Pídeme lo que quieras!9

Disculpen la demora, espero y disfruten este nuevo capitulo! gracias por los comentarios!

Autor: Megan Maxwell

Los maravillosos días juntas continúan y lo ocurrido esa noche se acaba convirtiendo en una anécdota más. Dedicamos los días a tomar el sol, a charlar y a disfrutar de nuestra compañía. Los mensajes de la tal Betta siguen llegando e intento no pensar en ellos. No debo. Fernanda también me manda mensajes a mí y Annette se abstiene de comentarlos.

Una de las mañanas nos vamos los cuatro de excursión a Tarifa, para ver las ruinas romanas de Baelo Claudia en Bolonia. Comemos allí en un precioso restaurante y, cuando vamos a pagar, nos encontramos con Emma, el amigo de Annette y otro amigo.

Nos saludan con afabilidad y juntos vamos todos a tomar un café a una terracita. Mientras tomamos café, me entero que Emma es una abogada alemana y que está de vacaciones por el sur. El otro amigo, un tal Fred, es un viticultor francés. Durante un rato charlamos de lo primero que sale, pero soy consciente de las miradas que me lanza Emma de vez en cuando. Annette también se da cuenta y se acerca a mi oído.

—Emma se muere por probarte de nuevo.

—¿Y no te molesta saberlo? -Annette sonríe y me besa en el cuello.

—No. Es un buen amigo y sé que nunca haría nada sin mi permiso. Además, estoy deseando ofrecerte a ell de nuevo, si tú quieres.

El calor se apodera de mi cara y me abanico, mientras Annette sonríe.

—¿Calor, pequeña?

—Sí.

Pasea las manos por mis muslos, con posesión, y veo que Emma nos observa.

Annette, que está pendiente de todo, murmura: —¿Quieres que vayamos a un hotel y te follemos?

—¡Annette!

—O mejor… ¿Qué tal si vamos a la playa y en el agua…?

—¡Annette!

—Sólo pensar en cómo abres la boca cuando jadeas ya me pone muy excitada.

Divertida, quita las manos de mis piernas. Disfruta con sus provocaciones y yo me acaloro. Me abanico y Annette sonríe. Tras los cafés, cuando nos vamos a despedir, oigo a Andrea preguntar: —Emma, Fred, ¿os apetece venir a mi casa a cenar?

Aceptan inmediatamente y yo me acaloro más. Tras despedirnos de ellos y quedar a las nueve, Frida se me acerca mientras caminamos hacia el coche.

—¡Uoooo…! Esta noche tenemos fiestecita privada. Durante todo el camino de vuelta, Annette no hace más que mirarme y sonreír. Y cuando llegamos a casa y nos duchamos me estimula, mientras me susurra al oído que esa noche me va a ofrecer. Tras la ducha, me pide que me vista para la cena con un vestido verde y unos zapatos de tacón que le gustan y me sugiere que no lleve ropa interior.

A las nueve, llegan Fred y Emma. Siento cómo ésta me mira y recorre mi cuerpo con sus ojos. Eso me inquieta, ya que sé por y para qué ha venido.

Andrea nos hace la cena. Es una estupenda cocinera y los seis disfrutamos del asado de carne alrededor de la mesa. Durante la cena, Annette no me quita ojo y veo que sonríe al notar mis pezones duros como piedras marcarse bajo mi vestido. Está disfrutando de mi nerviosismo y eso me pone todavía más histérica.

Nada más acabar la cena, Annette se levanta impaciente, coge mi mano, una botella de champán y, tras mirar a Emma, murmura:

—Vayamos a por el postre.

Emma se limpia la boca con la servilleta, sonríe y se dirige hacia donde está Annette. Yo me quedo ojiplática. Me dejo llevar por Annette de la mano. La dirección que lleva es la del cuarto azul con la cama redonda. En cuanto los tres entramos en la habitación, me suelta y dice:

—No te muevas.

Me paro en seco y veo cómo ella se sienta en la cama. Pone tres copas sobre una mesita y las comienza a llenar. Comienzo a tener calor. Sobre la cama veo varios botes y… y… el vibrador. Ardo. Me fijo en las sábanas. Brillan. Parecen de plástico y en ese instante siento que Emma se me acerca y se queda detrás de mí. Annette coge una de las copas y comienza a beber.

—Maravilloso postre —dice, tras dar un trago—, ¿no crees, Emma?

En décimas de segundo, las manos de esta se posan sobre mi cintura y bajan por el contorno de mi trasero mientras Annette nos observa. Cuando llega a las cachas de mi culo las aprieta.

—Mmmmm… estupendo.

Me muevo enloquecida mientras ese hombre me sigue tocando sin decoro. Los ojos de Annette chispean de excitación cuando nota que mi movimiento facilita que Emma me acaricie. Durante unos minutos, se limita a tocarme por encima del vestido. Mis pezones duros se marcan en éste y él posa su boca sobre la tela. Juega con ellos hasta que Annette dice:

—Ven, Jud… voy a desnudarte.

En décimas de segundo, el vestido cae a mis pies y quedo totalmente desnuda ante ellas. Emma se sienta junto a Annette en la cama.

—Tu mujer me encanta… Es tan sabrosa que deseo chuparla entera.

Annette sonríe con morbo, me da un cachete en el culo que me escuece y le indica a su amiga, mientras me acerca a ella.

—Chúpala, es tu postre. Deseo ver cómo lo haces.

Escuchar eso hace que mi estómago se contraiga y entonces Emma, aún vestida, se tumba en la cama.

—Vamos, preciosa. Ven aquí. Arrodíllate frente a mi cara y dame tu coñito. Eres mi postre y te voy a comer entera.

Me subo a la cama y hago lo que me pide, avivada por lo que me dice y, en especial, por la posesiva mirada de Annette. Sin dilación me agarra por los muslos y su boca se pasea, acelerada, por mi sexo. Lo lame. Lo chupa. Lo succiona. Lo restriega sobre su cara mientras siento que sus dientes me dan pequeños mordisquitos que me hacen jadear. Cierro los ojos. Estoy extasiada y mis caderas bailan sobre su boca, mientras mis pechos se mueven de un lado para el otro.

No veo a Annette. Está sentada detrás de mí y, debido a mi postura, no puedo ver su cara. Pero siento su mirada clavada en mi espalda y soy consciente de que nota cómo restriego mi vagina sobre la boca de su amiga en busca de mi placer. Aquel nuevo mundo que estoy descubriendo cada vez me gusta más y, a cada instante, su disfrute es superior al hecho de perder la vergüenza y buscar mi placer. Oigo algo que se rasga y presupongo que es un preservativo. De pronto siento que Annette me tira de las caderas y me pone a cuatro patas sobre su amigo. Emma junta mis pechos y se levanta para metérselos en la boca, mientras Annette pone la punta del faloen mi húmeda vagina y poco a poco lo introduce. Dos mujeres. Una encima y otra debajo. Estoy a su merced. Estoy tan excitada que noto cómo mis fluidos resbalan por mi pierna cuando oigo la voz de Annette:

—Sí… empapada para mí.

Las manos de Emma y las de Annette están en mi cintura. Cuatro manos me sujetan y grito al notar que son ellas quienes me mueven para empalarme en el falo de Annette una y otra vez. A cada grito mío, oigo sus resuellos. Una y otra… y otra vez más, Annette me penetra mientras Emma empuja mis caderas hacia ella, hasta que de pronto noto que algo duro y muy mojado intenta entrar por el mismo sitio por donde Annette me penetra. Me muevo y Annette susurra.

—Es un consolador, cariño. Tranquila. Algún día quiero que seamos dos los que te follemos por el mismo sitio.

Calor… calor y más calor. ¡Voy a explotar! Annette continúa sus penetraciones, mientras Emma me chupa los pezones y, con una de sus manos, mete poco a poco el consolador junto al falo de Annette. Me dilato. Mi cuerpo y el interior de mi vagina se amoldan a la nueva intrusión y comienzo a disfrutar de ellos. Todo es morbo. Todo es caliente. Annette me da un nuevo azote y vuelve a penetrarme con fuerza. Yo grito y siento que voy a estallar. Emma saca el consolador, lo deja sobre la cama y murmura mientras abre mis muslos para Annette:

—Eres exquisita.

Annette detiene sus embestidas y coge el bote de lubricante que se encuentra a nuestro lado mientras Emma sigue diciendo cosas calientes frente a mi cara y me da azotitos en el trasero que me avivan.

—Ábrela —murmura Annette.

Emma me coge de las cachas del culo y tira de ellas para separarlas. En ese instante noto cómo Annette, con la yema de su dedo, aplica lubricante sobre mi ano. El líquido resbaladizo está templado y noto cómo lo introduce con su dedo. Lo mete… lo saca y vuelve a meterlo. Jadeo y me muevo inquieta. Nunca he practicado sexo anal y tengo miedo al dolor. Annette saca el dedo y vuelve a meterlo con otra buena porción de lubricante. Esta vez su dedo gira en circulitos en mi interior.

—Bien, cariño, bien… relájate. Lo estás haciendo muy bien —murmura Annette.

Gimo y me inclino hacia adelante. Mis pechos caen sobre Emma, que aprovecha para mordisquearme los pezones.

—Sí, preciosa… sí… danos tu precioso culito y te prometo que lo pasarás muy bien.

Noto que el dedo de Annette entra y sale cada vez mejor. Gustosa, muevo mi trasero en busca de aquel nuevo placer cuando siento que Annette introduce dos dedos. La presión que percibo es tremenda y arqueo la cintura en busca de alivio. Pero el dolor con dos dedos se me hace insoportable.

—Annette… Annette, duele.

Inmediatamente, con cuidado, saca los dedos y mete algo con forma de chupete, yo gimo al notar cómo mi carne se abre y se amolda a él. Abro la boca en busca de aire y, cuando siento que Annette me saca lo que me ha metido…, jadeo… jadeo… jadeo… Instantes después, Annette se acerca a mí y deposita un beso en mi nuca.

—Ya está, cariño. Por hoy no lo tocaré más.

Emma me suelta las cachas del culo y siento que vuelve a abrirme las piernas.

—Annette… vamos… haz que su pechos bamboleen sobre mí.

La penetración de Annette es profunda como a mí me gusta. De una embestida, se mete dentro de mí y yo grito. Mis pechos se mueven ante la cara de Emma y éste agarra uno y se lo mete en la boca para mordisquear mi pezón. Cuando lo suelta, me mira y, mientras me muevo por las embestidas de Annette, Emma susurra:

—Espero que Annette me deje probar algún día la estrechez de tu trasero. Tiene que ser maravilloso follártelo.

No sé qué decir. Sólo muevo mi cabeza mientras me mira y observo las ganas que tiene de penetrarme. Emma no me besa. No se acerca a mi boca. Aún recuerda que Annette le indicó que mi boca es sólo de ella. Pero me mira y siento su excitación mientras mi cuerpo salta sobre ella ante las penetraciones de Annette.

Uno… dos… tres… diez. Annette saquea mi cuerpo una y otra vez, hasta que se tensa y cae desplomada sobre mí. Yo caigo sobre Emma. El sudor de su frente me empapa la espalda y su boca me besa en la cintura. Sonrío al sentirlo bien y feliz. Después, saca el falo de mí, libera su cuerpo del mío y dice:

—Ahora tú…

Emma asiente, me echa a un lado, se desnuda, se pone un falo y coge uno de los preservativos que hay sobre la cama. Con los dientes, lo rasga y se lo pone rápidamente. Annette me mira mientras su pecho sube y baja por el esfuerzo que acaba de hacer. Se quita el preservativo y lo deja a un lado.

—Túmbate sobre la cama, preciosa —murmura Emma.

Cuando lo hago, veo que ambos se levantan, Annette le cuchichea algo y Emma hace un gesto afirmativo. Después, ambos se suben sobre la cama y Annette coge la botella de champán.

—Junta las plantas de tus pies y flexiona las rodillas. De nuevo mi húmedo, abierto y chorreante sexo queda ante ellas. Emma se agacha y pasea nuevamente su boca por él, mientras Annette me echa champán en el ombligo. Mi estómago se contrae y el champán cae descontrolado por él. Emma chupa el reguero de alcohol que llega hasta mi vulva y murmura:

—Mmmmmmm… Maravilloso. Más…

Annette vuelve a echarme champán. Esta vez sobre mi vulva y yo me arqueo, mientras Emma chupa y lame con avidez el frescor que el champán deja sobre mí.

—Mastúrbate para nosotras, Jud —pide Annette, mientras me entrega un vibrador para el clítoris. Vuelve a echarme champán en mi sexo y agradezco de nuevo el frescor, pero Emma lo seca rápidamente a lengüetazos. Enciendo el vibrador y lo pongo al uno sobre mi ya hinchado clítoris. Me muevo sofocada y lo subo al dos. Jadeo al notar cómo se abre la flor que hay en mí ante aquel runruneo y, cuando Annette lo pone al tres y Emma apoya sus manos en mis muslos para que no los cierre, el calor se apodera de mi cuerpo y despego el vibrador de mi clítoris mientras grito y alzo las caderas. Emma deseosa de entrar en mi interior y, más tras lo que acabo de hacer, coge mis muslos y se los pone sobre sus hombros. Me penetra con cuidado. Yo grito y ella vuelve a penetrarme, mientras Annette se acerca a mí por la cabecera de la cama, riega su vagina con champán y se sienta sobre mi boca. —Todo tuya, pequeña.

Excitada por mi situación, jugueteo con los labios mayores de Annette con mi lengua. Dibujo círculos con la lengua alrededor del clítoris y siento que reacciona. Su clítoris se pone erecto mientras lo succiono, escucho a Annette gemir y Emma me penetra. Como tengo los brazos sueltos, llevo mis manos hasta su trasero y la acerco más a mí.

—Ahhh… —susurra. Me llenan entre las dos. Emma por mi vagina y Annette por mi boca hasta que siento que Annette se retira con su vagina chorreante y observa cómo mi cuerpo se mueve ante las penetraciones de Emma.

—¡Dios, me voy a correr! —jadea ésta. Me coge por las caderas y me aprieta contra ella. Eso me hace retorcerme y gemir. Mis pechos se bambolean delante de ellas, mi cuerpo se arquea y grito: —¡Más!

Emma sale de mí y vuelve a entrar. Abro los ojos y miro a Annette que me observa a mi lado y siento la lujuria en sus ojos. Me gusta. Me excita. Emma da un grito de placer, se echa hacia atrás y se deja ir. Annette se sienta sobre la cama se pone de nuevo el falo y un preservativo y me dice: —Jud, ven… siéntate sobre mí. Con las piernas temblorosas, me muevo y la obedezco. Estoy dispuesta a que me penetren otra vez. Lo deseo. Su falo entra en mi ensanchada vagina y sin piedad alguna me aprieta contra ella.

—Así… vamos, cariño, aráñame la espalda.

Jadeo… grito y la araño. Durante unos minutos, Annette bambolea sus caderas en círculo y el falo se mueve dentro de mí al mismo tiempo que yo me estrujo contra ella. Adoro esa sensación de plenitud.

—Annette…

—Dime, cariño… —susurra mientras me aprieta una y otra vez y me da la impresión de que me va a partir en dos.

—Me gusta… oh… sí… me gusta. Asiente con los ojos encendidos.

—Lo sé, pequeña… lo sé.

Emma, colocado a nuestro lado, nos observa y, segundos después, se pone detrás de mí y me toca los pezones con sus dedos mientras Annette vuelve a apretarme contra su falo.

—Hoy no, cariño… pero otro día te penetraremos las dos por la vagina.

Un espasmo me recorre el cuerpo. Grito… Jadeo. Un chillido llama mi atención y de pronto veo a Frida sobre la cama. ¿Cuándo han entrado?

Está en la misma tesitura que yo. Pero ella está siendo penetrada por Andrea y Fred. Andrea, su esposa, la penetra por la vagina, mientras Fred la penetra con holgura y fuerza por el ano. Nuestras miradas se encuentran y la carne se me pone de gallina. Ambas disfrutamos de lo que esas personas nos hacen, mientras nos sentimos sus muñecas, sus juguetes y accedemos a sus caprichos. Siento que un orgasmo devastador va a salir de mí… calor… calor… calor… Mi vagina se contrae y succiona el falo de Annette. L

DOS días después, tras la noche de sexo lujurioso que pasamos en el cuartito de juegos de Frida y Andrea, la vida sigue su rumbo. Cada vez estoy más colgada por Annette y ella cada vez está más pendiente de mí. Todo lo que necesito o deseo, antes de que yo lo pida, ella me lo da. ¿Se estará enamorando de mí?

Esa mañana, Andrea decide encargar una paellita en la playa. Sobre las dos de la tarde bajamos a comerla al chiringuito. Está deliciosa. La mejor paellita mixta que he comido en mi vida. El teléfono de Annette suena continuamente y tan pronto leo el nombre de Marta como el de Betta. No digo nada, ella ya lo dice todo con sus gestos. Tras la paella decidimos tirarnos en la playa un ratito a tomar el sol. El teléfono de Annette vuelve a sonar. Finalmente observo que teclea en él, pero poco después se agobia y le pide a Andrea que la lleve al chalet. Su humor ha cambiado y, aunque lo intenta disimular, su cara no lo puede negar.

Rápidamente me levanto y comienzo a recoger las cosas. Annette, al verme, me coge de la mano. —Quédate con Frida, cielo. Andrea regresará para estar con vosotras.

—No… no, yo me voy contigo —insisto.

—He dicho que te quedes, Jud… no quiero compañía. Me duele la cabeza y quiero estar sola.

Su humor me exaspera.

—Mira, chata, me importa un bledo si no quieres compañía, he dicho que regreso contigo y no se hable más.

—¡Maldita sea! —gruñe—. He dicho que te quedes.

Su gruñido no me asusta.

—No me gustan los numeritos y menos cuando no sé de qué van. Por lo tanto me lo vas a aclarar e iré contigo.

Pero Annette se niega. Está irascible y, por más que intento convencerlo, lo único que consigo es que se enfade a cada segundo más conmigo. Al final, Frida se interpone entre las dos y pone paz. Andrea habla algo con Annette y la tranquiliza. No entiendo por qué se ha puesto así y me niego a darle un beso cuando se marcha con Andrea. Durante un rato, Frida y yo permanecemos calladas mientras tomamos el sol, hasta que ella dice:

—Judith, no te preocupes. No pasa nada.

Me muerdo los labios. Estoy enfadada. Me siento en la toalla.

—Sí. Sí pasa, Frida. Sus cambios de humor me desesperan. Tan pronto está bien, como…

—Os conocéis desde hace poco, ¿verdad?

—Sí. Hará unos dos meses más o menos.

—¿Sólo ese tiempo?

—Sí. Hace un gesto con la cabeza.

—Pues, chica… te aseguro que conozco a Annette desde hace muchos años y nunca la he visto tan atontadita con una mujer.

—Sí… seguro.

—Te lo prometo, Judith. No tengo por qué engañarte.

Asiento, deseosa de creer lo que ella dice. Lo necesito. Pero entonces recuerdo la enfadado que estaba.

—No la conozco apenas, Frida. No me deja conocerla salvo en el plano sexual y, aunque con ella estoy descubriendo cosas que me gustan y que sin ella nunca habría experimentado, quiero y necesito saber de ella. De Annette como persona.

Frida arruga la comisura de los labios. Quiero preguntarle mil cosas.

—¿Quiénes son Betta y Marta? Cada día recibe varios mensajes de ellas.

Noto que mi pregunta incomoda a Frida.

—Sé que sabes de lo que hablo. No lo niegues. Por favor, dime qué pasa. Frida se sube las gafas de sol para mirarme directamente a los ojos y murmura:

—Judith…

Durante unos instantes, la miro a los ojos y finalmente bajo la mirada, rendida. Todo es hermético en torno a ella y murmuro mientras me tumbo en la toalla:

—De acuerdo, Frida, tomemos el sol.

Un par de horas después, Andrea baja a recogernos a la playa. Está de buen humor y, mientras nos encaminamos hacia el coche, me dice que Annette está descansando. Yo asiento. Me niego a preguntar nada. Bastante rayada estoy ya con el tema de las llamadas de aquellas mujeres como para preguntar nada más.

Cuando llegamos al chalet me dirijo directamente hacia la piscina. Si Annette está descansando, no quiero molestar.

Frida y Andrea desaparecen y me quedo sola en la piscina. Cojo mi iPod y me pongo los auriculares. Escucho a Jessie James tumbada en una de las hamacas y canturreo.

Media hora después, Annette aparece por la puerta, parapetada tras unas oscuras gafas de sol. Se para a mi lado. No la miro. No la saludo. Sigo enfadada con ella. Durante más de diez minutos permanecemos en silencio hasta que ella me quita un auricular.

—Hola, morenita.

Con un gesto que denota mi cabreo, le quito el auricular de la mano y me lo pongo de nuevo. Al ver mi poca predisposición para hablar, se sienta cómodamente en una de las hamacas que están frente a mí, se pone los brazos en la cabeza y me mira. Me mira… Me mira… Me mira y, al final, le increpo:

—Por tu bien, deja de mirarme.

—¿O? ¿Me vas a pegar?

Resoplo. Le daría un bofetón con toda la mano abierta.

—Mira, Annette, ahora la que no quiere tu cercanía soy yo. Vete a paseo.

Ella sonríe y eso me cabrea más. Me levanto y ella hace lo mismo. Y, sin pensar en nada más, la empujo y cae vestida a la piscina.

—Pero Jud, ¿qué haces? —protesta.

Con rapidez, cojo mi bolsa de la playa y corro a la habitación. Cuando entro en ella, voy directa a la ducha, allí veo el neceser abierto de Annette y por primera vez me fijo en los frascos de pastillas que hay. ¿Qué es eso? Pero antes de que pueda acercarme para leer qué pone, lo oigo entrar en el baño y comienza a quitarse la ropa mojada.

—Vamos a ver, Jud, ¿qué te pasa?

No la miro. Paso por su lado y respondo mosqueada:

—Nada que te importe.

—De ti me importa todo, pequeña.

Sentirla tan relajada, cuando yo estoy que echo humo, me hace mirarla cabreada.

—Annette, cuando estoy enfadada, es mejor que no me hables, ¿vale?

—¿Por qué?

—Porque no.

—¿Y por qué no?

—Pero, vamos a ver, ¿tú eres tonta? ¿No ves que me estás cabreando más?

—Si quieres, le digo a Frida que le haces una limpieza general ahora mismo. Te conozco y sé que cuando estás cabreada te gusta limpiar la casa.

Al escuchar aquello, gruño. No estoy de humor. Ella se acerca a mí y se agacha, colocándose a mi altura.

—Me paso media vida pidiéndote disculpas. Pero merece la pena por el solo hecho de estar contigo y ver tu cara cuando me perdonas.

Intenta besarme y yo me muevo.

—¿Otra vez la cobra?

Su comentario, en especial su cara, finalmente me hacen sonreír.

—Sí, y como no te alejes, además de la cobra, te vas a llevar un guantazo.

—¡Vaya! Me encanta ese carácter tuyo tan español…

—Pues a mí, tu cabezonería alemana me saca de quicio, ¡cabezona!

Acto seguido me coge por la cintura, me tumba en la cama y me besa. La toalla se queda por el camino y estoy desnuda. Intento rechazar su boca, pero su fuerza es mucho mayor que la mía y, cuando consigue meter su lengua en ella, ya ha podido con mi voluntad y con mi cabreo, y respondo a sus besos con avidez.

—Así me gusta… —me dice—. Que seas una fiera a la que, cuando yo quiero, domestico.

Aquel comentario tan machista me hace darle un mordisco en el hombro y ella se encoge, me mira y me muerde en el cuello.

—¡Serás bestia…!

—Para ti siempre, pequeña. ¡Somos como la bella y la bestia! Por supuesto, la bella eres tú y la bestia soy yo.

Ese comentario vuelve a hacerme sonreír y, tras aceptar gustosa el beso de la paz, me doy cuenta de que no tiene buena cara.

—¿Estás bien, Annette?

—Sí. Pero aquí la importante eres tú, no yo. —No, señorita Kirschner, no. Se está usted equivocando. Aquí la que se encontraba mal hace unas horas y no tiene buen aspecto es usted. Si alguien se tiene que preocupar aquí es una servidora, no usted.

Annette se quita de encima de mí y se pone a mi lado, frente a mi cara.

—Eres preciosa.

—No me vengas con zalamerías, Annette… y responde, ¿qué ocurre? Acabo de ver en tu neceser varios botes de pastillas y…

—Eres la mujer más bonita e interesante que he tenido el placer de conocer.

—¡Annette! ¿Quieres que te insulte y te dé una patada?

—Mmmmm… me encanta la guerrera que llevas en tu interior.

Sin perder mi sonrisa, le acaricio el pelo.

—Da igual lo que digas. No voy a cambiar de tema. ¿Qué ocurre? ¿Qué son esas medicinas que tienes en tu neceser?

—Nada.

—Mientes.

—¿Tú crees?

—Sí… yo creo. Y que sepas que me estás cabreando otra vez.

Sus ojos me miran y sé que lucha por contestar a mis preguntas. Finalmente murmura sin mucha convicción: —No pasa nada. No quiero preocuparte.

—Pues me preocupas.

Durante unos instantes, que se me hacen eternos, piensa… piensa… piensa y finalmente dice:

—Jud… hay cosas que no sabes y…

—Cuéntamelas y las sabré.

De pronto sonríe y choca su nariz contra la mía en un gesto amoroso.

—No, cariño. No puedo o sabrás tanto como yo.

Sigo sin entenderlo y cada vez soy más consciente de que me oculta algo.

—Escucha, cabezón…

—No, escucha tú… —Pero luego se arrepiente de lo que va a decir y me revuelve el pelo—. ¡Ah… morenita!, ¿qué voy a hacer contigo?

Deseosa de que confíe totalmente en mí, le abro mi corazón.

—Encapricharte de mí tanto como yo lo estoy de ti. Quizá, al final, hasta me quieras y dejes de ocultarme tus secretitos.

Espero una risa. Una contestación inmediata. Pero Annette cierra los ojos y con el rostro serio responde:

—No puedo, Jud. Si despierto las emociones, sólo sentiré dolor y te lo haré sentir a ti.

—Pero ¿qué tontería es ésa? —protesto.

Annette, al ver mi gesto, intenta cambiar de conversación.

—Mañana ¿qué te apetece que hagamos?

Me siento en la cama y me retiro el pelo de la cara.

—Annette Kirschner, ¿qué es eso de que, si despiertas los sentimientos, los dos sufriremos? —La verdad. —Mis sentimientos ya se han despertado y ante eso nada se puede hacer. Me gustas. Me enloqueces. Me encantas. Y no mientas, sé que yo consigo el mismo efecto en ti. Lo sé. Me lo dice tu cara, tus ojos cuando me miran, tus manos cuando me acarician y tu posesión cuando me haces el amor. Y ahora dime de una maldita vez qué son esas medicinas.

Su mandíbula se contrae y, con un movimiento enérgico, se levanta de la cama. Voy tras ella. La sigo hasta el baño, donde se echa agua en la cabeza, coge el neceser, lo cierra y lo estrella contra la pared. Sin saber qué pasa, la miro, interrogándolo con mis ojos.

—¿Qué ocurre? ¿Qué he dicho para que te pongas así? ¿Esto tiene algo que ver con las llamadas de la tal Marta y de la tal Betta? ¿Quiénes son?

Porque mira, he intentado callarme, ser prudente y no preguntar, pero… pero ¡ya no puedo más! Annette no me mira. Sale del baño y se para junto a la ventana. Voy detrás de ella y me planto delante de su cara.

—No huyas de mí. Tú y yo estamos en esta habitación y quiero que seas totalmente sincera conmigo y me digas lo que te pasa. Joder, Annette, no te estoy pidiendo amor eterno. Sólo necesito saber qué te ocurre y quiénes son esas mujeres.

—Basta, Jud. No quiero seguir hablando.

Me desespero y, al ver mi cuerpo desnudo en el cristal del armario, decido vestirme. Me pongo unas bragas, una camiseta rosa y un corto peto vaquero. Después me vuelvo hacia ella.

—Vamos a ver, ¿de qué es de lo que no quieres seguir hablando?

—¡He dicho que basta! Por hoy, mi cupo de numeritos ya está lleno.

—¿Tu cupo de numeritos? Pero ¿de qué estás hablando?

—Me incomodan tus preguntas.

Pero yo ya me he envalentonado y soy como un miura que entra a matar.

—¿Que te incomodan mis preguntas? ¡Anda, mi madre…! Pues que sepas que a mí me incomoda tu falta de respuestas. Cada día te entiendo menos.

—No pretendo que me entiendas.

—¿Ah, no?

—No.

Deseo estamparle en la cabeza la lámpara que tengo al lado. Cuando contesta tan a la defensiva, me saca de mis casillas.

—¿Sabes? Casi te tenía olvidada, después de que desaparecieras de mi vida, pero cuando apareciste en la puerta de casa de mi padre…

—¿Olvidada? —sisea cerca de mi cara—. ¿Cómo me podías tener olvidado y tatuarte lo que te has tatuado en el cuerpo?

Tiene razón. La frase que me he tatuado es nuestra, y no me veo capaz de rebatirle ese argumento.

—De acuerdo, me tatué esa frase por ti. Apenas te conocía cuando lo hice, pero algo en mi interior me decía que eras alguien importante en mi vida y quería tener en mi cuerpo algo que fuera sólo de nosotras dos y que durara para siempre.

—¿De nosotras dos?

—Sí —grito colérica.

—Me vas a decir que cuando te acuestes con otra, vea esa frase y te la repita, ¿te vas a acordar de mí?

—Probablemente.

—¿Probablemente?

—¡Sí! —grito como una loca—. Probablemente me acuerde de ti y cada vez que una mujer me diga «Pídeme lo que quieras», cuando lo lea en mi cuerpo, conseguiré ver tus ojos y disfrutar lo que disfruto contigo cuando accedo a tus caprichos y hacemos el amor.

Mis palabras lo hieren. Su cara se contrae y da un puñetazo a la pared.

—Esto es un error. Un error imperdonable por mi parte. Debería haber dejado que continuaras tu vida con Fernanda o con la que quisieras.

—¡Annette! ¿De qué estás hablando?

Se mueve por la habitación como un león enjaulado. Su rostro, pétreo.

—Recoge tus cosas. Te vas.

—¿Me estás echando?

—Sí.

—¡¿Cómo?!

—Quiero que te vayas.

—¡¿Qué?!

—Llamaré un taxi para que te lleve hasta la casa de tu padre.

Alucinada por la contestación, grito:

—¡Y una chorra! No llames a un taxi, que no lo necesito.

Annette deja de moverse. Me mira y siento el dolor en sus ojos. ¿Qué le ocurre? No la entiendo. Tengo ganas de llorar. Las lágrimas pugnan por salir de mis ojos pero las contengo. Ella se da cuenta y se acerca a mí.

—Jud…

—Me acabas de echar, Annette, ¡ni me toques!

—Escucha, nena…

—No me toques… —replico despacio.

Se detiene a un metro de mí y se pasa las manos por el pelo, nerviosa.

—No quiero que te vayas… pero…

Ese «pero» no me gusta. Odio esa puñetera palabra. Nunca depara nada bueno.

—Mira, mejor me voy. Con «pero» y sin «pero», ¡Me voy!

—Cariño… escúchame.

—¡No! No soy tu cariño. Si fuera tu cariño no me hablarías como me has hablado y serías sincera conmigo. Me explicarías quiénes son Marta y Betta. Me explicarías por qué no puedo mencionar a tu padre y, sobre todo, me dirías qué son esas puñeteras medicinas que guardas en tu neceser.

—Jud… por favor. No lo hagas más difícil.

Convencida de que quiero irme, cojo mi mochila y comienzo a meter mis cuatro pertenencias en ella. Veo de reojo que me está mirando. Vuelve a mostrarse inflexible, su cara se contrae y las manos le tiemblan. Está nerviosa, pero como yo estoy furiosa.

—Eres una imbécil egocéntrica que sólo piensa en ti… en ti y en ti.

—Jud…

—Olvídate de mi nombre y sigue mandándote mensajes con esas mujeres. Seguro que ellas saben más de ti que yo.

—Maldita sea, mujer, ¿quieres dejar de gritar? —vocea.

—No. No me da la gana. Te grito porque quiero, porque te lo mereces y porque lo necesito. ¡Gilipollas! Al final le tendré que dar la razón a Fernanda. Está claro que no esperaba esa frase.

—¿En qué le tendrás que dar la razón?

—En que me utilizarías y luego pasarías de mí.

—¿Eso te ha dicho esa imbécil?

—Sí. Y me acabo de dar cuenta de que dice la verdad.

La desesperación la hace alejarse de mí mientras despotrica como una loca.

La puerta se abre y Andrea y Frida entran. Nuestros gritos los han debido de alertar. Frida se pone a mi lado e intenta tranquilizarme y Andrea va junto a su amigo. Pero Annette no quiere hablar, sólo blasfema en alemán y sus gritos se escuchan hasta en la Cochinchina. Sorprendida por aquello, Frida tira de mí y me lleva hasta la cocina. Allí me da un vaso de agua y me quita la mochila de las manos.

—No te preocupes, Andrea lo tranquilizará.

Enfadada con el mundo en general, bebo agua y respondo:

—Pero, Frida, yo no quiero que Andrea lo tranquilice. Quiero ser yo la que lo haga y, sobre todo, quiero enterarme de por qué es tan hermético con su vida. No puedo preguntar nada. No me contesta ninguna pregunta. Y encima, cuando se enfada, se larga corriendo o me echa de su lado, como en este caso.

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé. Estábamos bromeando, hablando y, de pronto, le he preguntado por unos medicamentos que he visto en su neceser y por los mensajes y las llamadas telefónicas que recibe continuamente de Betta y Marta.

Rompo a llorar. La tensión por fin se relaja y puedo llorar. Frida me abraza, me sienta junto a ella en la cocina y murmura:

—Jud… tranquilízate. Estoy segura de que lo vuestro es una discusión de enamoradas y ya está.

—¿Enamorados? —gimoteo—. Pero ¿has oído lo que te he dicho?

—Sí. Lo he oído muy bien. Y aunque Annette no te lo diga, te repito lo que te dije hace unas horas en la playa. Está loca por ti. Sólo hay que ver cómo te mira, cómo te trata y cómo te protege. La conozco desde hace más de veinte años, somos amigas de toda la vida y créeme cuando te digo que sé que ella siente algo muy fuerte por ti.

—¿Y por qué lo sabes?

—Porque lo sé, Judith. Confía en mí y, en cuanto a esas mujeres, no te preocupes. Créeme. En ese instante aparece Andrea por la puerta, me mira y murmura con gesto incómodo:

—Judith… Annette quiere que subas a la habitación.

—No. Ni hablar. Que baje ella.

Mi contestación lzs desconcierta. Se miran y Andrea insiste:

—Por favor, sube, quiere hablar contigo.

—No. Que baje ella —insisto—. Pero bueno, ¿quién se ha creído la marquesita para que yo tenga que ir detrás de ella como una idiota? No. No subo. Si quiere, que baje ella.

—Judith… —susurra Frida.

—Por favor —suplico deseosa de marcharme de allí—, necesito que me llaméis a un taxi. Por favor…

Frida y ella se miran alarmados y Andrea indica:

—Judith, Annette ha dicho que…

Con la rabia instalada en mi rostro, en mis venas y en todo mi ser, replico:

—Lo que diga Annette me importa un bledo, lo mismo que yo le importo a ella. Por favor, llama un taxi. Sólo te pido eso.

—No pongas palabras en mi boca que yo no he dicho —dice Annette, que aparece por la puerta. La miro. Me mira y volvemos a comportarnos como dos rivales.

—Frida, por favor, llama a un taxi —exijo. Andrea y Frida se miran. No saben qué hacer. Annette, ofuscada, no se acerca a mí.

—Jud, no quiero que te vayas. Sube conmigo a la habitación y hablaremos.

—No. Ahora soy yo la que no quiere hablar contigo y se quiere ir. Me niego a que me utilices más, ¡se acabó!

Annette cierra los ojos y respira con fuerza. Mi última frase le ha dolido, pero decide no contestar. Cuando abre los ojos no me mira.

—Frida, por favor, llama a un taxi. Dicho esto, se da la vuelta y se va. Diez minutos después, un taxi llega hasta la puerta de la casa. Annette no ha vuelto a aparecer. Me despido de Frida y Andrea y, con todo el dolor de mi corazón, me voy. Necesito alejarme de allí y de ella.