Poder 02: camino
Sexo homosexual, amor filial, sumisión, seducción... Nico explora su sexualidad y nos ayuda a contextualizar la historia.
Yo nena es que fui siempre. Desde niño, mi madre mantuvo conmigo una pelea constante, como si fuera un error, no sé si me explico, cómo si estuviera desorientado y ella fuera a poder explicármelo.
Mientras vivió el abuelo, era una pesadilla. Mamá empezaba a hacerse cargo de algunas áreas del negocio, pero era cómo si estuviera estudiando. En realidad, las empresas las llevaban otros, y ella andaba por allí aprendiendo, y tenía todo el tiempo del mundo para hacerme la vida imposible con esa especie de disciplina militar que había heredado del abuelo.
Papá, como vivía empeñado en ser él mismo, no me causaba problemas. El pobre se dejaba la vida en su cadena de tiendas, como solía llamar a aquella media docena de boutiques. El abuelo se reía de él y a mí me daba un poco de pena.
También me excitaba. Con él fueron mis primeras fantasías. A menudo, nos bañábamos juntos, desnudos, en el jacuzzi de la terraza grande. Me gustaba ese cuerpo atlético y voluminoso, y me costaba poco tocarme pensando en su polla, grande y oscura, que alguna vez había visto dura por casualidad.
Experiencias reales, con otras personas, quiero decir, no tuve hasta un par de meses antes del accidente. La primera fue en la academia. Un grupo de los chicos me cogió por sorpresa en los vestuarios, en las duchas, para ser precisos. Mientras un par de ellos me sujetaban, forzándome a permanecer arrodillado bajo el chorro de una de las duchas, otro me puso la polla en la boca. Fue una sensación extraña. Por una parte, era un poco como ahogarme. El agua me chorreaba en la cabeza y aquello me atragantaba al mismo tiempo. A pesar de todo, me causó una terrible excitación. Se reían de mi polla dura. Decían que era chiquitita, y que me ponía mamársela. Era cierto. Cuando se corrió en mi boca, me sentí raro. No me daba asco.
Después me pusieron a cuatro patas, me untaron el culo con crema, y empezaron a follarme. Eran cuatro. Primero me dolió. Me tiraban del pelo y me tapaban la boca para que no chillara. Cuando llegó el segundo, ya me dolía menos. Con el tercero, no necesitaron ni sujetarme. Era como si hubiera vivido para ese momento. Su polla resbalaba en mi culo sin dificultad. Ya me tenían bien lubricado, ya. Acabé gimoteando y me corrí. Me llamaron puta. El cuarto hizo que volviera a correrme. Los demás se peleaban para metérmela en la boca. Yo se las meneaba a los que no lo conseguían. Se volvieron a correr encima de mí, en mi culo, en mis manos, en mi boca. Gimoteaba como una nena.
Cuando me dejaron, la polla no se me bajaba. Mientras me enjabonaba, ya solo en la ducha, para quitarme todo aquello de encima, la sentía dura, y acabé meneándomela. Volví a correrme recordando. Me ponía la manera en que me habían dominado. Era todo tan violento, tan macho, aunque parezca lo contrario.
Fantaseé durante mucho tiempo con aquello. Por las noches, en mi cama, me imaginaba violado por ellos, por hombres más mayores, por negros enormes. Me corría como una perra sintiéndome violado, sujeto y forzado.
Y una tarde, en casa, fue como si los astros se hubieran conjurado para hacerme feliz. Entré al ala de servicio para buscar alguna golosina en la cocina. A mamá y al abuelo no les gustaba que lo hiciera. Solían decirme que había que llamar, pedir lo que se quisiera, y que se lo trajeran a uno. El problema era que, para eso, había que saber lo que uno quería, y a mí eso no me era fácil. Me gustaba entrar en la cocina, en la despensa, mirar y elegir algo.
El caso es que, cuando abrí la puerta, los encontré allí, a Sebastián y a Ana, una muchacha nueva, jovencita y muy guapa, que había empezado a trabajar en casa poco antes. El muy cabrón la tenía apoyada en una alacena y, con la falda levantada, la follaba. Ella no parecía muy contenta, pero se dejaba hacer.
Me hice el indignado. El ambiente en casa me favorecía. Lo había sabido y aprovechado desde niño para obtener lo que quería, y no me pareció que aquello fuera a ser diferente. Mandé a la chica marcharse. La llamé puta, y advertí sobre la posibilidad de que mi madre se enterara. Quería reservarme todas las bazas de poder. La pobrecita se marchó llorando como alma que lleva el diablo.
- Usted no, Sebastián. Quiero hablar con usted.
El pobre infeliz estaba aterrorizado. Trataba de meterse la polla en la bragueta con las manos temblorosas. Contra todo pronóstico, pese al susto, se le mantenía dura. Aproveché la absurda sensación de inferioridad que las costumbres de la familia promovían para, pese a mi edad, imponerme a él.
Comprenderá que la suya es una actitud intolerable.
Yo… Señor…
No trate de excusarse, cerdo. Literalmente estaba violando a esa pobre muchacha.
No… Yo… Ela…
¿Qué edad tiene? ¿Es mayor de edad?
Ella…
Le miré a los ojos mientras me arrodillaba. Los abrió como platos cuando comencé a mamársela. Estaba aterrorizado, y se dejó hacer. Le temblaban las piernas y las manos. Tiene una buena tranca el viejo. A duras penas conseguía tragarme la mitad. Me fascinaba. Sin dejar de tragármela, de casi atragantarme voluntariamente con ella, me desabroché el pantalón. La mía parecía de piedra, y de juguete al lado de la suya. Comencé a tocármela. Estaba como loco. Cuando comenzó a correrse, me costaba tragarme toda aquella leche tibia. Sebastián se agarraba a mi cabeza como si le fuera la vida en ello.
Al terminar, me puse a su lado, saqué el móvil y nos hice un selfie. Quería que comprendiera quien mandaba, que supiera que le tenía agarrado por los huevos. En la foto, aparecía con cara de sorpresa. Yo sonreía con mi pollita tiesa asomando por la bragueta, y agarraba la suya, todavía grande y amoratada.
Después, en mi cuarto, me acaricié fantaseando, imaginando que aquel hombretón me follaba y, a diferencia de lo que ya se había convertido en costumbre en la academia, era yo quien mandaba. Él se resistía, pero tenía que obedecerme. Me sentaba sobre él, tumbado en el suelo, y me clavaba su polla. Le ordenaba follarme. Me corrí hasta tres veces, y me quedé dormido con la pantalla del móvil encendida y la foto puesta. La había utilizado para excitarme.
Apenas dos días después, me enteré de que mamá tenía la costumbre de espiarme el teléfono: me despertó a media noche llorando y regañándome como una loca. Tenía mi móvil en la mano y el dichoso selfie aparecía en pantalla. Me preguntaba si estaba loco, si es que quería matarla a disgustos, quejándose de su maldito sino, preguntándose qué habría hecho ella para ser castigada así.
Sentí un cierto remordimiento cuando, extenuada, o rendida, no sé, se sentó en la cama con los codos en las rodillas y la cabeza en las manos. Repetía como una letanía “¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer…?”
Y, de repente, pareció recomponerse, volvió a ser la mamá de siempre. Mirándome muy seria, en un tono didáctico que siempre me había resultado irritante, como si hablara a un idiota, empezó a aleccionarme sobre lo confundido que estaba…
- A tu edad, los chicos tenéis unas urgencias, una especie de necesidad… Yo eso lo entiendo, cariño, pero es que lo estás enfocando mal… Los chicos estas cosas las hacen con mujeres, no necesitas…
Su tono se iba volviendo cada vez más confidencial, como si buscara una complicidad o intentara un acercamiento. Por primera vez desde que me despertara a gritos, su respuesta a la situación me confundía, parecía no corresponderse con ella, con su carácter autoritario de quien está acostumbrada a dominar la situación e imponer su criterio.
Y entonces sucedió lo inesperado: yo seguía sentado en la cama, junto a ella, sin saber muy bien qué hacer, cuando se giró hacia mí y, envolviendo mis hombros con su brazo, dirigió su otra mano a mi entrepierna. No me lo podía creer.
- A veces no queda más remedio, cariño… Voy a demostrarte…
Me besaba los labios y su mano acariciaba por encima del pantalón del pijama mi polla, que respondió al contacto de manera inmediata. Sus mejillas húmedas y calientes me excitaron.
- Con una mujer es más natural, mi vida…
Hay que entender que, hasta ese momento, mis experiencias se reducían a las “violaciones” que padecía. No me quejo por ello. Ya he dicho que me excitaban, pero el hecho es que nunca nadie había tocado mi polla. La sensación resultó más de lo que podía imaginar, nada comparable con los orgasmos que experimentaba cuando era yo quien lo hacía. Me corrí casi al instante, sin que tuviera tiempo siquiera de tocármela directamente. Al notarlo, mamá me regaló la sonrisa más dulce que había visto en ella.
- Pobrecito…
Me hizo ponerme de pie, me bajó los pantalones y, mirándome a los ojos, la metió entera en su boca. Me temblaban las piernas. No se me había llegado a ablandar, y volvía a sentirla palpitante en aquel paraíso húmedo y caliente. Me acariciaba el pecho. Lo arañaba suavemente con las uñas largas pintadas de rosa.
- Eres precioso, mi vida. Cualquier chica se volvería loca por ti.
Continuó unos minutos. Cuando se detuvo, me causó una terrible angustia, una ansiedad insoportable.
- No queremos que te agotes, mi amor.
Comenzó a desnudarse a mi lado. Me besaba los labios mientras lo hacía. Era preciosa. Guió mis manos con las suyas hacia sus tetillas, pequeñas y picudas, y gimió muy bajito cuando las acaricié. Empujándome con delicadeza, me tumbó en la cama y se sentó a horcajadas sobre mí. Sentí aquel calor, aquella caricia cálida y suave, sedosa. Se movía como una bailarina, y a cada movimiento suyo me sentía morir.
- Dámelo ahora, cariño. Dáselo a mamáaaaaaaaa…
Era una manera diferente de sentirlo. Me corrí en ella sintiendo mi propio calor derramándose. Temblaba. Mamá cerró los ojos con fuerza, giró el cuello unos grados, y sus labios se tensaron. Exhaló brevemente antes de levantarse. Mientras recomponía su camisón y se limpiaba frente al espejo los rastros de nuestro encuentro alrededor de su boca, ni siquiera me miró. Volvía a ser mamá. Me dio un beso de buenas noches y me dejó solo en mi cuarto. Parecía preocupada.
Era una sensación extraña. Traté de pensar en otras mujeres. Ninguna me excitaba lo más mínimo. Ninguna era mamá.
Pasé un mes extraño durante el que los asaltos en la academia se hicieron habituales. Supongo que se había corrido la voz, y me convertí en la putita del curso. En cualquier momento, en cualquier lugar donde estuviéramos a salvo de la mirada de los maestros, cualquiera parecía tener el derecho de usarme. A veces uno solo, a veces en grupo, no pasaba día en que no tuviera algún “encuentro”, con frecuencia más de uno. A veces una cosa suave: un compañero me conducía a un rincón y me besaba, y terminaba arrodillado, comiéndome su polla hasta que se corría en mi boca. A veces, una cosa brutal: cuatro, cinco, incluso más, me atrapaban en el vestuario, o en las duchas. Me follaban, me reventaban el culo, me clavaban las pollas hasta la garganta, me llamaban maricón, me daban hasta la extenuación, hasta que nadie tenía ganas de más, y me dejaban tirado, cubierto de leche y dolorido.
Yo prefería esto último. Me fascinaba la fuerza.
Mamá, por su parte, seguía empeñada en conducirme por el camino recto. Aquello era más profundo, más trascendente. En la academia era pura depravación, puro sexo, sin implicaciones, puro dominio y humillación. Polvos rápidos, leche en la garganta, placer rabioso. Con mamá era la misma delicadeza.
Pasó alguna noche entera conmigo, acariciándome y hablando conmigo hasta unos minutos antes de las seis de la mañana. Aparecía en mi cuarto, se metía a oscuras en mi cama, y nos perdíamos en una danza dulce de caricias, de besos de amor.
Otras veces, era como si, de repente, decidiera agotarme, hacer que estuviera satisfecho a cada instante: me encontraba en la biblioteca y se acercaba. Sacaba mi polla del pantalón y me acariciaba deprisa, sin un beso ni una palabra. Me acariciaba hasta que me corría. A veces, sonreía al marcharse. Me dejaba angustiado, con un ansia loca de estar con ella.
Incluso cuando no venía, cuando por la noche me entregaba a mis fantasías, y soñaba con hombretones que me follaban, era frecuente que ella estuviera allí, mirándome, sonriendo, a veces besándome en los labios, susurrándome que no pasaba nada, que era normal, pero que estaba en un error.
Y, finalmente, sucedió el accidente y fue como si se viniera abajo mi mundo entero. Me quedé destrozado.
Durante dos días, en casa se hizo el silencio. Total y absoluto silencio. El servicio seguía atendiendo a sus tareas. Procuraban que no advirtiera el gesto compasivo al verme, o preocupado. Sebastián debió dar orden de no molestarme. Me encerré en la biblioteca. A sus horas, aparecía una muchacha que dejaba en la mesa una bandeja con el café, con algún plato de comida ligera, con una bebida fresca. Se despedían con la pregunta acerca de mis deseos que ni contestaba y desaparecían. Tan solo Sebastián, de cuando en cuando, intentaba entablar algo parecido a una conversación. Se interesaba por mí, por cómo me sentía. Parecía realmente preocupado, y se lo agradecía, aunque me mantuviera en silencio.
Por las noches, me masturbaba pensando en mamá. Me avergonzaba luego, y lloraba hasta dormirme. Mamá desnuda, sacudiendo mi polla; sobre mí, bailando aquella danza que me deshacía; tragándose mi leche tibia… Me corría y, después, lloraba hasta dormirme agotado.
Y, por fin, la tarde del tercer día me trajo a los tíos. No los conocía, pero al verlos, fue como si me envolviera un aire familiar, como si pudiera identificar a tía Silvia, como si percibiera que sentía la misma pena que yo, que comprendía mi dolor, que me envolvía en una nube de cariño, de amorosa comprensión.
Durante una semana, convivimos los tres como una familia. Realmente me resultaba reconfortante su frescura, la naturalidad con que vivían y hablaban. Tía Silvia se desenvolvía bien. Era evidente que se había criado en la familia y, aunque su carácter fuera tan distinto de los de mamá o los abuelos, sabía donde estaba y cómo se vivía.
Tío Carlos era diferente. Todo parecía sorprenderle, como si le apabullara. Parecía darle vergüenza pedir lo que quería y que se lo trajeran. Era un hombre grande, como los de mis fantasías, velludo y fuerte, de piel oscura y unos modales que, por no decir toscos, sí que podríamos llamarlos, por lo menos, muy “naturales”. Me encantó desde el primer minuto.
Al cabo de una semana, tía Silvia se embarcó en los negocios y ya no volvimos a verla más que los fines de semana durante meses. Tío Carlos, al principio, estaba entretenido montando su estudio en el que había sido de la abuela. Al principio le acompañé de compras. Íbamos a una callejita cerca de la Gran Vía, no recuerdo el nombre, y nos pasábamos las horas muertas de tienda en tienda eligiendo pinceles, lienzos, pinturas. Después no volví. Era aburrido.
Por entonces fue cuando, una tarde, le vi subir a la terraza con un albornoz blanco. Me subieron las pulsaciones. Fue como una inspiración. Corrí a mi cuarto y busqué una tanguita negra que tenía escondida. Me la puse, y corrí hacia allí con mi albornoz. Cuando llegué a la puerta de la terraza, jadeaba. Tuve que pararme para recuperar el aliento antes de entrar. Desde la muerte de papá y mamá, los compañeros habían dejado de “molestarme”, supongo que por pena. Me irritaba eso.
Le saludé como si tal cosa. Tenía la sensación de estar ruborizado, pero aguanté. Me quité el albornoz delante de él. Mi pollita, dura como una piedra, levantaba la tela transparente de la tanguita. Procuré que la viera y me pareció que se sentía incómodo, pero hizo como si no se hubiera dado cuenta. Por fin, me la quité moviéndome con toda la elegancia felina que había aprendido en la academia, y me metí en aquel barril inmenso de madera que burbujeaba a la máxima potencia.
¡Cómo quema!
Sí… creo… creo que se me ha ido la mano ¿Lo bajamos?
No, así está bien. Me encanta sentir el frío en la cara y la piel ardiendo.
Me respaldé a su lado, y dejé que el chorro de burbujas meciera mi cuerpo. Le notaba nervioso. Como en la academia, me esforcé por resultar lo más femenino posible. Notaba su inquietud. No se apartaba, pero noté un respingo la primera vez que mi pierna rozó la suya. Era impresionante: grande, fuerte… Las burbujas me impedían ver los detalles, pero estaba seguro de que tenía una buena polla. Fantaseé un momento imaginándole como el protagonista de una de mis fantasías.
- Me encanta esta terraza. Vengo cuando no quiero ver a nadie. El servicio no entra cuando suena la bomba de aire. Está prohibido, así que se está muy tranquilo aquí.
Pareció tranquilizarse. Dejé que el balanceo del agua hiciera que nuestros cuerpos se rozaran más. Me pareció no advertir el rechazo del primer contacto.
Cuando por fin me decidí, ataqué como una gata loca: me giré, le miré a los ojos, y lancé la mano sobre su polla. Era enorme, y estaba dura. Comprendí que era por mí, y me decidí a besarle. Con los brazos abiertos, sujetándole al jacuzzi, se dejó flotar. Me sentía diminuto junto a él. Me puse encima abrazándole, acariciándole entero. Era grande, tan duro… Me sentía una nena diminuta junto a él. Nuestras pollas se rozaban causándome una excitación divina. Estábamos solos, nadie iba a oírnos. Gimoteaba feliz. Era un hombre como los de mis sueños, de alguna manera, un padre. Un sueño. Me dejaba besarle sin apartarse. Incluso devolvía mis besos. No me tocaba. Se dejaba querer. Estaba duro, y su barba incipiente me arañaba. Quería que me destrozara.
Hice que se sentara en el banco que bordeaba el barril, y me senté sobre él abrazado a su cuello. No se movió. Sujetando su polla, la acerqué a mi culito. Empujé. Me hacía daño. El agua no facilitaba la penetración. Me dolía. Quería que me doliera. Me la clavé entera y susurré a su oído:
- Fóllame… Rómpeme…
Fue como si se volviera loco. Agarrando mi culito con aquellas manazas fuertes y duras, comenzó a manejarme como si fuera una muñeca. Me subía y me bajaba a su antojo. Mi pollita rozaba su tripa. Quería morirme así.
Cuando le pareció que aquello no resultaba suficientemente rápido, me levantó en brazos, me dejó en el agua, mirando hacia el paisaje, y me penetró de nuevo. Agarrado a mis caderas, comenzó un traqueteo salvaje. Me destrozaba. Chillaba como una niña. Me volvía loca. Era como en mis sueños: rudo, áspero, viríl. Su polla me barrenaba sin compasión. Yo gritaba animándole:
- ¡Así…! ¡Asíiiiiii…! Rómpeme… ¡Ahhhhhh….!
Comencé a correrme como una loca. Sentía que me atravesaba, que mi esperma manaba ardiendo y se perdía en el agua. Casi a la vez, se apretó fuerte contra mí y sentí el calor dentro, y su polla enorme comenzó a resbalar. Me volvía loca. Lloriqueaba pidiéndole más, suplicándole que me follara, y seguía: duro, fuerte, grande,. Me tomaba como suya. Me follaba con vigor. Me volvía loca. Volví a correrme una vez más. Él también lo hizo.
Cuando volvió a sentarse en silencio, yo también lo hice sobre sus rodillas, abrazada a su cuello. Le besaba los labios y me correspondía. Me envolvió con uno de aquellos brazos enormes y me sentí como una niña. Suspiró y me besó él a mi.
De aquel primer encuentro extraje una primera conclusión: nunca más chicos. Hombres.
No es fácil explicarlo, aunque lo puedo intentar: hasta entonces, siempre había sido con muchachos, o con Sebastián, con gente que, de un modo o de otro, mostraba una notable falta de seguridad. Lo de Sebastián resulta evidente, aunque quizás no tanto lo de mis compañeros, pero el caso es que ellos, cuando me violaban en grupo, se pavoneaban, bromeaban, me humillaban y se esforzaban por hacer evidente que lo hacían ante los otros… Aunque aparentemente ejercieran sobre mí el poder de su fuerza, en realidad se reafirmaban ante la tribu. Era como si necesitaran la aprobación de los otros, como si no fueran nadie sin aplausos. De hecho, cuando el encuentro era de uno a uno, su actitud siempre era reacia, siempre contactos rápidos y silenciosos. Una mamada rápida y fuera, sin una palabra, sin una sonrisa ni un acto de fuerza evidente, sin aplomo. Gente insegura que necesitaba aprobación o que se avergonzaba de su impulso.
Con el tío Carlos… Yo me ofrecí, y me tomó. No había arrepentimiento, ni inseguridad, ni dudas. Con él, por primera vez, experimenté una figura de verdadera autoridad relacionada con el sexo. Era como en mis fantasías, como cuando imaginaba a papá. Era un hombre, un ser poderoso que me dominaba sin violencia, solo con su presencia y su autoridad. Fue como enamorarse.