Playita

Sexo en la playa.

Conducías tú, y pensabas que poner el coche a 250 estaba bien. Yo, normalmente responsable con el tema de la velocidad, no decía nada. Tú llevabas camiseta blanca y vaqueros, me encantas así, y yo un vestidito muy corto, negro. Y sandalias, empezaba el calor, qué grata la sensación de llevar los pies desnudos. Sonaba música flamenquita, y tú hablabas, tu mirada de azabache se concentraba en la carretera. Llevé mi mano ya morena hacia el bulto que se intuía bajo tus pantalones. Te toqué, y me fascinó aquella dureza turgente. Mmmmmmmm. Me deshice de tus ropas en cuestión de segundos, pronto mis dedos hallaron unos huecos para avanzar y buscar el

delicioso pastel. Alcancé tu polla, y la rocé, suavemente...

Gemiste, y tu gemido me transformó en una fiera, me encanta escuchar tus jadeos, nunca podrás saber cómo me ponen...

Agarré ese pedazo de ti que tantos placeres me provoca, y te obsequié con caricias, apretones, subí la mano y la bajé, volví a subirla, te pajeaba despacio, sin prisas, el camino se iba acortando, era un día soleado y bonito, y tu pene, enhiesto, crecía, y respondía galante a mis toquecitos. Quise comerte ese juguete tan grande, ya sabes que a mí me fascina meterme tu polla en la boca, y busqué la postura más adecuada para practicarte la tan ansiada felación. Pero tú me apartaste con delicadeza, mascullaste algo sobre perder el control del vehículo, y lo entendí, y continué con las manos. Mi posición era incómoda, rara, y me estaba haciendo daño en el cuello, pero no me importaba nada, lo único que deseaba era tu goce, y tus respiración entrecortada me indicaba que, en efecto, estabas gozando...

Te corriste tras un rato muy largo. Un chorro de tus jugos cálidos salió de ti, te desprendiste de tu leche como si fueras una fuente láctea, y todo aquel caudal grumoso tan rico se estrelló contra el cristal del coche. Jadeaste, como un animal salvaje, y mi tanga, cuando yo ya creía que no podría humedecerse más, se humedeció más.

Sonreíste, con esa sonrisa que deja al descubierto tu dentadura perfecta. Yo cerré los ojos, permanecimos en silencio unos minutos, y no tardamos mucho en llegar a

la playa. Un arenal dorado, de belleza sorprendente. Más lejos, el mar, deshaciéndose contra la orilla, olas de aguas tranquilas, rumorosas, el paraíso bajo nuestros pies. Aunque ya las temperaturas eran altas, todavía era abril, y había estado lloviendo días atrás, tal vez por eso en la playa, a aquellas horas, no había nadie. Dijiste que ese lugar te gustaba mucho, y yo lo admiré, extasiada, y pensé que tanta hermosura a la fuerza tenía que agradar.

Nos miramos, a los dos nos apetecía lo mismo. Conocías una parte muy serena, escondida de miradas indiscretas, y me cogiste de la mano y avanzamos hasta allí, sintiendo en los pies descalzos, la tibieza del arenal de Cádiz. Un segundo bastó. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos desnudos, yo sobre ti, mi cuerpo delgado cabalgando sobre el tuyo fibroso, mis caderas eligiendo el ritmo, los dos jugando a un mismo juego de idas y venidas. Follamos, salvajes, sucios, una entrega brutal y primitiva, todo movimiento, embestidas y empujes. Sin palabras, tú alguna vez pronunciabas alguna, soez, y yo jadeaba, contraía mi coño para hacértelo más estrecho, y me deleitaba con tus embistes. Mi hendidura empapada se tragaba tu pene poderoso, y todo se hacía rápido, y sensual, y no existía nada. Éramos nosotros, solos, y nuestro polvo de arena y brisa. Yo estaba antes que tú, podría irme ya, pero quería un orgasmo perfecto, y me moví, dejé la mente en blanco y traté de pensar en otra cosa, qué difícil, tracé movimientos circulares con la caderas, me nutrí de tu enorme polla entrando en mí y saliendo de mí, pensé en cosas frías, pero no... eso me recordó al hielo, y a mí me vuelve loca que me lo hagan con hielo, pensé en una pared blanca, tú entrabas y salías, entrabas y salías... yo no podía más, no quería correrme, deseaba esperarte, quise decirte que cambiáramos la postura, yo abajo, arriba cada sensación se multiplicaba por cien... ya no hubo tiempo, empezaste a suspirar, sudabas... y yo me dejé ir, y los dos nos corrimos, fue un estallido volcánico, apreté la carne de tu espalda con mis dedos, y tú me mordiste en el cuello.

Fuimos a comer a un restaurante que conocías, yo sin tanga, porque se me había llenado mi diminuto tanga rosa de humedad y de arena, tú exhibías tu torso divino, y yo andaba como mareada, las piernas, debilitadas por la tensión sexual, apenas me sostenían. Nos sentaron en una mesa junto a la ventana, el mar azul y otra vez azul se confundía con el cielo, y, mientras llegaba la ensalada, decidí que tú no habías tenido bastante, y me dispuse a masturbarte con el pie. Y, mientras lo hacía, tu rostro se contraía en un gesto de sorpresa y agrado, y yo te iba hablando de lo que me apetecía hacer por la tarde. Así, te hablé de pedir fruta para que la esparcieras por cualquier rincón de mi cuerpo, deseaba tu lengua deslizándose sobre mi tez, buscando los trozitos de comida... te sugerí que me ordeñaras- como si fuera una vaca-, te propuse un coito en el agua... y tú me escuchabas, tu bulto se hacía mayor, y el camarero nos miraba.

Sabes?, siempre que recuerdo aquel viaje a tan idílica playa me humedezco, y a veces me masturbo evocando aquel día entero que dedicamos únicamente al sexo. Tú acabaste casi desmayado, y yo escocida y absolutamente mareada, pero fue genial.