Piel color miel (3)
Incluye la primera escena de sexo explícito. Recalco que es la primera, se vienen más.
Era una noche calurosa, una de las últimas de la primavera, así que la calle estaba llena de gente, compartiendo copas y risas. Lo que para otra persona habría supuesto un ruido considerable, para mí no era más que un zumbido, pues mi corazón latía a ciento cuarenta pulsaciones por minuto. Dado mi estado de nerviosismo, no era capaz de pensar en nada. Mi cuerpo se movía como un autómata, concentrado en cada paso en no perder a mi hombre. Él me tenía a su lado pero no me prestaba atención ni me miraba siquiera. Andaba recto, con paso decidido. Ya desde ese momento quedaba claro que su cometido era marcar el camino y el mío seguirlo.
Llegamos a una gran avenida que acababa en un parque, una zona verde que ocupaba gran parte del centro de la ciudad. El parque lo conocía muy bien, era el escenario favorito de los amantes del cruising. A estas horas seguramente estaría lleno de todo tipo de gente dando vueltas y enlazando miradas cómplices con los transeuntes. Tragué saliva, sabiendo lo que me esperaba. La mayoría de mis experiencias las había vivido en ese parque porque no me fiaba mucho de llevar gente a mi piso y además no quería molestar a mis compañeros. Noté como una gota de sudor resbalaba por mi espalda y desembocaba en mi culo, que palpitaba de la excitación.
Para mi sorpresa, no nos dirigimos hacia el parque, sino a uno de los edificios que limitaba con él. Era un bloque de alta clase que daba señales de tener mucha antigüedad, aunque todo parecía indicar que estaba completamente reformado. Dentro tenía un inmenso portal, parecido a los vestíbulos de los hoteles caro, y había una pequeña sala en la que se encontraba un hombre con uniforme. Me figuré que era el portero, solo una suposición, pues nunca había estado en un sitio de tanta categoría. Nada más vernos, se levantó y llamó al ascensor.
—Buenas noches, don José.
—Buenas noches, Diego —dijo él.
El portero no dio muestras de haberme visto y se dirigió a su sitio mientras nosotros entrábamos al ascensor. ¡Si antes estaba incómodo, ahora más! El ascensor era amplio pero Jose se había colocado justo al lado de la puerta, así que no me quedó más remedio que situarme a escasos treinta centímetros de él. En un espacio tan reducido se hacía todavía más visible la diferencia de tamaños, él 1,80 largos y cerca de 100kg, yo 1,65 y apenas 55 kg. Que el ascensor estuviera lleno de espejos no ayudaba. No podía mirar a ningun lugar sin encontrarme con él. No os equivoquéis, tenía muchas ganas de estar allí, pero estaba tremendamente cohibido. Además no me había dirigido la palabra desde que salimos del bar, así que decidí mirar al suelo, contando mis latidos en silencio para tratar de calmarme.
El ascensor paró y las puertas revelaron una estancia enorme de espacio abierto. Joder, ¡estábamos en el ático! José debía de haber minimizado sus riquezas, pues no había forma alguna de que una persona que poseía "una empresa no muy importante", como me había dicho antes, pudiera tener tremenda suite. Avancé siguiéndole hasta el fondo, que acababa en unos ventanales enormes que cubrían desde el suelo hasta el techo. Era una zona con sofás y butacas de cuero negro. En otros lados se apreciaba una gran mesa, más sofás y alguna que otra puerta que me figuré que conducía a las habitaciones. Todo estaba decorado a estilo moderno, minimalista, con muchísimo gusto, predominando un patrón: el cristal de los ventanales, el cuero negro de la tapicería y la cerámica de los suelos y paredes, en distintos tonos de blanco y de madera. Jose se dirigió hacia un minibar y preguntó de espaldas:
—¿Quieres una copa?
—Sí, por favor.
Me ofreció una copa de whisky y, al mismo tiempo que él se preparaba otra, me la bebí de un trago. Su contenido me revolvió el estómago, que estaba ya revuelto de por sí, pero me insufló el ánimo de hacer algo que me moría por llevar a cabo. Sin esperar a que probase su copa, me dirigí hacia él con paso con paso firme y busqué su boca. Tuve que ponerme de puntillas y su mirada, en principio sorprendida, chispeó. Nuestras lenguas se juntaron ansiosas y un torrente de sensaciones corrió por mi ser. Su barbilla me pinchaba y todo él olía a una colonia muy varonil, salpicada del sudor provocado por una noche como esa. Dejé que sus fuertes brazos me atraparan en un lazo y recorrí con mis manos su espalda, sus hombros, su pecho... Hasta que sentí que me cogía de la muñeca, con fuerza pero sin violencia y rompía nuestro beso. Me asustí al principio, pero su mirada no denotaba agresividad.
—Recuerda dónde estás y qué eres —dijo mientras se dirigía con su copa a una de las butacas, de espaldas al cristal.
Yo me quedé parado en el sitio, asimilando sus palabras. Era verdad, todo esto había empezado porque yo buscaba algo más duradero que los líos efímeros a los que estaba acostumbrado. Buscaba cumplir mis fantasías más ocultas. Y en ese momento, mi prioridad absoluta era obedecer a esa hombre. Era su primera experiencia con su mismo sexo, no podía cometer fallos. Un hombre como él seguro que tenía más opciones, pero me había elegido a mí. Tenía que conseguir que esta fuera la mejor noche de su vida.
—Muéstrate —me dijo.
Me puse a dos metros de él y asentí con la cabeza, entendiendo perfectamente su orden. De pronto, un nuevo miedo afloró en mí. ¡Estaba delante del cristal! Cualquiera que mirara en su dirección, iba a ver lo que estaba a punto de hacer. No pude evitar poner otra cara de pánico. Dios, ¿cuándo me había vuelto tan miedica?
—No te preocupes, desde fuera no nos pueden ver —Jose de nuevo adelantándose a mis preocupaciones. ¿Tan evidente era lo que estaba pensando o es que este hombre tenía un don para leer mis emociones?
Aspiré hondo y me decidí mentalmente. Si un espectáculo quería, un espectáculo iba a tener. Me quité la camiseta sin muchos prolegómenos, mostrando mi pecho blanco y perlado de sudor. No era ninguna bailarina de striptease, pero quería hacerlo bien. Me quité las zapatillas y como no llevaba calcetines, enseguida noté el frío del suelo. Me di la vuelta y me desabroché el pantalón, que me quedaba tan ajustado que no necesitaba cinturón. Lentamente fui inclinando el culo mientras bajaba el pantalón y el calzoncillo, revelando mi culo. Este era mi gran atractivo así que me recreé un rato, dejando que se escurrieran mis ropas. Cuando llegué a los muslos, me quité rápidamente lo que quedaba y procedí a hacer un movimiento que tantas veces había visto en las películas porno. Estando ya completamente desnudo, encorvé mi espalda y con un contoneo sexual agaché mi cuerpo para tocar las puntas de mis pies con los dedos. Estaba de espaldas así que no podía ver su reacción, pero estaba seguro de que había visto hasta el último centrímeto de mí con ese movimiento. Me di la vuelta y ahora sí, pude ver que le estaba gustando, a juzgar por el bulto de su pantalón. Le puse mi mirada más guarra, con la boca entre abierta, mi postura inclinada hacia él y una de mis manos tapando ligeramente mi miembro, como recordaba que había visto en una de las esculturas de la Grecia clásica.
Me hizo un gesto para que me acercase y automáticamente me puse a cuatro patas, caminando lentamente en su dirección y sin dejar de mirarle. Levanté bien mi culo mientras lo hacía e incluso me contoneé un poco en señal de sumisión. Me coloqué a sus pies y él estiró dos dedos en mi dirección. Sabía lo que tenía que hacer. Con la punta de la lengua los lamí con un gesto sutil, apenas una caricia y después de otro gesto suyo, los engullí. Sus dedos estaban proporcionados a su tamaño así que eran más bien pequeñas morcillas y me costó tragarlos hasta el fondo, pero lo hice. Estuve durante un par de minutos simulando una felación con sus dedos, cambiando entre ritmos suaves y ritmos lentos, sin dejar de mirarle de un momento. Él los apartó y yo mantuve abierta la boca, con la lengua fuera, señal de que mi cuerpo y mi boca eran suyos.
Otro movimiento me reveló lo que quería que hiciera a continuación. No hicieron falta palabras ni órdenes, hasta tal punto estaba entregado con la situación. Pisoteó dos veces el suelo y mi mirada se dirigió inmediatamente a sus pies. Esa había sido la fuente original de mi deseo, una foto de sus pies que me habían calentado como nunca, pero ya no era así. Ya no eran unos pies lo que me tenían ensimismado, sino un hombre. Un macho. Su macho. No obstante, me moría de ganas de ver en persona lo que en imagen me había trastocado tanto. Hundí la cabeza y la puse a la altura de sus pies, encerrados en unos preciosos mocasinos. Besé cada uno de sus zapatos en señal de respeto y con reverencia le quité uno y después otro. Me temblaron las manos y sentía en ese momento que estaba atendiendo a un rey. Como no me había ordenado nada, hice lo primero que se me pasó por la mente. Todavía a cuatro patas y con las rodillas en el suelo, puse mi nariz entre sus pies y aspiré el aroma. El olor me embriagó. Parte del cuero de los zapatos, parte del sudor de la noche. Era el mayor olor a macho que había sentido. Eran unos pies cuidados y se notaba que era una persona pulcra. Tímidamente al principio, con fruición después, repasé mi lengua por su contorno, por sus dedos, por sus plantas. Estaba completamente entregado a la labor, con los ojos cerrados, tratando de captar hasta el último de los matices de su olor y de su sabor. No sé cuánto tiempo estuve pero debió ser bastante porque para cuando quise abrir los ojos, sus pies brillaban con mi saliva. Con un poco de vergüenza levanté la cabeza y me devolvió una sonrisa pícara. No sé si él había disfrutado tanto como yo, pero al menos le había gustado. Al parecer se había terminado su copa mientras disfrutaba de cómo le adoraba.
Se levantó y yo aproveché para incorporarme. Me dolían las rodillas de haber estado tanto tiempo a cuatro patas. De cuclillas, su paquete estaba a la altura de mi cara. Se movió apenas un centímetro en mi dirección, pero no hizo falta, yo ya sabía lo que tocaba. Desde que me ordenó desnudarme no había vuelto a decir nada. No era necesario. Desabroché su cinturón, bajé sus pantalones y después sus calzoncillos. Después del espectáculo que le había dado no quería retrasar más la situación. No me había equivocado antes, Jose tenía una polla bastante grande y unos guevos gordos y peludos. En máxima erección mediría unos 18 centímetros. A algunos quizá os parezca poco, acostumbrados seguramente a los estandares irreales de los relatos; para mí, en cambio, ese es un tamaño ideal para tragar. Su grosor, eso sí, era monstruoso, probablemente tendría que forzar la boca para contenerla. Repetí la misma acción que con los pies: con delicadeza levanté sus huevos e introduje la nariz debajo de ellos, aspirando su aroma. Aquella parte estaba sudadísima y el olor era penetrante, más que en sus pies. Me mareé un poco de la sensación tan fuerte que me produjo. Llevé mi lengua a sus huevos y subí hasta su tronco, apretando con cuidado. En su glande me detuve y rodeé la lengua con su cabeza. No me atrevía todavía a tragarla así que seguí chupando, lubricando, aumentando la velocidad con la que mi lengua recorría formas. Al cabo de unos instantes, se impacentó, me agarró la cabeza y procuré abrir la boca al máximo, relajando la lengua. Como había esperado, su polla forzó las comisuras de mis labios y me ocupó por entero. Tres cuartos de su polla estaban alojados en mi interior y yo apenas podía concentrarme en otra cosa que respirar y contener las ganas de vomitar. Su mano volvió a empujar mi cabeza y ahora sí me tragué todo su falo, que hizo tope con mi garganta. No presionaba con fuerza, así que podría haberme librado, pero sabía que aquello era una prueba. Estaba midiendo mi aguante. Durante unos dolorosos segundos aguanté la arcada y sacó su rabo de golpe. De mi boca cayó saliva al suelo del esfuerzo monstruoso que había puesto a mis mandíbulas.
Suspiró con alivio y se volvió a sentar. Interpreté el gesto y seguí yo solo, ilusionado porque había sabido satisfacerle. Con las manos en sus muslos, le hice la mejor mamada que podía hacer. La clave siempre es el ritmo. Comencé volviendome a tragar ese trabuco hasta lograr nuevamente que mi nariz tocara con su vello púbico y después retrocedí lentamente, succionando al máximo, mientras dejaba escapar su polla. Hacía eso y después iniciaba una mamada frenética en la que la punta de su nabo golpeaba mi garganta, una y otra vez. Lento y después rápido. Primero hasa el fondo. Luego con fuerza, ahogándome a mi mismo. Dirigí mi atención hacia sus huevos y los lamí a conciencia. Me metía sus huevos en la boca, por turnos. Probé a chupar debajo de ellos. Como suponía, eso le encantó, pues empezó a jadear. No hay tío que se resista a que le coman los huevos por debajo. Me quedé con las ganas de lamer su agujero ya que desde esa posición no llegaba. Ya habría más oportunidades.
Pronto estaba con los ojos llorosos y lleno de babas. El trabajo que había hecho en su polla y en sus huevos había provocado que aquello pareciese una piscina de lo encharcado que estaba. Recordé la fantasía que me había confesado el primer día, cuando nos conocimos, y le mostré nuevamente que estaba a su completa disposición. Escupí en su rabo y con una mano le pajee, esparciendo toda la saliva mientras le miraba. A continuación, llevé mi cara a su paquete y me restregué entero contra ella, procurando mancharme todo lo posible de la acumulación de saliva, sudor y precum. Su polla y sus huevos inundaban mi cara y el olor que desprendían era el más fuerte hasta el momento.
—¡¡Putita!! —jadeó, con una voz ronca, animal.
Me puso cerdísima me tratase de esa forma. Me levantó sin esfuerzo y me dejó caer en un sofá. Estaba de nuevo a cuatro patas pero en una posición más cómoda, con la cabeza hundida en uno de los cojines. Sentí un cosquilleó en mi culo y un sonoro escupitajo cayó en el centro. Inmediatamente una lengua empezó a devorarme, esparciendo la saliva. Yo había sido precavido y me había preparado antes de salir, pero evidentemente que, para que me entrara una polla así, antes había que trabajarme el culo. Era muy bueno; no sé si fue porque estaba muy cachondo o porque sabía perfectamente lo que hacía. Devoraba mi culo, jugaba con mi anillo y después enroscaba su lengua en mi agujero. Empecé a suspirar como una puta y utilicé mis manos para abrir mis nalgas y permitir que explorase más a fondo. Sentí un fuerte golpe en el culo, un cachete de los que deja marca y me puse aún más firme, como aceptando que hiciera conmigo lo que quisiera. Llevó la mano con la que me había golpeado a mi boca e introdujo dos dedos, que yo empecé a mamar, entendiendo perfectamente su juego. Empezó a alternar las comidas de culo con follarme con sus dedos. Cuando se quedaban resecos, volvía a metermelos en la boca. Menos mal que me había limpiado a conciencia porque lo que me estaba haciendo era una lavativa express. Finalmente, dilaté lo suficiente como para alojar sus dos dedos hasta los nudillos, que el rotaba, presionaba y retorcía en mi interior.
Sacó sus dedos y oí unos pasos, sumado al clásico sonido de un envoltorio rasgándose. Giré mi cabeza y supliqué:
—No, eso no, por favor. A pelo, a pelo —exclamé entre jadeos.
—¿Estás seguro?
—Por favor, por favor. Estoy limpio. Hazme tuyo. Por favor.
—Son condones lubricados, te ayudarán.
—Yo te lubrico pero no te lo pongas. Por favor.
Suspirando, asintió. De todo lo que habíamos hecho esa noche, parecía ser lo único que no le gustaba. Me prometí en ese momento recompensarle por haberle fallado. Me di la vuelta y me puse a comerle la polla, de la que nunca podría cansarme. Me había propuesto lubricarla con mi propia saliva. Con mi mano empecé a follarme el culo para que no dejase de dilatar. Con cuatro dedos esta vez, porque cada uno de los suyos contaba por dos. Me estaba follando a mí mismo con más rudeza de lo que había hecho él antes conmigo. No estaba dispuesto a volver a fallarle y quería que cuando me ensartara, no le costase casi esfuerzo. Bueno, costar iba a costar. Pero por mis cojones que iba a entrar.
Preparado, me di la vuelta. Su polla estaba lo suficientemente pringosa. Mi culo boqueaba reclamando lo que por derecho propio era suyo. Coloqué de nuevo mis manos abriendo mis nalgas, a cuatro patas, y esperé. Sentí un cosquilleo electrizante cuando su punta chocó con mis labios. Hizo esfuerzo para meterla, pero resbaló. Con un gruñido me agarró de la cintura y volvió a empujar. Esta vez dio en el clavo. La punta empezó a abrirse pasó. La sangre se me amontonaba en mi cabeza y empecé a notar un dolor intenso. Muy intenso. Jadeé y contuve la respiración. La pierna me temblaba como si tuviera un tick nervioso. Todo mi instinto me pedía alejarme. Con una fuerza de voluntad que no supe de donde había sacado, me mantuve en mi sitio. La cabeza logró entrar y noté que algo se había desgarrado. Era de esperar. No me preocupé más, aunque escocía, lo peor había pasado. Esperó un tiempo a que me acostumbrase al tamaño y empezó a empujar. Centímetro a centímetro mi culo absorbía su barra. Parecía que no tenía fin aquello. Por fin noté como chocaban sus huevos. Había entrado, Dios, había entrado.
Debió notar mi incomodidad así que esperó. Dejó la polla dentro y traté de respirar tranquilamente, controlando mi pulso. No era la primera vez que estaba en esta situación, sabía como tenía que hacerlo. Unos minutos después, yo mismo moví mi culo hacia delante y hacia atrás, follándome lentamente. El dolor se tornó en placer. Me volvio a azotar en el culo y le dediqué un gemido. Aumenté el ritmo, con cuidado de que la polla no se saliese. Si lo hacía, iba a costar volver a meterla. Sudaba como un condenado y mis jadeos empezaban a mojar el cojín contra el que tenía la cabeza apoyada. Le imprimí un ritmo aún mayor, haciendo sonar mi culo contra sus huevos. Bailaba sobre su polla y contoneaba mi culito, haciendo que rozase contra mis paredes interiores.
No me extrañó cuando me quitó el control y empezó a follarme él. Es lo que esperaba con todo esto. Me agarró con una mano de la cadera, me dio tres azotes seguidos, mas fuertes que los anteriores, y empezó a reventarme a pollazos. Se notaba que sabía follar e imprimir los ritmos correctos. Pasaba de penetraciones lentas y profundas a rápidas y salvajes. En esos últimos momentos, estallaba de placer. Había empezado a gemir sin control y sentía un placer que nunca jamás había experimentado. A él eso le envalentonó y empezó a destrozarme el culo como un animal mientras exclamaba cosas como "¿Esto es lo que querias, Zorra?" o "¿Quién es mi perra?". Apenas consciente de lo que decía, yo solo fui capaz de repetir "Sí" como un mantra. Le hubiera dicho que sí a todo. Es curioso, no me esperaba que me fuese a poner tan cachondo que me tratara como a una mujer, es más, como a su perra. Pero sentía tan bien pensar que yo era su perra... Sentir ese trato me daba un morbo increíble.
Sacó mi polla de mí y protesté. No con palabras, sino con un gemido de frustración. Era incapaz de articular nada o de pensar, solo sentía esa polla y el hueco que había dejado en mí. Recibí otro azote y de pronto me dio la vuelta. Quería follarme cara a cara, con mis pies en sus hombros. Esa postura era aún mejor, su polla se incrustaba en mis entrañas. Aquí ya no había alternancia de ritmos, sino que mantenía unas penetraciones rápidas, profundas. Su polla palpitaba dentro de mí. Se hacía cada vez más grande, hinchaba su cabeza. Pronto iba a darme su leche. Aunque no quería que acabase, ardía en deseos de que me preñase. En un gesto que hizo que sintiera aún más placer, si cabe, llevó uno de mis pies a su boca y empezó a chupetearlos. La imagen era gloriosa: una mole inmensa de 100 kilos, sudadísima, con una barriga peluda y morena follándome a destajo mientras lamía mis pies. Esos pies míos tan femeninos, tan pequeños entre sus manos, blanquísimos, purísimos. No pude más y estallé en un corrida que me nubló la vista. Mi hombre, MI MACHO, recogió mi corrida, desperdigada por todo mi pecho, cuello y cara y untó con ella mi culo, que ahora era SU CULO, para volver a follarme y esta vez sí, correrse en mi interior. Mientras nuestras dos corridas se juntaban, bufó, tres, cuatro, cinco veces, marcando con cada una los trallazos que inundaban mi interior.
Se echó encima de mí completamente exhausto, sudando a mares. Evidentemente, no pude hacer nada. Aunque quisiese, no podría haberle movido, pesaba mucho más que yo. Además, no quería que se moviese. Me sentía a gusto, protegido entre su cuerpo. Pasado un rato, se salió de mi culo y se dejó caer a mi lado. Yo me arrimé contra él y le limpié la polla con la boca. De forma dulce, cuidadosa, llevándome todos los rastros de nuestro salvaje encuentro. Era mi forma de agradecerle por este rato de placer, probablemente el mejor de mi vida. Él no se movió y su polla, aunque morcillona, no llegó a excitarse. Cuando acabé el trabajo, me acurruqué bajo su brazo y me quede dormido, desnudo como el día que dios me trajo al mundo, satisfecho como nunca y con dos gotas de leche que escapaban de mi abierto culo, símbolo de nuestra unión.
Era una noche calurosa, una de las últimas de la primavera, así que la calle estaba llena de gente, compartiendo copas y risas. Lo que para otra persona habría supuesto un ruido considerable, para mí no era más que un zumbido, pues mi corazón latía a ciento cuarenta pulsaciones por minuto. Dado mi estado de nerviosismo, no era capaz de pensar en nada. Mi cuerpo se movía como un autómata, concentrado en cada paso en no perder a mi hombre.Él me tenía a su lado pero no me prestaba atención ni me miraba siquiera. Andaba recto, con paso decidido. Ya desde ese momento quedaba claro que su cometido era marcar el camino y el mío seguirlo.
Llegamos a una gran avenida que acababa en un parque, una zona verde que ocupaba gran parte del centro de la ciudad. El parque lo conocía muy bien, era el escenario favorito de los amantes del cruising. A estas horas seguramente estaría lleno de todo tipo de gente dando vueltas y enlazando miradas cómplices con los transeuntes. Tragué saliva, sabiendo lo que me esperaba. La mayoría de mis experiencias las había vivido en ese parque porque no me fiaba mucho de llevar gente a mi piso y además no quería molestar a mis compañeros. Noté como una gota de sudor resbalaba por mi espalda y desembocaba en mi culo, que palpitaba de la excitación.
Para mi sorpresa, no nos dirigimos hacia el parque, sino a uno de los edificios que limitaba con él. Era un bloque de alta clase que daba señales de tener mucha antigüedad, aunque todo parecía indicar que estaba completamente reformado. Dentro tenía un inmenso portal, parecido a los vestíbulos de los hoteles caro, y había una pequeña sala en la que se encontraba un hombre con uniforme. Me figuré que era el portero, solo una suposición, pues nunca había estado en un sitio de tanta categoría. Nada más vernos, se levantó y llamó al ascensor.
—Buenas noches, don José.
—Buenas noches, Diego —dijo él.
El portero no dio muestras de haberme visto y se dirigió a su sitio mientras nosotros entrábamos al ascensor. ¡Si antes estaba incómodo, ahora más! El ascensor era amplio pero Jose se había colocado justo al lado de la puerta, así que no me quedó más remedio que situarme a escasos treinta centímetros de él. En un espacio tan reducido se hacía todavía más visible la diferencia de tamaños, él 1,80 largos y cerca de 100kg, yo 1,65 y apenas 55 kg. Que el ascensor estuviera lleno de espejos no ayudaba. No podía mirar a ningun lugar sin encontrarme con él. No os equivoquéis, tenía muchas ganas de estar allí, pero estaba tremendamente cohibido. Además no me había dirigido la palabra desde que salimos del bar, así que decidí mirar al suelo, contando mis latidos en silencio para tratar de calmarme.
El ascensor paró y las puertas revelaron una estancia enorme de espacio abierto. Joder, ¡estábamos en el ático! José debía de haber minimizado sus riquezas, pues no había forma alguna de que una persona que poseía "una empresa no muy importante", como me había dicho antes, pudiera tener tremenda suite. Avancé siguiéndole hasta el fondo, que acababa en unos ventanales enormes que cubrían desde el suelo hasta el techo. Era una zona con sofás y butacas de cuero negro. En otros lados se apreciaba una gran mesa, más sofás y alguna que otra puerta que me figuré que conducía a las habitaciones. Todo estaba decorado a estilo moderno, minimalista, con muchísimo gusto, predominando un patrón: el cristal de los ventanales, el cuero negro de la tapicería y la cerámica de los suelos y paredes, en distintos tonos de blanco y de madera. Jose se dirigió hacia un minibar y preguntó de espaldas:
—¿Quieres una copa?
—Sí, por favor.
Me ofreció una copa de whisky y, al mismo tiempo que él se preparaba otra, me la bebí de un trago. Su contenido me revolvió el estómago, que estaba ya revuelto de por sí, pero me insufló el ánimo de hacer algo que me moría por llevar a cabo. Sin esperar a que probase su copa, me dirigí hacia él con paso con paso firme y busqué su boca. Tuve que ponerme de puntillas y su mirada, en principio sorprendida, chispeó. Nuestras lenguas se juntaron ansiosas y un torrente de sensaciones corrió por mi ser. Su barbilla me pinchaba y todo él olía a una colonia muy varonil, salpicada del sudor provocado por una noche como esa. Dejé que sus fuertes brazos me atraparan en un lazo y recorrí con mis manos su espalda, sus hombros, su pecho... Hasta que sentí que me cogía de la muñeca, con fuerza pero sin violencia y rompía nuestro beso. Me asustí al principio, pero su mirada no denotaba agresividad.
—Recuerda dónde estás y qué eres —dijo mientras se dirigía con su copa a una de las butacas, de espaldas al cristal.
Yo me quedé parado en el sitio, asimilando sus palabras. Era verdad, todo esto había empezado porque yo buscaba algo más duradero que los líos efímeros a los que estaba acostumbrado. Buscaba cumplir mis fantasías más ocultas. Y en ese momento, mi prioridad absoluta era obedecer a esa hombre. Era su primera experiencia con su mismo sexo, no podía cometer fallos. Un hombre como él seguro que tenía más opciones, pero me había elegido a mí. Tenía que conseguir que esta fuera la mejor noche de su vida.
—Muéstrate —me dijo.
Me puse a dos metros de él y asentí con la cabeza, entendiendo perfectamente su orden. De pronto, un nuevo miedo afloró en mí. ¡Estaba delante del cristal! Cualquiera que mirara en su dirección, iba a ver lo que estaba a punto de hacer. No pude evitar poner otra cara de pánico. Dios, ¿cuándo me había vuelto tan miedica?
—No te preocupes, desde fuera no nos pueden ver —Jose de nuevo adelantándose a mis preocupaciones. ¿Tan evidente era lo que estaba pensando o es que este hombre tenía un don para leer mis emociones?
Aspiré hondo y me decidí mentalmente. Si un espectáculo quería, un espectáculo iba a tener. Me quité la camiseta sin muchos prolegómenos, mostrando mi pecho blanco y perlado de sudor. No era ninguna bailarina de striptease, pero quería hacerlo bien. Me quité las zapatillas y como no llevaba calcetines, enseguida noté el frío del suelo. Me di la vuelta y me desabroché el pantalón, que me quedaba tan ajustado que no necesitaba cinturón. Lentamente fui inclinando el culo mientras bajaba el pantalón y el calzoncillo, revelando mi culo. Este era mi gran atractivo así que me recreé un rato, dejando que se escurrieran mis ropas. Cuando llegué a los muslos, me quité rápidamente lo que quedaba y procedí a hacer un movimiento que tantas veces había visto en las películas porno. Estando ya completamente desnudo, encorvé mi espalda y con un contoneo sexual agaché mi cuerpo para tocar las puntas de mis pies con los dedos. Estaba de espaldas así que no podía ver su reacción, pero estaba seguro de que había visto hasta el último centrímeto de mí con ese movimiento. Me di la vuelta y ahora sí, pude ver que le estaba gustando, a juzgar por el bulto de su pantalón. Le puse mi mirada más guarra, con la boca entre abierta, mi postura inclinada hacia él y una de mis manos tapando ligeramente mi miembro, como recordaba que había visto en una de las esculturas de la Grecia clásica.
Me hizo un gesto para que me acercase y automáticamente me puse a cuatro patas, caminando lentamente en su dirección y sin dejar de mirarle. Levanté bien mi culo mientras lo hacía e incluso me contoneé un poco en señal de sumisión. Me coloqué a sus pies y él estiró dos dedos en mi dirección. Sabía lo que tenía que hacer. Con la punta de la lengua los lamí con un gesto sutil, apenas una caricia y después de otro gesto suyo, los engullí. Sus dedos estaban proporcionados a su tamaño así que eran más bien pequeñas morcillas y me costó tragarlos hasta el fondo, pero lo hice. Estuve durante un par de minutos simulando una felación con sus dedos, cambiando entre ritmos suaves y ritmos lentos, sin dejar de mirarle de un momento. Él los apartó y yo mantuve abierta la boca, con la lengua fuera, señal de que mi cuerpo y mi boca eran suyos.
Otro movimiento me reveló lo que quería que hiciera a continuación. No hicieron falta palabras ni órdenes, hasta tal punto estaba entregado con la situación. Pisoteó dos veces el suelo y mi mirada se dirigió inmediatamente a sus pies. Esa había sido la fuente original de mi deseo, una foto de sus pies que me habían calentado como nunca, pero ya no era así. Ya no eran unos pies lo que me tenían ensimismado, sino un hombre. Un macho. Su macho. No obstante, me moría de ganas de ver en persona lo que en imagen me había trastocado tanto. Hundí la cabeza y la puse a la altura de sus pies, encerrados en unos preciosos mocasinos. Besé cada uno de sus zapatos en señal de respeto y con reverencia le quité uno y después otro. Me temblaron las manos y sentía en ese momento que estaba atendiendo a un rey. Como no me había ordenado nada, hice lo primero que se me pasó por la mente. Todavía a cuatro patas y con las rodillas en el suelo, puse mi nariz entre sus pies y aspiré el aroma. El olor me embriagó. Parte del cuero de los zapatos, parte del sudor de la noche. Era el mayor olor a macho que había sentido. Eran unos pies cuidados y se notaba que era una persona pulcra. Tímidamente al principio, con fruición después, repasé mi lengua por su contorno, por sus dedos, por sus plantas. Estaba completamente entregado a la labor, con los ojos cerrados, tratando de captar hasta el último de los matices de su olor y de su sabor. No sé cuánto tiempo estuve pero debió ser bastante porque para cuando quise abrir los ojos, sus pies brillaban con mi saliva. Con un poco de vergüenza levanté la cabeza y me devolvió una sonrisa pícara. No sé si él había disfrutado tanto como yo, pero al menos le había gustado. Al parecer se había terminado su copa mientras disfrutaba de cómo le adoraba.
Se levantó y yo aproveché para incorporarme. Me dolían las rodillas de haber estado tanto tiempo a cuatro patas. De cuclillas, su paquete estaba a la altura de mi cara. Se movió apenas un centímetro en mi dirección, pero no hizo falta, yo ya sabía lo que tocaba. Desde que me ordenó desnudarme no había vuelto a decir nada. No era necesario. Desabroché su cinturón, bajé sus pantalones y después sus calzoncillos. Después del espectáculo que le había dado no quería retrasar más la situación. No me había equivocado antes, Jose tenía una polla bastante grande y unos guevos gordos y peludos. En máxima erección mediría unos 18 centímetros. A algunos quizá os parezca poco, acostumbrados seguramente a los estandares irreales de los relatos; para mí, en cambio, ese es un tamaño ideal para tragar. Su grosor, eso sí, era monstruoso, probablemente tendría que forzar la boca para contenerla. Repetí la misma acción que con los pies: con delicadeza levanté sus huevos e introduje la nariz debajo de ellos, aspirando su aroma. Aquella parte estaba sudadísima y el olor era penetrante, más que en sus pies. Me mareé un poco de la sensación tan fuerte que me produjo. Llevé mi lengua a sus huevos y subí hasta su tronco, apretando con cuidado. En su glande me detuve y rodeé la lengua con su cabeza. No me atrevía todavía a tragarla así que seguí chupando, lubricando, aumentando la velocidad con la que mi lengua recorría formas. Al cabo de unos instantes, se impacentó, me agarró la cabeza y procuré abrir la boca al máximo, relajando la lengua. Como había esperado, su polla forzó las comisuras de mis labios y me ocupó por entero. Tres cuartos de su polla estaban alojados en mi interior y yo apenas podía concentrarme en otra cosa que respirar y contener las ganas de vomitar. Su mano volvió a empujar mi cabeza y ahora sí me tragué todo su falo, que hizo tope con mi garganta. No presionaba con fuerza, así que podría haberme librado, pero sabía que aquello era una prueba. Estaba midiendo mi aguante. Durante unos dolorosos segundos aguanté la arcada y sacó su rabo de golpe. De mi boca cayó saliva al suelo del esfuerzo monstruoso que había puesto a mis mandíbulas.
Suspiró con alivio y se volvió a sentar. Interpreté el gesto y seguí yo solo, ilusionado porque había sabido satisfacerle. Con las manos en sus muslos, le hice la mejor mamada que podía hacer. La clave siempre es el ritmo. Comencé volviendome a tragar ese trabuco hasta lograr nuevamente que mi nariz tocara con su vello púbico y después retrocedí lentamente, succionando al máximo, mientras dejaba escapar su polla. Hacía eso y después iniciaba una mamada frenética en la que la punta de su nabo golpeaba mi garganta, una y otra vez. Lento y después rápido. Primero hasa el fondo. Luego con fuerza, ahogándome a mi mismo. Dirigí mi atención hacia sus huevos y los lamí a conciencia. Me metía sus huevos en la boca, por turnos. Probé a chupar debajo de ellos. Como suponía, eso le encantó, pues empezó a jadear. No hay tío que se resista a que le coman los huevos por debajo. Me quedé con las ganas de lamer su agujero ya que desde esa posición no llegaba. Ya habría más oportunidades.
Pronto estaba con los ojos llorosos y lleno de babas. El trabajo que había hecho en su polla y en sus huevos había provocado que aquello pareciese una piscina de lo encharcado que estaba. Recordé la fantasía que me había confesado el primer día, cuando nos conocimos, y le mostré nuevamente que estaba a su completa disposición. Escupí en su rabo y con una mano le pajee, esparciendo toda la saliva mientras le miraba. A continuación, llevé mi cara a su paquete y me restregué entero contra ella, procurando mancharme todo lo posible de la acumulación de saliva, sudor y precum. Su polla y sus huevos inundaban mi cara y el olor que desprendían era el más fuerte hasta el momento.
—¡¡Putita!! —jadeó, con una voz ronca, animal.
Me puso cerdísima me tratase de esa forma. Me levantó sin esfuerzo y me dejó caer en un sofá. Estaba de nuevo a cuatro patas pero en una posición más cómoda, con la cabeza hundida en uno de los cojines. Sentí un cosquilleó en mi culo y un sonoro escupitajo cayó en el centro. Inmediatamente una lengua empezó a devorarme, esparciendo la saliva. Yo había sido precavido y me había preparado antes de salir, pero evidentemente que, para que me entrara una polla así, antes había que trabajarme el culo. Era muy bueno; no sé si fue porque estaba muy cachondo o porque sabía perfectamente lo que hacía. Devoraba mi culo, jugaba con mi anillo y después enroscaba su lengua en mi agujero. Empecé a suspirar como una puta y utilicé mis manos para abrir mis nalgas y permitir que explorase más a fondo. Sentí un fuerte golpe en el culo, un cachete de los que deja marca y me puse aún más firme, como aceptando que hiciera conmigo lo que quisiera. Llevó la mano con la que me había golpeado a mi boca e introdujo dos dedos, que yo empecé a mamar, entendiendo perfectamente su juego. Empezó a alternar las comidas de culo con follarme con sus dedos. Cuando se quedaban resecos, volvía a metermelos en la boca. Menos mal que me había limpiado a conciencia porque lo que me estaba haciendo era una lavativa express. Finalmente, dilaté lo suficiente como para alojar sus dos dedos hasta los nudillos, que el rotaba, presionaba y retorcía en mi interior.
Sacó sus dedos y oí unos pasos, sumado al clásico sonido de un envoltorio rasgándose. Giré mi cabeza y supliqué:
—No, eso no, por favor. A pelo, a pelo —exclamé entre jadeos.
—¿Estás seguro?
—Por favor, por favor. Estoy limpio. Hazme tuyo. Por favor.
—Son condones lubricados, te ayudarán.
—Yo te lubrico pero no te lo pongas. Por favor.
Suspirando, asintió. De todo lo que habíamos hecho esa noche, parecía ser lo único que no le gustaba. Me prometí en ese momento recompensarle por haberle fallado. Me di la vuelta y me puse a comerle la polla, de la que nunca podría cansarme. Me había propuesto lubricarla con mi propia saliva. Con mi mano empecé a follarme el culo para que no dejase de dilatar. Con cuatro dedos esta vez, porque cada uno de los suyos contaba por dos. Me estaba follando a mí mismo con más rudeza de lo que había hecho él antes conmigo. No estaba dispuesto a volver a fallarle y quería que cuando me ensartara, no le costase casi esfuerzo. Bueno, costar iba a costar. Pero por mis cojones que iba a entrar.
Preparado, me di la vuelta. Su polla estaba lo suficientemente pringosa. Mi culo boqueaba reclamando lo que por derecho propio era suyo. Coloqué de nuevo mis manos abriendo mis nalgas, a cuatro patas, y esperé. Sentí un cosquilleo electrizante cuando su punta chocó con mis labios. Hizo esfuerzo para meterla, pero resbaló. Con un gruñido me agarró de la cintura y volvió a empujar. Esta vez dio en el clavo. La punta empezó a abrirse pasó. La sangre se me amontonaba en mi cabeza y empecé a notar un dolor intenso. Muy intenso. Jadeé y contuve la respiración. La pierna me temblaba como si tuviera un tick nervioso. Todo mi instinto me pedía alejarme. Con una fuerza de voluntad que no supe de donde había sacado, me mantuve en mi sitio. La cabeza logró entrar y noté que algo se había desgarrado. Era de esperar. No me preocupé más, aunque escocía, lo peor había pasado. Esperó un tiempo a que me acostumbrase al tamaño y empezó a empujar. Centímetro a centímetro mi culo absorbía su barra. Parecía que no tenía fin aquello. Por fin noté como chocaban sus huevos. Había entrado, Dios, había entrado.
Debió notar mi incomodidad así que esperó. Dejó la polla dentro y traté de respirar tranquilamente, controlando mi pulso. No era la primera vez que estaba en esta situación, sabía como tenía que hacerlo. Unos minutos después, yo mismo moví mi culo hacia delante y hacia atrás, follándome lentamente. El dolor se tornó en placer. Me volvio a azotar en el culo y le dediqué un gemido. Aumenté el ritmo, con cuidado de que la polla no se saliese. Si lo hacía, iba a costar volver a meterla. Sudaba como un condenado y mis jadeos empezaban a mojar el cojín contra el que tenía la cabeza apoyada. Le imprimí un ritmo aún mayor, haciendo sonar mi culo contra sus huevos. Bailaba sobre su polla y contoneaba mi culito, haciendo que rozase contra mis paredes interiores.
No me extrañó cuando me quitó el control y empezó a follarme él. Es lo que esperaba con todo esto. Me agarró con una mano de la cadera, me dio tres azotes seguidos, mas fuertes que los anteriores, y empezó a reventarme a pollazos. Se notaba que sabía follar e imprimir los ritmos correctos. Pasaba de penetraciones lentas y profundas a rápidas y salvajes. En esos últimos momentos, estallaba de placer. Había empezado a gemir sin control y sentía un placer que nunca jamás había experimentado. A él eso le envalentonó y empezó a destrozarme el culo como un animal mientras exclamaba cosas como "¿Esto es lo que querias, Zorra?" o "¿Quién es mi perra?". Apenas consciente de lo que decía, yo solo fui capaz de repetir "Sí" como un mantra. Le hubiera dicho que sí a todo. Es curioso, no me esperaba que me fuese a poner tan cachondo que me tratara como a una mujer, es más, como a su perra. Pero sentía tan bien pensar que yo era su perra... Sentir ese trato me daba un morbo increíble.
Sacó mi polla de mí y protesté. No con palabras, sino con un gemido de frustración. Era incapaz de articular nada o de pensar, solo sentía esa polla y el hueco que había dejado en mí. Recibí otro azote y de pronto me dio la vuelta. Quería follarme cara a cara, con mis pies en sus hombros. Esa postura era aún mejor, su polla se incrustaba en mis entrañas. Aquí ya no había alternancia de ritmos, sino que mantenía unas penetraciones rápidas, profundas. Su polla palpitaba dentro de mí. Se hacía cada vez más grande, hinchaba su cabeza. Pronto iba a darme su leche. Aunque no quería que acabase, ardía en deseos de que me preñase. En un gesto que hizo que sintiera aún más placer, si cabe, llevó uno de mis pies a su boca y empezó a chupetearlos. La imagen era gloriosa: una mole inmensa de 100 kilos, sudadísima, con una barriga peluda y morena follándome a destajo mientras lamía mis pies. Esos pies míos tan femeninos, tan pequeños entre sus manos, blanquísimos, purísimos. No pude más y estallé en un corrida que me nubló la vista. Mi hombre, MI MACHO, recogió mi corrida, desperdigada por todo mi pecho, cuello y cara y untó con ella mi culo, que ahora era SU CULO, para volver a follarme y esta vez sí, correrse en mi interior. Mientras nuestras dos corridas se juntaban, bufó, tres, cuatro, cinco veces, marcando con cada una los trallazos que inundaban mi interior.
Se echó encima de mí completamente exhausto, sudando a mares. Evidentemente, no pude hacer nada. Aunque quisiese, no podría haberle movido, pesaba mucho más que yo. Además, no quería que se moviese. Me sentía a gusto, protegido entre su cuerpo. Pasado un rato, se salió de mi culo y se dejó caer a mi lado. Yo me arrimé contra él y le limpié la polla con la boca. De forma dulce, cuidadosa, llevándome todos los rastros de nuestro salvaje encuentro. Era mi forma de agradecerle por este rato de placer, probablemente el mejor de mi vida. Él no se movió y su polla, aunque morcillona, no llegó a excitarse. Cuando acabé el trabajo, me acurruqué bajo su brazo y me quede dormido, desnudo como el día que dios me trajo al mundo, satisfecho como nunca y con dos gotas de leche que escapaban de mi abierto culo, símbolo de nuestra unión.