Pies color miel (4)

¿Quién ha dicho que el sexo más guarro no puede combinarse con el romanticismo?

Desperté sobresaltado. Estaba en una habitación que no reconocí, iluminada tenuemente por los rayos de luna que se colaban desde unos grandes ventanales. Los pinchazos que tenía en el culo me recordaron inmediatamente dónde estaba. Llevé un dedo a mi recto y palpé con cuidado sus rugosidades. Se había cerrado, después del esfuerzo inmenso al que le había sometido antes, pero se notaba inflamado. Conteniendo una mueca de dolor, comprendí que pasaría un tiempo hasta que pudiera volver a darle uso.

Me levanté y fui a tientas buscando un baño. La estancia era enorme y con la oscuridad de la noche me fue imposible orientarme. Se oía un repiqueteo a lo lejos así que me dirigí a la fuente del sonido. Una puerta corredera me dio paso a una cocina equipada a la última, con brillantes superficies metálicas y un acabado impoluto. La cocina era más grande que todo mi piso. En medio había una isla con unos taburetes estilo americano y allí estaba Jose, sonriendome mientras batía unos huevos. Llevaba puesto un albornoz azul marino que dejaba a plena vista su pecho peludo y su barriga. Nada más verle fui consciente de mi propia desnudez. Con las prisas de buscar un baño no me había percatado de vestirme. No pude evitar sentir un escalofrío acompañado de un agudo picor en el culo.

—Estaba a punto de despertarte. ¿Una cena rápida antes de dormir?

Me descubrí hambriento, no había comido nada desde la hora de comer. Resistí el hambre y pregunté por el baño. Tenía necesidades más imperiosas. Señaló una puerta y me dijo que estaba al fondo. El baño, como el resto de la casa, era muy lujoso. Suspire al aliviarme en el inodoro. Con una toallita limpié mi culo dolorido lo mejor que pude. No podía verlo pero estaba seguro de que estaría rojísima e hinchado. En el lavabo me di un agua que me despejó bastante. Junto al lavamanos había un perchero con un albornoz idéntico al de Jose, pero de menor tamaño. Estuve a punto de cogerlo, pero no lo hice. Ese señor había hecho conmigo lo que había querido así que no era momento de avergonzarse. Además... me sentía cachondo exhibiéndome delante de él. En la cocina ya me había metido un buen repaso con la mirada.

Sintiéndome más descansado volví a la cocina. Jose me había preparado un plato con una tortilla, todavía humeante. Le di un par de bocados y mi estómago rugió en agradecimiento. Sí que tenía hambre.

—¿Te gusta?

—Está muy buena —contesté. Era mentira, era solo una tortilla normal y corriente pero me sentía en deuda por su hospitalidad. —¿Tú no comes?

—He picado algo antes, ahora ya no tengo hambre.

—Oh, vaya...

Habíamos vuelto a las insulsas conversaciones. Al parecer el haber compartido nuestros cuerpos no había provocado que superase mi timidez. De hecho, la había acrecentado. Llevé mi mirada al plato y engullí el resto de la comida. El silencio era incomodísimo así que le pregunté lo primero que se me ocurrió:

—¿Entonces no tienes hambre?

—Podría hacer un esfuerzo —mirándome con una media sonrisa provocativa.

—Ah... —dije, mirando otra vez al plato. Por dentro bullía de rabia del lamentable espectáculo que estaba dando, pero de verdad que no podía decir nada sin sentirse estúpido.

—Si has terminado, puedo pedirte un taxi... —dijo, malinterpretando mi incomodidad.

—Ehhh...

—O puedes pasar aquí la noche.

—Pasar aquí. La noche. Sí, sí, estaría bien —tartamudeé nervioso. Me dio la impresión que estaba jugando conmigo y que sabía que no quería ir a ningún lado.

Lo acompañé fuera de la cocina y me llevó a su cuarto. Esta habitación conectaba a una azotea así que supuse que estábamos en la parte trasera. A estas alturas ya me había imaginado que esta casa ocupaba toda la última planta del edificio. La decoración, en su línea, era austera y elegante. Una cama enorme con las sábanas negras, probablemente de seda, una butaca (a Jose parecía que le encantasen las butacas, la casa estaba llena de ellas) y una cómoda, con alguna que otra foto. Había un cuadro enorme de una escena de caza encima del cabecero y una de las paredes estaba cubierta por un espejo que la abarcaba entera. Por algún motivo el cuadro desentonaba claramente con el estilo moderno de la casa. Era extraño, no había ningún armario. Jose me sacó de dudas y abrió una puerta oculta en el espejo que conducía a un vestidor. Abrió un cajón, sacó lo que parecía un pijama y me lo ofreció. Yo lo rechacé, aduciendo que en el Sur hacía mucho calor por las noches.

Con una sonrisa, dejó el pijama en su sitio y colgó su albornoz en una percha. Su cuerpo desnudo, que a esas alturas ya había memorizado, volvió a provocar en mí un escalofrío. Alto, grande, fornido. Una piel maravillosamente acaramelada, ajardinada con matas de pelo negro alborotado silvestre. Su cuerpo transmitía redondez por todas partes. Exhibía su barriga, a la que le sobraba más de un kilo, sin importarle nada, con naturalidad. Por su sonrisa deduje que él también disfrutaba paseando su desnudez y provocando mi desconcierto. Su polla estaba en un estado de reposo y tenía un tamaño considerable. Debía de tener casi el mismo tamaño que en estado de erección, es decir, apenas encogía. Se mostraba seguro de sí mismo, con aparente indiferencia, como si no le importase estar desnudo delante de otra persona. Esa confianza en sí mismo me resultaba arrebatadoramente sexy.

Entró en la cama y yo le seguí. Enseguida me junté lo más que pude, a su lado, colocando mi cabeza en su pecho peludo. En esa posición podía escuchar perfectamente sus latidos y su respiración. Provocado por el fuerte olor, llevé mi boca a su pezón, que como todo su cuerpo, era enorme. Era más fácil romper mi timidez cuando él no me miraba directamente y una vez lo hacía me soltaba rápido. Al contacto con mis labios, se puso en erección. Lo besé con ternura y lo mordí ligeramente, sabiendo lo que hacía. Llevé mi mano a su rabo e inicié unas caricias con la misma intensidad de los besos que le estaba dando. Le pajee lentamente mientras succionaba su pezón. Notaba su respiración entrecortada, pero estaba calmado. Se dejó llevar, disfrutando de las atenciones que le estaba otorgando. Sin dejar de masturbarle, fui bajando. Pasé por su barriga peluda, que lamí, solo con la punta, deteniendome en su obligo. Llegué a su ingle y la besé despacio, presionando con suavidad. Retrasé el momento lo más que pude, besándole ligeramente el nacimiento de su miembro mientras con una mano pajeaba su polla, que debido a su tamaño, golpeaba mi barbilla.

Por fin acabé en su polla y la engullí. Estaba resuelto a darle la mamada más sensual que había recibido nunca. Una mamada tierna, amorosa, contemplativa. La mamada que le haría una mujer a su hombre en sus bodas de miel. Mi boca acogía con calidez su miembro. Penetraciones lentas, muy lentas, profundas. Procuraba succionar al máximo, aunque en realidad no tenía que hacerlo pues su polla ya se ajustaba perfectamente a mi boca; era tan grande que tenía que forzar mis comisuras para comerla. Con una mano acaricié sus huevos que estaban mojados pues la saliva se me escurría. Cuando no la engullía, le dedicaba besos húmedos a todo su tronco, a su punta y a ese agujero que ya empezaba a segregar precum. Él llevó un dedo a mi culo e intentó encajármelo. Lo hizo con suavidad, pero me dolío, pues no estaba preparado después del polvo de antes. No dije nada, seguí mamando, mas él se dio cuenta de mi incomodidad pues dejó de tocarme. Levanté la cabeza para que nuestros ojos se encontraran y le dediqué una mirada de gratitud.

Cambié de sitio y me puse entre sus pies. Entendiendo lo que buscaba, él flexionó las rodillas. Esa postura me dejaba a tiro sus huevos y su culo. Recordé que ese era uno de sus puntos debíles. Con la misma suavidad, relamí sus huevos, alternando lengua y besos con pequeños bocados. Mi nariz estaba enterrada en sus partes bajas y su polla descansaba en mi frente, que estaba empapando pues acababa de dedicarle una mamada de lo más babosa. Cuando mi lengua rozó su ano, se puso tieso. "Está sin inexplorar", deduje. Con la punta de la lengua recorrí su anillo y forzando lentamente, metí la lengua, apenas medio centímetro en su interior. Con ese movimiento su polla se puso tan dura que tuvo un espasmo y golpeó mi frente. Aquella parte olía extraordinariamente fuerte, de un sabor agrio, varonil. Normal, había estado sudando todo el día. Me puse perrísima. Había jugado a ser paciente, a darle un orgasmo lento, intenso, prolongado, pero se me había acabado la paciencia. Abandoné su culo y subí mi cabeza para acabar con una mamada rápida, de las que te dejan dolorida la mandíbula, para que por fin se corriese en mi boca. Ya me había metido todo su miembro cuando sentí que me tocaba la cabeza. La levanté para mirarle:

—Acaba con los pies —me dijo.

Eso solo significaba una cosa, quería que cumpliese mi fantasía, como yo había hecho antes con la suya. Quería correrse en mis pies.

Me eché para atrás y puse mis pies encima de sus huevos. Su polla era más grande que mis pequeños pies y su color moreno oscuro hacía un contraste delicioso con mi palidez. Palpé su polla con el corazón a mil por hora. Con un pie no lograba abarcar toda su dimensión, necesitaba los dos para sujetarla. Un pie lo utilizaba de apoyo y con el otro, ayudado por mis deditos, descapuchaba su cabeza, masajeando su glande. No había hecho nunca una paja con los pies. Eso sí, sabía la mecánica. Puse los pies a la misma altura iniciando un movimiento de fricción. Costaba más de lo que creía, no parecía que le estuviera gustando. Inesperadamente, me cogió uno de mis pies y lo acercó a su boca. Era tan grande que pudo meterse mis cinco dedos dentro, dejándomelos perdidos de saliva. Hizo lo mismo con el otro pie pero esta vez chupando dedo a dedo. Le metió un lamentón a mi planta. De una sola barrida con la lengua había conseguido lamerla entera. Hizo lo propio con la otra planta y cuando acabó situó mis pies frente a su cara, con mis pulgares rozando sus labios. Sabía lo que iba a hacer a continuación, lo que no evitó que me excitara tanto hasta el punto de que casi me corro. Aspiró y me escupió en mis pies, bañándolos con su saliva. No sé si fue más excitante el sonoro escupitajo, la sensación de humillación o las cosquillas de su saliva derramándose en mis pies. Un gran charco se formo en ellos y aproché para restregar pie con pie, esparciendo su saliva por mis plantas y empeines.

Ahora sí, tenía la lubricación perfecta y pude hacer una paja con ellos como dios manda. Subía y bajaba, lentamente primero y después con más intensidad. Mi hombre bufaba y miraba directamente al espectáculo de mis pies desapareciendo una y otra vez sobre su rabo. Desde que me había dicho que quería mis pies ardía en deseos de sentir su leche en ellos así que aumenté el ritmo. Empezó a bufar, estaba cerca. Notaba por la forma en la que se hinchaba su cabeza que no tardaría mucho.

—Correte conmigo, Putita —me dijo entre bufido y bufido. Una orden, como si necesitase esas cosas para obedecerlo.

Dicho y hecho, toqué mi pollita y con un ligero roce estallé. Llené por completo mi mano de mi leche. Unos segundos después, noté la tensión en su polla y empezó a escupir trallazos. Su deliciosa leche empapó mis deditos, se escurrió hacia mis plantas. No sé que había sido mejor si mi propio orgasmo o la sensación de ese hombre deslechándose en mí, cumpliendo mi mayor fetiche.

Satisfecho, esperé a que mi hombre descansara tras la intensa corrida para regalarle una imagen que no pudiera olvidar. Lleve mi mano a mis pies y empecé a darme un masaje con su leche, esparciéndola, dejando que la absorbiese mi piel. La mano con la que lo hice quedó empapada y mirandole a los ojos recogí con la lengua los restos. Era la primera vez que probaba su lefa, aunque no directamente. En principio no me pareció apetitosa, pero la mirada que me echó Jose hizo que mereciera la pena. Por un hombre así merecía la pena comer leche todos los días.

Por un momento pensé que no iba a acabar así, viendo la lujuría con la que me miraba. Compartimos un beso lento, disfrutando el uno del otro. Estabamos muy cansados y la noche había sido excelente de por sí. Habría tiempo de vivir más experiencias.

Me tumbé y mi hombre me atrapó en uno de sus abrazos de oso. Estaba casi al borde de la cama y en la otra dirección estaba él, así que no podía moverme, pero no hacía falta. No quería hacerlo. Me sentía más seguro que nunca, con nuestros pies entrelazados y su miembro apretado contra mi culo.


Me desperté sobresaltado por segunda vez en menos de 24h. Todavía me resultaba raro despertarme en una habitación que no fuera la mía. Sabía dónde estaba porque la estancia tenía impregnado el olor de mi hombre. Tenía la cama para mi solo y la luz entraba con fuerza por la ventana. No había rastro de Jose. Me levanté, todavía con sueño y con ganas de una ducha. Me gusta el cerdeo, sí, pero solo en ciertas ocasiones. Normalmente procuro ser pulcro. En la cómoda había una nota: "He tenido que salir para acudir a una reunión. Volveré a la hora de comer. Si te despiertas pronto, date una vuelta por la casa, así te familiarizas. J.".Eso me daba barra libre a investigar un poco. Tenía ganas de hacerlo, pese al pudor. La noche anterior no había podido ver bien la casa.

No obstante, la naturaleza siempre va primero, necesitaba encontrar un baño. Recordando la puerta oculta del espejo que conducía al vestidor, investigué a ver si había también algún baño oculto por ahí. Resulta que el gran espejo tenía dos puertas y la otra era para el baño. Decir que era lujoso es quedarse corto. Como todo en esta casa, tenía un tamaño irreal, alejado de cualquier estándar normal. Tenía la ducha más grande que había visto nunca, que estaba equipada con un asiento en su interior. Seguramente entrarían con comodidad cuatro o cinco personas. Contaba con un montón de chorros de hidromasaje. Sin pensármelo dos veces, entre en ella y pasé un rato agradable jugando con los diferentes chorros. Presté especial atención a mis pies, que estaban resecos por la corrida de la noche anterior, y a mi culo, que seguía igual de maltratado. Más que el dolor, me molestaba que la irritación me impediría tener sexo cómodamente. Tendría que ser más cuidadoso con esto futuras veces. Salí de la ducha, me sequé como pude y me dispuse a explorar más partes de la casa.

El vestidor lo había entrevisto ya, pero aun así me detuve. Tenía armarios muy elegantes, de esos que no hacen ningún ruido al cerrarse. En varios cajones había una exposición de relojes, anillos y pulseras que parecían bastante caros. Se apreciaba 3 huecos, seguramente de joyas que Jose estaba luciendo en ese momento. A pesar de las evidentes riquezas de su hombre, no parecía ser especialmente presumido. Sí, tenía trajes, de muy buena calidad, pero la mayoría de su ropa estaba compuesta por polos, camisas, pantalones... Todo muy normal, ropa de hombre que cuida su aspecto pero que tampoco le da más importancia de la necesaria. Lo más impresionante de todo era un armario dedicado única y exclusivamente al calzado. Zapatos de todo tipo, informales y formales, de cuero, de tela, sandalias de verano, etc. Faltaban también algunos y fantaseé sobre cuales podrían ser.

Salí al pasillo, que tenía dos habitaciones algo más pequeñas. No parecía que se les diera mucho uso. Más bien serían de invitados, así que no entré. Al final llegué a la gran estancia en la que habíamos tenido nuestro primer encuentro. Estaba dominada por un ventanal enorme desde el que se veía la calle. Vi la zona de sofás y butacas y me sorprendió no encontrar mi ropa, que había dejado tirada la noche anterior. Había otra zona de sofás hacia el centro, junto con una gran mesa de reuniones. La decoración, como siempre, austera, moderna e impersonal. Parecía la típica sala en la que uno organiza fiestas pero que no suele ocupar de diario.

Me llamó la atención una puerta y crucé por ella. Era una sala la mitad de grande que la otra, pero atiborrada de cosas. Tenía un sofá bastante grande, un par de butacas y una mesa con una caja de puros. En un extremo había también una mesa de trabajo repleta de papeles. No quise mirar mucho, respetando la privacidad. Parecían contratos. Llamaba la atención una biblioteca enorme, tan grande que tenía una escalerita para acceder a los estantes superiores. Repasé la lista de títulos, que se contaban por cientos y cientos, reconociendo más de un libro. Estaban perfectamente ordenados y más de uno mostraba signos de gran antigüedad. A su lado había una filmoteca y de nuevo me entretuve con los títulos, sacando más de una cinta y devolviéndola a su lugar. Para mi sorpresa, había también una colección nutrida de películas porno. Muchas vintage y la mayoría en cintas de las antiguas. Tenía de todo, desde porno suave hasta porno duro. Porno con mujeres, porno gay e incluso porno transexual. Predominaban las películas fetichistas: al parecer Jose tenía predilección por las películas que llamo yo de "profesiones" (secretarias, enfermeras, asistentas, etc.), por la lencería y el sexo sucio. También había varias de BDSM y castigos físicos. Tome nota de sus gustos sabiendo que les sacaría partido en un futuro.

Esa estancia conducía a la azotea que dominaba la ciudad pues no había ningún edificio cerca que lo superase en altura. Era grande, ocupando todo el lado del bloque y llena de plantas arománticas. Tenía una zona con hamacas para tomar el sol y otra con muebles de mimbre para disfrutar la sombra. En uno de los lados había una puerta que conducía a la habitación de Jose y en el otro una puerta que no había visto antes. Daba a una zona de relajación con una inmensa bañera de hidromasaje en su interior. Habrían entrado diez como yo en su interior. Deseché la idea de llenarla no fuera a hacer algo mal. Al fondo había dos puertas, con sendas saunas dentro. No entendí por qué tener dos.

Retomé mi camino y volví a la estancia de espacio abierto para dirigirme a la cocina, sitio en el que ya había estado ayer. No había oído ningún ruido así que me sobresalté cuando la encontré ocupada. Era la asistenta, una mujer latinoamericana entrada en años, pero que conservaba la firmeza en sus atributos. Iba con un sencillo uniforme negro y unas medias transparentes que acaban en uno de esos horribles zapatos crocs. Me miró con mala cara y asumí que había invadido su espacio personal. Me disculpé torpemente, muerto de vergüenza. Sobre todo porque seguía desnudo. No preguntó quién era así que lo más seguro es que estaba informada de mi presencia. Sin decir nada, salió por la puerta que conducía al baño que utilicé la noche anterior y me dejó plantado en la cocina.

Cogí una manzana y la mordiqueé distraidamente, preguntándome si era una empleada interna o solo una que se ocupaba de las labores esenciales de cuando en cuando. Con unas naranjas me hice un zumo que bebí de golpe y abandoné la cocina, esperando no volver a encontrarme con ella hasta que volviera Jose. Fui a la biblioteca, elegí un libro y me senté cómodamente a la sombra en la azotea. Para cuando me quise dar cuenta, estaba otra vez durmiendo a pierna suelta.

Me desperté nuevamente sin saber dónde estaba. Empezaba a ser ya costumbre, tres veces en menos de un día. Esta vez Jose estaba delante de mí, mirándome con una sonrisa de incredulidad. Consciente de golpe de que seguía desnudo, me tapé como pude con el libro, desechando rápidamente la idea pues no quería mancharlo. El se rió estrepitosamente. Debía de ofrecer un aspecto desvalido, desnudo y con cara de no saber muy bien dónde me encontraba. Me señaló la mesa y me dijo:

—Voy a ponerme cómodo, en cinco minutos comemos.

Asentí. Salió de la azotea y volvió al rato, desnudo a excepción de un pantalón de deporte corto. Sin calzoncillos, según como bamboleaba su polla en su interior. Casi al mismo tiempo, apareció la asistenta para poner la mesa. Sirvió vino a Jose y a una señal suya, me sirvió a mí también. Mientras nos servía el primer plato, un gazpacho, fuimos hablando de lo que habíamos hecho por la mañana. Él me contó que había tenido que atender una de esas reuniones que no se pueden rechazar, aunque seas el jefe, y yo alabé su casa y su buen gusto. El segundo plato fue Salmón y me di cuenta de que mi trozo tenía más espinas de la cuenta. No dije nada pero Jose, notando mi incomodidad, le pidió a la asistenta que me lo cambiara. El último plato fue un helado de menta y chocolate. Acabé saciado, mas no tanto como Jose, que había comido por lo menos el doble que yo. La asistenta terminó de limpiar la mesa y preguntó:

—¿Algo más, Señor?

—Eso es todo, Mercedes, gracias. Puedes irte a casa.

Se retiró, no sin antes proferirme otra mirada asesina que no supe muy bien a qué venía. Jose se estiró su asiento en un gesto nada adecuado para su nivel de vida. Se levantó y fue al sofá donde antes había estado durmiendo. Se repantingó, dispuesto a descansar después de una copiosa comida. A mí me excitó su pose indolente, con la barriga al aire y sus fuertes pies colgando. Me levanté yo también y dirigiéndome hacia el, me puso de rodillas y dije:

—¿Algo más, Señor? —repetí con sorna, imitando lo que había dicho la criada.

—No hace falta que me trates de usted —respondió con otra de sus risas estentóreas.

—¿Entonces tampoco quieres que haga esto? —contesté, llevando una mano a su paquete.

Suspiró de placer y dejó que le bajase el pantalón. Cerró los ojos mientras yo me introducía su miembro. Le hice una mamada rápida, buscando su propio placer, no el mío. Si no juzgaba mal la situación, Jose era uno de esos hombres que disfrutaban los pequeños placeres de la vida. Una buena comida, una corrida y a dormir la siesta. Yo tenía muchas ganas de probar su leche por fin, que no había podido catar de primera mano. Hice que se corriera en menos de diez minutos y me aseguré de exprimir hasta la última gota. Deje que su polla perdiera su erección dentro de mi boca, sin tragar su leche todavía, dejando que su sabor embargase mi lengua. Cuando se puso morcillona, la retiré de mi boca y mire a Jose para que me viera tragar su corrida. Este estaba durmiendo asi que no pude lucirme delante de él. No importaba, había sido maravilloso recibir su leche. Con cuidado besé la punta de su polla y la metí dentro del pantalón, procurando no despertarlo.

No tenía sueño debido a la pequeña siesta de antes de comer así que volví a la habitación de la librería. Mi idea era devolver el libro que había cogido antes, pero no pude evitar volver a mirar su colección de porno. Estaba cachondo después de la mamada. No quería correrme sin él pero quizá ver alguna de esas películas no estaría mal, aunque fuera solo para sacar ideas. Elegí una de porno gay de osazos que me llamó la atención por su carátula. Cuando fui a meterla en el reproductor de cintas (casi todas esas películas eran antiguas, de la era pre-Internet), me di cuenta de que ya había una dentro. Con curiosidad le di al play, bajando el volumen al mínimo para no molestar. Lo que vi me dejó a cuadros:

Era un vídeo de Jose completamente desnudo sentado en una de sus butacas. Entró en la habitación su asistente Mercedes, vestida con un traje ridículo, una reproducción exageradamente sexual de uno de esos vestidos de criada francesa. Se acercó a mi Señor y empezó a comerle la polla como había hecho yo antes. Jose forzaba su boca, presionando con la cabeza y ahogándola. Cuando estaba a punto de correrse, se levantó y Mercedes se puso de rodillas en una pose demasiado calculada para ser improvisada. Bajándose la parte de arriba del vestido, expuso sus tetas, ofreciéndoselas. Mi Señor se corrió en ellas y ella estiró sus ubres para poder sorber toda la lefada que había vertido. Chupaba con ansia sus propias tetas como una perra. Avancé el vídeo y vi una escena parecida, pero en otra habitación. Mercedes, vestida solo con medias y tacones, recibía la polla de mi Señor a cuatro patas. Este no tenía piedad y taladraba sin parar. Mercedes no protestaba pero era evidente por sus gestos que no estaba disfrutando. Aparté la mirada medio horrorizado y también un poco cachondo. Eso no era el sexo que ellos dos habían tenido. Sí, era también rudo, pero no había pasión, no había morbo. Era el típico sexo de una persona que no disfrutabat de una amante, sino de su propiedad. Mercedes era un mero recipiente de semen.

Mercedes era una esclava.

(!) NOTA DEL AUTOR: El anterior relato está duplicado debido a un error de formato. Disculpen las molestias.