Planeta Prohibido. Capítulo 7

7. En el mundo de los ciegos, el tuerto es el Dios

7. En el mundo de los ciegos, el tuerto es el Dios

Ariadna gritó y se agarró a mí como una lapa con brazos y piernas rodeando mi cuerpo desnudo. Yo, disfrutando de la situación, la prolongué un par de segundos antes de ordenarle a mi lodo que desplegase unas alas. En cuestión de un par de segundos de mi espalda emergieron dos series de dedos finos y largos unidos por una membrana traslucida que se fueron uniendo en un patagio que había diseñado con la ayuda de Eudora.

Con un simple gesto las desplegué y la caída en picado se convirtió en un rápido planeo, al principio un poco vacilante y luego más estable, a medida que me iba alejando de las turbulencias producidas por la caída del agua.

—A que mola... —dije yo echando un vistazo a la meseta que se veía un par de cientos de metros por debajo de nosotros.

—Podías haberme avisado, mamón. —replicó Ariadna clavando el tacón de su bota en mis costillas.

Al principio había dudado de que funcionase, pero la baja gravedad del planeta y la atmosfera bastante densa me ayudaron a maniobrar y con solo un par de aletazos incluso conseguí remontarme un poco mientras buscaba un lugar para aterrizar.

Ignorando los insultos de Ariadna observé la meseta. Al contrario que el resto del planeta, era una espesa jungla arbórea salpicada de pequeños claros, evidentemente hechos por animales... o por los propios yuba. Busqué uno un poco más grande cuando unas luces en la zona oeste de la meseta llamaron mi atención. Con un par de aletazos alteré el rumbo y me dirigí hacia allí. Planeé un par de veces alrededor para poder hacerme una idea.

El espectáculo era realmente pintoresco. Alrededor de una enorme fogata, una docena de seres, parecidos a babosas marinas gigantes, evolucionaban a una velocidad vertiginosamente lenta en torno a la fogata. A la vez agitaban unos apéndices en forma de abanico, similares a los que había visto en las criaturas flotantes del pantano, pero mucho más pequeños en relación con su cuerpo y adornados con colores cambiantes. En ese momento se me ocurrió que para derrotar a un Dios hay que ser un Dios mas grande, así que no me lo pensé y piqué sobre el claro.

—¿Qué cojones haces?

—Es hora de nuestra entrada triunfal. Tú sígueme el rollo. —dije apretando los dientes.

A unos cuatro metros de altura desplegué de nuevo el patagio y frenando casi en seco me desprendí de Ariadna justo antes de hacer desaparecer las alas. Tal y como había calculado caímos en el centro del claro, justo al lado de la fogata.

El aterrizaje, ya de por sí era espectacular, pero decidí que había que darle un toque, así que en cuanto se disipó el polvo en torno a nosotros saqué pecho e inmediatamente di un par de órdenes a mis bichitos. En centésimas de segundo mi cuerpo se erizó de espinas de veinte centímetros de largo a la vez que cogía la escopeta y descargaba un par de tiros sobre la fogata creando una nube de pavesas que envolvió a las criaturas que "bailaban" en el claro.

Aquellas adorables babosas se quedaron congeladas y dirigieron sus tres pares de ojos hacia nosotros. Yo las miré, una a una desafiante, como si estuviese en presencia de unas insignificantes sabandijas.

—Soy Statham, el Dios de la Guerra y me he visto obligado a venir con mi mano derecha, la Titán Salander porque estoy muy decepcionado con vosotros. Habéis tomado como dioses a criaturas que son poco más que unos piratas que se han aprovechado de vuestra estupidez para despojaros. ¡Y vosotras lo habéis permitido! —rugí mientras Ariadna levantaba su rifle láser y desmochaba un par de árboles del borde del claro.

Las yubas empezaron a temblar y a hablar rápidamente en un idioma incomprensible hasta que una de ellas, un poco más grande y que usaba una especie de bastón ceremonial adornado de piedras y algo parecido a insectos de vivos colores, se adelantó y se dirigió a nosotros bajando los pedículos que sostenían sus ojos en forma de respeto.

—Lo siento, pero no conocíamos de tu existencia... ¡Oh divinidad!

—¿Y tú quién eres? ¿Y cómo te atreves a decirme que no sabes de mí y nunca me has adorado? —le pregunté yo conteniendo la risa.

—Soy Bracachamacha soy la chamán del pueblo yuba y sacerdotisa del Gran Dios Granch...

—¿Gran Dios? —rugí a la vez que lanzaba una docena de espinas en todas direcciones procurando no herir a ninguna de las yubas, pero causando un considerable destrozo en los árboles de los alrededores— Esos no son dioses, son unas malditas sabandijas interespaciales. Un dios es benévolo y mira por el bien de sus creyentes. ¿Qué han hecho por vosotros esos parásitos aparte de esquilmaros? ¿Y cómo habéis tenido la vergüenza de dejar que os despojaran de vuestros esposos sin resistencia?

—El dios Statham está muy enfadado con vosotras. —intervino Ariadna totalmente metida en su papel— Y he tenido que interceder por vosotras para que no os borrara de la faz de este planeta. Yo que vosotras elegiría con cuidado vuestras próximas palabras. La existencia de los yuba pende de un hilo.

Para subrayar las palabras de mi titán amartillé de nuevo la DP12 y descargué otras cuatro salvas contra la hoguera y unas mesas que había preparadas para un banquete. Trozos de comida y astillas de madera volaron por todas partes haciendo que todas las yubas empezasen a temblar violentamente.

Al menos la chamán mantuvo el tipo y se arrastró unos metros antes de deprimir su cuerpo en señal de máxima sumisión.

—Perdónanos. O gran dios Statham y protégenos de los falsos dioses que ahora mismo están llevándose a nuestras hermanas...

—¿Están aquí esas sabandijas? —pregunté  casi sin poder evitar contener una expresión de triunfo.

—Sí, llegaron hace un par de meses. Han estado llevándose a nuestras hermanas para despojarlas de sus esposos de diez en diez, cada dos o tres días. —respondió la chamán.

—Pues estáis de suerte. Yo, el verdadero Dios, el Dios de la Guerra, tendré piedad de vosotros, os libraré de esos falsos dioses y os daré armas mágicas para que los rechacéis cada vez que vuelvan a intentar acercarse. —dije yo con un gesto magnánimo— Lo único que os pido a cambio es que levantéis un templo en mi honor y nunca me olvidéis. A partir de ahora, cuando estéis en mi presencia o en una representación de mi efigie levantéis una de esas aletas y diréis; todo por mi Dios y Salvador.

—¡Todo por mi Dios y Salvador! —gritaron aquellas criaturas al unísono.

—No está mal para un capullo nacido en Valdechorrillo de la Hondonada. —susurré a Ariadna que permanecía de pie a mi lado, impertérrita.

—Ahora seguid con la fiesta. Me complace ver disfrutar a mis creyentes. —dije apartándome de la fogata y acercándome a la parte de la mesa que no había convertido en astillas.

Mientras probaba con precaución alguna de las frutas aproveché para observar más de cerca a aquellas enormes babosas. La verdad es que al contrario de lo que esperaba cuando me las describieron los granch, eran bastante bonitas, a pesar de su aspecto de gusano alargado no tenían el cuerpo viscoso más que en la parte que contactaba con el suelo mientras que el resto de la piel estaba seca y poblada de una especie de células fotóforas que producían bonitos diseños cambiantes de vivos colores. Eran el doble de grandes que un elefante marino y como ellos, utilizaban unas aletas que se habían desarrollado en forma de manos para mantener erguido el tercio anterior del cuerpo. Esa era la única indicación de que aquella era la cabeza ya que la cola era casi exactamente igual, probablemente vestigio de alguna estrategia de defensa frente a los depredadores. En ambos extremos tenían tres pares de ojos pediculados y cuatro pares de hendiduras que Eudora me apuntó que probablemente estuvieran ocupadas por distintos órganos sensoriales.

En la zona caudal, en el dorso, a la altura del último tercio de la criatura, había una hendidura de un metro de anchura donde probablemente estaba cómodamente alojado el macho.

La chamán, que no participaba en la celebración, se acercó con aspecto compungido, probablemente temiendo por su vida. Yo le hice un gesto de que se acercara y recogí mis espinas adoptando mi aspecto normal. Eso pareció relajarla y después de saludarme formalmente con la fórmula recién aprendida se colocó a mi lado.

—Esta celebración en realidad era para despedir a las hembras que iban a subir para servir a los dioses granch. —dijo la chamán mientras yo seguía los pausados movimientos de las diez yubas que iban a sacrificar a sus esposos— No sé qué sentido tiene ahora...

—Siempre se le puede cambiar el sentido. Quiero que tú seas ahora mi representante en este mundo y que sigas celebrando estas fiestas en mi honor cada vez que llegue la hora de separaros de vuestros esposos para cuidar la nueva puesta y cada vez que os volváis a reunir con ellos. —dije yo consciente de que era importante mantener las tradiciones— A partir de ahora solo hablaré a los yubas a través de ti y todos cumplirán tus órdenes.

Lo último que quería era alguna especie de revolución. Aquella yuba había sido lo suficientemente inteligente para no contradecirme. Había reconocido que era un tipo a quien no convenía llevar la contrariar y cuando convirtiese a un par de granch en pulpa haría cualquier cosa por mi y mantendría aquella sociedad en una plácida ignorancia del universo que la rodeaba.

—¿Cuándo aterrizarán de nuevo los granch? —preguntó Ariadna loca por salir del planeta.

—Mañana al ocaso. —respondió la chamán.

—Muy bien, esto es lo que vamos a hacer...


La verdad era que pensaba que íbamos a estar bastante más incómodos de lo que pensaba, pero aquella bolsa del amor disponía de todas las comodidades. Tras pasar la noche cómodamente alojados en la tienda de la chamán, nos dirigimos al lugar donde los granch tenían instalado su espaciopuerto provisional. Siguiendo las instrucciones de su nuevo Dios, dos de las yubas se deshicieron de sus machos. Como no tenían ni idea de por qué les sacaban de aquella especie de marsupio, los machos se resistieron cuanto pudieron, soltando un desagradable chirrido.

Después de darle un millón de vueltas, aun no sé por qué diablos encontraban a sus esposos atractivos. Eran una especie de lagartos enormes, casi sin pelo, con unas patas cortas y débiles que casi no podían mantener su peso y una cabeza pequeña con una boca grande y sin dientes.

Lo único que destacaba de su anatomía era su gigantesco paquete. Aquellos enormes testículos debían contener litros de semen y desembocaban en una especie de pene que se trifurcaba y se ensanchaba en un su extremo dándole el aspecto de la alcachofa de una regadera.

Los muy imbéciles, inconscientes de su destino, aun intentaron entrar de nuevo en sus esposas y tuve que emplearme a fondo para espantarlos a base de patadas hasta que sin dejar de chirriar se alejaron en la espesura.

Cuando terminaron de desaparecer, nos acercamos a las dos esposas. A pesar de saber que era una suerte y que pronto podrían estar con sus esposos, la chamán tuvo que acercarse de nuevo a ellas para repetirles el plan y convencerlas de que era lo mejor para ellas y para la tribu.

Entrar en aquellas bolsas era bastante más complicado de lo que pensaba. La entrada estaba diseñada para unos cuerpos alargados y fusiformes. Ariadna entró con facilidad justo después de haberme cubierto de insultos, pero yo estuve pataleando un buen rato con medio cuerpo fuera de la bolsa de la yuba hasta que la leve gravedad de aquel planeta terminó por hacer su trabajo y caí de cabeza en el nidito de amor de la alienígena.

La verdad es que entendía porque esos cabrones no querían salir de allí. La bolsa era amplía, estaba calentita y tenía una serie de protuberancias en una de las esquinas, suaves y cómodas que se adaptaban a mi culo a la perfección. Solo me faltaba un plasma y una bolsa de palomitas para sentirme como en el sofá de mi casa.

Los granch no tardaron mucho en aparecer. A pesar de lo bien asilado que estaba mi nidito de amor pude oír unos retropropulsores a toda potencia. Con uno de los comunicadores que había traído conmigo contacté con Ariadna:

—¿Los has oído? —pregunté.

—No soy sorda.

—Esperemos que todo vaya bien y estos bichos no hagan ninguna idiotez. —dije yo.

En ese momento sentí como las babosas comenzaban a moverse con aquella desesperante lentitud. Los granch dijeron algo que no puede oír y las yubas se pararon un instante. Luego algo nos elevó por el aire y por la forma en la que el cuerpo de mi huésped temblaba, supuse que ya estábamos dentro de la nave. Instintivamente acerqué mi mano a la pared interior de mi estancia y la acaricié con mi mano para calmarla.

El efecto fue inmediato, pero no el que esperaba. Toda la pared interior de la bolsa se contrajo y empezaron a aparecer una docena de  protuberancias. Me acerqué a una de ellas y la toqué con suavidad, era rugosa y estaba muy caliente. La rocé de nuevo. La yuba tembló de arriba abajo y soltó un gemido. De repente aquellas protuberancias comenzaron a expeler un líquido ambarino y la bolsa se llenó de un intenso aroma a especia.  Así que aquel era el secreto de los granch. Acercándome a una de las glándulas me metí la punta de una de las protuberancias en la boca y la lamí. Un sabor picante y avainillado inundó mi boca y mis fosas nasales haciendo que todas mis papilas gustativas bailaran y gritaran de placer. Ahora entendía porque los granch estaban dispuestos a matar y el resto de la galaxia a cerrar los ojos.

Quizás los granch no sabían que el sabor de los machos venía de alimentarse de la esencia que destilaban las hembras o simplemente lo sabían y no les parecía práctico dedicarse a ordeñar a las yubas. El caso es que aquello se iba a acabar.

Estaba tan entretenido chupando y lamiendo a la yuba que la presión del despegue me pilló desprevenido y caí al suelo del saco. Cuando pude volver a moverme la gravedad había disminuido hasta casi desaparecer. Flotando con ligereza me acerqué de nuevo a la pared y como no tenía otra cosa que hacer en aquel viaje seguí excitando a la yuba para conseguir más de aquella preciosa esencia. Poco a poco los temblores se convirtieron en un sorda vibración hasta que la yuba no aguantó más y se corrió. Todas aquella protuberancias soltaron un chorro de una sustancia viscosa y amarga. Me pilló desprevenido y no pude evitar pegar un largo trago. Aquello no era la aceremea. En seguida sentí que la cabeza empezaba a darme vueltas y sentí que el pecho me ardía. Cuando probaba algo nuevo siempre solía ser más prudente, no sabía qué podría matarme y esa sustancia era virtualmente desconocida. Con la intención de poder analizarla más tarde si tenía la oportunidad, llené un par de bolsas antes de derrumbarme en el suelo semiinconsciente, en medio de una vorágine de turbadoras imágenes.

Este relato consta de 27 capítulos publicaré uno más o menos cada cinco días. Si no queréis esperar podéis encontrar el relato completo en amazon.