré si me da la gana, joder!
Jamás le había visto tan enfadado. Mientras hablaba, la zarandeaba agarrándola del brazo. Sentía una pena intensa hacia ella, y creo que yo también lloraba. Poco a poco, tío Carlos fue recuperando la calma y comenzó a dar vueltas alrededor de la habitación. Sandra lloraba en voz baja, avergonzada y asustada, temblando en el centro de la sala junto a los restos desgarrados de sus bragas.
Por la mañana harás tu maleta y te irás.
Pero… Por favor…
Pareció venírsele el mundo encima. Se tiró de rodillas agarrándose a las piernas de mi tío, llorando a moco tendido, suplicando compasión de una manera confusa y atropellada.
Pero… Si el señor me lo permite… Sandra… Luisa, su madre…
¿Qué coño dice,Sebastán?
Comprendí que debía intervenir. Al fin y al cabo, aquello tenía que ver conmigo, y no me parecía bien quedarme al margen en un asunto que tenía visos de ir a convertirse en una tragedia. Me puse de pie y, sacando fuerzas de flaqueza, me encaré con mi tío.
- Luisa era su madre, y sirvió en casa desde que era niña hasta que murió hace unos años. La pobrecita no es muy lista, y mi abuelo se comprometió con ella en su lecho de muerte a cuidarla y encargarse de que se ganara la vida. En esta familia siempre hemos sido leales con el servicio, como el servicio lo es con nosotros. Arreglamos dentro los problemas y nunca traicionamos a quienes nos han servido bien y nos han sido fieles, y, desde luego, nunca faltamos a nuestra palabra, así que la mantendrás, o lo haré yo, pero de esta casa no se marcha. Tú verás lo que prefieres.
La perorata pareció causar efecto. Se hizo un silencio tenso en la biblioteca, que solo rompían los sollozos de la muchacha que, todavía arrodillada en el suelo, me miraba con agradecimiento. Tío Carlos se sentó en el escritorio muy serio y pasó reflexionando unos minutos que se me hicieron eternos. No hubiera querido tener que ponerme así. Intuía que le había confrontado a la realidad de que vivía en nuestra casa, y que aquí las cosas se hacían a nuestra manera. Temía que no me lo fuera a perdonar, y me sentía fatal. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono sereno y pausado. En ningún momento se dirigió a ella, si no a Sebastián, dejando perfectamente claro que impartía instrucciones, y que no esperaba más respuesta que su cumplimiento exacto y preciso.
Bien, Sebastián, ya ha oído a mi sobrina: la muchacha se queda. Que mañana mismo venga la modista, y que recorte todos sus uniformes hasta por encima de las rodillas.
Como el señor mande.
Quiero que haga saber al resto del servicio que esta joven tiene una excelente predisposición a aliviar a los desesperados, y que, en vista de ello, y para no malograr su vocación y facilitar su mejor desarrollo profesional, hará sus tareas sin bragas, salvo aquellos días en que resulte imprescindible por higiene, y que se encargará de satisfacer cualquier urgencia que cualquiera pueda padecer, para lo cual pueden obrar con ella con toda libertad, tanto de día, como de noche, de uno en uno o en grupos.
Así se hará.
Por extraño que parezca, el llanto de Sandra pasó de la desesperación al alivio y el agradecimiento. No sé si llegó a comprender lo que significaban las palabras de mi tío, o si es que la idea no le parecía mal, por que es cierto que la muchacha parecía tener mucha afición a eso de que la follaran, pero el caso fue que tuvo que mandar al mayordomo que se la llevara para quitársela de encima, por que la pobrecita estaba bien dispuesta a comenzar allí mismo, con él, la práctica de aquella afición que, por accidente, se había convertido en oficio.
Ande, llévesela y mande a alguien a limpiar esta porquería.
Y tú no te vayas, Nico, que tengo un par de cosas que comentarte.
Me puse de pie y permanecí en silencio. No me volvió a mirar hasta que la puerta cerró tras ellos dejándonos a solas. Atardecía, y me sentía insegura y asustada. La lluvia repiqueteaba en los cristales de los grandes ventanales de la biblioteca en penumbra.
Tú, jovencita…
Yo… lo siento, tío, no quería…
No, cariño, no te disculpes. Todos perdemos la cabeza alguna vez y necesitamos que alguien nos ayude a volver a nuestros cabales.
Pero…
No hay peros, mi niña. Cualquier otra opción hubiera sido peor: podrías haberme dejado hacer esa burrada, para haber tenido que arrepentirme después; o podías haberme ignorado y haberme impuesto tus propias decisiones. Al fin y al cabo… es vuestra casa, vuestro servicio… Yo… Bueno, te agradezco que hayas sido sincera.
¿Me das un beso?
Claro, cielo… Y vamos a bañarnos, anda, que te has puesto perdida.
Aquella noche, en la bañera, nos acariciamos sin cuidado. Tío Carlos me permitió correrme cuantas veces pude y quise, que fueron muchas y de muchas maneras distintas. Me folló, me lamió, me acarició. Me besaba con muchísima pasión y me trataba con una dulzura exquisita. Nos quedamos dormidos sin cenar y nadie vino a molestarnos. En mitad de la noche, todavía nos despertamos alguna vez.
Por la mañana, desperté al escuchar como a lo lejos el click del casquillo al cerrarse.
Volvamos a empezar, cielo ¿Ves cómo merece la pena?
Sí…
Me abracé a su cuello y le besé. Hubiera querido quedarme así el resto del día, pero había cosas que hacer. Y había que contárselo a Sonia... Camino de su cuarto, Martín follaba a Sandra, que se dejaba hacer con la falda subida y el culo en pompa, apoyada en un mueblecito de una de las salas. No llevaba bragas y parecía feliz. Sus nalgas, grandes y blancas, se movían como si dibujaran olas, y las grandes manos del muchacho estrujaban sus tetazas por encima del vestido. Visto así, no parecía un mal trabajo.