Piernas de mujer
La falda azul se extendía envolviendo los carnosos perniles que se diluían en las amplias grupas aposentadas en la silla, transmitiendo la sensación de la magnanimidad natural de su cuerpo del que creía percibir aromáticos efluvios.
Al cruzar las piernas su falda azul se estiró sobre los redondeados muslos, adhiriéndose a su cobriza piel, como un sugerente guante.
Una sobre otra, las piernas mostraban su torneada esbeltez que se extendía hasta los bien trabajados pies.
Entre las carnes se dibujaba el pasaje oscuro que se perdía en una profunda quebrada de oculto límite.
A medida que los ojos se acostumbraban a la oscura penumbra del paso, cubierto por la cobertura de la tela azul, la mirada adivinaba cada poro en su penetración milimétrica de piel.
La vista ardiente imaginaba suave ese camino de pieles superpuestas, abrumadas de sol, camino al mágico cierre del sendero: el fin, o el principio, de la profunda hendidura, del entonces imaginario camino, y, como colofón del viaje, el velo que, en su pequeña transparencia, cubría las hirsutas defensas de la fisura.
Esculpida en la carne cálida y viva, su aparición rememoraba el recato de Petra en la cobertura de su tesorería, el misterio convocante al mundo de lo arcaico e indeleble.
Ante ese abrupto final, infranqueable desde la perspectiva actual, los ojos detuvieron su inmersión para volver atrás y, en un plano medio, ampliar la mirada por las trabajadas y desnudas piernas.
La falda azul se extendía envolviendo los carnosos perniles que se diluían en las amplias grupas aposentadas en la silla, transmitiendo la sensación de la magnanimidad natural de su cuerpo, del que creía percibir aromáticos efluvios, el que se enangostaba en una cintura casi estrecha para extenderse en un torso que invitaba al ensueño.
La fina blusa y el traslúcido sostén transparentaban los desarrollados senos que culminaban en aureolados y rozagantes pezones, los que enaltecían su apostura.
Más arriba, el grácil cuello daba lugar a una bien formada cabeza con una nariz respingada, ojos almendrados, una cabellera lacia donairosamente aposentada en sus hombros. Sus ojos, casi ocultos tras el macizo armazón de las lentes, dejaban adivinar la fogosa profundidad de su mirada.
Una de sus manos descansaba alerta sobre el libro apoyado en el posabrazo de la silla, la otra asía la lapicera entre sus dientes remedando imágenes ajenas al espacio - tiempo lugar en que se encontraban.
Traicionado por el viaje de un segundo casi pregunta ¿dónde estábamos ?, pero siguió a duras penas e inconcentradamente con su clase que, a esas alturas, de magistral debía tener poco y nada.