Pies color miel (2)
Segunda parte de esta historia, algo más subida de tono. Se recomienda leer la primera parte, aunque se puede leer de forma independiente.
Había tenido uno de los mejores orgasmos de mi vida, pajeándome con la foto de los pies de un tío que apenas conocía. El espejo de mi habitación reflejaba mi cara colorada que contrastaba con la palidez de mi piel. Estaba sudado, mi corazón todavía latía a mil por hora y en mi pecho se apreciaban restos de la corrida. Me había puesto perdido a mí mismo y eso me ponía aún más cerda.
—¿No vas a decir nada? —me preguntó. Con la tontería llevaba diez minutos sin mirar el móvil, asimilando todavía el reciente orgasmo.
—No sé qué decir, me has puesto muy cachondo —y era verdad. ¿Qué coño le decías a una persona que era capaz de provocar estas sensaciones en ti? Ni siquiera estaba pendiente de la conversación pues mi mirada seguía centrada en su foto.
—Ahora soy yo el que tiene que confesar que es la primera vez que le pone cachondo a alguien con sus pies.
—Supongo... que te has encontrado a la horma de tu propio zapato.
—¿Eres tan ingenioso siempre o solo cuando acabas de correrte?
—¿Cómo? ¿Quién te ha dicho que acabo de correrme?
—Bueno, es lo más lógico. Te he mandado una foto de mis pies y has tardado 10 minutos en contestarme. Cuando lo has hecho, has confesado que estabas muy cachondo. O te has corrido o estás a punto.
¿Quién era este tío? Una cosa es que provocase esta reacción en mí y otra es que supiera leer mis pensamientos, como si pudiera ver lo que estaba pasando. No pude evitarlo y mi polla recuperó otra vez su erección. Me acababa de correr hace apenas unos minutos y seguía cachondo. Me había pillado pajeandome un desconocido y eso me ponía aún más.
—Digamos que sí.
—¿Sí qué?
—Me he corrido.
—¿Y qué has hecho con la leche?
—¿Cómo que qué he hecho? Me he limpiado con un pañuelo.
—Pensaba que eras más morboso.
Sentí su decepción como si lo tuviese delante. ¿Qué me está pasando? ¿Ahora me sentía mal por decepcionar a un tío, un perfecto desconocido? En ese momento me di cuenta de que había sido un hipócrita. Buscaba a un tío dominante, pero yo no estaba asumiendo mi papel de sumiso. Me mostraba chulo en vez de servil, quizá porque hasta ahora no había encontrado una persona que de verdad mereciese mi atención, mis cuidados. Mi instinto me apremiaba a satisfacer a este hombre, deseaba hacer que estuviera orgulloso de mí.
—Puedo serlo para ti. —no le parecía suficiente, así que añadí— Puedo ser lo que tú quieras.
—Espero muchas cosas de ti. Lo vamos a pasar bien. Ahora tengo que irme, ya te hablaré en otro momento.
Y sin más preámbulos, se acabó la conversación, no sin antes recibir otra foto, la tercera del día. Aparecían en ella esos muslos peludos que ya había visto y se apreciaba una corrida abundante y un capullo gordo medio pringoso junto a ella. Era su forma de demostrarme que él también se había estado tocando, y a juzgar por la cantidad, se había corrido mucho más que yo. Cogí mi polla y comencé una segunda paja, alternando las tres imágenes que tenía del que se había convertido mi Dios. La segunda corrida suele hacerse esperar, mas este no fue el caso. Me descargué una vez más y para mi sorpresa, aún me quedaba bastante leche, y eso que la anterior corrida había sido tan fuerte que me había manchado entero. Recordando sus palabras y la decepción que sentí al no haberle satisfecho, me llevé un dedo a mi lefa y probé mi propia leche. Ya la había catado otras veces, pero nunca en mi intimidad. Rebañé lo que quedaba y chupé mis dedos hasta que no quedó ningún resto. Me sentí sucio al hacerlo pero también extrañamente feliz, pues cumplía una orden que ni siquiera me habían dado. Eso parecía valerme. Esa noche no pegué ojo y di vueltas en la cama, embargado por la ansiedad de haberme expuesto tanto y el deseo de que no acabase así la historia.
El resto de la semana me la pasé entrando a Grindr en todos los momentos que tenía libre al día, básicamente cada dos minutos. No volví a abrir ninguna conversación, no me interesaba conocer a nadie más. Solo me importaba que el desconocido de los pies color miel me contestase, cosa que no hizo. Por lo que vi, ni siquiera se conectaba. En fin, son cosas que pasan. Te calientan pero luego no vuelven a hablarte. Me había pasado alguna vez, pero nunca me había jodido tanto como ahora. Tonto de mí, esperaba como una perra en celo a que me hablase. No me tocaba desde nuestra primera conversación, a pesar de que me pasaba todo el día cachondo. Me gustaba sentirme excitado y no quería bajarme el calentón con una simple paja. Prefería esperar a que me hablase y si no, el fin de semana buscaría alguna forma de aliviarme.
El jueves por la noche, más o menos a la misma hora que la otra vez, le escribí un "Hola". No pude aguantarme las ganas, me negaba a que todo acabase así. Tres días de espera no son muchos, pero considerando lo cachondo que estaba, había durado bastante. Esperé dos horas y cuando vi que no me contestaba me fui a dormir. No hubo excitación ni paja aquella noche, solo una profunda tristeza. Lo superaría, solo era una decepción más para mi currículum.
A la mañana siguiente me desperté con la polla dura, cómo no, y pensando en él. Un rápido vistazo al móvil me indicó que no me había contestado. Me duché y tiré para la universidad. Era viernes y me soprendió que en las clases habían avanzado temario sin yo darme cuenta. ¿Cómo iba a saberlo si había estado fantaseando toda la semana con un tío que se había achantado? La parte de mi interior que sentía tristeza se vio superada por una llena de frustración, gran parte dirigida a mí mismo. Era un niñato, me decía, y eso me pasaba por hacer el bobo. Me concentré en recuperar el trabajo perdido y ponerme al día con las clases. Nadie merecía que me comiese tanto el coco. Al salir, recogí mis cosas y fui al baño. Revisé el móvil ensimismado hasta que mi corazón dio un vuelco y vi que tenía una notificación de Grindr. Decía así:
"Bar La Hortaleda, 8:00 PM. Búscame. Iré de blanco".
A quién pensaba engañar. Estaba completamente enchochado de ese hombre.
A las 8 de la tarde en punto estaba en el bar acordado con una mezcla de nerviosismo y vergüenza. Me había pasado toda la tarde dando vueltas en mi habitación pensando en lo que más tarde iba a suceder. Estaba cagado, aunque evidentemente no hubiera desperdiciado esa oportunidad por nada en el mundo. Quedar con otro tío, mucho mayor que yo, en un sitio público, me daba un poco pánico. Yo estaba acostumbrado a los rollos nocturnos, ya sea de fiesta con algún compañero o de cruising. Se la había chupado a algún señor al que ni siquiera le había visto la cara, amparado por la falta de luz. La noche es el periodo ideal para los líos rápidos. En fin, tocaba hacer de tripas corazón.
Me di una vuelta por el bar. No había estado nunca, era un sitio pijo especializado en cócteles. Caí en la cuenta de que no sabía el nombre de la persona que me había citado (qué extraño sonaba decir que tenía una cita), ni había visto su cara. Di dos vueltas al bar y estudié mis posibilidades. Solo había una persona que encajase con la descripción (maduro, fuerte, camisa blanca) y estaba sentado solo. Nuestras miradas se cruzaron entre la multitud y hubo una especie de entendimiento. Era él, debía ser él. Con valentía me dirigí a su mesa, preparándome mentalmente para la vergüenza por si me había equivocado de persona.
Estaba sentado en una mesa del rincón, con dos copas encima de ella, y cuando me vio acercarme se levantó, extendiéndome la mano y esbozando una amplia sonrisa. Me sentí raro con el gesto. Para él dar la mano debía ser algo bastante normal, en cambio para mí era tan extraño como llamar a alguien por teléfono en vez de mandarle un whatsapp. Mientras le daba la mano pensé que eso no era lo más extraño. De repente sentí el ridículo que estaba haciendo. Él era todo un señor, fornido, maduro, de unos cincuenta años. Su tono de piel, moreno, color miel, sugería que era oriundo de la región. La camisa blanca, impecable, se ceñía a su torso, que revelaba una barriga cervecera, y sus brazos y manos tenían rastros de un pelo negro, alborotado. Vestía unos mocasines azul marino y unos pantalones beige, todo conjuntado. No era ninguna belleza, por lo menos según los cánones normales, pero imponía con el tamaño de su cuerpo y la franqueza de su mirada. Su mano era el doble que la mía. Seguramente no era lo único que tenía el doble de grande. Yo, en cambio, parecía un niño a su lado, pese a mis 21 años, con mi camiseta, mis vermudas de color chillón y mis zapatillas sin calcetines. Hacía bastante calor y me había puesto lo más cómodo, sin pensar mucho en mi apariencia. Así de nervioso estaba antes de salir. La diferencia de tamaño entre él y yo era notable, me sacaba por lo menos tres cabezas. Obviamente, eso me hizo excitarme y para cuando me senté, estaba más duro que una piedra. No obstante, lo que más quería era huir de allí. Intentando hacer tiempo para buscar una excusa, mientras mi cita me miraba con la misma sonrisa del principio, dije:
—Esto... ¿Hola...?
—Jose, me llamo Jose.
—Yo Álex, encantado —dije mientras me revolvía inquieto en mi asiento.
—Toma, espero que te guste —dijo Jose mientras me pasaba una jarra de cerveza. Estaba recién tirada.
—Gracias —y tomé un sorvo. Cualquier cosa era mejor que centrarme en aquella persona que me estaba taladrando con su mirada.
—Me alegro de haberte visto en persona, eres más guapo que en fotos.
—Ehhhh, ¿sí?
—Sí, aunque prefiero ver otras cosas.
—Ya, bueno... —miraba a la pared incapaz de hacer contacto visual. Estaba más asustado que un cervatillo que acaba de escuchar el disparo de un cazador.
—Tú en cambio ya has visto mucho...
—Ehh...
—Has visto mi polla.
Le miré asustado con pánico en el rostro. Él seguía con esa sonrisa, seguro de sí mismo, y esos ojos chispeantes que simulaban saberlo todo. Miré a los lados, esperando encontrarme miradas escandalizadas de gente que seguro que había descubierto lo que estábamos haciendo. Sin embargo, lo único que vi es gente riendo, bebiendo y hablando completamente ajenos a nuestra conversación. Respiré aliviado, sintiéndome nuevamente estúpido. Claro que nadie se había dado cuenta de lo que estaba pasando. ¿A quién le iba a importar? Volví a mirarle y le sonreí tímidamente, sonrojándome un poco por la vergüenza. Yo era el experimentado aquí y no obstante me sentía como una colegiala. Le pegué un buen trago a la cerveza para calmar mis nervios, agradeciendo que él hubiera sido tan directo. Tenía la impresión de que si no la conversación habría sido de lo más incómoda.
—Eso está mejor, hombre. Parecía que estabas a punto de echar a correr en cualquier momento. ¿Es que te he molestado en algo?
—Claro que no —dije, esta vez con una sonrisa amplia y sincera.
A partir de este momento, nuestra conversación se tornó normal, parecida a la que tendrían dos amigos de toda la vida. La diferencia de edades apenas se hizo patente. Entre broma y broma nos fuimos contando cada uno nuestra vida. Era maravillosa la capacidad que tenía de fluir nuestra conversación. Yo le conté que estudiaba Historia en la universidad y le hablé de mis inquietudes. Me preguntó por mi tono de piel, tan llamativo en el sur, a lo que le respondí que era del Norte, donde no era tan raro ver a alguien con la piel tan blanca. El sol era intenso allí abajo así que me tenía que echar continuamente crema solar, además de procurar no exponerme demasiado.
Él me explicó que era el presidente de una empresa no muy importante que había fundado desde cero y que actualmente llevaban una gestora. Aparentaba ser una persona corriente, a pesar de que, a juzgar por su ropa, tenía dinero. Me contó que había estado casado, pero que no funcionó. Su esposa era estéril y la falta de hijos había acabado dinamitando su matrimonio. Sin embargo, eso les facilitó la separación. Yo llevaba ya dos cervezas y me estaban afectando. Me había puesto rojo, reía con ganas a cada broma y por dentro estaba empezando a notar un picor que me animaba a soltarme. Quería hablar de sexo así que le pregunté cuándo supo que era bisexual. Fue una apuesta arriesgada: él era un hombre tradicional y estos generalmente no son tan abiertos con su sexualidad.
—Tienes que entender que antes las cosas no eran tan fáciles. Yo me casé con una mujer porque era lo que se esperaba de mí y fui fiel durante más de 20 años, a excepción de un par de aventuras sin importancia. Yo sabía... ejem, que me gustaban también otras cosas, pero no quise darle bola a esos pensamientos... Cuando me divorcié comprendí que no tenía por qué esconderme aunque eso no signifique me guste airearlo por ahí, ¿entiendes?
Estaba en mi salsa, ese era mi terreno. Quizá no estuviera acostumbrado a citarme con hombres mayores en bares, pero sí había lidiado con más de un maduro encerrado en el armario. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, solo tenía que empujar un poquito. Exactamente igual que lo que había hecho él conmigo al principio, cuando estaba tan nervioso que no podía ni mirarle a la cara. Me llevé la cerveza a la boca, bebí lo que me quedaba y me relamí los labios apenas una milésima de segundo, pero sin dejar de mirarlo. Al mismo tiempo, me descalcé disimuladamente y restregué mi pie desnudo contra su pierna. El mantel de la mesa lo ocultaba así que no tenía que preocuparme porque nos vieran. Jose se envaró inmediatamente, pero no se achicó. Me miró pervertidamente y estiró las piernas como invitándome a que subiera el pie más arriba.
—¿Entonces has tenido muchas experiencias? —le dije, mientras mi pie desnudo sobrepasaba su rodilla.
—Eres el primero al que hablo —él estaba empezando a ponerse rojo, aunque evidentemente sabía ocultar su excitación mucho mejor que yo—. No sé ni por qué lo hice.
—Eso es porque no eres del tipo conformista. Eres de los que cuando quiere algo... lo coge —y mientras decía eso, subí aún más mi pie, colocándolo justo debajo de donde él tenía los huevos. Esa última palabra era un invitación. Como había previsto, Jose no pudo resistir mi seducción y llevó una mano a mi pie, asiéndolo con firmeza y presionándolo directamente contra su paquete. Aquello estaba más duro que una piedra y a juzgar por cómo atrapaba todo mi pie, aun con la tela del pantalón de por medio, era de proporciones considerables. Restregó durante unos segundos infartantes mi pie contra su miembro y lo soltó de golpe. Había rudeza en sus gestos y un deseo animal en sus ojos.
—Cálzate —me dijo—. Nos vamos.
Se levantó inmediatamente y se dio la vuelta, mirando a la pared, haciendo un gesto que reconocí enseguida. Se estaba recolocando el paquete para que no se le notara al salir del bar. Gesto un tanto inútil pues llevaba la camisa por dentro y su entrepierna se apreciaba perfectamente. Yo no cuestioné ni pregunté nada. Sabía cuando era el momento de tomar la iniciativa y cuando tenía que obedecer, sin más. Le seguí afuera del bar y eché a andar detrás de él. Le alcancé aligerando un poco el paso, pues su zancada era más larga que la mía y además parecía impaciente.
—¿A dónde vamos? —le pregunté.
—Vamos a portarnos mal.