Poca Cosa

Un pobre muchacho mendigo es humillado por una pandilla de chiquillos atorrantes.

POCA COSA

Quienes transitaban a diario por aquella vereda, a la salida de la estación Belgrano C, estaban acostumbrados a verlo siempre ahí, arrumbado en un rincón, como si de un desperdicio humano se tratase. Recostado contra la pared, abrazando una bolsita de supermercado en la que guardaba sus poquísimas pertenencias, el muchacho --sin más vestimenta que un sucio y apolillado saco de lana azul, y un viejo y deshilachado pantalón de corderoy gris a media pantorrilla-- era uno más entre los miles de indigentes que pululan en Buenos Aires. Con el pelo desgreñado, la cara manchada de tierra, y los pies sucios de andar siempre descalzo, el desdichado formaba parte del paisaje urbano, como un árbol, un grafiti, o un recipiente de residuos.

Nadie hubiera acertado a darle una edad exacta. Más de veinte, menos de cuarenta, es todo cuanto hubieran podido arriesgar.

Cada vez que alguien pasaba delante, el rotoso muchacho levantaba apenas la cabeza como si ésta le pesara, y musitaba una frase. No era muy fácil entenderle, porque su dicción no era muy buena, pero "...limosnita...", y "...señod..." o "...señoda..." eran algunas de las palabras. Si tenía suerte, podía ocurrir que algún hombre (o alguna mujer) con una expresión de lástima en el rostro, le diera alguna moneda de 25 ó 50 centavos. Si tenía más suerte aun, podía ocurrir que algún otro señor, señora o señorita, decidieran que ya estaban aburridos del paquete de galletitas o la gaseosa que estaban consumiendo. Sin apenas detenerse, y sin apenas mirarlo (o mirándolo con tristeza y conmiseración) le entregaban al infeliz lo poco que aún quedaba (tal vez porque era más cómodo que tener que correrse hasta algún recipiente de basura). "Gracias, señod... (o "...señoda") era lo que alcanzaban a oír mientras continuaban su camino.

Ninguno de los que pasaban parecía preguntarse de qué manera había llegado aquel muchacho a tan triste situación. Y si le hubieran preguntado, tampoco él hubiera sabido qué contestar. Todos los mendigos de Buenos Aires ("crotos" o "linyeras") tienen una historia. Pero él no tenía ninguna. Hasta donde su frágil memoria alcanzaba a recordar, su vida siempre había sido así; siempre sintiéndose y sabiéndose muy poca cosa. Su lugar siempre había estado allí abajo, despertando lástima, viviendo de la conmiseración ajena. ¿Por qué? Pues porque ése era su lugar en el mundo.

Un metro por encima de su cabeza, empezaba otro mundo. El mundo de "la gente". Un mundo al que él --siendo tan poca cosa-- no pertenecía. Eran, en definitiva, especies distintas. Allá arriba, "la gente": los señores y señoras que pasaban. Ahí abajo, él: muy poca cosa, nacido para inspirar lástima o desprecio, cuando no risas y burlas. Algo perfectamente normal, hasta donde su mente podía discernir.

Esa noche, Poca Cosa estaba contento. Había juntado una buena cantidad de monedas (no todos los días ocurría). Y había recibido algunas sobras. Un sandwich a medio comer, un paquete de papafritas en el que aún quedaban algunas, una coca-cola con un cuarto de su contenido. Y lo más importante, una empanada de carne entera, que una bondadosa chica había comprado expresamente para él en el restaurant de la esquina; y que Poca Cosa había recibido y agradecido con toda su alma. Mentalmente empezó a ordenar la comida por orden de "echarse a perder". Lamentablemente, el resto de sandwich que le habían dado, ya se lo había comido. Le quedaba la empanada. Con ella, y lo que esperaba encontrar en algún recipiente de basura, cenaría esta noche. Las papafritas podrían esperar, a menos que no encontrara nada comestible entre la basura. Luego, como siempre, buscaría algún agujero maloliente donde pasar la noche. Y por la mañana, volvería a instalarse en ese lugar, para recibir lo que "la gente" quisiera darle.

Ya eran pasadas las dos de la madrugada, y muy pocos transeúntes aparecían por allí. Tres o cuatro personas cada media hora, cada vez que el tren arribaba a la estación. Algunos pasaban a hacer la cola en las paradas de colectivo. Otros cruzaban la avenida hacia Barrancas de Belgrano, y se perdían en la noche.

Estaba haciendo frío, notó Poca Cosa, restregando instintivamente los entumecidos dedos de sus pies contra la baldosa. A pesar del ambiente calefaccionado que producían los gases de escape de los colectivos que paraban en esa cuadra, la noche era fresca. Hora de levantar campamento. Comenzó a poner las monedas en una bolsita de polietileno, junto a las otras monedas. Observó satisfecho el pequeño montoncito. Había venido ahorrando, con la esperanza de poder darse algún pequeño lujo. Cada vez que pasaba delante de una rotisería o una confitería, se plantaba frente a la vidriera, con la boca haciéndosele agua. Pronto se compraría algún manjar, pensó Poca Cosa

En ello estaba, acomodando sus poquitas pertenencias, cuando notó cinco pares de zapatos delante de él. Levantó la vista, y comprobó que cinco chicos, de unos doce o trece años de edad, con apariencia de atorrantes callejeros, se habían detenido a observarlo. Instintivamente bajó la vista, se acurrucó lo más chiquito que pudo, y se quedó en silencio, abrazando su bolsita. Era ésa su única reacción ante la amanaza o la agresión. ¿Qué querrían?

De pronto, uno de los chicos, que calzaba botines de fútbol con tapones de plástico, le aplicó un terrible pisotón en uno de sus pies descalzos. Los cinco echaron a correr, mientras el desdichado muchacho se tomaba el pie con ambas manos, entre aullidos de dolor.

Pasado el dolor inicial, Poca Cosa se inspeccionó el lastimado pie derecho. No parecía tener ningún hueso roto. Sólo se veían tres circulitos rojos sobre el empeine, cerca de los dedos.

Decidió permanecer allí sentado un rato más, hasta estar en condiciones de caminar.

Antes que pudiera advertirlo, los cinco pares de zapatos estaban otra vez allí delante. Con un sentimiento de terror, el desdichado infeliz mantuvo la cabeza gacha, y se acurrucó lo más que pudo. Esta vez, además, hizo un intento inútil de esconder los pies descalzos. Oyó risotadas y risitas que venían desde arriba.

--Sorete --oyó que le decía una voz desde arriba--. Sorete maloliente. Sorete descalzo... ¿No te da vergüenza andar con esas patas roñosas...?

El chico de los botines de fútbol, empezó a dar fuertes y furibundos pisotones en el suelo, a escasos centímetros --y milímetros-- de los pies del pobre muchacho.

Cada pisotón provocaba un angustiado reflejo en Poca Cosa, que sacaba los pies, contraía los dedos, y ya no sabía si dejarlos ahí, correrlos a un lado, levantarlos, o qué. Reacciones éstas que provocaban burlas y risotadas en los cinco atorrantes.

Se aburrieron pronto de este juego, y permanecieron allí, observándolo y dando vueltas alrededor. El desdichado ya no podía hacerse más chiquito...

De pronto, uno de ellos --un par de botas tipo militar-- le agarró una oreja y se la retoció con fuerza, haciéndole soltar un aullido de dolor. Los demás festejaron la ocurrencia.

Otro –el de los botines de fútbol-- casi lo levantó del suelo de un tirón en el pelo. Hubo risas y carcajadas.

Un tercero --un par de botas tipo cowboy-- lo volvió a bajar de un sonoro coscorrón en la coronilla. Hubo exclamaciones de aprobación.

El cuarto --un par de zapatos de gamuza-- no tuvo mejor ocurrencia que estamparle un espeso escupitajo en plena cara. Las carcajadas y felicitaciones no se hicieron esperar.

Finalmente, el quinto –un par de zapatillas Adidas-- completó el trabajo propinándole una sonora bofetada en la cara que dejó al pobre infeliz con el oído zumbándole. Hubo festejos y apretones de manos.

Poca Cosa --con la oreja enrojecida, el cuero cabelludo dolorido, el cráneo más dolorido aun, el escupitajo corriéndole por la mejilla, y el oído del otro lado aún zumbándole-- permanecía allí abajo, acurrucado y lloriqueando como un niño, aferrando su pringosa bolsita blanca.

--Mirá cómo llora la nenita...

Sabiendo ahora que el infeliz era pan comido, le ordenaron que se levantase, acompañando la orden con patadas en los tobillos y pisotones en los dedos de los pies.

--¿A dónde lo llevamos? --dijo uno de ellos.

--Vamos para allá, seguro encontramos un lugar --dijo otro, señalando en dirección a la calle La Pampa.

Uno de los chicos lo agarró de un brazo, y otro del otro. El de las botas de cowboy, aprovechando la aguda puntera de su calzado, lo puso a caminar de una furibunda patada en el trasero.

A empujones y patadas, deambularon durante media hora, casi arrastrándo al infeliz, sin encontrar un buen lugar. Pasaron por terrenos de ripio y pedregullo, sin importarles que el pobre Poca Cosa apenas pudiera apoyar allí sus pies descalzos. Finalmente, dieron con un galpón y un extenso patio --una dependencia del ferrocarril, vieja y abandonada. No había casas en las cercanías, y algunos faroles de los alrededores daban cierta iluminación al recinto.

Arrojaron a Poca Cosa contra un rincón del patio, como si fuese una bolsa de papas. El desdichado volvió a acurrucarse cuanto pudo y aferró su bolsita entre sollozos.

--A ver, nenita, dame esa bolsa, a ver qué mierda tenés ahí --dijo el par de botines de fútbol, quien al parecer llevaba la voz cantante.

Como Poca Cosa pareció no haber oído, el adolescente le propinó una bofetada y le arrancó la bolsita de un manotazo.

--Cuando te decimos algo, nos hacés caso, ¿entendiste, infeliz de mierda? --le dijo, al tiempo que le estampaba otra bofetada, más fuerte que la anterior.

--Sí, señod... --fue lo que acertó a balbucear el aterrorizado Poca Cosa.

El chico abrió la bolsa y empezó a sacar el contenido.

--Una frazada mugrienta, para qué la queremos. Porquerías, mierda, más mierda...

Finalmente, dio con la bolsita de polietileno con las monedas.

--Ah, esto es otra cosa. A ver...

De pronto, con un acceso de cólera que aterrorizó a Poca Cosa, el chico se abalanzó hacia él, y le propinó una patada en el estómago.

--¿Ésta es toda la guita que tenés, me cago en vos? Con esto no hacemos una mierda...

Dejó a Poca Cosa hecho un ovillo en el piso y se dirigió al par de botas militares.

--Tomá, Turco, fijáte lo que podés conseguir con esto.

Aunque el expendio de bebidas alcohólicas a menores está severamente penada en Buenos Aires, los atorrantes sabían dónde conseguirlas.

Mientras Botas Militares partía presurosamente, Botas de Cowboy volvía del galpón con un par de metros de cable.

--Lo vi en una película. Van a ver cómo nos cagamos de risa.

Miró al pobre Poca Cosa, que aún permanecía en el suelo hecho un ovillo, agarrándose el estómago.

--Vení acá, sorete de mierda.

El pobre desdichado se acercó vacilante, aún medio doblado. A tirones en las orejas y coscorrones en la cabeza, lo hicieron ponerse en cuclillas. Le hicieron pasar los brazos por debajo de los muslos, le hicieron juntar las manos por delante, y con el cable le ataron fuertemente las muñecas. Botas de Cowboy se paró delante del infeliz, y empezó a tirar del cable.

--Dale, sorete maloliente, empezá a caminar.

Obligado a permanecer en cuclillas, con el torso muy doblado, las piernas muy abiertas, y pudiendo apoyar sólo la punta de los pies en el suelo, Poca Cosa intentó un par de pasos. Y ahí mismo perdió el equilibrio y se fue de bruces. Los muchachos estallaron en carcajadas. Entre patadas y bofetadas, lo obligaron a ponerse otra vez en cuclillas.

Botas de Cowboy volvió a tirar del cable.

--Caminá, montón de mierda. Y guay de vos, si te volvés a caer...

El desdichado Poca Cosa, llorando desconsoladamente, intentó hacer lo que le ordenaban. Con las piernas y los pies descalzos temblándole por el esfuerzo, y procurando mantener el equilibrio, dio un pasito, luego otro, luego otro...

Entusiasmado, el malvado adolescente decidió acelerar la marcha. Fue demasiado para el desdichado Poca Cosa, que terminó cayendo pesadamente sobre un costado. Las burlas y carcajadas, y las bofetadas y tirones de pelo, no se hicieron esperar.

Botas Militares había regresado con tres botellas de cerveza, las cuales empezaron a pasar rápidaente de mano en mano y de boca en boca.

De pronto, Botines de Fútbol tuvo una idea.

--Juancho, Pulga, vengan conmigo.

Adidas y Zapatos de Gamuza lo siguieron.

Mientras tanto, Botas Militares había agarrado el cable y se entretenía obligando a Poca Cosa a caminar, mientras le propinaba fuertes coscorrones en el cuero cabelludo.

--Miren cómo camina el sorete maloliente. Yo sabía que para algo tenía que servir...

El pobre Poca Cosa caminaba y lloraba, esmerándose por no perder el equilibrio, mientras Botas de Cowboy, orgulloso de su idea, con una botella de cerveza en la mano, le propinaba más coscorrones y tirones de pelo.

Botines de Fútbol, Adidas y Zapatos de Gamuza regresaron al poco rato, llevando en las manos sendos montoncitos de ripio y pedregullo. Los esparcieron por el suelo, delante del desdichado Poca Cosa, quien de sólo ver lo que le esperaba empezó a llorar desconsoladamente.

--Que camine por ahí, el sorete descalzo --dijo Botines de Fútbol, ufanándose de su idea.

Botas de Cowboy empezó a tirar del cable, y el infeliz Poca Cosa no tuvo más remedio que empezar a caminar. El desdichado estallaba en exclamaciones de dolor cada vez que alguno de sus pies pisaba una piedrita filosa y puntiaguda. Los malvados atorrantes se divertían a mares viendo como los pies desnudos de Poca Cosa se contorsionaban, se ponían de lado, se apoyaban de canto, apretaban los dedos, etc, etc... Cada ¡ay! de la víctima era festejado con risas y carcajadas a granel.

--¿Por qué no lo ponemos en bolas? --dijo uno de ellos.

Desataron a Poca Cosa, y lo hicieron sacarse las únicas dos prendas que llevaba: el saquito tejido, viejo y apolillado, y el pringoso y deshilachado pantalón de corderoy. Quedó completamente desnudo, y lo volvieron a atar como antes.

Un sonriente Botines de Fútbol tomó el extremo del cable y, tras haber estampado en la cara del desdichado un buen escupitajo, empezó a tironear, con la maldad pintada en su rostro adolescente. El pobre Poca Cosa comenzó a avanzar sobre el suelo cubierto de piedrecitas, tambaleando y lastimándose los pies, en medio de una lluvia de escupitajos, coscorrones y tirones de pelo.

Los malvados chicos se fueron turnando para tirar del cable. Desnudo y en cuclillas, lo hicieron caminar así por todo el enorme patio, sin olvidarse de hacerlo pasar reiteradamente por sobre el ripio y el pedregullo diseminado en el suelo. Disfrutando con los lamentos del desdichado, lo traían para aquí, lo llevaban para allá, como si de una mascota se tratase.

Nueve o diez veces fue a parar al suelo, y nueve o diez veces lo hicieron levantarse --jalándolo del pelo o las orejas-- y reemprender la marcha bajo una lluvia de feos coscorrones y tirones de pelo...

Media hora después, el pobre Poca Cosa, con los pies totalmente lastimados, permanecía en cuclillas, intentando mantener el equilibrio sobre su piernas temblorosas, con su cara a escasos treinta centímetros de Botines de Fútbol. Éste, de pie, y con la piernas ligeramente separadas, tiraba del cable hacia arriba.

--Vengan ustedes dos, Pulga, Juancho... –dijo de pronto, haciendo una seña con la mano a Zapatos de Gamuza y a Adidas.

Zapatos de Gamuza --pelirrojo y lleno de pecas— y Adidas –de rubio cabello enrulado y algo regordete-- eran los más jóvenes de la pandilla, dos chiquillos. Nueve o diez años, no más.

--Saquen el pito afuera, que la van a pasar muy bien –les dijo Botines de Fútbol, con toda la malicia pintada en su rostro-- ¿Alguna vez te la chuparon, Pulga?

Zapatos de Gamuza negó con la cabeza. Su pequeño miembro ya estaba afuera, mostrando una cierta erección.

Botines de Fútbol jaló del cable y condujo a Poca Cosa hasta que éste quedó delante de Zapatos de Gamuza. El pene del chiquillo, a diez centímeros de su cara, se veía bastante sucio y pringoso.

--¿Querés tomar mate, sorete apestoso? --dijo Botines de Fútbol en medio de carcajadas generales.

Poca Cosa sólo atinó a empezar a lloriquear. Un irascible Botines de Fútbol, le propinó una sonora bofetada, que casi le hizo perder el equilibrio.

--Cuando te hago una pregunta, quiero que me contestes. ¿Entendiste, sorete de mierda?

--Sí, señod... --balbuceó Poca Cosa.

--Así me gusta. ¿Querés tomar mate, sorete apestoso? --repitió el malvado chico.

--Sí, señod --respondió sumisamente Poca Cosa.

--Eso está mejor. Con el frío que hace y en bolas como estás, no te van a venir mal unos amargos.

Los otros se doblaban de risa, mientras el pobre Poca Cosa bajaba la cabeza y lloraba desconsoladamente.

--Mirá qué linda bombilla, sorete --dijo Botines de Fútbol, señalando el pene de Zapatos de Gamuza-- A ver, dale, infeliz, empezá a chupar...

Sabiendo que era inútil oponerse, Poca Cosa abrió la boca, adelantó la cara, y dejó que el pequeño miembro erecto del chiquillo se metiera completamente en su boca.

--Dale, chupá, infeliz, a ver si por lo menos servís para eso –dijo Botines de Fútbol.

Poca Cosa, con un asco infinito, empezó a chupar y pasar la lengua por el pene del chiquillo. Estuvo así unos diez minutos.

--Ahora los huevos, sorete, hasta que le queden bien limpitos –dijo Botines de Fútbol, con una amplia sonrisa.

--Ji, ji.. –dijo el chiquillo, mientras el pobre desdichado pasaba su lengua una y otra vez por sus pequeños testículos.

Al cabo de unos minutos, Botines de Fútbol le hizo una seña a Adidas.

--Ahora vos, Juancho.

Botines de Fútbol condujo de la correa a Poca Cosa hasta dejar su cara delante del pequeño miembro semi erecto de Adidas.

Nuevamente, Poca Cosa tuvo que introducirlo en su boca y empezar a a succionar y lamer.

--Ji, ji, ji... –dijo el chiquillo, entusiasmado con lo que estaba sintiendo— Ji, ji...

--Muy bien, sorete –dijo Botines Militares--. Ahora los quinotos. Y que queden bien limpitos...

Poca Cosa obedeció.

--Ji, ji...—volvió a decir Adidas.

Finalmente, Botines de Fútbol dio por terminado el trabajo de Poca Cosa con el chiquillo, y tironeó del cable atrayendo al desdichado hacia él.

Poca Cosa caminó en cuclillas hasta que su cara quedó a cinco centímetros de la bragueta de Botines de Fútbol. Éste estaba parado con las piernas separadas, jalando del cable hacia arriba.

Con absoluta desesperación, Poca Cosa vio cómo la mano libre de Botines de Fútbol empezaba a bajar el cierre de sus pantalones vaqueros.

--Mirá qué flor de bombilla, sorete --dijo Botines de Fútbol sacando a relucir su pene endurecido, y blandiéndolo ante los ojos de Poca Cosa. De inmediato empezó a bailar una suerte de ula-ula, ufanándose de su miembro erecto.

--Empezá a chupar, infeliz –le ordenó Botines de Fútbol.

Sabiendo que era inutil oponerse, Poca Cosa intentó meter el miembro en su boca. Le quedaba demasiado arriba, y no consiguió llegar.

Botines de Fútbol decidió soltar el cable. Esto dejó a Poca Cosa de rodillas, con las manos atadas detrás de la espalda.

A una orden de Botines de Fútbol, el desdichado se introdujo el miembro en la boca y empezó a pasar su lengua.

--Más entusiasmo, infeliz, me cago en vos...

Poca Cosa intentó hacerlo mejor, sintiendo que iba a vomitar de un momento a otro.

Poco antes de eyacular, Botines de Fútbol sacó su miembro de la boca del infeliz y lo hizo ponerse en cuatro patas. Fue por detrás, se puso de rodillas, y apoyó su pene hinchado al máximo en al agujerito del resignado Poca Cosa. Sin la menor consideración, lo enterró hasta el fondo y todos rieron con los lamentos del desdichado. Muy ufano, Botines de Fútbol empezó a meter y sacar. Botas MIlitares aprovechó para ponerse de rodillas delante de la cara delante de Poca Cosa, y meterle su pene en la boca. Botines de Fútbol acabó con una larga exhalación. Botas Militares sacó su pene de la boca de Poca Cosa y reemplazó a Botines de Fútbol, en tanto Botas de Cowboy --el único que faltaba-- tomando el lugar de Botas Militares, enterró su miembro en la boca de Poca Cosa. Ambos, Botas de Cowboy por adelante y Botas MIlitares por detrás, estuvieron dándole al desdichado sin misericordia hasta eyacular.

--Ahora limpiámela bien –le dijo Botines de Fúbol, volviendo a enterrar su pene en la boca de Poca Cosa--. No esperarás que me quede con la pija manchada con toda la porquería tuya.

Botas Militares pensó lo mismo, y exigió el mismo servicio.

Mientras Botas de Cowboy y Botas Militares terminaban de reponerse, Botines de Fútbol y los dos chiquillos –Adidas y Zapatos de Gamuza— hicieron poner de pie a Poca Cosa. Con su pobre agujero destruido y las manos atadas a la espalda, el desdichado a duras penas pudo hacerlo.

Lo llevaron a un rincón, y Botines de Fútbol se sacó el grueso cinturón de cuero de sus vaqueros.

Haciendo una seña a los dos chiquillos para que prestaran atención, Botines de Fútbol empezó a practicar el "efecto látigo". Con un enérgico movimiento hizo relampaguear el cinto de cuero, el cual trazó una "ese" en el vacío, hasta que la punta libre golpeó el aire haciendo "¡zac!". Luego de un par de minutos de prueba, dirigió el cinturón hacia el pobre desdichado.

¡Zac! ¡Zac! ¡Zac!

La puntita del cinto se estrellaba una y otra y vez como una sucesión de dardos en la piel desnuda de Poca Cosa, quien con las manos atadas a la espalda, sólo podía intentar esquivar los chicotazos, gritando y contorsionándose.

Botines de Fútbol reía cruelmente, disfrutando con la desesperación y los quejidos del desdichado.

¡Zac! ¡Zac! ¡Zac!

--¡Aaaay...! ¡Ay...! ¡Ayyyy...!

--¡Ja. ja.ja...!

Entusiasmados, los dos chiquillos empezaron a imitarlo. Como Zapatos de Gamuza no tenía cinturón, corrió al galpón y volvió con un trozo de cable muy flexible.

Botas de Cowboy y Botas Militares, ya repuestos, se sacaron los cinturones y se sumaron a la fiesta.

De a poco, bajo una lluvia de chicotazos que se estrellaban sin pausa y sin piedad sobre su magullado cuerpo, Poca Cosa se fue achicando y acurrucando, hasta quedar hecho un ovillo en el rincón, lloriqueando.

Aun en ese estado, los cinco continuaron castigándolo, entre risas y carcajadas hasta aburrirse. Después de unos minutos --que al pobre infeliz le parecieron horas--, los cinco atorrantes se dieron por satisfechos, y volvieron a ponerse los cinturones.

Antes de irse, Botas Militares –que ya estaba sintiendo los efectos de tanta cerveza-- se puso de cara a la pared, y se bajó el cierre del pantalón para vaciar su vejiga. De pronto se detuvo. Con una sonrisa caminó tranquilamente hacia donde estaba Poca Cosa, todavía hecho un ovillo en el rincón, y allí mismo empezó a orinar sobre el desdichado.

Los otros cuatro aplaudieron la ocurrencia, y rápidamente lo imitaron entre risas y festejos.

Poca Cosa quedó tirado allí, empapado de pis, con el cuerpo magullado y dolorido, los pies lastimados, la boca sabiéndole horriblemente a semen y su agujerito trasero destruido.

--Y agradecé que no andamos con ganas de cagar, ja, ja... –dijo uno de ellos, ocurrencia que fue muy festejada por los demás.

Y se fueron...

Cuando Poca Cosa despertó, el sol ya había salido. Aún había muy poca gente en la calle, y nadie había reparado en el, allí tirado, al fondo del terreno. Se levantó, llorando y balbuceando lamentos, y buscó con qué lavarse. Por fortuna, dio con una canilla allí mismo, y se lavó lo mejor que pudo. Encontró sus únicas dos prendas –el deshilachado saquito azul de lana y el viejo y raído pantalón gris arena— y se las puso sobre el cuerpo mojado. Luego se abocó a la tarea de recoger todas sus pocas pertenencias, que estaban desperdigadas por todo el patio. Por suerte no se habían llevado nada. Pero había perdido todos sus ahorros, su bolsita de monedas. Lloró amargamente.

Aterrorizado de volver a encontrarse con aquellos cinco malvados, Poca Cosa decidió que debía encontrar algún otro sitio donde sentarse a mendigar, lo más lejos posible de allí.

Finalmente, a quince o veinte cuadras, dio con la avenida Lacroze, en su intersección con la vías del ferrocarril Mitre. No era un lugar tan apropiado como aquél, a la salida de la estación Belgrano C. Sobre todo porque, después de las diez, por aquí pasaba muy poca gente. Pero no quería volver a encontrarse con aquellos cinco malvados.

Ya no tenía sus ahorros, pensó, y volver a juntarlos le iba a llevar mucho más tiempo ahora, en este lugar. Llorando amargamente, se sentó allí, y resignadamente volvió a su faena de siempre.

Al segundo día, ocurrió un hecho curioso. Un Mercedez Benz, gris metalizado y con ventanillas de cristal polarizado, se detuvo exactamente delante de Poca Cosa. Permaneció allí cinco minutos y volvió a arrancar. Nadie bajó, ni abrió la puerta, ni bajó los cristales.

Dos días después, el vehículo volvió a aparecer.

Esta vez, se bajó el vidrio del asiento trasero, y Poca Cosa vio que una mujer, de cabello castaño y ojos grises, le hacía señas para que se acercara.

Poca Cosa tomó su bolsita, para que no se la robaran, y se acercó temerosamente.

--¿Querés ganarte una moneda? –le preguntó la mujer, aparentaba unos treinta años.

--Sí, señoda –dijo Poca Cosa con su pobre dicción.

--¿Hay algun kiosco por acá? –preguntó la mujer.

-- Sí, señoda...

--Acá tenés cincuenta pesos –dijo--. Compráme un paquete de Pall Mall, rubios. Si lo hacés rápido, te voy a dar una moneda.

--Sí, señoda –dijo Poca Cosa, tomando el billete. Y partió hacia el maxikiosco de allí a la vuelta.

Con el billete de cincuenta en la mano –cinco veces lo que aquellos chiquillos le habían quitado para gastárselo en cervezas— Poca Cosa intentó apresurarse. En ningún momento consideró la posibilidad de desaparecer con el billete. Robar no estaba en su naturaleza.

Volvió con los cigarrillos y el vuelto, casi corriendo, esperando recibir una moneda.

La mujer tomó el paquete y lo dejó a un lado sobre el asiento. Recibió el vuelto de Poca Cosa y empezó a buscar una moneda.

--Lo hiciste muy bien –le dijo con una sonrisa--. Eso merece un premio. Tomá.

Poca Cosa apenas podía creer lo que la mujer le daba. Le estaba alargando un billete de veinte pesos. Casi el doble de lo que le habían robado.

Estaba tan agradecido, tan abrumado, que ni siquiera pudo articular palabras de abradecimiento. Poco faltó para que se echara al suelo y empezara a besar los neumáticos del vehículo.

La ventanilla se cerró, y el auto se puso en marcha.

Poca Cosa, muy contento y aún en estado de shock, empezó a caminar por la avenida Lacroze. En la primera rotisería que encontró, se metió.

Apenas lo vio entrar, la empleada –una señora rubia, algo obesa-- le hizo enérgicamente "no" con la mano. Bastante fastidiada, sin duda, de todos los mendigos y linyeras que entraban a pedir alguna sobra o desperdicio.

--Peddón, señoda, quiedo compad algo –dijo Poca Cosa mostrando el billete.

--Ah, está bien –dijo la mujer mirándolo con desconfianza--. Decíme qué querés.

Poca Cosa eligió una pechuga de pollo al spiedo, con papitas y cebollitas.

Salió, y fue derecho a una panadería-confitería.

--La bolsa la sacamos a las nueve –le dijo la empleada, jovencita, apenas lo vio entrar.

Poca Cosa lo sabía. Las panaderías solían desechar lo que no habían podido vender ese mismo día: pan, facturas, etc... Para no tener un ejército de gente de escasos recursos (cartoneros, mendigos, etc...) entrando a pedir a cada rato, colocaban todas las sobras en grandes bolsas de basura, y poco antes de cerrar las ponían en la vereda, para que la gente rebuscara allí dentro.

Pero por una vez, Poca Cosa no necesitaba hacerlo. Compró pan, un arrollado de crema y frutillas, y una coca-cola.

Aprisionando semejantes tesoros con ambas manos, empezó a buscar un lugar apropiado y dio con la plazoleta J.J. Paso. Allí eligió un banco, y se dio el festín de su vida, creyendo morir de felicidad. ¡Y todavía le quedaba un poco de dinero!

Dos días después, Poca Cosa estaba instalado donde siempre, en avenida Lacroze, pidiendo humildemente a los transeúntes que pasaban.

Y de pronto, cinco pares de zapatos se plantaron delante de él. Cinco pares de zapatos, que Poca Cosa reconoció de inmediato. Levantó la vista aterrorizado, y allí estaban los cinco malvados. Su peor pesadilla se había vuelto real.

--¿Creíste que te ibas a escapar de nosotros, sorete de mierda? –dijo Botines de Fútbol, rubricando su frase con un pisotón en el pie desnudo de Poca Cosa. Éste se tomó el pie con las dos manos y empezó a lloriquear, entre las risas de los demás--. Eso es por habernos hecho buscar y buscar durante una semana...

Poca Cosa, como siempre, sólo atinó a hacerse lo más chiquito que pudo, temblando y llorando.

Y entonces, cuando se sentía irremediablemente perdido, una voz distinta le hizo levantar la vista.

--¿Por qué están molestando al muchacho?

Una mujer alta, de largos cabellos castaños y ojos grises, estaba parada detrás de los cinco chicos. Vestía un amplio tapado de piel gris, y un echarpe rojo. Con ambas manos en los bolsillos de su lujoso tapado, permanecía allí, esperando una respuesta. A sus espaldas, se veía un lujoso Mercedez Benz gris metalizado.

Poca Cosa no podía creerlo. ¡Su hada bienhechora, su hada madrina!

La voz de la mujer, que había sonado dulce y musical dos días atrás, ahora sonaba tan firme y autoritaria que Poca Cosa se asustó un poco.

Los cinco atorrantes se habían volteado a mirarla.

--Si siguen molestando así a la gente, voy a tener que hablar con el comisario... Abdala, de la comisaría treintaiséis –dijo la mujer con toda naturalidad--. Los va a buscar, y cuando los encuentre, los va a enviar a un reformatorio. Y de ahi no salen hasta los veintiuno. Si salen...

Sólo ver cómo iba ataviada aquella señora, y el imponente vehículo que la aguardaba, bastó para que los cinco atorrantes comprendieran los puntos que calzaba aquella mujer.

--A ver, vos –dijo, clavando una dura mirada en Botines de Fútbol--. ¿Cómo te llamás? ¿Dónde vivís?

Ni había terminado de formular la pregunta cuando el adolescente, tras abrir los ojos como dos platos, dio media vuelta y echó a correr despavorido a todo lo que daban sus piernas.

Sus cuatro secuaces lo imitaron de inmediato, huyendo a los cuatro vientos, atropellándose entre ellos.

La mujer volvió la mirada hacia Poca Cosa, que permanecía alla abajo, con una mezcla de alivio y temor.

--Abdala es el apellido de mi chofer. Fue lo único que se me ocurrió... –dijo sonriendo. Ahora su voz había vuelto a sonar cálida y musical--. ¿Te acordás de mí?

Poca Cosa, desbordado por los acontecimientos, permanecía allí en el suelo, mirando hacia abajo. Sólo atinó a asentir con la cabeza.

--Te vengo observando desde hace un par de semanas. Anteayer pasaste una prueba muy importante. Se ve que sos una persona honesta. Yo hace tiempo que busco un asistente personal, privado, de tiempo completo. ¿Te gustaría trabajar para mí?

Poca Cosa seguía allí abajo, sin contestar, y sin atreverse a sostener la mirada de aquella imponente dama. Desde donde estaba, sólo alcanzaba a ver sus pies. Unos pies muy cuidados, calzados en sandalias de altos tacos aguja, con las uñas exquisitamente pintadas de rojo. A Poca Cosa le parecieron unos pies muy bonitos.

--¿Cómo te llamás? –le preguntó la mujer.

Poca Cosa intentó recordarlo. Nadie lo había llamado por su nombre en muchos años. Por fin lo recordó y empezó a decirlo...

--Bueno, no importa –dijo la mujer-- Te vas a llamar Fermín. Yo me voy a ocupar de que no te falte nada, y nadie vuelva a molestarte. A cambio de eso, vas a ser mi sirviente personal. Me vas a guardar obediencia absoluta en todo momento. Si lo hacés bien, te va a gustar trabajar para mí. Cuando me desobedezcas, o me faltes el debido respeto, te voy a castigar con severidad, por pequeña que sea la falta. ¿De acuerdo?

Como Poca Cosa continuaba sin pronunciar palabra, la mujer tomó su silencio por un sí.

--Vení, vamos al auto. Yo vivo en San Isidro, cerca de la costa.

Poca Cosa –siempre con la vista gacha-- se levantó, tomó su bolsita, y la siguió. La mujer entró al lujoso automóvil gris metalizado, y Poca Cosa entró detrás. Era un vehículo muy amplio, con mucho espacio entre el respaldo delantero y el asiento trasero. A Poca Cosa le dio un no sé qué sentarse en el lujoso tapizado con sus prendas mugrientas, y prefirió acomodarse en el suelo, tratando de ocupar el menor espacio posible.

--Vamos a casa, Rogelio.

---Sí, señora.

Poca Cosa, que no recordaba haber utilizado otro medio de transporte que sus pies descalzos, sintió algo parecido al vértigo cuando el vehículo se puso en marcha y cruzó las vías del ferrocarril Mitre.

El imponente Mercedes Benz tomó por Monroe, y traspuso la avenida Cabildo. Mientras el lujoso vehículo avanzaba raudamente por Avenida del Libertador, Poca Cosa empezó a comprender que su vida estaba por dar un drástico giro. Ya no tendría que pasar las noches en algún maloliente agujero, ni comer sobras y desperdicios. Tendría dónde dormir, y ya no tendría que pasarse todo el día mendigando una moneda. Aquella agradable señora se ocuparía de él.

Y él, se prometió a si mismo, haría todo lo que estuviera a su alcance para no defraudarla.

El auto ya había dejado atrás la General Paz, cuando Poca Cosa se atrevió finalmente a levantar la vista, apenas un poquito, para observar por un breve instante el bello rostro de su dueña.