Poder 04: metamorfosis

Un par de nuevos personajes entran en la vida de nuestros protagonistas.

La situación me causaba una cierta confusión que no me esforzaba por aclarar. Siempre fui sencilla. Me limito a vivir la vida sin complicármela, yendo por donde me lleva, y no analizo las cosas. Supe enseguida que era nena, y supe que me gustaban los chicos. Mientras la mujer era mamá, todo encajaba bien. Al fin y al cabo, era una figura de autoridad, lo que, de alguna manera, delegaba mi responsabilidad, así que no necesitaba explicármelo, tan solo obedecer. Aquello no me causaba ningún conflicto.

Con tía Silvia era diferente, por que no ejercía autoridad alguna sobre mí y, aunque podría entenderse que era tío Carlos quien me la imponía, y él sí ostentaba un poder indiscutible, no se me ocultaba el hecho de que disfrutaba follándola. Me ponía a mil verla abierta de piernas, esperándome, y me deshacía al meter mi polla en aquel coño empapado y dejándome mecer en su cuerpo mullido y amable.

No me resultaba fácil asimilarlo. En cierta manera, trastocaba mis esquemas, aunque, dejando a un lado el desconcierto, tampoco me obsesionaba. No había tiempo para ello en aquel mundo que se transformaba a velocidad de vértigo.

Tras el asalto al pobre Sebastián, que no ganaba para sustos, la actitud de tío Carlos cambió radicalmente. Era como si aquel ejercicio de poder le hubiera servido para afirmarse, para ganar una confianza en sí mismo que lo transformó. Lo sentí aquella misma mañana, mientras me follaba con fuerza, haciéndome daño, usándome como una propiedad suya, sin cuidado, casi con violencia. Cada paso consiguiente fue reforzando aquella sensación de dominio que me fascinaba.

El lunes me despertó temprano. Tía Silvia ya se había ido, creo recordar que a Hamburgo. Me hizo arreglarme a toda prisa y bajar a la cochera, donde Jaime nos esperaba con el coche grande para conducirnos a un “centro de belleza” donde una mujer espectacular de pies grandes y lo suficientemente ampulosa y exagerada como para despertar dudas sobre su género original, nos esperaba vestida con una bata blanca demasiado corta quizás.

  • ¡¡¡Por favor!!! ¡¡¡Qué bonita!!! Pasa, pasa, nena. ¡¡¡Pero si eres preciosa!!!

Nos hizo pasar a una salita preciosa, decorada con un estilo elegantísimo, con muebles de acero y madera blanca lacada que conseguían que la presencia de la camilla en el centro, la luz de quirófano, y las máquinas quedaran perfectamente integradas en un ambiente frío de líneas puras.

  • Deja, deja, cariño, que te ayudo a desnudarte ¡¡¡Madre mía, qué cosa tan linda!!!

Nada, ni siquiera mis braguitas rosas diminutas, parecía extrañarle. Me invitó a tumbarme en la camilla y, con expresión adusta, comenzó a examinar mi piel con una enorme lupa iluminada sin dejar de alabar su limpieza, mi palidez… Cuando llegó a mi barbilla, sonreía.

  • Vello tiene muy poquito, y muy delgado. Yo creo que en media docena de sesiones la dejamos como un querubín.

Tío Carlos sonreía asintiendo. Tomó asiento y permaneció observándonos mientras Nuria, que así se llamaba, me sometía a la leve tortura de su láser, que soporté estoicamente.

  • ¿Y qué parte prefiere que hagamos hoy?

  • Todo.

  • Pero lo normal…

  • Todo.

No pude evitar que mi polla se pusiera dura al sentir la autoridad de su respuesta.

Casi dos horas después, al terminar, parecía satisfecha. Sin dejar que me levantara, me ofreció un zumo de naranja que bebí con ansia. Me había sentido tenso e incómodo durante el proceso, y tenía la boca seca.

  • Ahora viene lo bueno, cariño. Ya verás qué bien.

Comenzó a untar mi cuerpo entero con una crema balsámica que me tonificaba. Lo hacía con fuerza, recorriendo cada centímetro de mi piel, presionando cada músculo y estirándolo, deteniéndose a veces para volver a verter sobre mí grandes dosis de crema que iban engrasándome.

  • ¡Qué monada! ¡Si se le ha puesto durita!

No esquivó mi polla, ni puso más empeño en ella que en el resto de mi cuerpo. La engrasó usando con fuerza sus grandes manos, haciéndome gemir al lubricarla subiendo y bajando mi pellejito las veces suficientes como para dejarme a punto de correrme.

Cuando me dio la vuelta, repitió la ceremonia con la misma parsimonia. Al alcanzar mi culito, dejó resbalar un dedo dentro. Pude imaginar su sonrisa al sentirlo deslizarse sin esfuerzo. Me tenía como loca. Hasta me dolía la polla.

Después comenzó a vendarme. Me cubrió entero con anchas vendas de tejido suave que apretaban lo suficiente como para impedirme cualquier movimiento. Tan solo mi cabeza quedaba expuesta al aire.

  • Tienes que ser paciente, cielo. Solo será media hora.

  • Media hora…

  • Mmmmmmm…

Tío Carlos y Nuria se miraron con una expresión de complicidad que me hizo suponer que algo pasaría. Ella manipuló el mando de la camilla y la pieza sobre la que descansaba mi cabeza fue descendiendo hasta que cayó, dejando mi cuello completamente estirado hacia atrás, y tío Carlos se acercó. Tenía la polla terriblemente dura y, situándose junto a ella, la introdujo en mi boca. En aquella posición, no podía hacer nada para rechazarla, ni siquiera cuando, aprovechando la curva en mi garganta, empujó hasta clavármela entera ahogándome. Pude aguantar las nauseas. Me sentía tan indefensa, tan al arbitrio de su voluntad, que me moría de deseo. Comenzó a follar mi garganta lentamente, metiendo y sacando su polla tan dura. Mi boca manaba un flujo constante de babas que me ensuciada la cara, y a veces tenía que hacer una pausa para que pudiera toser. Me moría de deseo. Mi polla, comprimida, parecía ir a estallar.

  • Trágatela toda, putita, así, así… ¡Qué nenita tan buena!

Nuria parecía tan excitada como yo. Me animaba mientras tío Carlos me sometía a aquella tortura dulce. Él alargó su mano y, metiéndola bajo la bata, comenzó a acariciarla arrancando un quejido mimoso de sus labios al tiempo que lo abrazaba y besaba sus labios con pasión. Pronto tuve junto a la cara su polla, que mi tío pelaba lentamente, haciendo resbalar su mano sobre el flujo que la lubricaba. Me moría por correrme.

La imagen de la mujer de la gran polla con la bata abierta, aplastándole las tetas en el pecho y comiéndole la boca me volvía loca. A tío Carlos no parecía serle indiferente, por que el ritmo de sus movimientos se hacía más y más rápido ahogándome. Aquellas breves hipoxias eran como una droga que incrementaba mi excitación. Entre los chispazos de color que estallaban ante mis ojos, su polla gruesa y húmeda se convertía en el único centro de mi mirada confusa.

  • ¡¡¡Síiiiiiiii!!! ¡¡¡Síiiiiiiiiiiiiiii!!! ¡¡¡Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!

Medio desmallada, al borde de la asfixia, con aquella polla profundamente clavada en mi garganta palpitando y soltando sus gruesos lefarrones que no podía si no tragar, la sentí salpicando en mi cara. Chillaba como una loca mientras se corría sobre mí.

Recuperé la consciencia lentamente. Tío Carlos sonreía, de nuevo sentado en la butaca desde donde supervisaba las operaciones. Había sentido como entre brumas cómo Nuria me limpiaba con toallas húmedas y templadas sin dejar de alabar mi dulzura. Me liberó del vendaje con la misma minuciosa profesionalidad con que me lo había hecho y, una vez más, repasó mi piel con su lupa haciendo gestos de asentimiento. Después me condujo a la ducha y me dejó librarme de los restos de la crema que habían quedado sobre mí para, a continuación, echarme de nuevo sobre la camilla para comenzar un nuevo masaje, esta vez con un producto más fluido y graso que, pese a ello, desaparecía en mi piel como si lo bebiera. Me desesperaba aquel manoseo incesante.

  • Yo… don Carlos… ¿Podría…?

Lo dijo en un susurro tímido. Le preguntó a él, no a mi. La simple idea de pertenecerle tanto me causó un placer difícil de describir. Debió asentir, por que, aunque no escuché su respuesta, la sentí subirse a la camilla, tumbarse sobre mí, y deslizar su polla en mi culito, tan perfectamente lubricado que se abrió para recibirla. Gemí al sentir su peso.

  • ¿Te gusta, nenita?

  • Sí… sí…

  • ¿Quieres que te folle así?

  • No pares… por… favor… No… pares…

  • ¿Te vas a correr?

  • ¡¡¡Síiiiiiiiiiiiiiii!!!

Me encontraba en tal estado de excitación que bastaron dos o tres apretones para que estallara. Sentí en el vientre el calor fluido al derramarme sobre la sábana blanca que cubría la camilla de color hueso. Me corrí chillando cómo una loca mientras seguía follándome. Mi polla permanecía dura, intacta, resbalando sobre el tejido.

Tío Carlos se puso ante nosotras. Nuria abrió la boca y comenzó a comérsela. Él amasaba sus tetas redondas como balones. A veces, la sacaba para meterla en mi garganta. Me volvían loca. Volví a correrme de nuevo al sentirles llenándome, estallando ambos al unísono en mi interior. Me moría por aquel hombre.

Tras una nueva ducha y un nuevo masaje con otra crema distinta, todavía como entre nubes, desnuda, y con la pollita como una piedra, me presentó ante tío Carlos, que sonrió al verme. Acariciaba mi piel, que aparecía perfecta, limpia, suave, de un brillo satinado que parecía de mentira.

  • Lo de los pelitos lo repetiremos cada mes. Yo creo que con cinco o seis veces quedarás limpita como una putita perfecta. Las cremitas, por lo menos de momento, lo vamos a hacer todas las semanas. Ni te lo vas a creer, cariño. Y ahora, vamos a la tienda.

Me dio unas babuchas de toalla, como las de los hoteles, y salimos de la sala al salón de belleza, que estaba cerrado para nosotros. En otra dependencia anexa, había un caos de ropa, de lencería, complementos… Un paraíso.

  • Por el momento, no quiero nada exagerado. Vamos a ir haciendo que el mundo se acostumbre poco a poco.

Me probé ropa durante horas, y salimos de allí tras encargar a Nuria que nos la mandara a casa. Me habían elegido unos pantalones rosa pálido, estrechitos y un poco cortos, con unas playeras blancas, una blusa preciosa, entalladita, del mismo color, un cinturón rojo, y un montón de pulseras en la muñeca izquierda que tintineaban alegremente, como yo me sentía. El elástico de mi tanguita roja, con un triángulo de tamaño suficiente para albergar mi cosita, asomaba discretamente sobre la cinturilla del pantalón.

El rostro de tío Carlos resplandeció cuando dí dos vueltas frente a él para que pudiera verme bien. Me sentía feliz. Libre, alegre, preciosa… Feliz.

Mi vida había cambiado radicalmente. De repente, sentía aprobación. Me sentía querida como era, protegida y segura. Nunca me había avergonzado por ser yo misma, pero nunca había sentido tampoco el apoyo de nadie, la comprensión de nadie. Tío Carlos paseaba conmigo colgando de su brazo por la calle, sin vergüenza. Parecía contento de tenerme, orgulloso. Era como estar en una nube.

Y no fueron los únicos cambios. Pocos días después, se matricularon en la escuela dos muchachos que, más que bailarines, parecían gimnastas, muy musculosos y disciplinados. Repetían los ejercicios sin dificultad, pero carecían de gracia alguna. Era una diferencia la que había entre ellos y nosotras como la que hay entre tocar el piano y escribir a máquina, no sé si me explico.

El caso es que me hicieron los ojos chiribitas al verlos. Me los imaginaba follándome en las duchas y me ponía como una perra.

Los cuatro o cinco días que habían transcurrido desde mi cambio de imagen habían sido una locura. Los demás chicos parecían desatados, y me sometían a diario a un acoso como nunca. Yo no me quejaba, por que, creo que ya es sabido, me volvían loca aquellas digamos “violaciones”.

Aquella arde, mientras que uno de los muchachos me follaba de pie, en la ducha, al tiempo que otro me obligaba a tragarme su polla agarrándome del pelo, los nuevos entraron a saco, los separaron de mi y me empujaron hacia los vestidores con la toalla en la mano, cerrando la puerta tras de mí. Me vestí sorprendida y asustada, sin saber si debía avisar a alguien.

Al día siguiente, los chicos que me habían estado follando tenían algunas muestras visibles de golpes en la cara, y parecían dolerse al hacer algunos de los ejercicios. Comprendí que tío Carlos había tenido que ver con aquel asunto y, aunque me privara para siempre de aquellas brutales experiencias, me sentí cuidada, bien. Quizás no debería habérselo contado. No sé.

Nunca nadie más volvió a acercárseme, o, mejor dicho, solo Sonia lo hizo.

Sonia era una compañera rara, una muchacha menuda, delgada y extraña, de piel pálida y cabello negro brillante, que se pintaba muchísimo los ojos y nunca hablaba con nadie. Tenía un aire hastiado que siempre me había llamado la atención, y los labios oscuros, naturalmente oscuros, violáceos, casi azulados. No era fea, aunque parecía peleada con el mundo y no resultaba fácil acercarse a ella. Bailaba bien, pero no recibía la atención de las profesoras como las demás. Parecía aislada en un mundo paralelo.

  • Has hecho bien.

  • ¿Eh?

  • Saliendo del armario. Has hecho bien.

Se había sentado ami lado en un descanso y, mientras bebíamos un poco para recuperarnos, y aprovechábamos para reatarnos las zapatillas y recomponer con esparadrapo los estropicios del día, me dirigió la palabra por primera vez.

  • Gracias…

  • Hay que ser muy valiente para eso.

  • Bueno… Tampoco me ha sido tan difícil…

  • Oye ¿Por qué no pides permiso para usar el vestuario de las chicas? Así te dejarían en paz esos animales.

  • No sé…

  • Chica, parece lógico ¿No?

  • Sí… La verdad es que sí… pero…

  • ¿Es que te gusta?

  • Bueno… Un poco quizás…

  • Yo a veces pienso que también me gustaría… Ya sabes… que me hicieran daño…

Me invadió una sensación tremenda de ternura. Inclinándome hacia ella la besé en los labios. Un beso furtivo, nada espectacular. No se apartó. Una vez más, volví a sentirme extraña. No me importó. Solo era raro, no parecía malo.

Al salir, caminamos juntas por la calle. Sin pensarlo, agarré su mano. No me rechazó. Sentía una extraña solidaridad con ella. Paseábamos sin hablar ni mirarnos, despacio, como sin saber qué hacer. Nunca había tenido una amiga. Nunca había sentido ninguna intimidad con una chica. Me gustaba aquella muchacha extraña vestida con unos vaqueros rotos, una chupa de cuero sobre la camiseta, y unas botas militares. Pensé que resultaríamos una pareja extraña.