Plasticidad

Desperté con un ligero agotamiento de un largo sueño que no logro recordar, pérdida de memoria ocasionada por la intromisión de palabras incomprensibles que irrumpían en la historia de mis sueños, como ladrones con medias en la cara susurrándose uno al otro lo que debían de hurtar; un olor a carne f

Desperté con un ligero agotamiento de un largo sueño que no logro recordar, pérdida de memoria ocasionada por la intromisión de palabras incomprensibles que irrumpían en la historia de mis sueños, como ladrones con medias en la cara susurrándose uno al otro lo que debían de hurtar; un olor a carne fresca se introdujo en mis orificios circulares que me invitaba a pasa

r con un salto pequeño del plano onírico al plano “real”, sus dedos invisibles tocaron a mi ventana de cortinas rizadas y de pronto mis oídos junto con la comadre chismosa: la comprensión verbal, abrieron sus puertas y en mi ventana entró el amanecer.

Escuché la voz de mi padre clavándose en mis oídos como un alfiler y de pronto aparecieron una torta y un jugo ante mis ojos. Mis manos sostuvieron la comida y mis ojos tenían un signo de interrogación respondiendo al extraño gesto que mi padre tenía en su rostro. – Murió tu tía. Dijo mi padre. Y aquella torta cambió su olor y su sabor desde ese momento.

La tía Magaly era una buena persona, me compraba muñecas cuando era pequeña y también me regaló mi primer disco de los Beatles. No la recuerdo mucho pero era una anciana amable que tenía un toque exquisito para la comida. Hacía de los platillos más simples una gran cena. Jamás olvidaré el sabor de sus comidas, aún recuerdo los olores y la textura de aquellos panes abrazados de un dorado perfecto. Yo tenía once años cuando probé la última quesadilla hecha por sus manos de hechicera. Desde ese entonces yo veía en sus ojos un reflejo de vida y una sombra de muerte. Yo era pequeña pero siempre tuve aquellos presentimientos que extrañamente se hacían realidad con el paso del tiempo.

Mi tía era una persona muy trabajadora, era siempre amable con todos y no faltaban las reuniones familiares en su casa. Pero la tía Magaly tenía un defecto: la avaricia. La tía no podía vivir sin lujos, tenía la casa con la mejor ubicación, el automóvil último modelo y portaba las más finas ropas y las más caras joyas. Pobre tía Magaly, un día perdió su fortuna y t

uvo que salir con un mafioso al que le pagaban por matar árabes. Todo para poder seguir frecuentando aquellos lugares que tanto le agradaban. Sin embargo su relación tuvo poca duración porque Magaly no podía soportar sus malos tratos y la cosa terminó muy mal, pero esa es otra historia.

Nadie sabe qué fue lo que le sucedió a mi tía. No sabemos cómo murió; si le dio un infarto, si alguien la mandó matar o si ya no quiso vivir más por el cáncer (sabemos por fuentes fiables que los doctores le habían dado siete años más de vida). No hay pistas que nos lleven a la verdad. Sin embargo parte de esa verdad es que todo estaba resuelto. La tía había muerto y no iba a regresar a este mundo nunca más.

Mi padre y yo vestimos de negro y fuimos de camino al velorio . (Cuando entramos al panteón francés y estacionamos el carro, yo iba muy contenta…). Entramos al cuarto. Mi tía se encontraba en aquella caja que ocultaba sus últimos gestos y mi sonrisa se desvaneció para difuminarse entre la niebla. Cuando giré la cabeza mis ojos vieron todas esas lágrimas brotando de tantos rostros que por más que intenté no perturbarme con aquel asunto, finalmente fui invadida por todas esas energías y de pronto yo también quería llorar. La verdad es que no comprendía cómo toda esa atmósfera me afectaba tanto.

Caminamos detrás del ataúd para escoltarlo. El sol estaba muy fuerte y me molestaba demasiado. Un ruido crujía muy dentro de mí. Segundos después supe que tenía que salir de ahí. El ruido se hacía más fuerte al ver aquellos rostros en estado de melancolía. Era como si un gran pedazo de porcelana se rompiera haciendo un eco ensordecedor.

Un poco desesperada por todo

s aquellos acontecimientos metí las manos en mis bolsos y al sentir un trozo grueso de papel en ellas recordé que debía ir a un concierto. Tenía que apresurarme y salir de ahí. Pero antes de llegar a aquel concierto necesitaba hacer algo.

Necesitaba realizar esa imagen que todo el tiempo rondaba mi cabeza, por debajo de las tinieblas, por encima de la muerte. Tenía que verla, tenía que librarme de toda la oscuridad que me había atrapado y succionado la tranquilidad durante esas dos horas demenciales, tenía que llenarme de su magia. Vestirme con su luz.

Estábamos ahí mi cuñada y yo, en la caótica ciudad de Caracas , lo que es igual a un tráfico endemoniado. Ni diez mil sacerdotes hubieran podido exorcizar aquel tráfico infernal (¿ya mencioné que aquello era obra del demonio? De Satanás, Lucifer, Astaroth, Belcebú, Saitan, Tchort, Mefisto, el enemigo, el maligno, ¡el padre de las tinieblas!, ¡el diablo del tráfico!, ¡el ángel que cayó en un semáforo y que poseyó el color rojo, succionando lo que quedaba del verde!)… Y ahí estábamos hablando de bebés, antojos, vómitos, pataditas y demás… Cuando de pronto me llegó un mensaje...

Continuará...