Poder 05: por sorpresa

Y, como no podía ser menos, la historia comienza a complicarse...

Cuando apareció por la escuela vestido de nena, comprendí que Nico era como yo: un marginado. Vamos, que me identifiqué con él y decidí que seríamos amigas. Todo el mundo sabía que era mariquita, y que los chicos le forzaban. Era imposible no enterarse. Los muy bestias, se lo contaban los unos a los otros con todo lujo de detalles: que si le habían roto el culo y el muy maricón se había corrido, que si le habían hecho hartarse de leche, que si se la habían metido en la garganta hasta los huevos… Los chicos presumían de esa clase de burradas. Por eso yo no hablaba con chicos.

Tampoco hablaba con chicas. Las chicas son idiotas. Me fatigaba su cháchara incesante sobre ropa, cotilleos, romances y, cómo no, chicos. Nunca comprendí por qué les gustan, cuando saben lo que quieren de ellas, y saben que se lo contarán unos a otros, que todo el mundo sabrá quien les metió la polla, y por donde, y cómo chillaba, y que las llamarán puta…

El caso es que no hablaba con nadie. Leía, escuchaba música, paseaba sola, y me dedicaba a pensar en mis cosas. No parece un plan perfecto, y es verdad que no me reportaba alegría ni felicidad, pero por entonces yo no pensaba que eso se pudiera esperar de la vida, así que tampoco me importaba.

El día que Nico apareció en la escuela con aquellos vaqueros tobilleros tan ajustados, la camiseta corta, y el fular, los labios brillantes, y todo el cuerpo depilado (no es que antes tuviera mucho vello), comprendí que estaba destinado a ser mi amigo, o mi amiga, eso ya lo iríamos hablando.

Y, efectivamente, todo fue como la seda desde el instante mismo en que me animé a hablar con él. Salimos de allí de la mano, íntimas, y le acompañé hasta su casa, que resultó ser una mansión como las de las películas, inmensa, llena de criados y en pleno centro de Madrid.

Su cuarto era como un apartamento, más grande que mi piso. Nada más llegar, pidió que nos trajeran un refresco y se presentó una muchacha de uniforme para servírnoslo. Le hablaba de usted, y parecía que le habían metido un palo por el culo, a la pobre.

  • ¿Pero es que eres familia del Rey o qué?

  • No. El Rey no tiene tanto dinero como mi familia.

Bromeamos sobre el asunto y nos reímos un buen, hasta que, sin saber muy bien por qué, nos quedamos calladas, mirándonos, para terminar besándonos. Yo nunca había estado con un hombre. Bueno, si excluimos al cerdo de mi tío Paco, que se hizo cargo de mí cuando mi madre murió. Pero aquello no era sexo, si no, más bien, un martirio al que me sometió durante un año y medio mientras se gastaba la mayor parte de los pocos ahorros que me habían quedado de herencia. Por entonces hacía seis de meses que, en cuanto cumplí los dieciocho cogí el petate y me fui con lo que me quedaba. Eché cuentas y calculé que podría vivir y pagarme un año en aquella escuela de baile. Después, ya me buscaría la vida. No podía ser peor que el aliento de aquel cerdo borracho en la cara mientras me follaba a oscuras y me manoseaba cuando llegaba por la noche.

En cualquier caso, sabía cómo era. Me había aficionado a los videochats. Entraba en cualquier sitio, encendía la cam, con cuidado de no mostrar mi cara, y me sobaba sola mientras algún muchacho se la meneaba diciéndome cochinadas. Con ello satisfacía mis necesidades inmediatas, a temporadas con mayor o menor frecuencia, y me evitaba las incomodidades del contacto directo. También veía vídeos, leía historias…

Con Nico, sin embargo, todo fluyó de manera muy natural. No me causaba ninguna repugnancia, ni me asustaba. Comenzamos a besarnos y me sentí bien. En pocos minutos, era como un sueño, un centrarme sólo en él. Nos dejamos caer en la alfombra, y dejé que me bajara el pantalón hasta los tobillos y que me acariciara. Me ponía muy caliente el roce de sus dedos. Era diferente a tocarme yo. Jugábamos a perseguirnos las lenguas. No me dejó acariciarle hasta que sintió que me corría. Fue distinto a todo. Temblé, me dejé llevar, y me estremecí de placer en silencio, caída sobre el suelo, entregada a sus manos tan suaves. Sonreía con los ojos iluminados mirándome. No me daba miedo ni vergüenza.

  • ¿Pero tú...?

  • ¿Yo?

  • No eres…

  • No sé muy bien qué soy.

  • ¿Te gustan las chicas?

  • Algunas… Mi madre, mi tía,… ahora tú…

  • Yo…

  • Bueno, tú eres un poco como un chico.

  • ¿Un chico?

  • Casi no tienes tetas, ni curvas…

Me hizo gracia. La idea se me antojó excitante, confusa. Por raro que parezca, la idea de su madre y su tía no me había llamado la atención, aunque la de que yo le pareciera un chico… Me divertía, y me excitaba. Recordé mis juegos en Internet. Agarré su paquete por encima del pantalón y comencé a susurrarle en uno de aquellos tonos de juego erótico.

  • Y tú pareces una zorrita…

  • Sí…

  • Una putita calientapollas…

  • Sí…

  • Pero hoy te ha salido mal…

  • ¿Mal?

  • Sí…

  • ¿Por qué?

  • Por que voy a follarte, putita…

Gimió cuando empecé a bajarle los pantalones. Llevaba unas braguitas de color fucsia preciosas. Metí la mano dentro hasta encontrar una pollita diminuta, terriblemente dura y húmeda. Me entretuve rozando su capullo. Tiré del pellejito hacia atrás, hasta descubrirla, y lo acaricié. Soltaba una crema cristalina que ya había visto antes, aunque nunca la hubiera tocado. Mojé mis dedos en ella y los conduje hacia su culito. Gimió cuando clavé el anular mientras presionaba sus pelotitas diminutas con la palma de la mano.

  • ¿Así es cómo te follan los chicos?

  • No… Ellos… ellos las tienen… más… grandes…

  • ¿Así?

  • Más…

  • ¿Así?

Chilló un poquito cuando introduje el índice también. Su pollita golpeaba el aire y manaba ya una cantidad de aquel fluido muy considerable, formando una mancha oscura creciente en las braguitas.

  • Más… mucho… más… grandes…

Tuve que forzar la entrada para clavarle los cuatro dedos formando una cuña. Chilló, y comencé a chupársela. Me cabía entera en la boca sin dificultad. Movía el culito arriba y abajo y gimoteaba como una auténtica nena. Pensé que, efectivamente, resultaba mucho más femenina que yo. No me daba asco.

  • Hoy no te irás de rositas, zorrita… Hoy te follaré hasta que me canse…

Aquello no tenía comparación con nada que hubiera vivido antes. Me sentía como loca, febril. Le mamaba y le follaba como una posesa, y notaba cómo mi coño se mojaba más y más. Mis pezones, pequeños y oscuros, parecían aprisionados por aquel sostén completamente innecesario que llevaba. Me escocían por el roce.

  • Nico, cielo… ¿Nico?

  • ¡Tío… tío Carlos…!

La repentina entrada de aquel hombre maduro y atractivo, que se quedó mirándonos con aire de incredulidad, fue un anticlimax brutal. Nico se quedó paralizado. Tenía una expresión de culpa violenta. Percibí algo en su lenguaje corporal que me hizo pensar que ¡Le estaba poniendo los cuernos! Me costaba creerlo, y, sin embargo…

Me puse de pie de un salto. Me sentía ridícula, con los pantalones en los tobillos y la pelambrera oscura y espesa de mi coño al aire. Hice ademán de agacharme para subírmelos.

  • ¡Estate quieta, ramera!

Pronunció cada sílaba con una parsimonia inaudita, en tono sosegado, con una autoridad que me aturdió. No supe cómo reaccionar. De alguna forma, era como si la única respuesta posible fuera obedecer. Me quedé paralizada, cubriéndome el pubis con las manos y mirando hacia la alfombra.

  • ¿Quien eres tú?

  • Soy… Sonia…

  • ¿Y quien es Sonia?

  • Una compañera de Nico… de clase…

  • Una zorra.

  • Yo…

Traté de protestar tímidamente. La inteligencia mandaba rebelarse ¿Quién se había creído aquel tipo que era? Lo cierto es que permanecí en silencio, temblando, mientras daba vueltas a mi alrededor observándome con detenimiento.

  • ¿Qué ha visto Nico en tí?

  • Estás flaca…

Mientras hacía sus observaciones analizándome como si fuera ganado, me subió la camiseta hasta quitármela. No me atreví a taparme el pecho con los brazos.

  • No tienes tetas.

  • ¡Ahhhhhhh!

  • Ni culo…

Me pellizcó con fuerza uno de los pezones haciendo que se me saltaran las lágrimas. Palmeó mis nalgas, las apretó como si las valorara.

  • Pareces un chico ¿Es por eso, Nico? ¿Me engañas con ella por que parece un chico?

Mi amiga permaneció en silencio. Su pollita seguía dura, y aquello, de alguna forma, me transmitió una cierta tranquilidad. Me clavó los dedos en el coño.

  • Y estás caliente…

  • Eras una puta…

  • ¿Te pone caliente follar el culo de mi nenita, zorra?

  • ¡Contesta!

  • Sí…

Me agarró del pelo con fuerza y me condujo casi a rastras hasta una mesa de escritorio cercana. Me hacía daño. Con aquellos pantalones estrechos en los tobillos, me costaba moverme. Trastabillaba, y durante buena parte del recorrido me mantenía colgando de aquella mano grande y fuerte que me sujetaba la melena. Cuando me arrojó de bruces sobre el tablero, lloraba.

  • Y ahora te arrepientes ¿No?

  • Yo…

  • Follas a mi niña, y ahora te arrepientes…

Entre lágrimas, tuve la visión borrosa de su polla asomando sobre el elástico de su pantalón de lino crudo, y sentí pánico.

  • ¡No!… ¡ No…! ¡Por favor…!

  • Ya.

Escupió sobre sus dedos y los clavó en mi culo con fuerza. Chillé. Sujetaba mi cabeza sobre la mesa con una sola mano. Se movía con una tranquilidad inaudita. Me ignoraba, como si no estuviera, como si fuera un objeto del que disponer, como si no importara mi opinión.

  • ¡¡¡Nooooo!!! ¡¡¡Aaaaaaaaarrrrrrrggggggg!!!

La clavó de un solo golpe causándome un dolor terrible. Aquella barra de carne dura, como de piedra, parecía quemarme, romperme. Me destrozaba.

  • Es la ley de Talión ramerita: “ojo por ojo, diente por diente”.

Agarrado a mis caderas, me sujetaba con fuerza. Las suyas se movían bombeando aquella polla terrible en mi interior en una cadencia inhumana. Nico nos observaba impasible. Acariciaba su pollita lentamente sin quitarnos la vista de encima. Yo chillaba, lloraba y… Poco a poco, gemía.

  • Ahora lloras, pequeña puta…

Inexplicablemente, aquel trato bestial parecía excitarme. Sucedía contra mi voluntad. En algún momento, mi mano se había deslizado entre los muslos y me frotaba el coño como una salvaje. Gimoteaba entre llantos presa de un placer que, sin conseguir imponerse al dolor intenso que padecía, lo contradecía, lo completaba. A veces, alargaba mi mano y acariciaba sus pelotas. Entonces, por un momento, se detenía. Me clavaba hasta el fondo su tranca infernal, y se detenía dejándome manosearlas. Entonces reía y, pocos segundos después, retomaba su salvaje carga volviéndome a arrancar gritos de dolor que se entremezclaban con aquellas oleadas de placer convulso y violento.

Y entonces estallé. Fue una sensación desconocida, una marea que me recorrió entera, por sorpresa, haciéndome perder la consciencia de cuanto me rodeaba; una oleada a la que sucedieron muchas otras que me hacían llorar de placer, perderme en un vértigo que parecía totalizar mi mundo, centrarlo y apoderarse de mí. Temblaba convulsivamente, en espasmos de una violencia espantosa. Me contraía, chillaba, me ahogaba… Sacó su polla de mi culo. Mi cuerpo tembloroso se dejaba manejar. Me llevó cómo a un pelele, sujeta de nuevo por el pelo, hasta su polla, y la clavó con fuerza en mi garganta. Mi nariz se aplastaba contra su pubis velludo. Seguía estremeciéndome. Me ahogaba. Sentía su leche estallándome en la garganta, manándome por la nariz.

Me desperté tumbada en el sofá, cubierta por una bata liviana. En algún momento debía haberme desmallado. Me sentía dolorida y serena. Mi cabeza descansaba sobre el muslo de Nico, que me miraba sonriendo y me acariciaba el pelo. Su tío Carlos, sentado en un sillón, frente a nosotros, también sonreía.

  • ¡Por fin! Bienvenida a casa, cielo ¿Te quedarás a dormir?

  • Sí…

  • Pues venga, vamos a bañarnos, que estás hecha un asquito.