Placer
Cada cual tiene una percepción distinta del término placer.
Si le pregunto a mi padre, seguramente lo describirá como tomarse una copa de escocés de al menos doce años acompañado de un Montecristo del número 4. Mi madre creo que lo definiría como un largo paseo alrededor del lago que tenemos delante de casa, oyendo el chapoteo de los peces y el cantar de los pájaros. Mi hermana, sin duda evocaría una tarde de compras, de estantes llenos de prendas a precios rebajados para renovar completamente el armario.
Mi definición de placer encaja exactamente en lo que estoy sintiendo ahora mismo. Pero lo que convierte el sentimiento en extraordinario es que tiene continuidad en el tiempo, además de algunas derivadas.
Estoy sentado a los pies de una cama de matrimonio, completamente desnudo, con los pies apoyados en el suelo y las piernas ligeramente abiertas para dejar espacio. Los labios carnosos recorren mi hombría de arriba abajo y de abajo arriba con excitante lentitud, lamiéndome el glande al final del ascenso, lamiéndome la bolsa escrotal al final del descenso. Aunque podría tomarla de la melena rubia que se ha recogido en una rápida cola de caballo, o asirla de los pechos de tamaño medio que se mecen según su cuello inspira o expira, mis manos, ambas, están apoyadas sobre el colchón al lado de mis piernas, agarradas a las de mi glotona favorita.
Golosa, no ceja en su empeño, regalándome la mejor versión de sí misma. Sus ojos se abren para mirarme sonrientes, orgullosos del trabajo realizado, cerrándose a continuación suavemente para sentir hasta el último nervio de mi falo.
Eres la mejor. Se lo digo de veras, pues lo creo firmemente, sobre todo acompañado de la atmósfera que nos rodea. Sonríe ligeramente, perdiendo contacto con mi miembro pero solamente unos segundos, los indispensables para preguntarme si me correré en su boca. ¿Quieres que lo haga? Sí. ¿Te lo tragarás todo? Sí. ¿Todo, hasta la última gota? Sí, todo, hasta la última gota.
Acelera un poco aunque no demasiado. El placer requiere paciencia, además de constancia.
Estoy cerca, pero no se lo digo. No hace falta, pues mis manos se tensan enlazadas con las suyas. Aumenta la profundidad, si eso es posible. Incluso se detiene con mi glande encajado en su campanilla. Vuelve a subir, con exasperante lentitud. Baja con decisión, deteniéndose de nuevo. No aguantaré mucho más, a lo sumo 20 segundos. Otro ascenso con otro descenso son suficientes.
Gimo con fuerza mientras mi estómago se tensa y mi pene escupe, atenazado por una garganta experta, tragona, que se mantiene inmóvil aunque no inactiva. Cuando la fuente se detiene, el cuello se retira lentamente sin que los labios pierdan contacto con mi piel. Un beso en el glande es el último contacto que tienen con mi polla, antes de mirarme satisfecha, con la cara aún colorada por el esfuerzo y los ojos alegremente húmedos.
Se llama Nora y detrás de ella, sobre una cómoda marfil de cuatro cajones, sonríe feliz dentro de un marco de plata acompañada de sus dos hijos y de Sebastián, mi jefe.
Ya hace dos meses que dura mi estado de placer sostenido.
Como tantos episodios de nuestra vida, comenzó como un hecho completamente casual. Sencillamente me encontraba en el lugar adecuado en el momento preciso.
Había acabado una reunión con un cliente, así que me disponía a volver directamente a casa, cuando al entrar en el coche me di cuenta que había olvidado en el despacho unos documentos sin los que no podía realizar la visita del día siguiente, a 120 km de Barcelona. Como quería evitarme tener que entrar en la ciudad condal a primera hora de la mañana, pues me era mucho más cómodo dirigirme allí directamente desde mi casa, no me quedó más remedio que volver a la oficina, aunque tuviera que demorarme casi media hora entre trayecto y recogida. Lo que no preví es que tardaría varias horas en llegar a casa.
Solamente quedaba mi jefe en la oficina, pero no lo vi. Había luz en su despacho y estaba discutiendo con alguien. No me extrañó lo más mínimo y me interesó menos. Sebastián es el típico ejecutivo agresivo que vive para y por el éxito, el suyo, al que no le importa pisar a quien se tercie ni echarle al trabajo más horas que un reloj.
Recogí la carpeta con la oferta y salí. Justo entraba en el ascensor cuando una mujer rubia, de unos cuarenta años, buen cuerpo y elegantemente vestida, salía de nuestras oficinas con prisa para entrar en el cubículo. Por poco no choca conmigo. Se disculpó, con un hilo de voz. Sin duda esperaba que el habitáculo estuviera vacío, así que las diez plantas que nos hicimos compañía se le hicieron muy largas, tanto que antes de llegar a tierra comenzaron a resbalar las primeras lágrimas por sus mejillas.
La había conocido hacía unos años, en una fiesta de la empresa en que invitaron a las parejas del personal, sin duda buscando crear sentimiento de familia para que todos nos consideráramos parte del éxito de la compañía y remáramos en la misma dirección. Ella también me conocía a mí, claro, por lo que la necesidad de entablar una mini conversación de circunstancias, le provocó tener que esforzarse más de lo que su estado de ánimo le permitía en aquel momento, lo que la llevó a estallar. Levemente, al principio, pues su educación de colegio privado así se lo había enseñado, con fervor cuando le tendí un pañuelo y posé una mano sobre su hombro.
Pasamos la siguiente hora larga en el reservado de un pub situado a dos calles de la oficina. Se bebió tres whiskies como si fueran agua, mientras yo solamente podía con uno. Su tercero debía haber sido mi segundo. Allí Nora se desahogó.
-Hoy cumplimos once años casados y teníamos entradas para el teatro después de cenar en el Tickets, pero le ha salido un imprevisto en el trabajo. Siempre lo mismo. El trabajo, el trabajo, el trabajo. Ni yo ni la niña le interesamos lo más mínimo. No sé por qué se casó conmigo. Aunque no sé de qué me extraño. Siempre ha sido así.
Me contó muchas más cosas, pero este sería un resumen bastante ajustado a la realidad. Yo solamente escuchaba e intentaba calmarla más que terciar, pues ni tenía confianza suficiente con ella ni me apetecía disculpar al cabrón que llevaba meses amargándome la existencia.
Reza el refrán que a la tercera va la vencida. Tal vez sea cierto, tal vez sea otra bobada más de las miles que pueblan el saber popular, pero en este caso la tercera copa le abrió la mente o le aclaró las ideas, no sabría cómo calificarlo. La cuestión es que finalmente la calmó, dejando de lamentarse para entablar conmigo un juego de confidencias que se fue poniendo interesante a medida que los sorbos iban bajando por su garganta.
-Sabes, me casé con el más guapo, el que tenía ante sí el futuro más prometedor, el que todos dábamos por hecho que iba a triunfar. Pero no pienses que me casé por eso. Me casé enamorada. Enamoradísima. Además de orgullosa de haber enamorado al hombre que querían otras chicas, de que me hubiera elegido a mí en vez de a otras. Envidiada, así me sentía, orgullosa y envidiada. Pero desde un primer momento supe que tendría que luchas contra su ego y su afán de triunfo.
Calló un rato mientras apuraba la copa. Miró el fondo del vaso, vacío de nuevo. Por un momento pensé que iba a pedir la cuarta copa, así que le ofrecí llevarla a casa, esperarlo ahí pero no seguir bebiendo. Me miró curiosa, con una media sonrisa que se tornó en contenido sarcasmo.
-No me espera nadie en casa, pues la niña está con mis padres. Y esperarlo a él es lo que hago desde hace años. Hoy no voy a hacerlo.
-De acuerdo, nos quedamos un rato más si quieres o vamos a dar un paseo, pero no bebas más.
-¿A ti no te espera nadie en casa? –Negué. -¿Y aquella chica con la que viniste a la fiesta, la pelirroja?
-Hace tiempo que se acabó. No estoy con nadie ahora.
Entonces lo percibí claramente, tanto que mi pene reaccionó antes que yo, saludando a gritos. La herida mujer me miró fijamente, hambrienta más que seductora, pero aún tardó en preguntar: ¿Vives solo? Asentí.
Nora tiene 41 años. Elegante, educada, más inteligente que lista, además de afectada. Físicamente es rubia, de cuerpo estilizado y bien cuidado. De aquellas mujeres de clase alta que prefirieron no dar de mamar a su hija para no lastimar un cuerpo esculpido a conciencia. Pero lo que no preví cuando entramos en mi apartamento es que estaba dispuesta a sacar todo el fuego que llevaba dentro para resarcirse del abandono.
Ya en el ascensor, vivo en un cuarto, nos comimos con ansia. Me costó abrir la puerta de casa pues no me permitía soltarla, besándome, agarrándome de donde podía, cintura, brazos, caderas, manos. La empujé contra la pared al entrar en el recibidor, besándola, para detener el juego un par de segundos para preguntarle si estaba segura. Que se joda el cabrón de mi marido, respondió. Que se joda el cabrón de mi jefe, pensé yo.
La desnudé allí mismo, arrancándole la ropa mientras nos babeábamos mutuamente. No rasgué nada, supongo que las prendas de 300€ no se rompen tan fácilmente. No sólo estaba buena, se había vestido para su marido, con un conjunto de ropa interior negro, transparente, con ligueros que salían de la misma braga. Parecía una puta de lujo. No se lo quise quitar. La miré fijamente, asiendo de los elásticos, así que me preguntó:
-¿Te gustan? –Asentí. Jadeando respondió: –A Sebas le encantan, me lo había puesto para él. Pero lo vas a disfrutar tú. -La vi tan desbocada que me lancé, besándola mientras le decía pareces una puta de lujo. Me metió la lengua hasta la campanilla hasta que necesitó respirar. Entonces me miró a los ojos, agarrándome la polla por dentro del bóxer avisándome antes de arrodillarse. –Hoy seré tu puta de lujo.
Tuve que detenerla a los dos minutos para no correrme. ¡Joder con la mujer de mi jefe! Me iba a exprimir el alma. La levanté tirando de sus hombros para reanudar los besos, sucios y babosos. La así de las caderas para que sus piernas rodearan mi cintura, clavando mi hombría en su pubis aún protegido por la blonda oscura. Caminé hacia el comedor, donde la dejé caer sobre el sofá de dos piezas en que suelo descansar. Pero me puse a trabajar.
Me arrodillé entre sus piernas, aparté la tela que cubría su corazón herido y me lo comí. Tal vez no le puse el ansia que ella había mostrado, pero me alimenté con apetito, llevándola a un virulento orgasmo que la tensó primero para dejarla desfallecida unos instantes.
-¡Dios, cómo lo necesitaba! –exclamó mirándome agradecida. Yo seguía entre sus piernas, lamiendo la cara interna de sus muslos, besando sus ingles.
Alargó la mano para agarrarme la polla, tirando de mi cuerpo para encajarnos. Ella misma la colocó en la entrada de su feminidad mientras apartaba el tanga, mirándome felinamente. Espera, me pongo un condón, la avisé. Llevo un DIU, respondió, no hace falta. Entré. Sin violencia pero con determinación, llenándola, mientras su cuerpo se arqueaba ofreciéndome aquel par de mamas que aún no había visto. Me lancé a por ellas, apartando la tela que las escondía, mientras Nora volvía a gemir con fuerza. Mis labios sorbían, mis brazos la acercaban, mi pene la horadaba.
Entonces empezó el concierto. Jódete cabrón, jódete cabrón. Fue culminante, pero inseminada seguí percutiendo hasta que ella también llegó, gritándole a su cornudo marido.
Aunque la despedida fue cariñosa, no hubo promesas ni compromisos. Ella se había tomado una venganza que necesitaba, de la que no mostró el menor arrepentimiento, mientras yo había aprovechado la ocasión. No sólo me había tirado a una mujer que estaba buena, había puesto una pica en la cabeza del hijo puta que al día siguiente me pegó una bronca monumental por una nimiedad que no viene al caso. Pero no me cayó mal. Incluso tuve que reprimir una sonrisa de soberbia mientras me repetía jódete cabrón, jódete cabrón.
Cuatro días después me llamó. Directamente al despacho, a mi número directo pues no nos habíamos dado los móviles. Estaré sola de tres a cinco. ¿Por qué no vienes? Me dio las señas y allí me encaminé, en un acto que he repetido al menos una vez por semana desde entonces. Avisé a Sebas que salía aquella tarde. ¿Dónde vas? A joder a un cabrón, pensé, pero no recuerdo qué le respondí.
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