Pobre Francisca

Todo cambia en su vida cuando acude a la farmacia.

FRANCISCA

Le costó decidirse, pero tras meditarlo unos cuantos días y viendo que el problema iba a más, Francisca salió del instituto, con los libros y libretas bajo el brazo, y se dirigió a la farmacia en busca de un remedio. El problema era peliagudo, de esos que cuesta dar a conocer incluso a las personas de mayor confianza y más en una persona como ella, una chica muy tímida y que se sonrojaba con facilidad. Desde hacía días sufría molestias en su zona genital de difícil consideración, mezcla de picor, escozor y dolor. Intentó aliviarse con pomadas hidratantes y antiinflamatorias, antes de decir nada a nadie, pero sus remedios fueron aún peores, le causaban mayor dolor. Le preocupaba que otras personas pudiesen darse cuenta de ello, convirtiéndola en objeto de toda clase de burlas y exageraciones entre sus amigas y compañeros de clase, pero sobre todo pensaba en su novio, en lo que diría él al notar problemas en su zona íntima, puede que incluso la rechazase.

Francisca era una chica muy tímida, como ya dije, pero también muy asustadiza. Su físico era estupendo, no muy alta, delgada, pelo negro a más no poder, largo, liso, de piel blanca, ojos marrones y labios finos y rosados. Su cara estaba salpicada de pecas, no muy numerosas pero sí lo suficiente como para darle a su precioso rostro un toque particular. A sus dieciocho años todavía estaba en el instituto, repitiendo el último curso por culpa de una asignatura suspensa que le impidió ir a la selectividad. Tuvo la posibilidad de repetir únicamente esa asignatura, pero sus padres, de régimen estricto, le obligaron a repetir el curso entero con el objetivo de subir la nota y poder acceder a estudiar medicina, un objetivo que en especial su padre le había impuesto como una obligación que no podía dejar de cumplir. Eso le hizo sentirse intimidada todo ese año, pues sus padres no dejaban de vigilarla y por todas partes recibía reproches que la obligaban a mejorar en sus estudios. Sus amigas terminaron el instituto y se fueron a la universidad, un duro palo para ella que se encontró con la sola compañía de su novio de siempre, un chico mayor que ella que trabajaba en el despacho de abogados de su padre mientras terminaba la carrera de derecho. También por parte de él recibió severas reprimendas, amenazándola incluso con romper la relación cuando supo de su revés académico, pero que al final decidió darle una última oportunidad, por así decirlo.

Mientras caminaba hacia la farmacia, tratando de mover sus piernas de manera que no se rozase mucho en la entrepierna para no sentir dolor, fue pensando en lo que iba a hacer, en cómo se presentaría en la farmacia y cómo explicaría su problema. Le entraron dudas sobre si lo mejor no sería ir antes al médico, pero como tardaban casi una semana en dar cita pensó que, mientras tanto, podía acudir a una farmacia para que le aconsejasen un remedio transitorio hasta que el galeno pudiese explorarla. Sentía vergüenza por lo que pensase el farmacéutico, o la farmacéutica, cuando le dijese lo que le ocurría. Una vocecilla en su interior le decía que seguramente se riesen de ella, otra vocecilla le contestaba que iba a tratar con profesionales acostumbrados a consultas como ésa y que no pasaría nada. Con este último pensamiento adquirió un poco más de firmeza, hasta que llegó a la puerta de la farmacia.

Casi nunca iba a la farmacia, por falta de necesidad. Conocía, eso sí, su ubicación, y el interior, que se podía observar a través del amplio escaparate desde la calle, pero no recordaba cuándo había sido la última vez que había entrado. El interior de la farmacia estaba tomado en su mayor parte por una imponente estantería de madera, de aspecto muy antiguo, que albergaba los típicos frascos de porcelana en los que otrora se guardaban los ingredientes con los que los boticarios elaboraban las fórmulas magistrales por orden del médico. El mueble-estantería estaba detrás del mostrador, fabricado con la misma madera, y el cliente que entraba por primera vez se quedaba unos segundos contemplando el lustre del conjunto de muebles antes de responder a la atención que le brindaba el farmacéutico.

Francisca sonrió al entrar, no sólo por la vista sino también por el agradable aroma de la farmacia, el típico olor que desprenden las farmacias cuyo origen es desconocido o al menos difícil de explicar. Tras el mostrador, un farmacéutico esperaba su consulta con una sonrisa amable. Era un tipo bajito, muy ancho y fuerte, de cara un tanto ruda, con un atractivo extraño, que no llamaba la atención a primera vista. Francisca tuvo dudas. A su lado, una señora mayor hablaba con la farmacéutica y a ella le tocaba hablar con el hombre. No sabía si resultaría de mala educación despreciar la atención del farmacéutico para esperar a que fuese la mujer la que le atendiese, lo prefería, pero volvió a reflexionar en la profesionalidad de él y tras unos instantes de reticencia se animó a contarle su problema:

  • Hola, buenos días.
  • Hola, buenos días – el farmacéutico se mantuvo a la espera.
  • Hace días que tengo un problema en mi zona…vaginal – hablaba con voz suave –, tengo unas molestias que no sé a que pueden ser debidas y quería saber si, antes de ir al médico, puede haber algo que me pueda aliviar.
  • ¿Cuántos días llevas así? – el gesto apenas lo cambió, quizás un poco más serio, pero no mostró sorpresa.
  • Unos días…una semana o así – albergaba la esperanza de que el hombre, al comprobar el tipo de consulta de que se trataba, la dirigiese a su compañera.
  • Qué tipo de molestias son: picor, dolor, escozor,
  • Primero me duele y después, al rascarme…al tocarme me empieza a picar…pero por dentro…en el interior…me duele
  • Hmmmm – esta vez el farmacéutico torció el gesto. Era una explicación muy difusa, poco clara. Antes de arriesgarse a darle algo tendría que saber más.
  • ¿Qué tipo de ropa interior tienes? ¿Es muy ajustada?
  • No, no es…no del todo…no me aprieta – Francisca empezó a ponerse roja, la pregunta le sorprendió, aunque comprendió su lógica. El farmacéutico continuaba con su gesto serio, indagante.
  • ¿De qué material es? ¿Sueles variar?
  • Pues tengo de algodón…y de licra, más elástica, y alguna vez de raso.
  • ¿De raso? – se sorprendió el farmacéutico.
  • Sí, bueno…esa es ropa para ocasiones especiales
  • Entiendo, cuando estás con el novio, ¿no? – sonrió en plan cómplice, algo que molestó a Francisca – Puede que un tipo de esos tejidos te dé una reacción alérgica.
  • No, no creo que sea eso.
  • ¿No?
  • No, hasta ahora no me había sucedido esto.
  • Que ropa es, si dices que no te aprieta serán bragas no muy pequeñas, ¿no?
  • Son pequeñas, pero – se intimidó cuando pronunció esas palabras. Sin querer estaba describiéndole su ropa interior – me quedan un poco holgadas
  • ¿Tomaste antibióticos hace poco?
  • ¿Antibióticos? No – no entendía la pregunta.
  • Es normal que tras la toma de antibióticos aparezca una sobreinfección por hongos. Entonces… – meditó unos instantes – puede que tus relaciones sexuales tengan algo que ver con ello.

Otra vez Francisca se sonrojó. No esperaba tener que contar sus actos más íntimos para el tratamiento de una molestia que no debía ser poco común.

  • ¿A qué se refiere? No creo que sea eso
  • Tienes novio, ¿no?
  • Sí, lo tengo – antes de responder lo pensó, tenía la impresión de que era malo decir que tenía novio. Empezaba a molestarse.
  • Y qué tipo de relaciones practicáis.
  • Vamos, no voy a darte nada sin tener claro a qué es debido el problema, no me arriesgaré a ello. Si me equivoco seguro que te quejarás después de mí, así que iré sobre seguro. ¿Practicáis sexo oral? ¿Penetración? Dime.
  • Las dos cosas.
  • ¿Lo hacéis muy a menudo?
  • Lo típico, no sé…dos veces a la semana…tres.
  • Si te hace sexo oral, ¿te lo depilas? – Francisca pegó un respingo, no podía ser que le preguntase eso.
  • ¿Qué tiene que ver eso? – con esa respuesta, el farmacéutico sabía que sí, que se depilaba, pero indagaría más.
  • Cómo lo haces: con cuchilla, con crema depilatoria,…quiero saberlo para comprobar si la molestia está producida por quemazón o por incisión de algún objeto cortante.
  • Lo hago con… cuchilla a veces…pero casi siempre utilizo una crema
  • Y las molestias comenzaron justo después de una sesión de…rasurado.
  • No, no justo después.
  • O después de alguna sesión de sexo con tu novio – poco a poco, el farmacéutico comenzaba a abandonarse al morbo de la situación. Ante él, la chica se ruborizaba con cada pregunta, que hacía con cuidado para mantenerse en un aparente estado profesional.
  • Tuve…tuvimos hace poco…pero no me molestó.
  • ¿Nunca te molesta tu novio? ¿Nunca te hace daño cuando lo hacéis, cuando te penetra? – Francisca tuve en su mente la imagen de su novio, follándosela con rudeza, pero sin daño alguno.
  • No...es muy cariñoso

El farmacéutico se quedó un poco pensativo, haciéndose un resumen de las respuestas obtenidas y buscando en su memoria los tratamientos más adecuados. En su mente circulaban alborotadamente tubos de cremas, cajas de óvulos, comprimidos,…pero todavía no podía elegir uno.

  • No tengo muy claro a qué es debido el problema, si es una reacción alérgica, si es una infección, si es una mera irritación,…puede que sea necesaria una exploración antes de decidirse. No puedo darte nada.
  • ¿Nada? ¿Ni una simple pomada calmante para unos días?
  • No hay pomadas "calmantes" para esa zona. Los tratamientos que hay son muy específicos para cada dolencia y si te doy uno inadecuado el problema se puede acrecentar.
  • ¿Qué puedo hacer entonces?
  • Ya te he dicho que sin realizar una exploración no puedo darte nada. Es mejor que esperes al médico.
  • Debe de haber algo que pueda darme.
  • Sí, estoy seguro que sí, pero…- hizo un ademán con las manos, dando a entender que no podía hacer más.
  • ¿Qué exploración necesita?
  • Nada del otro mundo, puede que con sólo verla…ya sepa la causa del problema.
  • ¿Sólo eso?
  • Sí, creo que sí. Así se reconocerá si es una alergia o una infección.
  • Bueno,…y… ¿podría verme, entonces?
  • Sí, por mí no hay ningún problema, pasa por aquí.

El farmacéutico la invitó a entrar en la rebotica, situada tras el mostrador y apartada de la visión de los clientes por medio de un par de pesadas cortinas de color verde oscuro. Francisca no lo siguió enseguida, sino que se hizo la remolona, como no atreviéndose a adentrarse a una habitación privada de presencia de más testigos. Y no tenía muchas ganas de hacerlo, de exponerse delante de ese hombre que por el momento la tenía intimidada y que temía pudiese llegar a manejarla con mayor facilidad. El farmacéutico le insistió para que entrase, y ella, finalmente, lo hizo con paso apocopado y dubitativo.

La rebotica, la antesala de todas las farmacias, era una habitación mucho más amplia que la zona que se dedica para atender al público. En ella se encontraban las grandes cajoneras, muebles con cajones que se abrían deslizándose unos sobre otros, vitrinas con frascos de jarabes y colutorios, y armarios de los que no se podía ver lo que guardaban. El farmacéutico la instó a que se colocase en un lugar arrinconado, protegido de cualquier otro par de ojos indiscreto.

  • Aquí no nos molestará nadie.
  • No sé si quiero hacer esto. Creo que me iré y… esperaré a ir al médico.
  • ¿En serio? No tardaremos nada, simplemente un vistazo – Francisca comenzaba a dar pasitos cortos hacia la salida.
  • No, no me atrevo…yo.
  • ¿A qué tienes miedo? No serás la primera chica que vea, y yo no soy el primer hombre que te verá.

La chica dudó un instante. La sonrisa y la mirada aparentemente tierna del pesado farmacéutico volvieron a calmarla un poco. Francisca avanzó hasta donde él se encontraba, miró hacia todos los lados para comprobar que nadie más la estaba viendo, y se desabrochó el botón de sus ceñidos vaqueros.

  • Gerardo, ¿qué vas a hacer? ¿Por qué estáis ahí? – De repente, la voz de la farmacéutica titular la sobresaltó y se quedó inmóvil.
  • Es una consulta, eh…simplemente me va a enseñar la zona en la que tiene molestias, para comprobar qué tipo de lesión tiene – el farmacéutico se desdeñaba en la explicación. Mientras hablaba, la rubia e imponente señora, con su bata blanca perfectamente límpida y clara y su pelo peinado y ordenado en un perfecto recogido hacia atrás, se acercaba a ellos.
  • ¿Dónde tienes la molestia? – preguntó dirigiéndose a Francisca.
  • En mi zona vaginal – contestó un poco más segura la chica.
  • Será mejor que me ocupe yo de esto, ¿no crees? – y así la mujer apartó a Gerardo y se dirigió más específicamente a Francisca.
  • Dime qué es lo que tienes.

Volvió a explicarle lo que ya antes le había contado a Gerardo. Éste se movía por la rebotica, buscando los medicamentos que otros clientes le pedían y lanzando miradas furtivas para ver lo que hacían las dos mujeres. Finalmente, Azucena, la farmacéutica titular, también pidió ver la zona para poder decidir el tratamiento adecuado. Esta vez, Francisca fue más decidida y accedió con menos contemplaciones a mostrarse.

Una vez se había desabrochado el botón, bajó la cremallera, con la señora Azucena sentada delante de ella observando minuciosamente como sus manos deslizaban el pantalón vaquero hacia abajo. A la vista quedaron sus braguitas, pequeñas, blancas, ajustadas a su piel, de tacto suave. Azucena no hizo nada más que contemplar a la chica mientras ésta se ocupaba de desnudarse para que la farmacéutica pudiese darle el remedio adecuado. Finalmente, las braguitas tocaron el suelo y Francisca se avergonzó tanto que no pudo mirar a la cara a la farmacéutica. Sentía como una ligera brisa por sus piernas y sus caderas, como toda su piel más sensible quedaba al aire, como su escaso vello se erizaba por el frescor del ambiente y sobre todo por la vergüenza de saberse medio desnuda delante de una extraña.

  • A ver, déjame mirar mejor aquí, abre un poco.

Con las manos firmes, Azucena acomodó la postura de la joven para contemplarla mejor. Su rostro no lo reflejó, pero cuando vio el coñito rasurado, libre de cualquier rastro de vello, toda esa piel rosada y húmeda…quiso comérselo entero, a punto estuvo de lanzarse a por él, pero se contuvo.

  • Aquí tienes una irritación. Una zona pequeña roja, ¿no te duele? – le tocó con la yema de un dedo.
  • Sí,… ¡ay! Escuece un poco.
  • Ya, parece que tienes la zona un poco dañada – no dejaba de deslizar el dedo índice por el labio de la chica –. ¿Y por aquí te molesta también? – Le tocaba más abiertamente la vagina, con la mano abierta de arriba abajo.
  • No, sólo ahí – Francisca estaba siendo tocada impunemente por la señora. Se retorcía para evitar el tocamiento, sin decir que no porque después de acceder a la exploración no quería retraerse por temor a Azucena.
  • Así que solo te molesta aquí. Bien, lo bueno es que no son hongos ni infección, sólo es una irritación, una dermatitis que no necesita un tratamiento demasiado fuerte. No creo que necesites ir al médico, en pocos días se te pasará.
  • ¿Me dará algo para…eso?
  • Sí, no te preocupes,…pero no te subas el pantalón todavía, que te aplico la crema y te digo como se hace. Espera.

La señora se levantó y se dirigió hacia una cajonera sin mucha prisa, meditando por el camino la crema que le iba a dar. Mientras aguardaba a que regresase la farmacéutica, Francisca se quedó desnuda de cintura hacia abajo. En el ínterin, Gerardo pasó a su lado varias veces, seguramente más de las necesarias, recreándose admirando las preciosas y tersas piernas de la chica. Ésta trataba de taparse con las manos, pero los muslos y las caderas se podían ver libremente. Azucena tardó un rato, apareció con un envase en la mano y se dirigió hacia Francisca con una mueca en la boca que intimidó aún más a la pobre chica.

  • Esta crema te va a ir bien – volvió a sentarse al lado de Francisca y abrió el tubo –. Es simplemente para las irritaciones, con cuatro veces al día se te pasará enseguida. Te la voy a echar, para que te vaya aliviando ya desde ahora.
  • No,…deje…no hace falta... – pero Azucena le esparció la crema por los labios, sin cuidado y tratando de tocarla sin miramientos.
  • Eres tan guapa, una chica tan apetecible… - le susurraba estas cosas mientras acercaba su boca a su cara, hasta que sus labios le besaron la mejilla –. En cuanto te vi me entraron ganas de comerte, ¿no te diste cuenta? Empecé a salivar como una loba. Estás tan buena

Francisca comenzó a sollozar. Los tocamientos se producían por todo el coño, incluso dos de los dedos de la mujer trataron de introducirse en ella, pero pudo desbaratar el atrevimiento de Azucena con un movimiento de cadera.

  • Vamos muñeca, no voy a hacerte daño – Azucena sobaba las caderas de la pobre morenita, que se retorcía y gemía para evitar los tocamientos.
  • ¿Qué hace?...déjeme

La farmacéutica forcejeaba divertida con la joven, le gustaba más el contemplarla sometida y forzada que los tocamientos en sí. Tardó en darse cuenta de que Gerardo las estaba contemplando cerca.

  • ¿Qué haces? Vete a despachar a la gente, no te quedes ahí parado.
  • Vamos, si ya no va a venir nadie. Déjame despachar a esa.
  • Ésta es mía.
  • Venga ya, hay para los dos.

Gerardo se acercó a Francisca, él con ojos desorbitados y ella con la mirada que irradiaba un temor profundo. Que una mujer la tocase era incómodo, pero si era un hombre…a saber lo que le acabaría haciendo. Cuando Gerardo llegó hasta ella lanzó sus manos a su blusa ansioso por desabrocharle los resbaladizos botones de la misma, aplicando una fuerza en sus brazos quizás excesiva. Francisca comenzó a gritar, en ese momento sí, y a agitar su cuerpo con desesperación y tratar de ponerlo lejos de las cuatro manos que lo manejaban a su antojo.

  • Voy a cerrar la puerta, porque sino ésta puede alarmar a alguien.
  • ¿Pero vamos a continuar? – le preguntó Gerardo a su jefa, con una sonrisa.
  • Sí, veremos hasta donde llegamos, pero merecerá la pena.

Azucena se levantó y cerró la farmacia sin exponer ninguna excusa en el escaparate. Mientras tanto, Gerardo sujetaba a Francisca por las muñecas y la inmovilizaba con fuerza, sin permitir que pudiera soltarse y escapar. Francisca tenía los pantalones y las braguitas a la altura de los tobillos, y su blusa ya había sido abierta y sus pechos, cubiertos por el suave sujetador blanco, relucían ante los ojos de sus violadores.

Azucena se acercó y todo fue más fácil. Antes, Francisca pugnaba con la esperanza de que un cliente pudiese oírla, pero con la farmacia cerrada esa perspectiva se desvaneció y su lucha se hizo un tanto más fútil. Relajó su cuerpo, se rindió ante el ímpetu de los farmacéuticos, le quitaron la blusa y el sujetador y, mientras Azucena le comía el coño de rodillas delante de ella, Gerardo le comía sus pechos de pie al lado de ella. No sabía hasta dónde iban a llegar esos desaprensivos. ¿Por qué entró en aquella farmacia esa mañana precisamente?

Le pareció una eternidad el tiempo que utilizaron para comerla. Se sentía húmeda en todo su cuerpo por efecto de las salivas de ambos farmacéuticos. Sentía sus lenguas lamer su piel, sus manos apretar sus nalgas y sus pechos, sus bocas lanzando comentarios obscenos en cuanto tenían la libertad necesaria para hacerlo. Ella no pensaba, trataba de no hacerlo, de no darse cuenta de lo que estaba sucediendo y quería perder la noción del tiempo, llegar al momento en que sus agresores se cansaran y la dejaran libre. Pero todavía iba a sufrir más.

Totalmente inmóvil, paralizada por el terror que sufría, se dejó desnudar completamente. Dejaron su ropa sobre una silla y la tumbaron sobre el frío suelo. A través de sus lágrimas pudo ver como Azucena se afanaba en desabrocharle el pantalón a Gerardo.

  • Esta nena tiene que ser follada.
  • ¡Parece que tienes más ganas que yo de que me la folle!
  • Quiero ver cómo la penetras con esa verga tan ancha que tienes, quiero verla sufrir. Vamos cabrón, fóllatela.
  • Espera, espera, tranquila.
  • Joder, pareces maricón.

Azucena le bajó el pantalón a Gerardo, sin que éste pudiese hacer nada por hacerlo él mismo. También le bajó el calzoncillo, le pajeó un poco su ya mojada polla y lo tiró encima de la chica. Gerardo cayó de bruces sobre ella tratando de no hacerle daño, pero no lo evitó del todo. Tan pronto como pudo hacerlo, ajustó sus caderas a las de la chica de manera que su polla quedó a la altura suficiente como para entrar en su coño. Gerardo sujetó las muñecas de la chica para evitar los forcejeos más intensos con los que trataba de zafarse, mientras que Azucena le guiaba la polla para que penetrase a la llorosa chica. Una vez que se la puso en la entrada, Azucena le empujó colocando sus manos en las nalgas del hombre. Empujó en sentido descendente, haciendo que Francisca gimiese y gritase de dolor. Poco a poco Azucena fue logrando un movimiento rítmico en las caderas de Gerardo, a medida que la vagina de Francisca se distendía en cada acometida.

Francisca sentía el pesado cuerpo de Gerardo, moviéndose sobre ella y penetrándola sin miramientos. Azucena se colocó de rodillas a la altura de la cabeza de la chica. Acercó su cara a la suya, jadeante, gimiendo, roja, congestionada por el dolor de la penetración. Acarició sus mejillas con cínica ternura, le enjugaba las lágrimas suavemente con sus dedos, la miraba admirando como esa tierna belleza estaba siendo corrompida gracias a ella. Francisca la miraba con una mezcla de rabia y piedad, implorándola con los ojos que aquella situación llegase a su fin. Azucena no tenía en mente que aquello durase poco, quería disfrutar más de ese tierno cuerpo y pensaba cómo podía someterla completamente y convertirla en su esclava. Gerardo la follaba cada vez más suave, ya no tenía que sujetarla con tanta firmeza y ya no tenía que embestirla con rudeza para domarla. Adoptó un vaivén manso y comenzó a besarle el cuello de la muchacha. Azucena le apartó y fue ella la que comenzó a comerle el cuello. Gerardo tuvo que dirigir su cabeza hacia arriba para permitir a su jefa que accediera a los pechos de Francisca. Azucena sentía el calor de los dos cuerpos cuando su boca alcanzó la parte baja del cuello. Absorbía todo el sudor y todo el sufrimiento de Francisca a través de sus labios. Las gotitas de humedad que perlaban su piel eran degustadas por la madura farmacéutica, y sus manos amasaban los pechos de la joven, con dulzura, tratando incluso de hacer disfrutar a Francisca.

Pero ella estaba lejos de disfrutar de la situación. Gerardo le hacía menos daño, aunque su polla, cuya vasta anchura le dilataba las paredes de su vagina de manera que su novio no podía hacerlo, le producía un dolor agudo semejante a las puñaladas; pero era una violación, el mayor daño era mental y no físico. Su cuerpo iba por libre, había perdido el control sobre él, se movía según las sensaciones que sus adversarios le propugnaban. Y por si fuera poco, los labios de Azucena se acercaban a los suyos y se acoplaban en un forzado beso. Intentó repelerla, pero Azucena era más fuerte, contaba con una posición dominante y terminó por vencer la boca de la chica y adentrarse en ella. Su cabeza era sujetada con firmeza por Azucena, para que el beso fuese más intenso. Francisca volvió a llorar, se sentía avergonzada siendo besada y tocada por una mujer.

Durante unos minutos, próximos a la media hora, estuvo soportando los embistes de Gerardo sobre su dolorida cadera, y los besos y caricias de Azucena sobre su cara, sus labios, su cuello y sus pechos. Su cuerpo reaccionó con un orgasmo, que dado el estado emocional en el que se encontraba le causó una impresión desagradable en su ser. No luchó por retenerlo, pero tampoco fue algo con lo que disfrutar; su cuerpo tembló, sus ojos se cerraron y gimió como siempre, pero lejos de ser placentero resultó ser un tormento más que añadir a los que aquellos dos farmacéuticos le estaban inflingiendo.

Gerardo se corrió encima de su vientre, no en su interior; al menos, pensó, no tendría que preocuparse por un posible embarazo. Francisca estaba exhausta, tumbada en el suelo con las extremidades extendidas y ya sin necesidad de ser sujetas para mantenerla firme, se hallaba inmóvil por pura fatiga tras una lucha vehemente con sus agresores. Gerardo se irguió, con la polla todavía enhiesta y goteante, y recuperó el resuello de pie, al lado de la chica, con los brazos en jarra y mirándola como reconociéndose a sí mismo la proeza que había realizado. Azucena también había recuperado la compostura y ambos aguardaban a que Francisca se recuperase.

Francisca aguardó unos instantes sollozando en la misma postura. Cuando supo que todo había terminado se levantó a duras penas, y sin decir nada y sin dejar de llorar, recogió sus ropas desperdigadas por el suelo y se dispuso con gran dificultad a vestirse. Sus agresores la miraban sonriendo. Gerardo ya estaba vestido y Azucena la contemplaba como a una presa.

  • Espera, no te pongas eso, ponte lo demás pero eso no.
  • ¿Qué? – Francisca tenía en sus manos el sujetador.
  • Eso nos lo quedaremos de recuerdo, por el buen rato que nos has hecho pasar.
  • Pero es mío, no pueden…- rompió a llorar, ni siquiera le dejaban vestirse como ella quería.
  • Y las braguitas….también nos las quedamos. Son preciosas y huelen tan bien – dijo esto acercándoselas a la nariz e inspirando con fuerza.
  • Por favor,…déjenme ir.
  • Y te dejamos ir, cariño, sólo te pedimos que nos cedas estos dos recuerdos. Por lo demás, te puedes ir cuando quieras.

Sin ánimos de discutir con la señora y queriendo abandonar cuanto antes la farmacia, Francisca se vistió con el resto de su ropa. Los pantalones vaqueros, tan ceñidos que eran, le hicieron sentir una sensación de desnudez que le parecía incómoda. Las partes más sensibles de su cuerpo estaban en contacto directo con el tejido duro y recio de esa prenda. Lo mismo pasó con sus pechos y la blusa. Cuando salió del local, abriéndole Azucena cortésmente una puerta trasera, Francisca aún se encontraba temblorosa, todavía se le escapaban lágrimas de sus ojos y corrió unos metros para poner tierra de por medio de la inmunda farmacia.

Francisca pudo recorrer varios metros, hasta que una pareja de policías la detuvo. En el estado de shock en el que se encontraba no conseguía discernir lo que los agentes le decían. Lo que estaba claro era que tenía que detenerse, los policías estaban nerviosos. Mientras uno de los policías la cacheaba, apareció Azucena aparentemente furiosa.

  • ¡Esa, esa es la ladrona!
  • Tranquila, señora, la tenemos controlada.
  • ¿Qué? ¿Qué dice? ¡Yo no he robado nada! ¿Cómo puede decir eso? – la indignación hizo que Francisca gritase.
  • ¡Claro que sí! En cuanto te fuiste de la farmacia vi que la caja fuerte de los estupefacientes estaba abierta. Me has robado, yonqui, pero por suerte he podido avisar a la policía con tiempo.
  • ¿Robar yo? Después de hacer lo que me hizo es capaz de acusarme falsamente de robo.
  • Aquí están – uno de los policías había encontrado algo en uno de los bolsillos del pantalón de Francisca.
  • ¿Qué es eso?
  • Son pastillas, inyectables y… parches, creo.
  • ¡Esos, esos son los estupefacientes que me ha robado!
  • ¡No! Yo no he robado eso. No sé qué hace eso ahí. Soy inocente.
  • Señora, reconoce estas sustancias.
  • Sí, son los medicamentos estupefacientes que me han sido robados hoy.
  • ¿Quiere cursar denuncia contra la chica?
  • ¡No! ¡Soy inocente! ¡Inocente!
  • No sé qué hacer. Veamos….déjenme hablar con la chica, por si podemos arreglarlo – los policías se hicieron a un lado sin dejar de vigilarlas estrechamente.
  • Nena, como ves estás a punto de ser detenida por robo de estupefacientes. La cosa no es leve.
  • Fuiste tú la que me metió esas cosas en mi ropa.
  • Sí, claro que fui yo, para sacar partido y aprovecharme de ti.
  • No lo dirás en serio.
  • Completamente. Me has gustado, y mucho nena. Quiero que seas mía, quiero usarte a mi antojo.
  • ¡Pero bueno! ¡Cómo puede decir eso! Se lo diré a los policías, les advertiré del chantaje que me quiere hacer.
  • ¿A los policías? Vamos, díselo. Sólo tengo que decirles que te detengan y acabarás en la comisaría. No sé…eso de los estupefacientes no suena bien, no creo que se solucione con una mera fianza.

Francisca se detuvo a pensar sobre si le convenía tomar el riesgo de ser detenida o debía acceder a ser la querida de la mujer.

  • Puede que sea mejor que me lleven detenida – accedió a decir finalmente.
  • Piénsalo bien, cariño. A partir de ese momento tendrás antecedentes, cualquier otro descuido que tengas te llevará a la cárcel. Y yo soy tan perra que haré todo lo posible para que suceda eso si me rechazas ahora. ¿Te enteras? Si me rechazas tu vida quedará arruinada.
  • No te creo.
  • Bien, pues si no me crees esos policías te llevarán detenida ahora.

Francisca seguía pensando.

  • ¿Qué pasará si accedo a ser tú…sumisa?
  • Nada malo, cariño. Simplemente, el día que me apetezca te llamaré para pasarlo bien contigo. Quien sabe, puede que te llame dos o tres veces a la semana, o una vez al mes,…depende – trataba de convencerla acariciándola suavemente un mechón de pelo.
  • ¿Por qué me haces esto?
  • Porque me gustas, quiero disfrutar de tu cuerpo.
  • ¿De verdad harás todo eso si te digo que no?
  • Sí, lo haré, tu idílica vida habrá terminado. Así son las cosas, cielo.
  • Está bien.
  • ¿Sí?
  • Está bien, accedo a ser tu sumisa.
  • Pero date cuenta que esto no acaba aquí. Si en cualquier momento me haces enfadar, llamaré a la policía y te reclamaré a la justicia, tendrás que portarte bien en todo momento, ¿me oyes?
  • Sí, está bien. Por favor, no me haga ser detenida, haré lo que me pida.
  • Muy bien, cariño, muy bien. Ya verás que bien lo vamos a pasar.