Planeta Prohibido. Capítulo 16
16. Beber, comer, pelear
16. Beber, comer, pelear
En aquella ocasión el descenso fue suave y pausado. Flurnikk solo necesitó un par de indicaciones y a pesar de las espesas nubes que casi rozaban el suelo de aquel planeta aterrizó con seguridad en la pista que le habían asignado. El gobernador, que ya había sido notificado, nos esperaba con todo su séquito, seguramente intentando impresionarnos para mejorar sus posibilidades en las negociaciones.
Salimos y dejamos a Flurnikk y a Eudora en la nave. El oficial kuan bajó con nosotros, pero consciente de que allí no pintaba nada, después de notificar que íbamos desarmados, (seguían sin identificar mi sable como un arma) se desvaneció camino de algún tugurio donde poder encontrar un buen trago o una puta para pasar el rato.
El gobernador Avluv nos recibió con una sonrisa tan falsa y obsequiosa que hasta me sentí complacido al verla. Tras disculparse por la actitud desconfiada del almirante nos guio hasta la terminal del espaciopuerto donde nos esperaba el transporte hasta el palacio de gobierno.
La vida en aquel planeta era como en cualquier otra ciudad que tenía cerca un campamento militar. Su industria era escasa, la mayoría dedicada a la elaboración de repuestos para las naves y el resto se dedicaba al sector servicios; léase licor y putas. Avanzamos por una calle ancha y recta que llevaba al centro de la ciudad. Los letreros astrosos y los muncar gritando las bondades de los lupanares para los que trabajaban, se alienaban a ambos lados de la calle, recordándome el ambiente de Grand Thief Auto. Desde el deslizador observé como un arkelión salía borracho de uno de los locales y se empleaba a fondo pateando a un pobre muncar mientras llevaba por los pelos a una baarana. Aquel lugar apestaba, como todos los mundos de la Federación.
A medida que nos acercábamos al centro administrativo, los neones y la cochambre fue dando paso a amplias aceras y bulevares. Los tugurios parecían más respetables y los clientes más limpios y civilizados. Los muncar habían desaparecido y también los arkeliones y los chim-gams, aquella era una zona para funcionarios y oficiales.
—Bonito, ¿Verdad? —dijo el gobernador al ver como miraba el lugar con interés— Después podremos pasar un buen rato. Tengo preparada una fiesta especial... las prostitutas de por aquí se las saben todas. Aprenden rápido con nuestros chicos. —señaló hacia el cielo donde se podían distinguir las luces de navegación de alguna de las naves— Baaranas, chim-gams, mangures...
—Sí, muy interesante... —repliqué—pero la verdad es que soy un bicho raro. Ahora estoy en la etapa de probar todas las razas de este lado de la galaxia y estoy tras una turania... No sabrás de alguna.
—Turanias... son tipas difíciles. —dijo el gobernador— Son escasas en nuestros sistemas y muy familiares con esas numerosas camadas de turanitos... No les va el rollo de la prostitución.
—Eso me han dicho, pero la verdad es que esos tres pares de tetas me producen un morbo... Sí consiguieras una, podrías ablandarme un poco con ella en la negociación. —le guiñé el ojo convencido de que el cebo estaba en el agua. Ahora solo quedaba que el virus de Eudora cumpliese su función.
En un alarde de falta de imaginación el palacio del gobernador era una copia de los que había visto hasta ahora. La única diferencia entre ellos era el mobiliario del interior que solía ser una mezcla del poder adquisitivo del gobernador junto con una muestra del arte y la manufactura de los mundos que había gobernado.
En este caso se notaba que las tripulaciones de las naves se pulían sus pagas bajando al planeta y estaba bastante recargado. El gobernador trató de justificarlos diciendo que eran vestigios de pasadas eras de bonanza, consciente de que todo aquel lujo no era una buena baza para la negociación. Avluv no era tonto y sabía que antes de negociar necesitaba que me sintiese a gusto si quería conseguir un buen precio por la especia. Así que no dio ninguna muestra de la ansiedad que realmente sentía. Nos invitó a una cena a base de líquenes provenientes de las rocas de ese mismo planeta con un aroma a menta que me resultaron bastante agradables y una especie de artrópodos hechos al horno con una salsa a base de especia, probablemente los últimos restos que le quedaban. Yo comí con apetito aunque casi no probé la salsa. El que traficase con ella no quería decir que me gustase comerla sabiendo su origen. Aun así el penetrante aroma de la aceremea impregnó mi boca y mis fosas nasales durante el resto de la cena.
Ariadna, que se había mantenido en un sorprendente segundo plano, apenas probó la comida, el gobernador se dirigió a ella para preguntarle si no le gustaba, pero la mirada que le lanzó bastó para que Avluv desviase la vista fingiendo que estaba buscando algo de beber en la mesa.
Estábamos en los postres cuando un arkelión de la guardia del gobernador se acercó a su jefe y le susurró algo al oído. Aquello me recordó que la última ocasión en la que había ocurrido algo parecido, había acabado en prisión, pero esta vez sabía lo que estaba pasando. Disculpándose, el gobernador se retiró unos minutos por un asunto de la máxima importancia que no podía postergar. Yo seguí degustando mi dulce aparentando total desinterés.
Acompañando al resto de los comensales, un grupo variopinto de funcionarios y militares vestido con túnicas de todos los colores del arco iris y guiados por las tambaleantes figuras de los criados, nos dirigimos a un salón donde nos sentamos cómodamente mientras el servicio nos ofrecía todo tipo de licores. Arrellanados en cómodas sillas que se adaptaban automáticamente a nuestra anatomía, Ariadna y yo bebimos mientras poníamos las orejas por si a alguno de esos kuan se les escapaba algo interesante.
La verdad es que no sacamos mucho a parte de una buena cogorza. Los militares solo hablaban de la preparación de las naves y de sus necesidades de comida y repuestos y los funcionarios se quejaban amargamente de lo difícil que era hacerse con ambos.
El licor era bastante decente y ya iba por mi quinta copa cuando el gobernador volvió con un gesto indescifrable en su cara. Enseguida hizo un aparte con los miembros de la flota presentes y tras un par de minutos de cuchicheos volvieron a tomar asiento.
El gobernador Avluv se sentó a nuestro lado y tras preguntarnos qué tal había sido la comida enseguida entró en materia:
—La verdad es que contigo estoy un poco perdido. —empezó el kuan— Siempre he negociado con los granch cuando necesitaba especia. Creí que eran ellos los que tenían el monopolio...
—Y así es.
—Así que no has recolectado tu mismo la aceremea. —el gobernador me miró calculador.
—Sí lo que quieres saber es el origen de la especia, lo ignoro exactamente igual que tú. —mentí con soltura.
—Es una pena. Nunca he podido sacar nada a esos malditos granch, incluso llegué a torturar a uno y lo único que conseguí fue una peste espantosa que me acompaño casi un mes.
—Sí, son tipos realmente desagradables... —convine yo— pero necesarios.
—Bueno, no sé. Últimamente parecen tener problemas para conseguir más especia. He hablado con todos mis contactos y, o están desaparecidos, o alegan tener problemas temporales de suministro. El caso es que no se encuentra ni un solo gramo de aceremea a la venta en toda esta parte de la galaxia. Solo Saget, ese cabrón usurero parece tener algo en stock y la vende a cuenta gotas y a un precio que ni siquiera yo puedo permitirme.
Yo me limité a encogerme de hombros por toda respuesta.
—Y ahora llegas tú y me dices que puedes venderme especia suficiente para un año...
—Por el precio adecuado. —le interrumpí.
—Sí, claro. —admitió él— Pero si me permites la pregunta. ¿Cómo diablos la has conseguido?
—¿Has jugado alguna vez a las cartas con un granch? Pues resulta que yo nunca lo había hecho y son malísimos. A uno de ellos le gané la nave con todo su contenido con una sola mano. Son realmente estúpidos. —dije tras soltar un eructo alcohólico—. Cuando llegué a la nave y vi el tesoro que tenía no lo pude creer. Le cambié una parte del cargamento y la nave granch a Saget por una nave más adecuada a mis necesidades y el resto te lo puedes imaginar.
—Pues el golpe de suerte ha sido doble, porque no me imagino mejor momento en el que hayas podido hacerte con un cargamento así.
—También es tu suerte, no lo olvides. Pero me parece que ahora estoy demasiado cansado y borracho para negociar. Si te parece bien mi lugarteniente y yo nos retiraremos a descansar y mañana acordaremos los detalles.
—Me parece perfecto. Incluso tengo una pequeña sorpresa preparada, pero no hace falta que volváis a la nave. Tengo habitaciones de sobra. Quedaos aquí, insisto.
—Si no es molestia, será un placer aceptar su hospitalidad. —respondí en el tono más formal del que fui capaz.
Tras unos minutos más de charla insustancial seguimos a los criados muncar, esta vez más tambaleantes que ellos, por un amplio corredor que conectaba la zona administrativa y ceremonial del palacio con la parte dedicada a la residencia.
—¿A qué crees que se refería el embajador con la sorpresa? —le preguntó Ariadna.
—Apostaría a que la flota ya está empezando a sufrir los problemas de soporte vital. Seguramente ahora mismo estén bajando a tierra la turania.
En ese momento Eudora nos notificó que en la última hora había habido un frenético intercambio de comunicaciones entre las distintas naves de la flota y que en ese momento estaba aterrizando una lanzadera en el planeta. No podían ver quién bajaba de la lanzadera, por dirigirse a una zona reservada a maniobras militares, pero no podía tratarse nada más que de nuestro objetivo.
Más tranquilos nos retiramos a nuestras respectivas habitaciones dispuestos a dormir la mona antes de que empezase el lío.
Me desperté ocho horas después. La luz del pequeño sol se colaba entre las rendijas de los pesados cortinajes iluminando tenuemente la estancia. Me levanté y me pegué una ducha rápida antes de acercarme a la ventana y echar un vistazo al paisaje. El planeta no parecía tener ningún valor aparte de su situación estratégica. Alargando la vista más allá de las edificaciones solo se veía un paisaje árido y blanquecino casi desértico. Levantando la vista hacia el cielo observé el color ambarino del cielo provocado por las nubes de contaminación debida a los continuos despegues y aterrizajes y los residuos de las industrias auxiliares.
Un movimiento a la izquierda llamó mi atención. De repente seis lanzaderas estaban descendiendo a toda velocidad generando chispas producidas por el rozamiento con la densa atmosfera. Seguí las seis estelas con interés. Gracias a mi nueva vista de águila reconocí el modelo, eran lanzaderas de asalto de la flota kuan. Bajé la vista hacia el lugar del aterrizaje y pude ver varios pesados vehículos que evolucionaban para adoptar una postura defensiva.
Observé las maniobras con interés, pero no me señalaron nada nuevo. Las lanzaderas tomaron tierra sin realizar ninguna maniobra evasiva y las tropas defensivas no empezaron a abrir fuego simulado hasta que la mitad de las tropas atacantes estuvieron desplegadas. Era la típica actitud kuan. Se creían superiores y actuaban como si la batalla estuviese ganada antes de empezar. Al parecer las ocasiones en las que les había dado por el culo no les habían enseñado nada.
Cuando llegué al comedor, Ariadna ya estaba atacando una especie de gachas de aspecto bastante anodino, pero debían estar buenas por la forma en que Ariadna se llenaba los carillos.
—Entra y toma algo. Esta crema de líquenes está realmente buena. —dijo ella mientras me sentaba a su lado.
—¿Has visto a los kuan de maniobras? Son patéticos.
—Sí, los vi. Si hubiesen sustituido a los defensores por estatuas de yeso el resultado hubiese sido el mismo.
—Desde luego no era lo que me esperaba. En fin, esperemos que sigan entrenando así de bien...
—Hola, buenos días. Soy Keunk. —dijo un kuan entrando en la estancia e interrumpiendo nuestra conversación— El asistente del gobernador. Me temo que estará ocupado toda la mañana. Pero ha reservado toda la tarde para la negociación y me ha asegurado que le tiene preparada una grata sorpresa.
—Estupendo. Entonces si te parece bien, daremos una vuelta por la ciudad.
—Me parece estupendo. Les asignaré una escolta...
—No hace falta. De veras. Nos arreglaremos perfectamente.
—Bueno, los soldados de la flota son gente bastante dura. —dijo el asistente frotándose nerviosamente las manos.
—No te preocupes, sabemos cuidarnos solos. —sonriendo vi como mi lugarteniente apretaba los puños. La excursión prometía ser divertida.
Cuando terminamos de comer las gachas salimos al exterior y nos dirigimos a los barrios marginales. No sé si era la perspectiva de alcohol y pelea, pero veía a Ariadna relajada, diría que hasta habladora. Avanzamos cuesta abajo por la calle principal. Enseguida los edificios más cuidados dieron paso a construcciones bajas de fibroplástico barato y aspecto bastante andrajoso. Los garitos y los prostíbulos abundaban, aunque solo unos pocos tenían un aspecto lo suficientemente cuidado como para hacerlos apetecibles.
Dejé que fuese Ariadna la que eligiese el sitio y se decantó por un gran local que ocupaba una esquina entera y que se llamaba La Perdición de los Kuan. Del interior surgía una sonora algarabía y un olor grasiento y dulzón que prometía una buena juerga.
El interior era tal y como había imaginado. Arkeliones Chim-gams y algún que otro cirgano se apretaban en aquel espacio oscuro y pringoso, bebiendo licores y sobando prostitutas. A duras penas nos abrimos paso hasta la barra y pedimos unos chupitos. El licor no estaba mal, pero era demasiado dulzón.
—Es un sitio interesante. —dije mirando a mi alrededor.
—¿Ya estas buscando alguien a quien tirarte? —me preguntó sin mostrar acritud, más bien como si se limitase a constatar un hecho.
—En realidad no. —respondí.
—¿No me digas que te has enamorado de tu máquina?
—La verdad, debe ser su cerebro cuántico, pero no es nada de lo que me esperaba. Es tan imprevisible como lo puedas ser tú. De hecho no sé lo que hay entre nosotros dos, pero me divierte. De todas maneras ahora mismo estoy intentando estar despejado para las negociaciones.
—¿Estás preocupado? —preguntó.
—No. Todo está bajo control.
—Como siempre no me vas a contar el plan.
—Ya sabes todo lo necesario. La embajadora ya estará probablemente aquí y el gobernador en este momento mueve cielo y tierra para conseguir mi turania. —dije sonriendo.
—¿Y cómo piensas llevártela de aquí?
—Tengo un arma secreta... —dije mientras un enorme chim-gam se sentaba en la barra al lado de Ariadna.
—Hola, —saludó el tipo con voz aguardentosa— un gran sitio. Siempre que salgo de maniobras, no sé cómo, pero termino en este antro quitándome el polvo de la garganta a base de chupitos. ¿Y tú, nena? ¿Qué haces con este alfeñique? Seguro que no te lo has hecho nunca con uno de nosotros.
Hasta ese momento no había nada que no pudiese arreglarse con unas disculpas, pero el muy gilipollas le puso la mano en el culo a Ariadna.
—Siempre he querido saber que tenéis las humanas debajo de esos monos ajustados...
—¿No vas a hacer nada, cariño? —me preguntó Ariadna con los ojos chispeantes de excitación.
—Perdone, oficial... dije yo siguiendo el juego de Ariadna.
—Lárgate alfeñique, esta puta es mía.
Ahí el tipo se pasó dos pueblos. Vi como Ariadna cambiaba de expresión y vi en sus ojos como la furia asesina la cegaba. Intenté decirle que se lo tomara con calma, pero ya no escuchaba a nadie. Se volvió aullando como una fiera y le dio un puñetazo al Chim-gam en toda la barriga. El alienígena boqueó un instante y cayó de bruces soltando un sonoro pedo. Ariadna no se contentó con eso y ante la vista alucinada de los presentes cogió al chim-gam por los correajes de su uniforme, lo levantó en el aire y le dio un puñetazo en su babosa cara. Su puño desapareció entre aquel tejido blando y húmedo antes de que todo el cuerpo del chim-gam saliese catapultado estrellándose contra un grupo de arqueliones.
En ese momento se desató el pandemonio. Yo intercepté tres chim-gams que intentaban atacar a Ariadna por la espalda mientras ella hacia frente a los arkeliones que después de apartar el cuerpo inconsciente del chim-gam se encaraban con ella.
Sintiendo la espalda de mi tripulante apoyarse en mí, incrusté mi chupito en la frente del primer chim-gam mientras lanzaba una patada voladora al segundo que le hizo voltear la cabeza casi ciento ochenta grados antes de estrellarse de frente contra la barra.
Enseguida me di la vuelta para ver si mi compañera necesitaba ayuda, pero estaba repartiendo hostias que daba gusto verla. Con mis contendientes desparramados por el suelo me acodé en la barra con otro chupito y observé a Ariadna esquivar los torpes puñetazos que el último de los arkeliones en pie intentaba asestarle con sus seis brazos. La mercenaria jugó un rato con el esquivando, moviendo la cabeza y dando saltitos a su alrededor, lanzándole rápidos directos al tronco y a la cabeza. Otro soldado se le acercó por la espalda, pero cuando pasaba por mi lado a toda prisa le tiré un taburete. El arkelión tropezó y cayó rodando. Cabreado, se levantó enarbolando el taburete con intención de atizarme con él. La verdad es que no sé por qué puñetas los kuan los tienen en tan alta estima como guerreros, ya que esquivé la improvisada arma sin dificultad. Dando un paso atrás dejé que el soldado pasase por mi lado llevado por el ímpetu del ataque y aproveché para darle un par de puñetazos en la espalda con todas mis fuerzas. El tipo pegó un grito y cayó al suelo retorciéndose de dolor. Con una rápida patada en la cabeza acabé con su miseria y recogiendo el taburete del suelo, me senté y volví a ocupar mi sitio en la barra, donde ya me esperaba Ariadna con los nudillos despellejados y una sonrisa de maliciosa satisfacción dibujada en su cara.
Sin la respiración siquiera alterada, volvimos a nuestros chupitos, eso sí, de espaldas a la barra para no perdernos los movimientos de los parroquianos, que nos lanzaban miradas esquivas y preocupadas. Los dos disfrutamos de aquella sensación. Un montón de soldados en aquel tugurio simulaban divertirse, beber y manosear prostitutas de todas las razas y colores, pero las miradas esquivas y los tres metros de vacío que nos rodeaban en aquel local atestado denotaban el pavor que les producíamos.
De vez en cuando, cuando pillábamos a alguno de aquellos aguerridos guerreros mirándonos, le devolvíamos una mirada asesina que hacía que el tipo se escurriese desapareciendo entre la multitud. Las únicas que se atrevieron fueron dos mangures, sus peludas colas me acariciaron y me sentí tentado de desaparecer con las dos, pero un segundo después las despaché con sendos cachetes y seguí bebiendo el resto del tiempo hasta que, a punto de emborracharme, le dije a Ariadna que necesitaba un poco aire fresco, si así se podía llamar a la neblina sucia que rodeaba como un manto al planeta.
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