Platino
Una casa. Tres voces. Cuatro cigarrillos. Una ventana. Un juego. Una palabra.
Martes, 29 de noviembre. 22:43.
Sofía.
—No la soporto. De verdad. Es que es… joder. No la puedo ver delante.
Le repetía esta frase, con ligeras variaciones, pero misma esencia, a mi novio, el cual parecía no prestarme demasiada atención, mientras se descalzaba y se tumbaba en cama a mi lado.
—A ver si deja el piso de una puta vez ya. Que vino para unos días y lleva aquí no sé cuánto.
—Bueno, iba a entrar el quince en un piso y al final se lo dieron a otra persona —respondió él.
—¿Y qué? Mira, lo que no entiendo es que, si tanto puestazo tiene, qué coño hace compartiendo piso con una universitaria.
—Creo que ella tiene las mismas ganas de irse que tú de que se vaya.
—Es que no la aguanto, ¡joder!
Se hizo un silencio. Pablo, siempre tan tranquilo. Insistí.
—¿No dices nada? ¿Estás mudo?
—¿Y qué quieres que te diga? Pasa de ella y ya está.
—Que no es cuestión de pasar de ella, joder. Es que es su presencia. Su cara de chula. Sus aires.
—¿Pero qué aires?
—Sabes perfectamente a qué me refiero. Se pasea por la casa como si yo no existiera, como si fuera la reina.
—Pero si apenas se pasa por aquí.
—Oye ¿quieres dejar de defenderla? ¿Te gusta o qué?
—Pues… la verdad es que está buena.
—¿Qué coño va a estar buena? Lo que pasa es que tiene sus treinta y pico… trabaja… aparece por aquí toda trajeada y te recuerda a aquella profesora que tenías. ¿O no? Si me lo has contado tú.
—No dije exactamente eso.
—Bueno, algo así. Entiendo que te de morbo. Pero soy más guapa yo. Ella no es guapa. ¿Qué? ¿No respondes?
—Es guapa, Sofía. Independientemente de que sea morbosa, objetivamente también es guapa.
Se hizo un pequeño silencio. Los dos tumbados en cama, boca arriba. La susodicha aún no había llegado a casa. Trabajaba hasta tarde, o eso decía. Más bien eso se intuía pues había que sacarle las palabras con una pala. Era una chica muy rara. Y Pablo aun no sabía todo.
—Puede que no sea fea. Pero está loca —dije tajante.
Se hizo otro silencio. Pablo me sacaba de quicio cuando no quería hablar. Sobre todo cuando yo, lo reconozco, me encontraba en plena ebullición.
—¿No me vas a preguntar por qué está loca?
Pablo se giró hacia mí, como queriéndome decir con su mirada un “soy todo oídos”, pero de todo su lenguaje corporal se desprendía que aquello no le importaba demasiado.
Estaba muy guapo con aquella luz, bajo aquel resplandor; con el claroscuro de las luces de la ciudad que entraban por la ventana e iluminaban su rostro. Tenía 27 años, tres más que yo, y trabajaba de analista funcional, o algo así, no entendía muy bien qué era aquello, mientras yo apuraba las últimas asignaturas para acabar la carrera.
—¿Por qué está loca? A ver.
Pablo se me acercó más, y, estando los dos de lado, frente a frente, me dio un beso en los labios. Y después otro. Y con el tercero una de sus manos se posó en mi cintura.
—Pues… me encontré con una vecina ayer por la noche en el portal y me empezó a preguntar, bueno, casi a regañar, sobre no-sé-qué ruidos los sábados por la noche.
—¿Qué ruidos?
—Joder, eso mismo le dije yo. Ya sabes que nunca estoy los fines de semana y le queda la casa sola a la loca esta. Así que no es ni mi música ni nada que yo pueda hacer.
—Ya… ¿y…?
—Pues eso, joder, le pregunté que qué ruidos y me dice: “Unos gritos que a la próxima vez llamo a la policía”.
—No jodas. ¿Monta fiestas los sábados? No me la imagino.
—¿Fiestas? ¿Esta amargada? Psss. No la veo. Bueno, es que no la veo haciendo ruido de ningún tipo que no sean el ruido de sus tacones de fulana y el teclear en su portátil. Bueno, y ya sabes lo de la lámpara, que apareció rota.
—Ya, ya lo sé. ¿Y no será la vecina de al lado?
—También lo pensé. Yo que sé. ¿Tú no te podrías enterar?
—¿Yo? ¿Cómo?
—Coño, pues preguntándole.
—Pero si apenas he hablado cuatro o cinco veces con ella.
—Ya… pero bien que te gusta fumarte con ella el cigarrito en la ventana.
—Eres tú la que no me deja fumar aquí y la que quiere que ella no pegue ojo.
—Es verdad. Que se joda la mal follada esa. Bueno, mal follada ya le gustaría. A saber cuánto lleva sin que se la metan…
En ese momento Pablo volvió a besarme y yo correspondí su beso. Sus manos fueron más allá, empezando a colarse bajo mi camiseta.
A pesar del frío en la calle aquella casa era un horno. En la penumbra de mi dormitorio Pablo se puso de rodillas, frente a mí, sobre la cama, y se fue desabrochando la camisa de rayas en una estampa que me volvía loca. Le quise adelantar trabajo y me quité la camiseta y el pantalón, quedando en ropa interior ante él.
Se tumbó sobre mí y, mientras me besaba el cuello, y me daba pequeños mordiscos, poniéndome la piel de gallina, hacía movimientos con su cintura, en círculos y adelante y atrás, como si me follara, pero aun con mis bragas, su pantalón y sus calzoncillos por medio. Yo me dejaba besar, me dejaba embestir y rozar, mientras acariciaba su espalda con dulzura. Me encantaba sentirme tapada, cubierta por él, por su complexión fuerte, fornida; sin ser muy alto estaba fibrado y tenía unos hombros anchos y unos brazos tan rudos bajo la piel como suaves al tacto.
Tras un beso exageradamente largo su lengua se quedó suspendida en el aire, acariciando la mía. Un beso que me excitó tanto que sentía que me dejaba sin aire. Su mano se posó sobre mis bragas y le pedí, en un susurro, que parara.
—No quiero parar —dijo en mi oído.
—Por favor…
Retiró su mano que fue a mi espalda para desabrochar mi sujetador. Él sabía lo que pasaba. Yo no quería follar hasta que Carol no volviera de trabajar. Me encantaba joderla. Me encantaba que, cuando Pablo se quedaba a dormir en casa, follar con él sin parar. Y gemir. Incluso más de lo necesario. No fingir, digamos exagerar un poco. Todo era poco para tocarle las narices a aquella ejecutiva-mujer fatal de tres al cuarto.
Para alegría de Pablo inmediatamente se escuchó a Carol entrar en casa. El ruido de las llaves. Su taconeo. Casi podía escuchar uno de aquellos resoplidos suyos de “uuf, qué día tan duro he tenido, soy tan buena abogada a mis 32 años que si no es por mí se derrumba el despacho”. No la podía odiar más.
—Anda… mira quién ha llegado —dije mientras Pablo volvía a besar mi cuello y sus manos me acariciaban sobre las bragas.
Yo me dejaba hacer mientras escuchaba a Carol entrar en su dormitorio. Mientras Pablo se sacaba los pantalones y calzoncillos, la insoportable bajaba la persiana. Y, mientras la polla de mi novio salía a la luz apuntando hacia mí, escuché como llamaban al móvil de la asquerosamente arrogante Carol.
Durante los siguientes minutos yo tenía cuatro de mis sentidos puestos en Pablo, pero el del oído puesto en ella. No quería que se fuera de su dormitorio, a la cocina o al salón. No. Quería que nos oyera bien. Y cuando se quedase dormida follaría con mi novio otra vez, en un polvo más largo, pero igual de escandaloso.
Las paredes eran súper finas, y, si yo escuchaba su voz altiva hablar por teléfono, ella tenía que escuchar hasta los besos que nos dábamos.
Martes, 29 de noviembre. 23:38.
Pablo.
En el cuarto de baño anexo al dormitorio de Sofía me aseaba después de aquella increíble sesión de sexo. No iba a ser yo quién le dijera a mi novia que no chillara como una posesa por el qué dirán de los vecinos, o por el qué dirá de Carol. Era una guerra que ni me iba ni me venía. Eso sí, el estado de relajación que debería acudir a mí tras mi orgasmo ya no se producía. No con Carol en casa.
Volví al dormitorio y Sofía yacía en cama, exhausta. Dormida o no, yo sabía que cuando volviera a la cama ella querría un segundo asalto, pero no había prisa para aquello. Nervioso, cogí la cajetilla de tabaco y en calzoncillos me dispuse a dirigirme al salón; como si el hecho de ir semidesnudo por la casa de mi novia me aportarse la seguridad de quién se sabe de un sitio.
El cigarrillo de después, hacía un par de semanas que era con Carol, casi siempre en un incómodo silencio. Aquella vez no parecía que fuera a ser diferente.
Recorrí el pasillo y llegué al enorme salón, lo mejor de aquella casa, donde Carol se encontraba junto a la ventana, en penumbra. Ella, en gesto hierático, inhalaba caladas desde su cigarro y expulsaba bocanadas a la ciudad, como si cada exhalación fuera un problema expulsado a los demás.
Mis pies descalzos avanzaban por el tibio parqué y dudé en pedirle fuego, pero finalmente descarté aquella opción al ver un mechero rojo sobre la mesa que aún se interponía entre nosotros. El color de aquel mechero parecía tener luz propia sobre aquella penumbra, como la seda marrón de la camisa que vestía ella, en contraste con su traje oscuro. Dos faros de luz que me guiaron hasta ella. Yo, fingiendo una falsa seguridad, me encendí el cigarro a su lado. Sabía que si ella empezaba la conversación sería de forma brusca; quizás criticando mi atuendo, o la falta del mismo, o quizá criticando los alaridos de Sofía. Se dignó a mirarme, un segundo, hasta volver a mirar al vacío, y fui yo quien, tras soltar humo hasta quedarme vacío, dije:
—Creo que lo sabe.
Ella dejó caer ceniza sobre la ciudad y dejó pasar unos segundos de displicencia hasta responder sin mirarme.
—Qué coño va a saber.
Dejé correr ahora yo un poco de silencio, como si este fuera tangible, y como si el hecho de tardar en responder me pusiera a su nivel.
—Sabe que algo pasa los sábados.
Su respuesta no consistió en más que en llevarse el cigarrillo a la boca, mirarme, quitarse la chaqueta y colocarla delicadamente en una silla. Solo tuvo que dar un paso para hacerlo. No perdí detalle de su movimiento, que no contenía nada, solo una mujer quitándose la americana del traje, pero me sentí un sucio voyeur por hacer ese recorrido con mi mirada de abajo arriba, desde sus tacones, sus piernas largas enfundadas en medias negras, su falda, su camisa y su escote. Llegué a su cara al tiempo que ella llevaba su vista hacia mí y me sentí descubierto.
—Espero que no le hayas contado nada —dijo en voz baja, en un tono neutro. Como si realmente supiera que era imposible que yo hubiera cantado.
—Claro que no. Pero los vecinos hablan. Y está obsesionada con la absurda lámpara.
—Entonces no sabe una mierda —dijo girándose de nuevo hacia la ventana.
No sabía por qué, pero no quería que se me escapara. Como si por manejar yo más información que ella me posibilitase tenerla expectante. Seguimos fumando. Solo se escuchaba el ruido de mis caladas y cuando su cigarro abandonaba sus labios, haciendo un sonido hueco, que en aquel salón y ante nuestro tenso silencio, sonaba atronador.
—Quizás deberías tener más cuidado —proseguí. Pero ella no respondió.
Cuánto más miraba ella a la nada más la miraba yo. Aquella piel morena, la melena castaña, densa, oscura y larga, aquellos labios amplios, aquella figura esbelta, pero a la vez tan potente… Tenía un lenguaje gestual tan femenino que a su lado cualquier otra mujer conocida parecía materia asexuada. Era tan mujer que a su lado las demás parecían señoras, chicas o niñas, quedando dicho sustantivo reservado para ella sola.
—¿Acaso este sábado fue especial? —no cedía en mi intento de hacerla sentir incómoda o verla flaquear.
—¿Crees que te lo voy a contar precisamente a ti?
—¿Por qué no?
—Al menos este le echó huevos —dijo en un claro ataque hacia mí.
Había sido un golpe bajo, no obstante continué, insistiéndole en que me contara más de lo sucedido hacía tres noches, pero me interrumpió bruscamente:
—Mira, por qué no te vas ya a dormir, o a follar con la niñata esa y me dejas en paz.
No creo que fuera capaz de responderle nada inteligente, ni mínimamente mordaz, pero ella tampoco se quedó a comprobar si lo conseguía. Su cigarro se apagó en un cenicero y sus tacones desfilaron camino de su dormitorio, yendo de la penumbra a la oscuridad, con paso firme y elegante, dejándome vislumbrar la delicadeza de su camisa y un culo perfecto, culo que yo adivinaba mejor cuando llevaba pantalones.
Encendí otro cigarrillo y me quedé pensando en cómo había empezado todo aquello. Cómo me lo había planteado ella y en cómo la había cagado yo. Sabía que solo una vez en la vida se te pone a tiro una mujer así. Joder, me castigaba a cada segundo desde que había desaprovechado mi oportunidad. Su consigna era simple y extraña a la vez. Me lo había expuesto de forma plana, formal. No recordaba sus palabras exactas, una especie de: “Me pone esto, y solo esto, y tú eres candidato. Si te atreves”.
Ante una proposición así, mejor dicho, ante una proposición de una mujer así, uno acepta como un autómata. Pero después la cagué, lo reconozco. No es que estuviera nervioso, es que ya no era ni yo, como si pudiera ver desde fuera a un timorato hacer el mayor de los ridículos. Fue cruzar el umbral de la puerta, mi noche de sábado, y apenas ser capaz de moverme, ya no digamos de cumplir lo pactado. Me vine abajo de tal manera que mi papel de agresor quedó en el embate de un apocado. A penas la toqué y me mandó a la mierda. No sin razón.
Los tacones de Carol me despertaron de mis pensamientos y en seguida pensé si no despertaría también a Sofía tanto trasiego. Hasta llegué a sopesar si aquellos zapatos no serían una respuesta a los gemidos de mi novia.
Posó su ordenador portátil en la mesa, para inmediatamente después acercarse a mí y pedirme que me fuera a dormir. Su acercamiento quiso ser sutil pero su perfume entró en mí de manera brutal, pues me llevó al pasado, de manera involuntaria pero cruel.
Con su rostro tan cerca contemplé aquel lunar que tenía en la mejilla, un lunar que en cualquier mujer sería coqueto, pero que en ella era sexual. También su boca grande, que conllevaría una sonrisa amplia, supongo.
Me insistió y mi cuerpo cambiaba el aroma del tabaco por el de ella, y la vista se me iba a su escote; a una camisa que, con un botón más desabrochado me haría volver a hacer el ridículo. Quiso ser melosa pero no la creí.
—¿Para qué quieres que me vaya a dormir? —pregunté.
—Ya lo sabes. Estoy cansada. A las doce y media quiero estar durmiendo, y no quiero escuchar nada hasta las siete.
—O sea, quieres que incumpla con mis deberes… amatorios. —Creo que nunca había dicho aquella palabra. Quería ser incisivo, o gracioso, pero no salía nada de mí más que caricaturas de mí mismo.
Me llevé el cigarro a la boca y desvié la mirada. Como si aquello me pudiera salvar. Pero ella, tras dejarme inhalar, lo recogió de mis labios y le dio una calada. No sé por qué, pero mi cuerpo tomó la unilateral decisión de llevar una de mis manos a su cintura. Mano que fue apartada acompañada de un déspota “no me toques”.
Antes de que pudiera llegar a sentir vergüenza, de nuevo frente a mí, a escasos centímetros, me volvió a pedir que me fuera a dormir, que la dejásemos dormir. No alcancé a decir nada hasta que ella posó una de sus manos sobre mi calzoncillo, con sutileza, pero creía que me mataba:
—Venga… vete al baño… descarga esto, duermes… y me dejas tranquila.
Podía resistir tenerla cerca, pero no aquel ataque. Ella sostenía con una mano mi cigarrillo y este iba a su boca, y con la otra me apretaba el miembro, sobre el calzoncillo, sin apretar, pero con firmeza. No podía creer que ella tuviera su mano allí. Me dejaba sin aire. Algo que tendría que ser placentero se convertía en una presión que no era capaz de asumir.
Yo no respondía, como si supiera que lo mejor que podía hacer era mantenerme en silencio. Cuando me pude dar cuenta mi miembro había crecido bajo mi calzoncillo, como si tuviera vida propia, como si no entendiera de presiones.
—No te voy a hacer una paja. Te la haces tú solito.
—¿Y si no quiero? —creo que era lo primero mínimamente lúcido que salía de mi boca.
Su respuesta fue llevarse el cigarrillo a la boca y usar sus dos manos para sacar mi miembro por la apertura del calzoncillo. Fue cogérmela, con aquellas manos frías, o al menos mucho más frías que mi cuerpo, y sentir que mis piernas ya no podían sostenerme. Posteriormente una de sus manos fue a su cigarrillo y dio otra calada, clavándome la mirada. Los dedos largos de la mano que aún me sujetaba retiraron la piel de la punta de mi miembro y no pude evitar suspirar y cerrar los ojos. Me había puesto la polla dura, casi en su máximo, en apenas veinte segundos.
Me temblaban tanto las manos y las piernas que no era capaz de disfrutar prácticamente nada de tener su mano sujetándome aquello.
—Un minuto. Un minuto y me dejáis dormir —dijo en tono bajo, cruzando una mirada con la mía que se había atrevido a buscar su rostro.
Miró hacia la entrada del salón, como queriendo hacerme creer que le importaba que Sofía nos descubriese. Haciéndose la humana. Posteriormente su mano se colocó más en la punta, cogiéndome el punto exacto, como si supiera donde tenía la debilidad cada polla. La sujetó más fuerte y volvió a echar la piel hacia atrás. El silencio era tal que yo solo oía mi respiración, mi corazón y aquella piel descubriendo mi miembro.
Intentaba volver en mí. Despertar del shock y disfrutar de aquel bendito azar que me había llevado a tener una especie de segunda oportunidad con ella.
Su mano comenzó a ir adelante y atrás y, cada vez que acababa un movimiento, yo intentaba resoplar en silencio, y ella me miraba como si no viera nada, como si fuera un trámite. Fumaba con una mano y me pajeaba con la otra, con una indiferencia casi cruel. No me la había sacudido diez veces y yo ya sentía que me podía venir en cualquier momento. Si le miraba a la cara no veía más que morbo, si miraba su torso veía su sujetador bajo la camisa… ocultando unos pechos medianos o incluso ligeramente grandes, si miraba más abajo veía su mano sacudiéndomela de una forma tan mecánica que rozaba lo despectivo. Nada que pudiera mirar podía ayudarme a retrasar lo inevitable.
Mi orgasmo era absolutamente inminente cuando ella se detuvo y llevó su dedo pulgar a la punta, restregando toda mi humedad por mi glande. Miré hacia abajo y vi aquella parte brillar y su dedo esparciendo líquido transparente con inesperada delicadeza. Todos los pelos de mi cuerpo se pusieron de punta solo por sentir aquel dedo allí. No sé por qué en aquel momento pensé en lo que sería poseerla, en cómo sería estar dentro de ella. Reinició la paja y alcancé a decir:
—Dime qué pasó el sábado…
No respondía, y me seguía pajeando, ahora un poco más rápido.
—Dímelo… y me corro ya…
Siguió sin responder y mis manos fueron, temblando como nunca me habían temblado, a los botones de su camisa.
—Ni se te ocurra tocarme —dijo mientras me la seguía sacudiendo, pero sin apartarme las manos. Unas manos que tardaban una eternidad en cada botón. Ella parecía dejarme hacer mientras no tocara su piel. Pudo haberme humillado, pues ella seguro notaba como mis manos temblaban hasta el ridículo, pero no dijo nada. Y ante mí apareció un sujetador negro, de encaje, impecable, y unos pechos espléndidos bajo la prenda. Sentía que solo con tocar su sujetador me correría.
Aparté un poco su camisa, torpemente, temblando, para contemplar su torso. Ella volvió a succionar del cigarrillo, tranquila, como si no fuera consciente de la impactante imagen que me estaba mostrando, y aceleró la paja, buscando terminar ya, añadiendo a su cambio de velocidad un susurro, un: “Córrete… joder…”, que me dejó sin aire.
Yo gemí. Por primera vez no fue respiración agitada si no un leve gemido y ella, sin soltarme, se apartó un poco, colocándose más a mi lado que frente a frente.
—No me manches... Te corres en el suelo.
Gracias a su nueva posición podía oler mejor su perfume y también su apelmazada melena castaña. Casi podía llevar mi boca o mi nariz a su cuello o a su pelo si quisiera. Su pecho estaba ahora más iluminado por la luz artificial que entraba por la ventana. Le volví a pedir que me contara lo sucedido el sábado. Ya no sabía si me ponía que me lo contase o si pensaba que hablando me desconcentraría y así podría retrasar mi orgasmo.
—Pasó lo que tenía que pasar —respondió.
—¿Quién era?
—No te importa.
—¿Cómo lo conociste?
—Tampoco te importa.
Su paja ya era casi violenta, yo sentía que si bajaba la velocidad me correría, pero no lo hacía.
Mi mano fue a su sujetador y no me apartó. Sobé aquella tela negra y no me detuvo. Bajé un poco el sujetador y ella buscó que me corriera ya.
—Me dio mucha caña… ¿sabes? Hizo lo que quiso conmigo.
—¿Sí? —pregunté al tiempo que, infartado, le intentaba bajar una de las copas del sujetador.
Su sacudida no aminoraba y mi mano, asustada, intentaba torpemente algo tan sencillo como descubrir su pecho. Ella me dejó, me lo permitió, como un mal necesario. Y ante mí salió un pecho perfecto, orgulloso, más grande de lo esperado, que caía lo justo y repuntaba hacia arriba… con una areola rosada y extensa, de mujer, y con un pezón no menos imponente… Su teta era absolutamente preciosa.
—Sí… me dio mucha caña… casi me mata, joder…
Al tiempo que ella pronunciaba esto yo descubría su otro pecho, apareciendo la imagen impactante de sus dos tetas desnudas ante mí. Dos tetas que caían juntas y después se explayaban hacia los lados de su torso, como separándose un poco, lo justo. Fue ver aquella perfección, aquellos pechos que parecían delicados a la vez que turgentes, aquellas areolas excelsas y aquellos pezones impecables y sentir como una descarga recorría mi cuerpo. Comencé a sentir un torrente que partía de lo más profundo de mi cuerpo hasta llegar a la punta de aquel miembro que aquella mujer no dejaba de sacudir… Intenté contenerme de emitir apenas ningún sonido mientras sentía que salpicaduras espesas y blancas abandonaban mi cuerpo y caían aleatoriamente sobre el suelo… Disfruté un orgasmo largo que ella respetó continuando con la paja a menor velocidad, exprimiendo cada gota, y sin pronunciar palabra. Mi placer fue tan intenso que me corrí sujeto a las copas del sujetador que había bajado, sin llegar si quiera a dar el paso siguiente, el de acariciar aquellas dos maravillas.
Me quedé mareado, exhausto… y vi con el rabillo del ojo como ella se apartaba de mí, apagaba el cigarrillo, buscaba un clínex en la mesa y se limpiaba la mano. Mientras lo hacía me deleitaba con sus pechos libres que bailaban con sus movimientos. Ella no le daba importancia a seguir obsequiándome con la visión de sus pechos desnudos. No parecía reparar en el erotismo que desprendía la imagen de su sujetador bajado, sus pechos desbordando la prenda y su camisa abierta.
Cuando se hubo limpiado subió su sujetador, comenzó a abotonarse la camisa con delicadeza y sobriedad, y me pidió por favor que limpiara el suelo y cumpliera lo acordado.
Sábado, 26 de noviembre. 19:48.
Carol.
Me gusta ir al despacho los sábados por la tarde. Sola. Sin nadie que me moleste. Sin conversaciones de ascensor. Sin llamadas telefónicas. Me gusta esa paz. Sin embargo, sabía que la paz de aquella tarde tenía fecha de caducidad. A medida que pasaban las horas una intranquilidad me iba envolviendo, una intranquilidad conocida.
Llevaba casi tres años en aquello, pero cada vez era como empezar de cero. Seguramente por eso estaba enganchada. Como un vicio que siempre es nuevo. Siempre el primer cigarrillo.
Por supuesto no sucedía todas las semanas, pero en aquella época sí estaba bastante activa. Si buscas, encuentras, solo consistía en saber con quién contactar y pedirle que lo moviera.
La información justa. Por boca a boca. Todo serio. Muy serio.
“Bastante mayor que tú, tiene experiencia en esto. De hecho, conocí este mundillo por él. Hace ejercicio, se cuida, está limpio. Si quieres le doy tu llave”. Eso era lo único que sabía aquel sábado. Eso y una palabra que yo le había enviado por mensaje y él había dado su “ok”. Más que suficiente.
No llevaba una buena racha. Algún pelele que otro se había colado y siempre jode. No hay nada más repulsivo que cuando aparece alguien que está en eso para aprovecharse, para establecer contacto físico, por decirlo de alguna manera, que de otra forma le sería imposible. Afortunadamente pasa pocas veces y son rápidamente marginados. Tampoco debía habérselo propuesto yo misma al novio de mi compañera de piso, lo había hecho porque me había quedado sin nadie aquella semana, y porque el chico era guapo; no tenía demasiada fe, y, efectivamente, resultó ser un desastre, el chico resultó ser un paria, fue verle la mirada de pusilánime y verme obligada a decirle que se fuera por donde había venido.
Salí del despacho con aquella bendita intranquilidad. Creo que aquel juego, por llamarlo así, era lo único que me liberaba. No entiendo como a alguien le puede hacer desconectar lo tranquilo. A mí solo me calma lo fuerte. Porque te desvía. Porque las cosas fuertes son las que te hacen relativizar lo demás.
Llegaría a casa sobre las ocho y media y a partir de las diez ya todo podría pasar. No había más pacto que ese y el de una palabra acordada para pararlo todo si la cosa se iba de las manos. Ese espacio de tiempo es indescriptible. Era inevitable pensar, incluso temer, que algo pudiera salir mal, pero en seguida el ansia, el deseo, el morbo, lo envuelve todo. Bruto pero hábil. Animal pero sereno. Agresivo pero fiable. Tampoco hay mucho tiempo para pensar, de hecho, intento no hacerlo. Me cambio de ropa, me pongo algo cómodo, algo que pueda sufrir altercados sin constituir un drama, e intento mantenerme entretenida con lo que sea. Después llega el sonido de la llave en la cerradura, el corazón que crees que se te sale del pecho, y, a partir de ahí es todo sentir y dejarse llevar.
De camino a casa un pálpito extraño comenzó a invadirme y se acentuó cuando ya subía en el ascensor. Como si algo fuera mal. Un sexto sentido que cuando falla lo olvidas y cuando ocurre lo recuerdas durante mucho tiempo. Aquel absurdo dejó de serlo cuando entré en casa, y, mientras colgaba el abrigo, la chaqueta y el bolso en el ropero de la entrada, atisbé que entraba más luz de la que debiera desde el salón.
Estaba intranquila pero no asustada. La casa estaba caliente y al juntar esa temperatura con mi intranquilidad pensaba que me asfixiaba. Entré en el salón. Y vi una lámpara encendida, al lado de la ventana, una lámpara que casi nunca se enciende. Me encaminé hacia ella, como si por apagarla todo volviera a ser normal, y cuando me disponía a rodear la mesa para hacerlo, escuché unos pasos y un cuerpo me sujetó violentamente. Me agarró con muchísima fuerza desde atrás y llevó una mano enorme a mi boca. Todo había sucedido tan rápido que me parecía que los pasos y su ataque habían sido al unísono. Su asalto había sido incluso demasiado fuerte, pero no me asusté, ni si quiera cuando una voz rasgada y profunda me susurró: “Como grites te parto la cara”.
No esperaba aquello. Me quedé petrificada, inmóvil, tensa. Su mano me apretaba fuerte, una mano áspera y grande que no solo me tapaba la boca si no la mitad del rostro. Con su envite me obligó a apoyar una mano en la mesa y alcé la vista para verle gracias al reflejo de la ventana. Alto, fornido, de pelo cano y barba arreglada, facciones duras y piel cobriza, gastada, con una camiseta negra que contrastaba con el blanco de mi camisa. También contrastaba su porte robusto con mi cuerpo, que, a su lado, parecía tremendamente frágil. Intenté girarme rápido y apartarle, pero apenas me pude revolver un segundo y me había devuelto a la misma posición. Y otra frase cayó en mi oído dejándome aún más rígida: “Si me miras a la cara te doy una hostia”.
No me acobardé. No era nueva en aquello. Pero no era lo pactado, y si incumplía eso podría incumplir lo demás.
Llevó su otra mano a mi culo, sobre mi pantalón, y me empujó más contra la mesa. Lo hizo de forma agresiva, casi aplastándome. Grité sin pensar, por la sorpresa, y volvió a amenazarme. Me agarraba tan fuerte que no podía mover ni un músculo de mi torso. Su mano apretó con rudeza una de mis nalgas, haciéndome daño de verdad. Protesté gritando en su mano y echando la cadera hacia atrás, pero no conseguí que retrocediera ni un palmo, y su pelvis me atacó hacia adelante, encajándome contra la mesa que se arrastró unos centímetros haciendo un ruido ensordecedor.
—Deja de gritar y de moverte de una puta vez.
Su voz era tan profunda que me imponía más su tono que sus palabras. Había escuchado cosas similares, era normal, pero no en aquella voz. Su mano comenzó a no tener suficiente con apretarme con fuerza y fue hacia adelante, a intentar desabrocharme el pantalón. Volví a intentar gritar y, para mi sorpresa, su mano abandonó mi boca y mi grito salió involuntariamente libre, y su castigo fue tirarme del pelo, haciéndome levantar la cabeza y taparme la boca con su otra mano: “Un grito más y en serio te cruzo la cara”.
Sentía que me había arrancado la melena de la piel, que ahora me ardía. Casi se me saltaron las lágrimas del dolor. Aun no le odiaba, pero ya me parecía un hijo de puta.
Liberó la mano que me sujetaba el pelo, aliviándome, y al tiempo quitaba su otra mano de mi cara diciéndome: “Te repito que como grites te rompo la boca de una hostia”. Me quedé callada, de nuevo mirándole a través del reflejo de la ventana. Y no me atreví a gritar. Prefería que me tapara la boca. Prefería que utilizara la fuerza a obedecer, porque empezaba a sospechar que sí, que me iba a dar una buena hostia si no obedecía.
Hacía mucho tiempo que nadie empezaba así de fuerte. Recordaba solo otra vez. Y yo empezaba a estar cada vez más nerviosa. Sus manos fueron al botón y cremallera de mi pantalón. Yo, allí, de pie, empezaba a sentirme humillada. No quería dejarle hacer. Era un hijo de puta, pero de verdad temía que si me giraba o gritaba me haría daño.
Mi corazón palpitaba con fuerza, sentía el cuerpo caliente pero las manos frías, cuando, sin resistencia, me bajó el pantalón que cayó hasta los tobillos, enredándose en mis tacones. Me estaba sintiendo ultrajada, porque no me agarraba, no me sometía físicamente, era yo quién le dejaba hacer.
—Eso es... estate calladita... —dijo mientras posaba sus manos en mis nalgas, ya solo cubiertas parcialmente por mis bragas.
Comenzó a acariciarme el culo combinando caricias extrañas con apretones fuertes y yo vivía en la tentación de girarme y golpearle. Pronto no se contentó con aquel sucio magreo y me irritó aún más: “Me gustan estas medias de puta que llevas...”. Ante eso mi orgullo pudo más que mi temor, no pude más, y me giré hacia él; todo pasaba muy deprisa, demasiado, y a él pareció sorprenderle que le desobedeciera, pues no reaccionó y mi mano acelerada y abierta impactó con fuerza contra aquel rostro robusto, produciendo un estruendo entre aquellas cuatro paredes. En seguida supe que no debí hacerlo, su cara no se movió y su bofetada de respuesta fue tan desproporcionada que casi me tira al suelo. Me abrasaba la cara por el golpe, pero sentí más odio que dolor, incluso más que miedo. El muy hijo de puta no solo no esperó a que me recompusiera si no que me agarró del pelo y me arrastró, haciéndome saltar lágrimas por el dolor. Me arrastró un par de metros, haciéndome sentir un guiñapo y me lanzó sobre el sofá como si fuera una mierda.
Caí de lado, con mis pantalones aun anudándome las piernas, con aquellas medias hasta la mitad del muslo al descubierto; me sentía indefensa, humillada y ridícula. Le insulté y volvió a abofetearme, unos golpes que yo ni veía venir. Cerraba los ojos y recibía el impacto sin más, sin ser capaz de taparme o esquivarle. Me dio tres o cuatro bofetadas y tras un forcejeo comencé a asustarme. Si aún no había dicho la palabra para pararlo todo quizás fuera porque empezaba a temer que no pararía.
Me ordenó que me sentara y me quitara los pantalones bajo la amenaza de un nuevo golpe, y añadió que si alzaba la vista para mirarle a la cara su golpe sería aún mayor. Obedecí temblorosa, desenredando primero un tacón y después otro de aquel pantalón que me ataba; estaba asustada, o eso creía, pues cuando me asusté de verdad fue cuando le dije: “No podías llegar hasta las diez” y él respondió: "No sé de qué coño estás hablando”, al tiempo que se abría la cremallera de su pantalón.
Era la segunda vez en mi vida que sentía que la situación me superaba. Hacía dos años de aquella vez que había llegado al límite. Cuando me quise dar cuenta se había quitado los pantalones y calzoncillos y una polla flácida y oscurísima salía a la luz, acabando de componer una estampa ruda y masculina como no recordaba. Tenía unos huevos que caían enormes, hasta más abajo que su miembro. No sabía muy bien porqué, pero aquello no hizo sino aumentar mi miedo.
—Me voy a quitar la camiseta, como te muevas... es que te juro que te mato—. De nuevo aquella voz tan oscura como su miembro me hacía quedarme inmóvil. Después de cómo me había arrastrado hasta el sofá y cómo me había abofeteado, sentía pavor ante un nuevo arrebato de violencia de aquel animal.
No me moví y apenas me atreví a mirar un abdomen marcado y un camino de pelo que nacía en su pecho, bajaba hasta su ombligo y moría en una maraña recortada de vello púbico.
—¿Te gusta lo que ves maldita puta? —dijo una vez había expuesto su torso— Quítate esa camisa de putita rancia que llevas—. Sus órdenes denotaban un desprecio fuera de lo normal. Tanto que me impedía obedecer. Algo dentro de mí a veces prefería el riesgo de otro golpe a ceder ante aquel cabrón.
—¿Por qué no obedeces? —dijo en tono bajo. Llevando su mano a mi cara. Me acariciaba la cara ahora con cuidado. Desnudo ante mí, con aquel miembro libre, tan cerca que casi lo podía oler. Me dio una pequeña bofetada cuando intenté subir mi cara para mirarle. Posó su dedo pulgar en mi labio, torcí la cara y volvió a abofetearme casi sin fuerza. Y de nuevo el dedo en mis labios y giré mi rostro y otro pequeño golpe. A la tercera o cuarta bofetada dejé que su dedo entrase en mi boca, en una imagen ridícula; metía y sacaba el dedo de mi boca y yo había cedido a su corrección. Me sentía como una perra obedeciendo al dueño y eso me carcomía por dentro.
—Eso es... chupa el dedo... joder... con esa boca que tienes... —decía mientras embadurnaba mis labios con mi propia saliva y volvía a meterlo en mi boca. Nunca me habían hecho aquello. Me habían hecho cosas más fuertes, pero no así de humillantes. Volví a cerrar la boca, impidiendo que su dedo me invadiera, y su bofetada sonó más fuerte. Sentía esa mejilla arder y, sin darme tiempo a nada más que a gritar por aquella brutal bofetada, me agarró y me puso en pie, como si yo no pesara nada y me dijo con una insultante desgana: “No sé por qué cojones no obedeces...”
Me había levantado, sujetándome por la camisa, con una violencia y facilidad tal, que nunca me había sentido tan desarmada. No suficiente con zarandearme como a una débil muñeca llevó sus manos a mi rostro, apretándome la cara y la boca y llevó sus labios a los míos: “Ven aquí joder... como me muerdas te cruzo la cara que no te van a reconocer”. Me intentó besar y no abrí la boca, y seguía con sus frases despectivas: “Vaya labios y vaya bocaza de zorra tienes” e insistió y yo abrí la boca, dejándome besar por aquel animal que me invadió con su lengua y me mordió el labio inferior mientras me sujetaba la cara.
Me besaba con ganas, babeándome, y solo cesaba para decir “Mueve la puta lengua...”, en un tono bajo, y volverme a besar. Yo obedecía, por impresión, por puro miedo, y él llevó sus manos a mis pechos sobre la ropa. Seguía besándome y sobándome las tetas sobre la camisa con fiereza, de forma tosca, apretándomelas hasta hacerme daño. Me cubría una teta con cada mano y me besaba y me lamía los labios... Creía que se regodeaba, que disfrutaba de aquello hasta que gritó: “¡Mueve la puta lengua joder!"“, al tiempo que llevaba sus manos a mi camisa para abrirla en dos tirones, completamente, haciendo volar varios botones que cayeron al suelo y rechinaron por el salón.
Aquel zarpazo me dejó bloqueada, casi me tira al suelo por aquel tirón. Nunca me habían abierto la camisa con esa violencia, nunca me habían desnudado con aquel desprecio. Yo grité, asustada, pero él, no contento con aquellos violentos tirones me mordió el labio fuerte, y me besó, al tiempo que me bajaba el sujetador y tiraba de él, hasta que tras varias sacudidas llegó a romperlo por delante, a arrancármelo de forma brutal. Quise volver a gritar, pero no fui capaz. Cuando me pude dar cuenta me agarraba las tetas desnudas con ambas manos, me las apretaba y en seguida fue con su boca hacia ellas. Estaba aterrorizada porque me las mordiera, pero comenzó a impregnarlas de saliva y a metérselas en la boca, con fuerza, pero sin llegar a morderme, succionándome los pezones, estirándolos y mojándolos hasta hacerlos crecer y brillar. Se recreó, al límite del dolor, antes de volver a mi boca. Yo me dejé besar, moviendo mi lengua y tocando la suya, obedeciendo, atemorizada, alterada, completamente al límite.
Mi beso ahora sí debió de cumplir sus expectativas porque se entretuvo besándome y apretándome unos pechos embadurnados de su saliva, acompañándolo todo con unos “Eso es... eso es...” en mi oído para otra vez volver a besarme. Yo, mientras le besaba, no era capaz de pensar, solo intentaba seguir besándole. No tardó en cansarse y empujarme de nuevo y hacerme sentar en el sofá.
—Voy a violarte. Aquí. En este sofá. ¿Me has entendido?
No respondí. Nunca me lo habían dicho así. Nunca en aquel tono. Nunca aquella voz. Nunca un cuerpo así, un hombre mayor, de esa manera, con aquel gesto.
—Voy a metértela en ese coño estrecho que tienes.
Me mantuve callada y no me atrevía a mirarle a la cara. Miraba hacia abajo y veía sin querer como se acariciaba la polla y me repetía que me iba a violar.
—Pero antes te vas a tocar un poco. Vas a abrir ese coño estrecho para mí. ¿A que sí?
Seguí sin responder.
De golpe escuché un sonido. Un pitido en lo más profundo de mi oído. Cuando me di cuenta mi torso había caído de lado sobre el sofá. Me había dado una bofetada tremendamente fuerte. Escuchaba, como en la distancia, sus “¿Por qué coño no respondes?”.
Me cogió del pelo y me recompuso, me sentó otra vez. Iba a decir la palabra. Tenía que parar aquello. Cuando él llevó su mano a mi cara y me la acarició:
—Baja tus manos a tu coño y empieza a abrirlo.
No sé por qué intenté sacar orgullo. Le miré con unos ojos que debían estar llorosos, pero buscaban mantenerse firmes. Afortunadamente, esta vez, a pesar de mirarle a la cara, no me golpeó. Bajé una de mis manos, sin dejar de mirarle y la colé por debajo de mis bragas. Se retiró un poco, para verme, como si fuera una función digna de ver. Pasé un dedo por mi entrepierna, de abajo arriba, por el medio de unos labios que se separaron solos, con bastante facilidad, y comencé a acariciarme. Dejó que me tocara, con calma, mientras él también se tocaba. Se hacía una paja lenta, con aquella polla aún flácida, me miraba y hablaba, con aquella voz: “Eso es... ábrelo bien...”. Se seguía masturbando lentamente, arrastraba sus dedos por su polla, como arrastraba las palabras, pues no dejaba de hablar: “Ábrete más la camisa, quiero ver bien esas tetas que tienes...”. Yo apartaba la camisa con mi mano libre hasta acomodarla a ambos lados de mis pechos y él seguía: “Así me gusta... que las vea bien... no sé a dónde vas con esa cintura estrecha y esas tetazas de puta que llevas...”. A cada insulto le odiaba más, tanto que casi se me saltaban las lágrimas, pero por algún motivo no lo paraba.
—Quítate las bragas, quiero ver bien ese coño. A ver como lo tienes.
Era el tono. Aquella voz… y el recuerdo de mi cara arder… Todo aquello, junto, me hacía obedecer, aunque con un sentimiento soterrado de orgullo herido que me mataba por dentro.
Lentamente. Levantándome un poco, saqué mis bragas con cuidado y me volví a sentar. Hice aquel movimiento temblando, como si estuviera tiritando.
—Abre las piernas.
De nuevo aquella voz me hacía estremecer. Con los tacones, las medias y la camisa abierta, cedí y separé las piernas. Le mostré mi coño y él ni se inmutó. Siguió con su paja, acariciando aquel miembro que crecía lentamente, pero al que se le veía aún muy lejos de su plenitud.
—Ahora métete las bragas en la boca y sigue tocándote.
Le pedí con la mirada que no me obligara a hacer aquello, pero sus ojos denotaban que no iba a tener paciencia para repetirme las cosas. Mi mente dijo “eres un hijo de puta”, pero no tuve el valor de protestar más o intentar huir. Cogí mis bragas, las metí en mi boca y llevé de nuevo una de mis manos a mi coño. Con la otra abrí de nuevo la camisa para que pudiera verme las tetas con claridad.
—Eso es... huelen a puta... ¿A que sí?
Seguí acariciándome, con aquellas bragas colgando de mi boca, y llevando dos de mis dedos a mis labios, abriéndolos y después palpando un clítoris desbordado, abultado, que yo esperaba más oculto.
—Asiente con la cabeza, jodida zorra. Dime con la cabeza que tus bragas huelen a puta.
Le miré, con ojos llorosos, y asentí con la cabeza, justo al tiempo que mi coño comenzaba a proporcionarme placer por primera vez. Era tan humillante que una lágrima parecía que se me iba a escapar en cualquier momento. Con mis bragas en la boca, masturbándome, delante de aquel cabrón.
Lo que vino después fue algo para lo que sabía no estaba preparada. Lo sabía desde que se había desnudado. Se aproximó, me quitó las bragas de la boca, levantó una pierna hasta posar un pie sobre el sofá, y acercó su miembro a mi cara. No por grande, no por larga, pero sí por su rudeza, por su masculinidad, por su color oscuro, por aquellas venas imponentes. Giré la cara. Era superior a mí y él me agarró el rostro de nuevo, me ordenó abrir la boca, y llevó sus huevos a mis labios... y allí depositó aquella oscura bolsa, enorme, inabarcable. Su polla sobre mi cara y sus huevos en mis labios. Me quedé tan desbordada que mis manos abandonaron mi entrepierna y se quedaron sobre mis muslos, de manera absurda, inmóvil, con sus huevos en mis labios, mis ojos cerrados, mis manos quietas... No esperé a que repitiera que abriera la boca y opté por abrirla... dejando que aquello entrase en contacto con el interior de mi boca, con mi lengua. Él solo emitió un sonido para decirme que me acariciara las tetas. Yo sentía que sus órdenes no eran para satisfacer su propio morbo, si no para joderme a mí, para humillarme; él no satisfacía su deseo viéndome acariciarme las tetas mientras le comía los huevos... no era deseo sexual, era deseo de degradarme.
Estuve un rato acariciándome los pechos mientras él no se inmutaba. Un tiempo eterno en el que yo no abría los ojos, mis labios y mi lengua rozaban y besaban aquella oscura rugosidad, y mis manos sobaban mis tetas. El olor de su miembro era tan fuerte, tan masculino y tan animal que sentía que me envolvía desde la cabeza a los pies. Sentía el peso de su polla sobre mi rostro... la sentía palpitar allí, sobre mi cara, como si tuviera vida propia. Él no emitía ningún sonido, tampoco cuando mi lengua lamía y tocaba con pequeños golpes sus huevos.... Simplemente dejaba que su polla creciera sobre mi cara.
No me atrevía a protestar y fue él quien decidió retirar aquello enorme y oscuro de mi boca y de mi cara. Abrí los ojos y su polla apuntaba de frente, a escasos centímetros de mí, y en seguida quiso con ella atacar mis labios. Mantuve los labios cerrados y me amenazó con otro golpe. Desobedecí y me abofeteó. Volví a intentar apartarme y me volvió a abofetear. Y a la tercera me agarró la cara con fuerza, se echó sobre mí, colocando sus rodillas a ambos lados de mi cuerpo, y me la metió en la boca por la fuerza, con tanta violencia que creía que me dejaba sin respiración; comenzó a follarme la boca, amenazándome con golpearme más si le mordía. Sentí tanto dolor por la violencia con la que me agarraba y me follaba la boca que comencé a chillar y a gimotear. Me dolían tanto los labios que varias lágrimas caían por mis mejillas y gritos se ahogaban en su polla de manera brutal, pero él no cedía y seguía embistiendo sin compasión. Me tenía incrustada contra el sofá, totalmente volcado sobre mí, yo no podía abarcar aquella polla en mi boca, pero no podía pararle. Sentía el sabor amargo de su miembro que me violaba la boca sin parar. Gritaba y gritaba, pero apenas se oían más que quejidos ahogados... Seguía follándome la boca y sujetándome. Cada vez que me movía me inmovilizaba más y nunca cesaba su cadera yendo adelante y atrás.
Sentía que si me seguía resistiendo me iba a romper los labios o la garganta así que decidí no resistirme más y dejar que ultrajara mi boca... Él se relajó un poco y ya no me la metía con tanta fuerza y repetía de nuevo sus “Eso es... eso es...” mientras me sujetaba la cabeza. Ahora penetraba mi boca con más cuidado, se retiró un poco y me pidió, primero que abriera los ojos, y después que llevara mis manos a mi espalda. Así, con mi torso erguido, mis manos en la espalda y mirándole a la cara me estuvo follando la boca todo el tiempo que quiso. Sentía mis lágrimas empapando mis mejillas, pero sobre todo sentía el olor y el tacto de aquel oscuro y grotesco glande llenándome la boca. Me violaba la boca y yo no podía evitar que cantidades enormes de saliva se derramaran por la comisura de mis labios, cayendo de mi barbilla a mis tetas y mi camisa; y notaba la amargura de su líquido en mi boca y mi saliva caer, mezclada, con especial densidad.
No contento con tenerme así, al rato se divirtió sacándola entera, dejando que un reguero espeso y semitransparente, uniera mis labios con la punta, y me la volvía a meter. Cuando la sacaba así, yo mantenía la boca abierta y mis ojos ya no iban a los suyos si no a contemplar aquella erección perfecta y total. Estuvo jugando así, hasta que en una de esas veces que la sacó, ya no la volvió a meter en mi boca, si no que comenzó a masturbarse delante de mi cara. Al principio permití que se pajeara cerca de mi rostro, pero pronto me quise apartar, a lo que él respondió abofeteándome de nuevo. Yo escuchaba su piel cubriendo y descubriendo su polla y sus “¡Quieta joder...!” cuando sin previo aviso sentí el impacto, éste diferente, de un latigazo de líquido caliente en mi mejilla; a éste le sucedieron otros, cada vez más densos, más pesados y más calientes que caían en mi rostro, en mi cuello, en mis tetas y mi camisa, y yo no dejaba de intentar apartarle, incluso llegándole a golpear en el vientre. Uno de aquellos chorros me cruzó la cara de abajo arriba, desde el mentón hasta la frente, mientras escuchaba un “¡Ohhh!” humillante y repulsivo... Cada chorro que caía en mi cuerpo, sobre todo los que caían en mi rostro, constituían una humillación tal que yo intentaba golpearle, pero no conseguía hacerle nada. Me llenó la cara de aquel líquido ardiente y viscoso y exprimió hasta las últimas gotas sobre mi torso, sobre mis tetas, sin ninguna prisa.
Nunca me había sentido tan humillada... Aquella vejación había sido demasiado para mí y decidí usar toda la fuerza que me quedaba para apartarle y escaparme. Aprovechando su relajación conseguí zafarme y escapar de aquel sofá hasta ponerme en pie, manchada y degradada, y salir corriendo, pero no fui capaz de dar cuatro pasos y ya me había alcanzado; una mano tiró de mi camisa desde atrás, me tiró al suelo, y un cuerpo pesado se tumbó sobre mí, aplastándome literalmente, y apretando mi pecho contra el suelo, dejándome sin respiración.
—¿A dónde coño vas? ¿Te crees que hemos acabado?
Le grité que me soltara. Le insulté. Pero mientras acababa de inmovilizarme me dijo al oído:
—¿Crees que soy un viejo y que no te la puedo meter ahora? ¿A que sí? Pues te la voy a meter blanda, joder...
Estaba aterrorizada. De nuevo inmóvil. De nuevo a punto de decir la palabra, pero no la decía. Tenía la cara manchada de semen y aquel hombre aplastándome. No tardó en separarme las piernas con las suyas y no tardé en notar la punta de algo enorme intentado invadirme en lo más profundo de mí. Grité de nuevo y me lo permitió. Le gritaba que parase, le insultaba, y él me dejaba chillar, más ocupado en encontrar la entrada que en hacerme callar. Cuando noté la punta de su miembro abrirse paso con violencia en mi interior sentí un dolor tan inmenso que me hizo gritar un “¡Aahhh!” ensordecedor. Sentía semen en mis labios mientras él intentaba follarme, mientras intentaba follarme el coño... Era tan denigrante que seguí gritando; le imploraba que parase, le insultaba, pero él no cesaba.
No toleró que gritara más y llevó sus manos a mi boca mientras se deslizaba en mi interior, lentamente… Aquello se fue abriendo paso y mi coño le acogía sin que yo pudiera hacer nada más que gritar en sus manos y abrir los ojos hasta el máximo, mirando a un punto aleatorio de la pared. Comenzó entonces a follarme despacio... sin dejar de hablarme: "¿La sientes? ¿La sientes como crece dentro?". Me follaba lentamente y a cada metida yo gritaba e intentaba escaparme, pero su peso era tal que no podía ni moverme. Estuvo metiéndomela con parsimonia hasta que consideró que su polla se había recuperado y comenzó a follarme cada vez con más vehemencia, hasta llegar el momento en el que casi se salió del todo y se dejó caer... con todo su peso, sobre mí, sobre mi coño, clavándomela hasta el fondo... empalándome, allí, en el suelo, como a una puta, diciendo en mi oído: "Ahora sí te estoy follando". Cuando sentí esa metida mi grito ahogado en sus manos fue brutal y se me saltaron las lágrimas.
Cuando pensaba que no me podía hacer más daño comencé a sentir como otro intruso me atacaba: era uno de sus dedos incidiendo en mi ano. Protesté, pataleé lo que pude y su respuesta fue separar mis piernas con las suyas y decirme: "Tienes el coño muy abierto... no noto nada... vamos a probar otra cosa". Sentí pánico. Estaba aterrorizada. Pero él prosiguió, no se detuvo y me metió el dedo en el culo sin importarle que éste estuviera completamente cerrado. Grité tanto que creía que se me escapaba el alma del cuerpo. Me tenía empalada por su miembro delante y por uno de sus dedos detrás, y no cesó un ápice por mis gritos, por mis lágrimas.
Yo llevaba mis manos a su mano para que me dejara gritar y respirar, o a su cintura para que dejara de embestirme, pero era inútil, aquel animal me tenía tan a su voluntad que sentía pavor. No esperó a meter un segundo dedo y salió de mi coño para atacar con su miembro en mi culo. Le imploré que no lo hiciera, lo supliqué, pero nada se podía entender bajo aquella mano. Otro “¡estate quieta!” y un “¡te voy a romper el culo, joder!” y sentí que algo entraba en mí de tal forma que creí desmayarme. Tras un “¡joder que culo estrecho tienes!” el dolor fue tal que se tensaron todos los músculos de mi cuerpo, arañé el suelo con las uñas y pataleleé ridículamente; creía perder el conocimiento, sentía que me partía en dos, que algo entraba en mí con tal firmeza y violencia que me iba a matar. Me la había metido por el culo, hasta la mitad, de un solo golpe. Me sentí tan vejada que la rabia se apoderaba de mí de manera incontenible. Se quedó así un momento, ensartándome hasta la mitad y ya no pude resistirme, pues si me movía me dolía tanto que creía morir. Parecía que él sabía eso pues dejó de sujetarme con fuerza y se retiró un poco, como para admirar su obra, parar mirar la mitad de su polla ensartada en mi cuerpo, por detrás: "Tu culo me gusta más... eso es... No me habías dicho que tenías el culo así de estrecho...” Yo no tuve fuerzas para protestar. “Vaya culito tienes... y te querías ir sin que te lo rompiera...” Volvió a tumbarse, su pecho sobre mi espalda, me tapó la boca con las manos con parsimonia y acabó de enterrarla, lentamente, de un golpe, hasta sus huevos, centímetro a centímetro, mientras yo chillaba en sus manos un “Ahhhhh” prolongado hasta vaciar mis pulmones, y él gemía un “Ohhhh” tan degradante como triunfal.
La dejó allí enterrada. Sin prisa. Como vanagloriándose. Nunca me había sentido más invadida ni más ultrajada. Me quedé sin fuerzas, no podía protestar más. Estaba completamente doblegada. Y comenzó a follarme el culo lentamente, agradeciendo con sus palabras la estrechez de mi culo. Soltaba unos “Oooh” humillantes y grotescos, me follaba el culo como quería y yo ya no protestaba.
Me estuvo follando así, por atrás, tanto tiempo que llegué a perder la noción del mismo. Su polla no se deslizaba con facilidad, pero llegó un momento en que cada metida no suponía un dolor insoportable si no una sensación asumible. Llegó a soltar las manos de mi boca y dejarme respirar. Cuando me quise dar cuenta la sacó casi entera y la metió de nuevo con cuidado. Y emití un suspiro. Y lo volvió a hacer y volví a suspirar. Empecé a preferir el momento en el que me invadía que cuando me abandonaba. Aquel cabrón le acabó cogiendo el punto a mi culo de tal manera que ya no me dolía y yo me sentía completa cuando me penetraba.
Parecía que se había detenido el tiempo, pero quizás estuve media hora en la que mis suspiros se convirtieron en gemidos y estos fueron en aumento hasta traducirse en gritos, pero no de dolor. Llegó un momento en que dejé de odiarle y me dejé llevar. Ese es el momento en el que pierdo el miedo y todo el dolor vale la pena. El momento en el que te follan así después de haberte vencido es el momento en el que entiendes por qué te has dejado hacer todo eso.
Todo había cambiado. Me vi gimiendo y gritando, mientras aquel animal me rompía el culo, y yo ya no protestaba. Con su leche aun sobre mi rostro, con mis tetas aplastadas contra el suelo yo gemía unos “¡Aahhh...!” y unos “¡Ahhh, joder...!” continuos que se solapaban con sus “Ohhh...” exultantes y guturales y el ruido de sus huevos chocando con mi cuerpo.
Me follaba el culo sin descanso, con su polla permanentemente tiesa y candente dentro de mi cuerpo. Como si hubiera nacido para eso. No paraba, no paraba de suspirar y de gemir en mi nuca. A veces tiraba de mi melena, a veces de mi camisa, a veces colaba una de sus manos y me apretaba las tetas, a veces se recreaba en mis pezones y a veces me golpeaba una de mis nalgas con la violencia que antes había golpeado mi cara. Me iba a dar por el culo hasta que él no pudiera más, pues yo hacía tiempo que estaba derrotada.
A medida que fui sintiendo más placer ya no solo gemía si no que llegaba a insultarle y unos “¡ahh cabrón!” comenzaron a resonar por el salón. Cada vez que me la clavaba más fuerte algo dentro de mí gritaba un “¡Dame cabrón!” y cada vez que me azotaba el culo le llamaba hijo de puta y le pedía que me siguiera dando.
—Te has puesto cachonda al final... maldita puta...
—¡Sí... joder...!
—Te pone cachonda que te violen eh... —me decía en el oído mientras me lamía la oreja, me mordía el cuello y me la clavaba hasta el fondo.
—¡Sí... joder...! Me pone cachonda... Me pone cachonda…
—Te gusta mi polla en tu culo...
—¡Sí...! ¡Sigue cabrón...! Métemela bien...
Estaba cada vez más fuera de mí, hasta que le acabé pidiendo lo que nunca creí decirle:
—¡Córrete...! ¡Córrete dentro, cabrón...! ¡Córrete dentro de mi culo!
No tardó en decidirse a complacerme y me lo anunció. Me dijo con aquella voz que parecía de otro mundo que me iba a llenar el culo y yo no solo no protesté si no que eché mi cintura hacia atrás para que me llenara bien.
Me tenía ensartada y yo no quería que me abandonara... Aceleró el ritmo, sujetando mi melena con una mano y mi camisa con la otra, y quise mirar hacia atrás pero no me lo permitió, y, tirándome del pelo y la camisa, sus “Ohhhhh” se hicieron más sonoros, mis gemidos se hicieron más humillantemente chillones y sus embestidas se hicieron más brutales. Un “¡¡córrete dentro, cabrón!!” gritado, implorado de forma vergonzante, dio paso a una embestida tan brutal que pareció llegar dentro de mí hasta donde aún no había llegado, y me hizo sentir tanto placer que llegué a pensar que aquel cabrón podría hacer que me corriera. Y dio otra embestida y otro tirón con tal fuerza que se escuchó nítidamente como mi camisa se deshilachaba hasta creer que me la partiría por la mitad. Pero más que la camisa, más que mis chillidos, más que sus gemidos, lo que más se oía eran sus huevos golpear mi cuerpo en un vaivén frenético; y cuando más brutal estaba siendo la follada se detuvo en seco y esbozó un “Ohhh... dios...” que resonó en aquel salón de manera impactante. Se escuchó esa frase justo antes de yo empezar a notar como su polla palpitaba dentro de mí, como se movía, se retorcía, descargando sin descanso uno y otro y otro chorro que yo acogía en mi interior en el más absoluto silencio. Me llenó el culo de leche y yo no decía nada... solo dejaba que me inundara con aquellos latigazos calientes, que descargara en lo más profundo de mí; permitía, callada, que vejara mi culo hasta el final, hasta derramar dentro de mí hasta la última gota.
Nos quedamos en silencio unos segundos, aún con su miembro dentro, hasta que él se salió y se puso en pie. Me provocó el último coletazo de dolor al salirse de mí. Y no solo me abandonaba él sino cantidad de líquido que mi cuerpo no había querido asumir.
De golpe, mientras oía que se vestía, dijo un “¿Todo bien?” totalmente diferente. Firme, calmado. Inequívoco de que la representación había acabado. Como si fuera otra persona.
No era capaz de articular palabra. Seguía allí, acostada boca abajo. Me escocía el culo y me ardían las rodillas.
Insistió en su pregunta y finalmente me incorporé un poco y alcancé a decir:
—Joder... casi me matas...
—El otro chico me dijo que te gustaba fuerte —respondió con una voz que aún me parecía más grave y masculina que antes.
Sentada en el suelo. Aun desconcertada. Me limpié la cara con los puños de la camisa y le miraba de reojo.
—¿Fuerte? ¿Estás loco o que te pasa? ¿No crees que te podrías haber ahorrado alguna bofetada?
Él no respondía y continué:
—¿Y lo de taparme la boca tanto tiempo? ¿Si digo “Platino” mientras me tapas la boca qué cojones pasa?
—Bueno... ¿Te gustó o no? —. No supe bien qué responder y vi como él desaparecía en dirección al pasillo para volver inmediatamente con un rollo de papel higiénico.
Con gesto serio me lo dio y me dijo con una desagradable superioridad que le perdonase, pero no por su violencia, si no por haber aparecido en casa antes que yo, pero que le había sido imposible hacerlo otra forma.
Me puse en pie y me limpié como pude. Me temblaban las piernas. Me bajé de los tacones y comprobé que mi camisa estaba completamente rota por el cuello. Me la quité y la tiré sobre el sofá.
—Te la pago. No te preocupes.
—No, deja. Es igual —respondí.
Parecía con prisa y plenamente recuperado. Como si hubiera aparecido otra persona completamente diferente. Era atractivo a pesar de que quizás tuviera cuarenta y bastantes años. Estaba marcado y musculado como pocos hombres había visto. Insistió y sacó su cartera, dejando dinero sobre la mesa.
—Toma, por la camisa y el sujetador. ¿Qué hago con la llave?
—No sé. No, deja. No me pagues nada.
—No digas tonterías. Te rompí la ropa, te la pago. ¿Vengo el sábado que viene?
Me quedé callada aunque la verdad era que no me hacía ni puta gracia que me hubiera roto ropa con la que iba a trabajar.
—¿Estás bien? —preguntó.
Yo, desnuda, solo con las medias puestas... y limpiándome el coño y el culo, no estaba preparada para tantas preguntas. Ni había si quiera empezado a digerir lo sucedido.
—Sí... sí... estoy bien. Sí, ven el sábado que viene. Si me recupero.
Respondió un escueto “muy bien” y se fue. Sin preocuparse más por mi estado. Me había pegado, abofeteado, violado y casi desgarrado el culo, y lo asumía con total naturalidad. Me fui al baño y poco a poco fui volviendo en mí.
Me miré en el espejo del aseo y pensé que aquel cabrón me había asustado de verdad. Pero, sobre todo, había sido diferente. Lo digamos, normal, era que me sometieran por la fuerza, pero no así. Pensé que muchas órdenes habían sobrado; ordenarme que me quitara los pantalones… el numerito de masturbarme mirando para él, ordenarme que me metiera las bragas en la boca… Pero sí, en el fondo, al final, tenía que reconocer que sí me había violado bien, llevándome al más absoluto límite.
Volví al salón, me puse la camisa rota y me acerqué a la ventana para fumarme un cigarrillo. Me gustaba fumar sola el cigarrillo de después y recordar minuciosamente lo sucedido. La camisa estaba impregnada de manchas resecas de semen y saliva, y olía a sexo y sudor, por lo que me ayudaba a recordar nítidamente todo. Fumé con calma y reviví cada momento de miedo y cada momento de placer, cada bofetada y cada insulto. Este hombre, a pesar de aquellas órdenes que me parecía no venían a cuento, pasaba a ocupar un buen lugar en mi lista. Pensé en espaciarlo, pero ahora ya se había llevado la llave.
También pensé en por qué no le había parado. Había estado a punto varias veces. En seguida me di cuenta que desde que me había sujetado contra la mesa, con aquella fuerza, desde que había escuchado su voz y le había visto reflejado en la ventana, ya sabía, en el fondo, que quería que me follara.
Cuando acabé el cigarro me quité la camisa y las medias y me fui a la ducha. Allí encontré en seguida un orgasmo que gemí bajo el sonido del agua y que me dejó, ahora sí, completamente calmada.
Me puse ropa cómoda y pensé en por qué no podía tener relaciones sexuales normales. Pero simplemente no era capaz. Y le di la vuelta, y me pregunté cómo consigue la gente disfrutar de lo normal, cómo se puede disfrutar de un sexo normal. Y no podía entenderlo.