¡Pínchame, amor! (1)
Masulokunoxo advierte en el Ejercicio que cuando te pones en manos de un chino, lo menos que te puede pasar es esto: infidelidad, lésbico, sexo con maduros, zoofilia, primera vez, masturbación, anal y una pizca de parodia. ¡Quedáis avisados!
Antes de entrar en harina, hago constar –a quien corresponda y le interesen estos cotilleos- que el individuo que firma el relato no tiene ni arte ni parte en los hechos que se narran a continuación, salvo poner en negro sobre blanco lo que le dicto…con dudoso arte, dicho sea de paso.
Se supone que esto debe ser un relato erótico, ¿no? Entonces, ¿a santo de qué viene tanto empeño por parte de este mamón en corregirme el léxico? Según dice, los personajes femeninos de cierta edad, aunque pertenezcan a mi estatus social medio-bajo, no suelen emplear el lenguaje barriobajero que yo utilizo. –Para mí que me estás vacilando con lo del estatus, sea lo que sea eso; pero como se te ocurra poner en los papeles que tengo un solo año más de treinta y cuatro, te crujo. ¿Me has oído bien, tontaina?
Una servidora siempre fue alegre y divertida, de buen compás, lágrima fácil y con un corazoncito tan tierno que da grima; y claro, siempre hay algún aprovechao dispuesto a sacar tajada de las debilidades de una. Sin ir más lejos, el vecino del tercero izquierda, el mismo que firma este relato con un galimatías de apodo. El pollo se pasó una semana dándome la brasa con que tenía que echarle una mano con el relato erótico en cuestión. -Si no sabes ni contar un polvo como es debido, ¿para qué te metes en estos fregaos , chaval?- le decía yo para escurrir el bulto. Pero nada, el tío siguió dale que te pego con la misma murga, asegurándome que se jugaba el poco prestigio que le quedaba en no sé qué coño de página de relatos eróticos y un foro de autores.
En fin, que acabó tocándome la fibra sensible, y por eso estoy aquí ahora dictándole al plumilla éste de los cojones mis más oscuros deseos, fantasías secretas y perversas obsesiones. A ver si consigo que deje de fijarse tanto en mi léxico y más en mis tetas; porque una, pese a su “cierta edad”, está aún que lo vierte –o eso dicen los paletas de la obra de enfrente-, por lo que no me explico cómo es posible que haga más doce horas que no encuentro un nabo que merezca la pena. Si fuera mal pensada, empezaría a sospechar que todos los tíos buenos están encerrados juntos dentro de algún armario; así que juro por mis muertos que el guaperas del tercero izquierda no se me escapa vivo.
Mi mejor noche –porque el relato parece que tiene que ir de eso, de una noche inolvidable-, comenzó de muy mala manera…cuatro meses antes, el día que me casé con Saturnino, el chatarrero del barrio. Una se pasa la vida soñando con que su noche de bodas será de película, que será la princesa protagonista del cuento y que alucinará con los fuegos artificiales de, por lo menos, media docena de orgasmos…para darse el gustazo de poner después verdes de envidia a sus amigas. ¿Y con qué te encuentras? Pues con el Satur borracho perdido, babeando excusas sobre que es la primera vez que su “joya” se niega a ponerse tiesa, e intentando meterte un par de dedos en el culo, porque el chochito ya te lo tiene muy visto y le apetece probar algo nuevo. Lo que acabó probando fue un mordisco en los huevos –con muy mala leche, aunque disfrazado de accidente-, cuando me dio el calambre en la mandíbula que puso un abrupto final a la hora y media de mamada que me pasé sin conseguir que su “joya” reaccionara.
Razón tenía mi madre, cuando decía que lo que mal empieza, mal acaba. Cuatro meses después, yo seguía esperando mis fuegos artificiales; y, encima, teniendo que oírle que la culpa era mía, por no saber despertar a la fiera que llevaba dentro. ¿Fiera? Como no fuera empinando codo, estafando a sus clientes o taladrando con la mirada el culo de alguna vecina, me río yo de la puta fiera del Satur. Pero, claro, todo puede empeorar, como un tal Murphy se encargó de demostrar hace tiempo.
El otro día vi en la tele que una locutora muy mona ponía a parir a los chinos que se dedican a dar masajes a los turistas en plena calle. Supongo que, como en todo, los habrá buenos y malos…y a mí me tocó el mejor. ¡Joder, qué manos tiene mi chinito!
Aquel día yo tenía un ataque de nervios. Había ido a visitar a mi madre y discutí con ella –insistía en que tenía que ser más comprensiva con el Satur-, por lo que volví a casa antes del mediodía. Los berridos que daba la vecina –la propietaria de culo gordo que tanto atraía al Satur- ya se oían desde el descansillo, así que no debería haberme sorprendido tanto; pero una no termina de creerse estas cosas hasta que las tiene delante de las narices. Y allí estaba yo, como una tonta -cargando aún con la tortilla y las empanadillas que me había hecho mamá-, petrificada en el pasillo, fisgando como el cabrito del Satur enterraba la cara -hasta las orejas- en aquel culo celulítico. Reaccioné justo a tiempo de evitar el siguiente número del espectáculo, tiré las bolsas y salí corriendo…porque, aunque no presencié la enculada, el puñetero ascensor tardó una eternidad en llegar, y aquella cerda chillaba que la polla del Satur la estaba matando.
Después pensé que era tonta –es que lo soy-, que tenía que haberme quedado, patearle los huevos al Satur y sacar de mi cama, por los pelos, a la guarra de la vecina, y tirarla escaleras abajo. Pero ya era tarde para desatar mi ira justiciera: llevaba horas dando vueltas sin rumbo por el barrio y me dolían los pies y el alma. Encontré un local con un anuncio en chino y entré, pensando en comer algo, descansar un poco y llorar a moco tendido sin asustar a ningún transeúnte. Me quedé de una pieza, cuando un chinorris alto, cachas y guapísimo, me pregunto qué iba a ser: ¿Anti-estrés, relajante, o completo?...o eso entendí, porque no hay letras bastantes en el abecedario para transcribir el galimatías de lo que realmente dijo el chino.
-Probaré el completo-especial. Y después me traes una pastilla de cianuro con un poco de agua, a ver si así mejora el día- le solté en plan optimista…y debió entender algo, porque me hizo un descarado reconocimiento visual y me indicó –por gestos- que entrara en la habitación de enfrente y me desvistiera. ¡Y yo que había entrado allí pensando en ponerme morada de cerdo agridulce!
Cheng-gong –el chinorris tenía nombre…y apellido; es decir, que para parecer educada debería llamarle Hong Chen-gong- comenzó la sesión con un masaje de lo más normalito, dedicando una especial atención a mis hombros y cuello. De ahí paso a mis piernas, amasándolas, estrujándolas y palmeándolas con el canto de las manos…todo muy profesional y aburrido. El pendón de Julia me había hablado maravillas del masaje con final feliz que le daba -de extranjis y por cincuenta euros- su monitor de pilates, asegurándome que siempre volvía a casa con las rodillas flojas y una sonrisa de oreja a oreja. ¡Pues yo también quería probarlo, coño!
Como si me hubiera leído el pensamiento, Chen terminó con los manoseos y comenzó a recorrer mi espalda con las yemas de sus dedos. ¡Joder, qué gustazo! Pegué tal brinco en la camilla que casi se me cae la toalla que me tapaba el culo. Después se pasó un buen rato dando el mismo tratamiento a mis muslos, jugando a llegar hasta el borde de la toalla –de la que yo tiraba con disimulo hacia arriba- y amagando con colarse debajo, pero sin llegar a concretar la jugada. Yo sudaba de lo lindo, me mordía los labios y notaba mi chochito ansioso, palpitante y pringoso de flujo…pero el cabronazo del chino seguía a lo suyo, ignorando mis desesperados S.O.S. ¿O es que no estaban bien claros los mensajes subliminales que yo emitía? Vamos, que si una tía se estruja las tetas a dos manos, se pellizca los pezones hasta casi reventarlos, separa las piernas hasta que las rodillas se le escurren fuera de la camilla y levanta el culo todo lo que puede, está claro lo que quiere, ¿no?
Al final, casi por compasión, accedió a dibujar el contorno de los labios de mi chochito con un dedo y a darme un par de toques en el clítoris. En ese momento me daba igual si tenía que empeñar la casa para pagar la sesión, mamársela al barrio entero o terminar colgada de un gancho y molida a latigazos…cualquier cosa, con tal de correrme de una puta vez. Así que me revolví como una fiera, dispuesta a meterme en el coño la polla de Chen; o, en su defecto, el brazo hasta el codo, un pie o su calvo melón de ojos rasgados.
La proyectada violación del chino se quedó en grado de tentativa, al intervenir mamá Hong por megafonía y romper el hechizo:
-¡No tocal! ¡Plohibido tocal! ¡Acabal ya! Vinte uros. Si lepetil, vinte más. Pelo no tocal.
Al susto que me dio la puta vieja con sus voces, se unió la impresión de ver mi espalda, reflejada en un espejo empotrado en la pared –y detrás seguro que había alguna cámara grabando-, con un montón de agujas de acupuntura clavadas, aumentando su número a medida que descendían por mi columna vertebral, hasta formar un grupo compacto a la altura de la rabadilla. Me quedé pasmada y mirando a Cheng con cara de pocos amigos. Éste sonrió, se encogió de hombros, me quitó las agujas y se justificó de forma enigmática:
-Tú pedil más que completo. Yo dal. Tú vel después.
Salí de allí echando chispas, hirviendo por dentro y por fuera y cagándome en todas las madres protectoras del mundo, especialmente en las que no pronuncian las erres.
Ahora debería decir, para que nadie piense que soy de las que se tiran al primero con el que se tropiezan, que soy una romántica empedernida, incapaz de pasar a mayores –fantasear sí, porque la imaginación siempre la tuve muy desbocada- con nadie que no fuese mi Satur; y ni hablar de liarme con una tía…ni siquiera en sueños. Lo digo, porque me quedé muy sorprendida, de la que volvía a casa en el autobús, al verme relamerme de gusto delante de una rubia pechugona. Y lo que ya fue la leche, fue el morro con el que entré a matar, pegándome a su culo, alternando mordisquitos entre su cuello y el lóbulo de la oreja, y sobándole las tetas con todo el descaro del mundo. El resto de los pasajeros –salvo que hubiera algún ciego-, veían, cuchicheaban y repartían codazos a los despistados que aún no se habían enterado de la movida. Gracias a Dios que la rubia reaccionó a tiempo, me cogió de la mano –la que tenía libre, porque la otra ya se la había cogido yo y me la había metido debajo de la falda- y me obligó a bajar con ella en la siguiente parada. Llamé al Satur, contándole la milonga de que me iba a quedar unos días cuidando de mi madre…y la rubia y yo tan contentas.
Volví a visitar a Chen tres días más tarde –sin haber pasado aún por casa-, cuando se me bajó de repente el vacilón. El bajón coincidió con una comida de coño de antología por parte de la pechugona, mientras nos duchábamos aquella mañana. Yo veía a una tía –una tía buena, para qué nos vamos a engañar, aunque se le hubiera ido la mano con la talla de los implantes mamarios-, arrodillada delante de mí, afanándose en sacarme brillo al coño…y no lo podía terminar de asimilar. -¿Esto está pasando de verdad o lo estoy soñando? Y si de verdad está sucediendo, ¿cómo coño he llegado hasta aquí? ¡Esto es muy raro, Merche!- filosofaba yo debajo de la cebolleta de la ducha, mientras con una mano le marcaba el ritmo a la rubia, extrañada de que tardase tanto en correrme. Me vestí a toda prisa –trabajo me costó encontrar mis bragas…olvidadas desde hacía tres días en un rincón-, me despedí de mi anfitriona con un escueto “Nos vemos” –entonces caí en la cuenta de que no sabía ni cómo se llamaba- y no paré de correr hasta encontrar a mi chinito.
Esta vez mantuve las manos quietas –trabajo me costó, no crean- y mamá Hong no tuvo que intervenir. Caí en la cuenta de que, cuando Chen hacía tamborilear sus dedos en mi espalda, lo que realmente hacía era clavar agujas a toda velocidad. No paró hasta me dejó la zona del cóccix repleta de agujitas. Y después, disimulando para que la puta vieja no se mosqueara, estuvo masajeándome el coño una eternidad. Yo procuraba sofocar mi excitación mordiendo el reposacabezas de la camilla, y no debía ser la única, en vista del lamentable estado que presentaba…pero cuando una se encuentra en el disparadero de una corrida inminente, se vuelve menos escrupulosa en lo que respecta a las condiciones higiénicas de las instalaciones.
¿Dije una corrida? No, alguna más, pero tampoco las conté. En cuanto a Chen, le pasa como a mí con el inglés, que lo entiendo, pero no lo hablo; así que no conseguí salir de dudas en cuanto a los efectos secundarios del tratamiento. Que me ponía como una moto, saltaba a la vista; que seguía cachonda dos o tres días después, también; pero lo que realmente me interesaba saber era qué coño le pasaba a mi cabeza…porque no era normal que me tirase a todo bicho viviente con el que me cruzase –y menos si es una rubia- y después no recordase ni cómo ni cuándo.
Por si las moscas, aquel día decidí no volver a casa en autobús. Atajé por el parque, para evitar cruzarme con demasiada gente –las rubias acechan en cualquier esquina-, y apretando el paso para llegar a casa con tiempo suficiente de hacer la cena. No recordaba haber comido nada sólido los últimos tres días. Recordaba la cama, la ducha, la tumbona de la terraza y el sofá de la rubia, pero no haberme sentado a la mesa…en la mesa sí, pero eso no contaba, porque enseguida nos caímos de ella. Desfallecida, me senté un banco. Al poco, apareció un abuelete de paseo con su perro. Como no consideré que representasen ninguna amenaza para mi integridad -perdón, quería decir lo contrario-, no puse ninguna objeción a que el anciano se instalase a mi lado.
La culpa la tuvo el chucho. El bicho debió oler que mi chocho aún estaba sudado por los recientes manejos de Chen, y no paraba de dar vueltas alrededor del banco. En un descuido, mientras su dueño me contaba los progresos de su nieto con las oposiciones de abogado del estado, me encontré con la cabeza del puto perro entre mis muslos. Y el cabronazo sabía lo que se hacía, porque mientras me ponía perdía de babas con sus lengüetazos, empujaba el hocico como un poseo, obligándome a abrirme de piernas.
-¡Uy, perdone! César anda un poco salido estos días. Déjeme que lo ate y así no le molesta- se disculpaba el pulcro caballero, mientras forcejeaba con poca convicción con la correa del chucho.
El ofrecimiento del abulete llegaba un poco tarde, porque la fiera peluda había conseguido incrustar la punta de la nariz en mi chochito…con bragas y todo. Y seguía empujando. Lo curioso del caso es que, pasado el primer momento de pánico, la situación no me desagradaba del todo. ¡Qué coño, estaba en la gloria!
-Deje, deje. Se nota que el animalito es muy juguetón y a mí no me molesta. Si ahora le quita usted el caramelo de la boca, igual se enfada y me atiza un mordisco- contesté con un hilo de voz, porque mi caramelo estaba comenzando a derretirse.
Al aflojarse la presión de la correa, el chucho dio un buen tirón, sonó algo roto –mis bragas Cocot de encaje- y me coló dentro toda la lengua, la nariz y medio hocico. El señor salió disparado hacia delante, aterrizando de cara entre mis tetas, como cabía esperar. En resumen, que para escándalo de varias mamás que paseaban a sus retoños, el cuadro era de lo más sugestivo: una elementa despatarrada en un banco, jadeando a grito pelado, con un perrazo comiéndole los bajos y un señor de proyecta edad amorrado a sus tetas. Tras la tercera descarga de fuegos artificiales, me pareció oportuno devolverles el favor. Al abuelete, cuando le bajé de un tirón los pantalones y los gallumbos, estuvo a punto de fallarle el marcapasos, y me costó horrores hacerle una mamada como es debido y sacarle cuatro gotitas de leche. En cambio, al pichabrava de César, en cuanto le agarré el nabo, me puso perdida con la corrida.
Se me estaba haciendo tardísimo, así que recompuse lo mejor que pude mi indumentaria y salí pitando del parque, justo a tiempo de ver un coche patrulla que enfilaba el acceso peatonal a toda pastilla. Al día siguiente, la comidilla de media ciudad fue la crónica de sucesos en la que se relataba el brutal asalto que un señor mayor y su perro habían perpetrado en el parque contra una señorita. El primer impulso, el de presentarme y aclarar el malentendido, enseguida se vio superado por mi espíritu cívico. El señor, decía la crónica periodística, era demasiado mayor para ir a chirona –con César no se metía nadie- y forrado de pasta, por lo que era de suponer que la cosa quedase en un multazo de cinco cifras…a ver si así arreglan el parque de una vez.
Antes de llegar a casa, paré en la carnicería, justo cuando Julio -el hijo del carnicero- echaba el cierre. Al chaval hace tiempo que lo traigo por la calle de la amargura –esas cosas se notan-, pero es demasiado educado como para insinuarse a una clienta casada de impecable reputación –ésa era yo…hasta entonces-. Los filetes que me cortó daba pena verlos; pero, en vista del ataque de nervios que le entró, tampoco se lo reproché. Recuerdo vagamente haber entablado una conversación sobre su novia, interesándome por cuestiones sin importancia, tales como la técnica que empleaba para hacerle pajas, si misionero o perrito…cositas así. Julio lo negaba todo. Le temblaban tanto las manos que temí fuera a rebanase un dedo de un momento a otro. Al final, con un bufido de frustración, me confesó que sólo besitos con lengua y meter mano por encima de la ropa.
-Eso lo arreglamos ahora mismo, campeón.
A una, que en el fondo es una madraza, le pone la autoestima por las nubes ver la velocidad supersónica a la que consigue que los jovencitos se empalmen. El record lo tengo establecido en diez segundos, y Julio no lo batió por los pelos. También es verdad que les dura poquito la leche en las pelotas –el record son veinte segundos-, pero lo compensan con una capacidad de recuperación más que notable. Teniendo en cuenta estos imponderables, me esmeré en la cubana con la que Julio se estrenó, repitió eyaculación precoz con la mamada, recuperó fuerzas con una comida de coño teledirigida –con mis manos en sus orejas lo guié sin problemas-, aguantó media docena de mete-saca –el miedo escénico de la primera vez-, casi me da tiempo a correrme con el segundo…y al fin, con el cuarto, pude enseñarle cómo tritura mi coño una polla cuando me entra el tembleque orgásmico.
Supongo que ahora debo de ser motivo de sus vaciles en el instituto –¡Anda que no son bocazas estos chavales!-, pero mientras me siga regalando los solomillos, caen fijo un par de visitas semanales a la carnicería.
Total, que cuando abrí la puerta de casa debían de ser las tantas y el Satur me recibió con sus ronquidos. Lo lógico habría sido aprovechar la ocasión y utilizar el cuchillo jamonero para cortarle la polla en rodajas, pero en mi enfebrecida mente sólo había una imagen fija: aquella polla follando el culo gordo de la vecina. ¡Y el mío estaba sin estrenar!
El dilema moral que se me presentaba, era si ceder a mis impulsos, o bien racionalizar la situación, despertar a aquel cabronazo y armar un escándalo de los que alarman al vecindario y colapsan la centralita de la policía…más que nada porque las bolsas con la tortilla y las empanadillas seguían tiradas en mitad del pasillo. Pero si he de ser sincera, el dilema me duró menos de lo que tardo en contarlo, acuciada como estaba por el ansia irrefrenable de sexo que, sin fallar una sola vez, me provocan las sesiones de acupuntura del chinito. El efecto, como ya dije antes, desaparece al cabo de unos días; pero mientras dura, no hay forma humana de resistirse a él…¡Ni ganas, qué coño!
Aunque, por muy obcecada que estuviese por concretar mi desvirgue anal, seguía demasiado cabreada con el Satur como para permitir que el desgraciado disfrutase de la situación; aunque también es verdad que me ponía un montón la idea de verle roncando con el ciruelo tieso. Mi enfebrecida mente ideó un plan para conseguir ambos objetivos: lograr que el Satur se corriera sin llegar a enterarse y conseguir mi anhelado desfloramiento anal. Calculando a ojo, la punta del ciruelo del Satur –la verdad es que da gloria verlo…las poquitas veces que se anima- multiplica varias veces el diámetro de mi ojete, por lo que no reparé en gastos a la hora de lubricármelo con aceite de baño. La parte más peliaguda de la operación: conseguir una erección medio decente y que siguiera roncando, fue resuelta con paciencia y un montonazo de saliva.
Quedaba por resolver la parte de cómo coño iba a lograr que mi fruncidito orificio dilatase lo suficiente como para permitir una penetración indolora –para mí- y lo menos trompicada posible, no fuera cosa de que la bestia durmiente despertase en el último momento y me jodiese la diversión. Esto me llevó a reflexionar sobre lo importante que es disponer de un buen plan que cubra cualquier clase de contingencia previsible; y cuando se presenta algún imprevisto, poder echar mano del plan B.
Así que allí estaba yo, mamándosela a mi maridito a cuatro patas, alucinando con el grosor y la coloración amoratada que iba adquiriendo la punta del nabo del Satur, y devanándome los sesos sobre cómo conseguir dilatar mi ojete sin usar los dedos; porque una tiene sus principios y eso sería hacer trampa. En cambio, mis principios no decían nada sobre utilizar un sustituto inanimado…
Lo siguiente que recuerdo es que estaba haciendo equilibrios sobre uno de los dos pomos que adornan los extremos del pie de la cama matrimonial –de caoba maciza y una obra maestra de la ebanistería de finales del siglo XIX-, encomendándome a todos los santos para no resbalar y quedar ensartada como uno de esos pollos que dan vueltas en los hornos de los asadores. ¿Se imaginan la cara del Satur, a la mañana siguiente, viendo a su mujercita tiesa y empalada a los pies de la cama? Ni puta gracia que tendría la broma…salvo que la víctima fuese la vecina del culo gordo, claro.
Les ahorraré los espeluznantes detalles del desvirgue anal perpetrado con el pomo izquierdo –según se mira desde el cabecero de la cama, y haciendo el inciso de que el derecho fue estrenado un mes después…para que no desentonara el color- y me centraré en los aspectos técnicos de la operación.
Gracias a mis experiencias masturbatorias previas –vía vaginal- con tubérculos de gran porte, sé que lo más importante es no dejarse impresionar por las dimensiones del chisme que pretendes meterte. Todo es cuestión de paciencia y lubricación. Y pacientemente, centímetro a centímetro, conseguí que entrase la mitad de la bola que remata el pie de la cama. ¿Qué hay que estar como un puto cencerro para intentar tal cosa? No lo pongo en duda; pero, en aquellos momentos, para mí era una cuestión de honor. ¡Y qué coño!...Si ya había conseguido introducir la mitad, el resto del recorrido era ya todo cuesta abajo.
¡Y un jamón! Entrar, entró, pero de qué manera. Por un momento me quedé sin respiración, con un tembleque que pá qué y una flojera de piernas que hizo que tuviera que agarrarme con las dos manos al vástago de madera que une la bola con el somier. Y menos mal que anduve rápida de reflejos, porque no mide menos de medio metro…y eso es mucha madera como para metérsela por el culo de una sentada. Un rato después, cuando conseguí recuperarme de la impresión y pude volver a respirar con normalidad –algo entrecortadamente, tengo que reconocer-, me invadió una sensación que los alpinistas que coronan un ocho mil describen como una mezcla de euforia y éxtasis. Llegar a la cumbre del K-2 debe ser la leche, pero no se queda atrás coronar el puñetero pomo de mi cama.
Y claro, con la demora que supuso la obtención de mi primer orgasmo anal, el ciruelo del Satur volvió a quedar mustio y arrugadito. El problema era que ahora, encajada como estaba a los pies de la cama, no alcanzaba a echarle el guante. -¡Mierda, Merche, eso tenías que haberlo previsto antes!- ¿Ven lo que les decía hace un momento sobre la importancia de una buena planificación?- Pues no quedaba más cojones que desenchufarse del pomo, buscar algo con lo que alcanzar el colgajo del Satur, y después…Después volví a las andadas, porque la salida fue casi peor que la entrada. Para mí que son esas mierdas que les echan a los barnices, que cualquier día nos envenenan a todos, lo que me produjo unos picores y unos ardores en el ojete que no eran normales. El remedio fue volver a sentarme el bendito –sí, ya sé que acabo de llamarlo puto y puñetero hace un momento, pero eso fue antes del éxtasis místico anal- pomo.
Esta vez, con la maña que da la práctica -y también porque tenía abierto un hueco por el que cabría una bola de billar-, fue cosa de coser y cantar. Con cuatro meneos arriba y abajo sobre el vástago, volví a correrme como una loca. Ahora tenía el culete tan sensible que, cada voluta en espiral que adorna el chisme, me producía una exquisita sensación y distinta a la anterior. La estimulación de la polla del Satur –manitas que es una-, la conseguí enrollándole un par de cintas de seda y maniobrando con habilidad y delicadeza, mientras cabalgaba al trote sobre el pomo. Con el vacilón que me entró con mi tercera y cuarta corridas, casi se me va la mano y el cabrón me pone perdidas las sábanas; pero me controlé a tiempo, volví a desenchufarme del pomo –con gran dolor de corazón- y lo sustituí por ciruelo a punto de caramelo del Satur.
¡Dos meneos! ¡Juro por mis muertos que aguantó dos meneos! ¡Joder, si no me dio tiempo ni de agarrarme al cabecero de la cama! Pero, bueno, el manguerazo de leche que me soltó en los intestinos fue como mano de santo para mis picores.
Antes de dormirme, arrullada por los ronquidos del saco de mierda que yacía a mi lado -con la polla flácida y goteando en las sábanas-, hice un rápido repaso de los acontecimientos de los últimos cuatro días y me quedé muy sorprendida. No alcanzaba a entender lo que me estaba ocurriendo desde que se cruzaron en mi camino Chen y sus agujitas. En cuatro días había follado más -y mucho mejor- que en mis cuatro meses de casada, había sido la protagonista de experiencias para las que no cría estar preparada, y el futuro prometía nuevas y más interesantes aventuras…no sabía entonces hasta qué punto.
¡Anda la hostia! Ahora que llegamos a lo mejor, el plumilla éste me sale con que el relato no puede pasar de las cinco mil palabras y tenemos que parar…si aún me falta por contar la parte más interesante, antes de llegar a mi mejor noche. Venga, otro rato seguimos…ahora toca aprovechar el bulto que amenaza con reventarle la bragueta.