Pies color miel (6)

Relato duro, posiblemente el que más de la serie. Los siguientes seguirán la tónica de siempre.

El lunes fui a la casa de Jose. Me habia avisado de que llegaría sobre la hora de comer así que decidí darle unas cuantas horas para que se pusiera cómodo. Me moría de ganas de verle... Pese a que acababa de terminar los exámenes y debería estar disfrutando de los primeros días de verano, me había pasado el primer finde de libertad sin hacer nada, encerrado en casa, contando las horas para que llegara el lunes. Bueno, no había desaprovechado el tiempo del todo. Estaba impresionado con la mejoría que había conseguido con las bolas anales y quería ver hasta donde era capaz de llegar. Estuve casi todo el finde con ellas puestas, jugando a dilatar mi ano. Empezaba a dominar mi esfínter a voluntad y me sorprendía la mejoría que había adquirido en tan poco tiempo. Quería trabajar mi culo de tal manera que pudiera estar listo para la acción en cualquier momento. Como mi macho no se había corrido en el tiempo que estuvimos separados decidí que yo tampoco lo haría ahora. Jugar con mi culo pero sin pajearme ni correrme hizo que estuviera cachondo ininterrumpidamente y mi mente ideó una y mil formas de sorprender a Jose. Llegaría un punto en el que nos quedaríamos sin cosas que probar pero de momento había todo un mundo de posibilidad inexploradas.

Entre en el edificio y el portero llamó al ascensor por mí, tal y como hizo con Jose el día que nos conocimos. Era una prueba más de que pertenecía a ese mundo. Llegué al ático y divisé a Jose en una de sus butacas, bebiendo un vaso de whisky. Sus labios apenas formaban una delgada línea y en sus ojos, lejos de encontrar la chispa acostumbrada, se apreciaba dureza. Algo pasaba. ¿Quizá le había ido mal en la reunión de negocios? Bueno, de cualquier forma, lograría animarlo.

—Desnúdate. Ya —me dijo con un tono igual de duro que su semblante. Había violencia contenida en sus palabras.

Lo hice lo más rápido que pude. Ya lo había hecho una vez delante de él a modo de striptease, pero ahora no creo que fuera eso lo que me estaba pidiendo. Supuse que estaba poniendo a prueba mi sumisión ya que yo le había confesado que me excitaba imaginarme en el rol que antes había cumplido Mercedes. Me acerqué con cuidado y me arrodillé en sus pies, dispuesto a besarlos. Zarandeó su pierna para evitar que yo lo tocase. ¿Qué demonios pasaba?

—Ni se te ocurra, zorra. Mírame a la cara —levanté la cabeza y recibí un escupitajo en todo mi rostro. Fue muy humillante, sobre todo porque no hice ningún acopio por limpiarme.

Me agarró del pelo y me empujó contra su entrepierna para que se le mamase. Con su mano dirigía el ritmo, que era bestial, insano. Las pasé canutas para respirar mientras abría la boca al máximo. Estaba utilzándome a placer, forzándome como si fuera una muñeca. Me dolían las mandíbulas, los ojos me lloraban. No sé cuanto tiempo pasé en esta situación, con las rodillas rojas de estar a cuatro patas y la boca hecha un coladero. Debió ser bastante tiempo porque se había formado un charco de saliva entre su polla y sus huevos. De nuevo agarrándome el pelo utilizó mi cara para limpiar el estropicio, como si fuese una fregona.

—¿Esto es lo que querías no? Pues ya verás.

Se levantó y me puso contra la butaca, con mi culo en pompa perfectamente expuesto. Cuando estaba empezando a pedirle explicaciones por su conducta, me ensartó con toda su polla. De golpe. Dios. No había sentido tanto dolor en mi vida. A pesar de mis ejercicios, a pesar de que había acudido cachondo, y por tanto, abierto a él. Dolió como una patada en los huevos. Me empezó a follar con brutalidad a la par que me pegaba de vez en cuando algún azote. Yo hundía mi cara en el respaldo de la butaca, en parte para sobrellevar el dolor, en parte para ocultar mi humillación. Lloraba de rabia, de frustración y también un poco de placer. De rabia porque me sentía traicionado por la persona a la que había abierto mi corazón. De frustración porque no entendía nada, de la noche a la mañana Jose era una persona completamente distinta. De placer porque, a su modo, su dureza me estaba gustando. ¿Era eso lo que quería, lo que le había pedido el otro día? Dudaba que fuera así.

Noté que sus embestidas eran más rápidas, si es que eso era posible. Rápidamente deduje que estaba a punto de correrse. Quizá después de eso me diría que todo había sido una broma... O una prueba para medir mis capacidades. Sacó su polla de mi culo, que hizo un ruido de descorchar, y me empujó al suelo. No lo hizo con violencia. Yo estaba tan débil en ese momento y mi posición sobre la butaca era tan inestable que cualquier roce habría hecho que cayera. En el suelo, completamente humillado, con el culo rojo y un boquete en el ano, contemplé cómo se masturbaba delante de mí. Esto no es ninguna prueba, comprendí. Está vengándose. Con furia en los ojos se corrió y me tiró su leche como a una simple perra. Me salpicó entero: cara, pelo, culo, piernas... Yo por acto reflejo volví a buscar sus pies, suplicando su compasión. Me dio la espalda y espetó, con una voz cavernosa, dolida y absolutamente incontestable:

—Coge tus mierdas y vete de aquí. No quiero volver a verte.

Estaba en shock. Sin hacerle esperar, recogí mi ropa, me vesti como pude y me fui. Le eché una mirada mientras entraba en el ascensor pero no me la devolvió. Seguía de espaldas, ignorándome. Le di al botón de bajada, tragándome el orgullo. Antes de que se cerrasen las puertas oí un ruido, unas cadenas tintineando. En la puerta de la cocina estaba Mercedes con su traje de sirvienta y sendas pinzas en los pezones. Esa hija de la gran puta.

Llegué al vestíbulo, con la cara corrida y llena de lágrimas. Debía de ofrecer todo un espectáculo. Casi me desmayo al salir del ascensor. Menos mal que el portero me cogió antes de llegar al suelo. Me miró con cara de sorpresa y me dijo con un fuerte acento andaluz:

—¡Pero muchacho! ¿Qué te ha pasao?

Mi única respuesta fue un ruido indiscernible.

—No puedes salir así a la calle, estás hecho unos zorros —con un pañuelo me limpió la cara y el pelo. Daba igual lo que hiciera, el aspecto que tuviera por fuera; por dentro estaba aún peor, completamente hundido.

—¿Sabes? No soy de meterme donde no me llaman pero ese estilo de vida que lleváis los jóvenes... Yo no me quiero meter con don José, ¡Dios me libre! Pero hacerle esto a un pobre chiquillo... No está de Dios, no, no está de Dios.

Acabó de limpiarme y me ayudó a levantarme. Ese hombre tenía que hacer su trabajo y tampoco podía estar todo el día cuidando a una zorra como yo. Sí, había llegado a la conclusón de que eso es lo que era. No entendía muy bien por qué pero me lo merecía.

—¡Alegra esa cara, hombre, que la vida no es para estar compungido! Ayer estabas más contento, ¿tanto ha cambiado de un día para otro?

Le miré a la cara. Ayer. Yo no había estado ayer. Algo olía raro.

—Ayer no estuve.

—¿Cómo que no estuviste, si yo mismo te abrí la puerta?

—No estuve —dije con todas las fuerzas que me quedaban. Debió ser todo una declaración porque su cara perdió la jovialidad y se puso seria.

—Discúlpame un momento. Siéntate aquí —me dijo, señalando una silla del recibidor.

Se dirigió a su salita y le vi hablar por teléfono con alguien. ¿Iba a llamar a la policía? Yo no quería eso, de ningún modo iba a denunciar a Jose. Volvió a donde estaba y me dijo:

—Don Jose me ha pedido que me dé su tarjeta-llave. Si es usted tan amable.

Rebusqué en mi cartera y se la di. Así que era eso, no me iba a marchar de allí sin darle la tarjeta. El portero volvió a la salita y continuó hablando por teléfono. Me levanté, dispuesto a irme justo en el momento en el que salió el portero.

—Don José me ha pedido que te acompañe de vuelta al piso.

—¿Cómo?

—Ha habido un malentendido.

Nos metimos en el ascensor. Tenía miedo, no sabía si confiar en el portero. No estaba seguro de que Jose quisiera volver a verme en su casa. Sus órdenes habían sido explícitas.

En la azotea nos esperaba Jose y a su lado estaba la puta de Mercedes. Llevaba ese odioso disfraz de sirvienta, levantado, exponiendo su culo. Estaba rojo, signo de que había sido maltratado recientemente. A Jose no debía importarle que el portero le viera en esa situación, humillando a su criada. Él se adelantó en su dirección y yo me quedé rezagado, sin entender todavía nada. No sé qué pasaba aquí pero no quería llamar demasiado la atención.

—Dime lo que me has dicho antes por teléfono —dijo Jose con la voz gélida.

—Esta tarjeta que me ha dado este chico solo se ha utilizado una vez, exactamente una hora antes, cuando ha entrado en este edificio. A todos los efectos, está nueva.

—¿Y ayer?

—Imposible, Señor.

—¿Entonces niegas lo que me has dicho esta mañana?

—No, Señor. No sé qué pensar. Ayer vino un chico y subió a tus habitaciones utilizando una tarjeta. Supuse que era él porque usted me había avisado que es posible que viniera un joven con una de sus llaves.

—Míralo bien, ¿son la misma persona?

—No... no estoy seguro, Señor. Puede. —dijo el portero, escrutándome con la mirada.

—¿Entonces es posible que el chico de ayer fuera otro?

—Así es, Señor.

—No entiendo... —dije yo, pero Mercedes me cortó con un balbuceo indescifrable. Al parecer llevaba puesta una mordaza en la boca. Reaccionó al sonido de mis palabras agitándose como una loca y arrimándose a las piernas de Jose. Este se agachó y ajustó la mordaza aún más. Mercedes se cayó de golpe. Jose hizo un gesto con la mano para que me acercara.

—Verás, Álex, ayer fui víctima de un robo, aquí, en mi propio domicilio. Cuando descubrí que me habían sido sustraído objetos valiosos, lógicamente comprobé mis cintas de seguridad para que la policía tomara las acciones correspondientes —llegué a su lado y me acarició la mejilla con ternura —. Cuál fue mi sorpresa cuando las cámaras se habían desactivado. Dispuesto a llegar al fondo del asunto, le pregunté a Diego, aquí presente, si alguien había entrado en mi apartamento en mi ausencia. Me explicó que vino un joven, con una descripción parecida a la tuya, portando una de mis llaves. Me enseñó las cámaras de seguridad del portal y efectivamente vi a un joven. Desgraciadamente, las cámaras son un poco antiguas y no tienen la resolución que a mí me gustaría.

—Sigo sin entender qué tengo que ver con esto. ¡Yo no he sido!

—Si no lo entiendes, permíteme que ella te lo diga —dijo, desatándole la mordaza a Mercedes.

—Señor, por favor, Señor, no le crea. Es una zorra mentirosa, solo quiere su dinero. No le valora, no está dispuesto a sacrificarse como esta humilde sierva. Por favor, Señor. Está mintiendo, está mintiendo.

Jose volvió a atarle la mordaza.

—Diego, si eres tan amable, busca en ese bolso. Encontrarás una de mis tarjetas. Cotéjala con tu ordenador y dime si coincide con la tarjeta de ayer.

—Ahora mismo, Señor.

Se hizo el silencio mientras el portero bajaba a hacer su trabajo. Mercedes había empezado a temblar y yo ya hilaba lo que había pasado. La zorra me había tendido una trampa. Había errado al calcular el tamaño de esta sibilina perra. Una furia se apoderó de mí. No concebía que se pudiera odiar tanto a un ser humano. El teléfono sonó y Jose lo atendió. Al poco, volvió adonde estábamos. Le quitó la mordaza a Mercedes y le dirigió una dura mirada para que se estuviera callada. Se sentó en una butaca y me pidió que me sentase a su lado.

—¿Niegas haber vertido falsas acusaciones?

—Señor, solo soy una humilde esclava. Señor, por favor, no he hecho nada... Señor... —gimoteó Mercedes.

—¡Maldita zorra! —dijo Jose mientras se levantaba de la silla. —Estoy cansado de escuchar los rebuznos de tu sucia boca. Si vuelvo a detectar una sola mentira te echaré de aquí a patadas como a los perros. Ahora responde a la puta pregunta.

La amenaza hizo efecto pues Mercedes agachó la mirada, sumisa. Yo le toqué el brazo a Jose, intentando calmarle. A veces me asustaba ese ímpetu que tenía.

—He sido mala, Señor.

—Explícate.

—Cóntrate a un chaval para que le tendiera una trampa a... "ese". El plan era que robase unos relojes para poder inculparle. Cuando me dijiste que le habías dado una tarjeta, actúe sin pensar, movida por los celos, Señor.

—¡Para ti no hay ningún "ese"! Eres la más infame de las perras y tratarás con respeto a todos tus superiores. Él es para ti tu Señor. ¿Lo has entendido, perra?

—Sí, mi Señor.

—No es a mí a quien tienes que decírselo.

—Mis disculpas, Señor, esta perra ha vuelto a equivocarse —me dijo, mirándome con rabia en la mirada. Daba igual lo que le dijera Jose, ella nunca acataría mis órdenes. No a menos que se viese obligada.

—Eso está mejor —dijo, mientras volvía a colocarle la mordaza en la boca —. Evidentemente, que hayas confesado como la perra que eres no te exime de la gravedad de tus actos. Recibirás un castigo acorde a tus delitos y te aseguro que lo sufrirás en tus carnes.

—No —dije en voz alta.

—¿Álex? No puedes sentir piedad por esta... perra —dijo con desdén—. Casi nos separa dos veces ¡y por poco lo logra! No consentiré que ni ella ni nadie se interponga.

—No es eso. No la puedes castigar, no como tú quieres hacerlo. Si azotas a esta perra, solo le regalarás unos instantes de doloroso placer. Vive de las humillaciones, esta vez tienes que darla en su punto débil.

—Entiendo lo que dices, te refieres a que...

—Tienes que mearla —dije, quizá más tajentemente de lo que quería —. Méala como la puta puerca que es.

—Es una idea estupenda —dijo, volviendole a quitar la mordaza. Mercedes durante nuestro intercambio había vuelto a balbucear incontroladamente. —¿Aceptas tu castigo, Perra?

—Señor, por favor, Señor, Señor, castigue a esta perra, maltrate su cuerpo, pero no la marque, no puedo, no puedo.

—Te voy a ofrecer una oportunidad, puerca. Si accedes, me pensaré si liberarte o no.

De nuevo, la amenaza surgió efecto. De todas las cosas del mundo lo que más temía Mercedes es que su amo la dejara en libertad. Asintió con el rostro pálido y los ojos demacrados. Fuimos al baño, ella siguiéndonos a cuatro patas. Ya no llevaba la mordaza pero conversavaba las pinzas de los pezones. La ducha de Jose era perfecta para nuestro propósito debido a su generoso tamaño. Le ordenó meterse ahí y colocarse con el culo sobre sus talones. Jose entró en la ducha y sin miramientos, sin proferir palabra alguna, comenzó a mearse sobre la humillada esclava. El primer chorro le dio directa en la cara y los restos del líquido se esparcieron sobre sus tetas. Pronto tenía la cara perdida y su ropa se adhería mojada a su cuerpo. Empezaba a oler mal. Soportó todo el castigo con los ojos cerrados y los labios formando una fina línea. Jose se permitió sacudir con chulería las últimas gotas que fueron absorbidas por el pelo. La esclava cuando vio que había terminado, abrió los ojos, mostrando una profunda vergüenza.

—Ahora tú —me dijo Jose.

—¡No! —gritó Mercedes.

—¡Pues claro que sí, jodida perra! ¡Y esta vez te lo vas a tragar!

No era algo que me llamase especialmente la atención, no había fantaseado nunca con la lluvia dorada... Pero mi deseo de cobrar mi venganza pudo todo lo demás. Mercedes abrió a regañadientes la boca y me acerqué a ella. Por supuesto, no quería ni tocarla. No es porque fuera gay y ella no me atrajase en absoluto sino que por todos los poros de mi piel corría la profunda aversión que tenía contra ella. Hice un esfuerzo y un pequeño chorro la regó la cara. Al instante, corregí la trayectoria y apunté de lleno a su boca. Mercedes tragaba obedientemente y sus ojos estaban tan cerrados, síntoma de que no disfrutaba en absoluto, que hasta quizá se estaba haciendo daño con el gesto. Tome la iniciativa, esta humillación tenía que ser definitoria.

—Abre los ojos, perra —le dije con una sonrisa cruel.

Esto era aún peor. Mercedes estaba contemplando como la persona que había arruinado todo estaba meándole sin contemplaciones en la boca. Terminé con gusto, satisfecho con mi venganza. Mercedes tragó todo lo que le quedaba y me dedicó una mirada desafiante.

—Ahora sal de aquí, piérdete y no vuelvas más. Espero no volver a verte nunca o si no, atente a las consecuencias —dijo Jose.

—Pero me habías prometido...

—¡Yo no te he prometido nada, perra! Te he dicho que me lo pensaría. Ya me lo he pensado y he decidido que no pienso pasar ni un segundo más viendo tu puta cara. ¿Entiendes o no? Sal de aquí, vete y no me busques nunca. Sabes de lo que soy capaz, sabes la influencia que tengo. Si piensas que esto ha sido un infierno, es que eres más tonta de lo que pensaba.

Mercedes salió de la ducha con la cabeza baja. Apestaba a orín y su vestido, antes sexy, ahora era ridículo. Su camino regreso a casa iba a ser de lo más humillante. La acompañamos a la puerta no por educación, sino para asegurarnos de que no hiciera ninguna tontería. Tuvimos que hacerlo con cuidado puesto que salpicaba meada por todos lados. Dejó el pasillo y la sala hecha un cuadro. Se marchó sin mirar atrás, completamente hundida. No volvimos a verla nunca.

—Bueno, es hora de llamar a un verdadero servicio de limpieza y que limpien toda esta porquería.

—¿Qué les vas a decir? —pregunté yo, refiriéndome al estropicio de la casa.

—La verdad: que tenía en casa una perra sin educar.