Pídeme lo que quieras!4

De pronto, siento sus dedos hurgar por debajo de mis bragas y eso todavía me calienta más.

Autor: Megan Maxwell

Estoy dormida como un tronco cuando oigo el sonido de la puerta de mi casa al abrirse. Salto de la cama ¿Qué hora es? Miro el reloj de mi mesilla. Las once y siete. Me tumbo de nuevo en la cama. No quiero saber quién es hasta que, de pronto, una pequeña bomba cae sobre mí y grita:

—¡Hola, titaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Mi sobrina Luz.

Maldigo en silencio, pero luego miro a la pequeña y la agarro para besarla con amor.

Adoro a mi sobrina. Pero cuando mis ojos se cruzan con los de mi hermana, mi mirada dice de todo menos bonita. Veinte minutos después y recién salida de la ducha, entro en el comedor en pijama. Mi hermana está preparando algo de desayuno mientras mi pequeña Luz, espachurra entre sus brazos al pobre

Curro y ve los dibujos de la televisión.

Entro en la cocina, me siento en la encimera y pregunto:

—¿Se puede saber qué haces en mi casa un sábado a las once de la mañana?

Mi hermana me mira y pone un café ante mí.

—Me engaña —cuchichea.

Sorprendida por sus palabras, me dispongo a contestarle, pero ella baja la voz para que Luz no la oiga y prosigue:

—Acabo de descubrir que el sinvergüenza de mi marido ¡me engaña! Me paso media vida a régimen,

yendo al gimnasio, cuidándome para estar siempre estupenda y ¡ese desgraciado me engaña! Pero no, esto

no va a quedar así. Te juro que voy a contratar al mejor abogado que encuentre y le voy a sacar hasta los

higadillos por cabrón. Te juro que…

Necesito un segundo. Tiempo muerto. Levanto la mano y pregunto:

—¿Por qué sabes que te engaña?

—Lo sé y punto.

—No me vale esa respuesta —insisto cuando la pequeña entra en la cocina.

—Mami, voy al baño.

Raquel asiente y dice:

—Oye, no te olvides de limpiarte el petete con papel, ¿vale?

La pequeña desaparece de nuestra vista.

—Ayer Pili, la madre de la amiguita de Luz —continúa—, me confesó que descubrió que su marido la engañaba cuando éste comenzó a comprarse él mismo la ropa. Y justamente, Alfredo hace dos días se compró una camisa ¡y unos calzoncillos!

Eso me deja patitiesa. No sé qué decir. Efectivamente, se dice que uno de los síntomas para desconfiar en un hombre es ése. Pero claro, tampoco se puede decir que eso sea una tónica general en todos. Y menos en mi cuñado. Que no, que no me lo imagino.

—Pero, Raquel, eso no quiere decir nada mujer…

—Sí. Eso quiere decir mucho.

—¡Anda ya, exagerada!—río para quitarle importancia.

—De exagerada nada, cuchufleta. Me mira de forma extraña… como si quisiera decirme algo y… cuando hacemos el amor, él…

—No quiero saber más—la interrumpo. Pensar en mi cuñado en plan caliente no me apetece.

Entonces, mi sobrina irrumpe en la cocina y pregunta:

—Tita… ¿por qué este pintalabios no pinta pero tiembla?

Al escuchar eso creo morir. Rápidamente miro a la pequeña y veo que trae en las manos el vibrador en forma de pintalabios que Annette me ha regalado. Salto de la encimera y se lo quito. Mi hermana, como está en su mundo, ni se entera. Menos mal. Me guardo el jodido pintalabios en el primer sitio que encuentro. En las bragas.

—Es un pintalabios de broma, pichurrina. ¿No lo has visto?

La pequeña suelta una risotada y yo me parto. Bendita inocencia. Mi hermana nos mira y mi sobrina dice:— Tita, no te olvides de la fiesta del martes.

—No lo haré, cariño —murmuro, mientras le acaricio la cabeza con ternura.

Mi sobrina me mira con sus ojitos castaños, tuerce la boca y dice:

—He discutido otra vez con Alicia. Es tonta y no la pienso ajuntar en la vida.

Alicia es la mejor amiga de mi sobrina. Pero son tan diferentes que no paran de discutir, aunque luego no pueden vivir la una sin la otra. Yo soy su intermediaria.

—¿Por qué habéis discutido?

Luz resopla y pone sus ojitos en blanco.

—Porque le dejé una película y ella dice que es mentira —cuchichea—. Me llamó tonta y cosas peores y yo me enfadé. Pero ayer me trajo la película, me pidió perdón y yo no la perdoné.

Sonrío. Mi canija y sus grandes problemas.

—Luz, sabes que siempre te digo que cuando quieres a una persona hay que intentar solucionar los problemas, ¿no? ¿Tú quieres a Alicia?

—Sí.

—Y si te ha pedido perdón por su error, ¿por qué no la perdonas?

—Porque estoy enfadada con ella.

—Vale, entiendo tu enfado, pero ahora debes pensar si tu enfado es tan importante como para dejar de ser amiga de una persona a la que quieres y que encima te ha pedido disculpas. Piénsalo, ¿vale?

—De acuerdo, tita. Lo pensaré.

Segundos después la pequeña desaparece en el interior de mi piso.

—¿Se puede saber qué te has guardado en el pantalón? —pregunta Raquel.

—Ya lo he dicho. Un pintalabios de broma —río al recordar que está dentro de mis bragas.

Convencida o no, acepta lo dicho y no pide más explicaciones. Eso me alegra. Media hora después, tras haber despotricado todo lo habido y por haber contra mi cuñado, mi hermana y mi sobrina se van y me dejan tranquila en casa.

Miro el reloj. Las doce y cinco minutos.

Entonces recuerdo que Annette me vendrá a buscar y maldigo. No pienso salir con ella. Que salga con la que tuvo la cita anoche. Voy a mi habitación, cojo mi móvil y, sorprendida, me doy cuenta de que tengo un mensaje. Es de Annette.

«Recuerda. A la una paso a buscarte.»

Eso me enfurece.

Pero ¿quién se ha creído ésta que es para ocupar mi tiempo? Le respondo:

«No pienso salir.»

Tras enviárselo, suspiro aliviada, pero mi alivio dura poco cuando el teléfono suena y leo: «Pequeña, no me hagas enfadar».

¿Que no la haga enfadar?

Esta tía es de todo, menos bonita. Y, antes de que le conteste, mi móvil pita de nuevo.

«Por tu bien, te espero a la una.»

Leer aquello me hace sonreír.

¡Será impertinente…! Así que decido responderle: «Por su bien, señorita Kirschner no venga. No estoy de humor».

Mi móvil inmediatamente pita de nuevo.

«Señorita Flores, ¿quiere enfadarme?»

Boquiabierta, miro la pantalla y respondo: «Lo que quiero es que se olvide de mí».

Dejo el móvil sobre la encimera, pero suena de nuevo. Rápidamente lo cojo.

«Tienes dos opciones. La primera, enseñarme Madrid y disfrutar del día conmigo. Y la segunda enfadarme y soy tu JEFA. Tú decides.»

Me atraganto. Su abuso de autoridad me enardece pero me excita.

¿Seré imbécil?

Con las manos temblorosas, vuelvo a dejarlo sobre la encimera. No pienso contestarle. Pero el móvil pita de nuevo y yo, curiosa de mí, leo lo que pone: «Elige opción».

Enfadada, maldigo por lo bajo.

Me la imagino sonriendo mientras escribe aquello. Eso me enfada aún más. Suelto el teléfono. No pienso contestar y tres segundos después vuelve a pitar. Leo: «Estoy esperando y mi paciencia no es infinita».

Desesperada, me acuerdo de todos sus antepasados. Y al final contesto: «A la una estaré preparada».

Espero su respuesta, pero no llega. Convencida de que me estoy metiendo en un juego al que no debería jugar, me preparo otro café y, cuando miro el reloj del microondas, veo que marca la una menos veinte. Sin tiempo que perder, corro por la casa.

¿Qué me pongo?

Al final, me calzo unos vaqueros y una camiseta negra de los Guns’n’Roses que me regaló mi amiga Ana. Me sujeto el pelo en una coleta alta y a la una suena el telefonillo. ¡Qué puntual! Convencida de que es ella, no contesto. Que vuelva a llamar. Diez segundos después lo hace. Sonrío. Descuelgo el telefonillo y pregunto distraída:

—¿Sí?

—Baja. Te espero.

¡Olé! Ni buenos días, ni nada.

¡Doña Mandona ha regresado!

Tras besar a Curro en la cabeza, salgo de mi casa deseosa de que mi aspecto con vaqueros no le guste nada de nada y decida no salir conmigo. Pero me quedo a cuadros cuando llego a la calle y la veo vestida con unos vaqueros y una camiseta negra que se ajusta a su torso junto a un impresionante Ferrari rojo que me deja patidifusa. ¡Si lo pilla mi padre!

La sonrisa vuelve a mi boca. ¡Me encanta!

—¿Es tuyo? —pregunto, acercándome hasta ella.

Se encoge de hombros y no contesta.

Asumo que es alquilado y me enamoro a primera vista de aquella impresionante máquina. Lo acaricio con mimo mientras siento que ella me mira.

—¿Me dejas conducirlo? —le pregunto.

—No.

—Venga, vaaaaaaaaaaaa —insisto—. No seas aguafiestas y déjame. Mi padre tiene un taller y te aseguro que sé hacerlo.

Annette me mira. Yo la miro también.

Ella resopla y yo sonrío. Finalmente niega con la cabeza.

—Enséñame Madrid y, si te portas bien, quizá luego te permita conducirlo. —Eso me emociona y prosigue—: Yo conduciré y tú me dirás dónde ir. Así que, ¿dónde vamos?

Me quedo pensando un rato, pero en seguida le contesto:

—¿Qué te parece si vamos a lo más guiri de Madrid? Plaza Mayor, Puerta del Sol, Palacio Real, ¿lo conoces?

No responde, así que le doy unas indicaciones y nos sumergimos en el tráfico. Mientras ella conduce, disfruto del hecho de ir en un Ferrari. ¡Qué pasada! Subo la música de la radio. Me encanta esa canción de Juanes. Ella la baja. Vuelvo a subirla. Ella vuelve a bajarla.

—Vamos a ver, ¡que no escucho la canción! —protesto.

—¿Estás sorda?

—No… no estoy sorda, pero un poquito de vidilla a la música dentro de un coche no viene mal.

—¿Y también tienes que cantar?

Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que respondo:

—¿Qué pasa? ¿que tú no cantas nunca?

—No.

—¿Por qué?

Tuerce el gesto mientras lo piensa… lo piensa… y lo piensa.

—Sinceramente, no lo sé —contesta, finalmente.

Sorprendida por aquello, la miro y añado:

—Pues la música es algo maravilloso en la vida. Mi madre siempre decía que la música amansa las fieras y que las letras de muchas canciones pueden ser tan significativas para el ser humano que incluso nos pueden ayudar a aclarar muchos sentimientos.

—Hablas de tu madre en pasado. ¿Por qué?

—Murió de cáncer hace unos años.

Annette toca mi mano.

—Lo siento, Jud —murmura.

Le hago un gesto de comprensión con la cabeza, y, sin querer dejar de hablar de mi madre, añado:

—A ella le encantaba cantar y a mí me pasa igual.

—¿Y no te da vergüenza cantar delante de mí?

—No, ¿por qué? —respondo, encogiéndome de hombros.

—No lo sé, Jud, quizá por pudor.

—¡Qué va! Soy una loca de la música y me paso el día canturreando. Por cierto, te lo recomiendo.

Vuelvo a subir la música y, demostrándole la poca vergüenza que tengo, muevo los hombros y canturreo:

Tengo la camisa negra, porque negra tengo el alma.

Yo por ti perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama.

Cama cama caman baby, te digo con disimulo.

Que tengo la camisa negra y debajo tengo el difunto.

Finalmente, veo que la comisura de sus labios se curva. Eso me proporciona seguridad y continúo canturreando, canción tras canción. Al llegar al centro de Madrid, metemos el coche en un parking subterráneo y lo miro con tristeza mientras nos alejamos de él. Annette se da cuenta de ello y se acerca a mi oído.— Recuerda. Si eres buena, te dejaré conducirlo —susurra.

Mi gesto cambia y un aleteo de felicidad me cubre por completo cuando la oigo reír. ¡Vaya! ¡Sabe reír! Tiene una risa muy bonita. Algo que no utiliza mucho, pero que las pocas veces que lo hace me encanta. Tras salir del parking, me coge de la mano con seguridad. Eso me sorprende y, como me agrada,no la retiro. Caminamos por la calle del Carmen y desembocamos en la Puerta del Sol. Subimos por la calle Mayor y llegamos hasta la plaza Mayor. Veo que le maravilla todo lo que ve mientras continuamos nuestro camino hacia el Palacio Real. Cuando llegamos está cerrado y, como las tripas nos comienzan a rugir, le propongo comer en un restaurante italiano de unos amigos míos.

Cuando llegamos al restaurante, mis amigos nos saludan encantados. Rápidamente nos acomodan en una mesita algo alejada del resto y, tras pedir los platos, nos traen algo de beber.

—¿Es buena la comida de aquí?

—La mejor. Giovanni y Pepa cocinan muy bien. Y te aseguro que todos los productos vienen directamente desde Milán.

Diez minutos después, lo comprueba ella misma al degustar una mozzarella de búfala con tomate que sabe a gloria.

—Muy rico.

Pincha un nuevo trozo y me lo ofrece. Yo lo acepto.

—¿Lo ves? —trago—. Te lo dije…

Asiente. Pincha de nuevo y me vuelve a ofrecer. Vuelvo a aceptarlo y entro en su juego. Pincho yo y le ofrezco a ella. Ambas comemos de la mano de la otra sin importarnos lo que piensen a nuestro alrededor.

Acabada la mozzarella, se limpia la boca con la servilleta y me mira.

—Tengo que hacerte una proposición —me dice.

—Mmmm… Conociéndote, seguro que será indecente.

Sonríe ante mi comentario. Me toca la punta de la nariz con su dedo y dice:

—Voy a estar en España durante un tiempo y después regresaré a Alemania. Me imagino que sabrás que mi padre murió hace tres semanas… Me quiero encargar de visitar todas las delegaciones que mi empresa tiene en España. Necesito saber la situación de las mismas, ya que quiero ampliar el negocio a otros países. Hasta el momento era mi padre quien se ocupaba de todo y… bueno… ahora el mando lo llevo yo.

—Siento lo de tu padre. Recuerdo haber oído…

—Escucha, Jud —me interrumpe. No me deja profundizar en su vida—. Tengo varias reuniones en distintas ciudades españolas y me gustaría que me acompañaras. Sabes hablar y escribir perfectamente en alemán y necesito que, tras las reuniones, envíes varios documentos a mi sede en Alemania. El jueves tengo que estar en Barcelona y…

—No puedo. Tengo mucho trabajo y…

—Por tu trabajo no te preocupes. La jefa soy yo.

—¿Me estás pidiendo que deje todo y te acompañe en tus viajes? —le pregunto, boquiabierta.

—Sí.

—¿Y por qué no se lo pides a Valeria? Ella era la secretaria de tu padre.

—Te prefiero a ti. —Y al ver mi gesto añade—: Vendrías en calidad de secretaria. Tus vacaciones se aplazarían hasta que regresáramos y después podrías cogerlas. Y, por supuesto, tus honorarios por este viaje serán los que tú marques.

—¡Ufff…! No me tientes con mis honorarios o me aprovecharé de ti.

Apoya los codos sobre la mesa. Junta las manos. Deja caer la barbilla sobre ellas y murmura:

—Aprovéchate de mí.

El labio me tiembla.

No quiero entender lo que ella me está proponiendo. O al menos no quiero entenderla como yo la estoy entendiendo. Pero como soy incapaz de callar hasta debajo del agua, le pregunto:

—¿Me vas a pagar por estar conmigo?

Al decir aquello me mira fijamente y responde:

—Te voy a pagar por tu trabajo, Jud. ¿Por quién me has tomado?

Nerviosa, el estómago se me cierra y vuelvo a preguntar. Esta vez en un susurro, para que nadie nos oiga:— ¿Y mi trabajo cuál se supone que será?

Sin inmutarse, clava sus impresionantes ojos en mí y aclara:

—Te lo acabo de explicar, pequeña. Serás mi secretaria. La persona que se ocupe de enviar a las oficinas centrales de Alemania todo lo que hablemos en esas reuniones.

Mi mente comienza a dar vueltas pero, antes de que pueda decir nada más, me coge de la mano.

—No te voy a negar que me atraes. Me excita sorprenderte y más aún oírte gemir. Pero créeme que lo que te estoy proponiendo es totalmente decente.

Eso me excita y me hace reír. De pronto, me siento como Demi Moore en la película Una proposiciónindecente .

—En los hoteles, ¿habitaciones separadas? —pregunto.

—Por supuesto. Ambas tendremos nuestro propio espacio. Tienes para pensarlo hasta el martes. Ese día necesito una respuesta o me buscaré a otra secretaria.

En ese momento llega Giovanni con una impresionante pizza cuatro estaciones y la coloca en el centro. Después se va. El olor a especias me abre el estómago y sonrío. Ella me imita y a partir de ese momento no volvemos a mencionar la conversación. Se lo agradezco. Tengo que pensarlo. Así que nos limitamos a disfrutar de una estupenda comida.

Tras salir del restaurante, Annette vuelve a cogerme de la mano con un gesto posesivo, y yo me dejo llevar. Cada vez me gustan más las sensaciones que me provoca, a pesar de que estoy algo desconcertada por su proposición.

Una parte de mí quiere rechazarla, pero otra parte quiere aceptarla. Me gusta Annette. Me gustan sus besos. Me gusta cómo me toca y sus juegos. Caminamos en busca de la sombra por los jardines del Palacio Real mientras hablamos de mil cosas, aunque de ninguna en profundidad.

—¿Te apetece venir a mi hotel? —me pregunta de repente.

—¿Ahora?

Me mira. Recorre mi cuerpo con lujuria y susurra con voz seductora:

—Sí. Ahora. Estoy alojada en el hotel Villa Magna.

El estómago se me contrae. Ir a una habitación con Annette supone ¡lo que supone! Sexo… sexo… y sexo. Y, tras mirarla unos segundos, le digo que sí con la cabeza, convencida de que es eso lo que quiero con ella. Sexo. Caminamos de la mano hasta el parking.

—¿Me dejarás conducir?

Me mira con sus inquietantes ojos grises y acerca su boca a mi oído.

—¿Has sido buena?

—Buenísima.

—¿Y vas a volver a cantar?

—Con toda seguridad.

La oigo reír, pero no contesta. Cuando llegamos al parking y paga el ticket, vuelve a mirarme y me entrega las llaves.

—Tus deseos son órdenes para mí, pequeña.

Emocionada, doy un salto a lo Rocky Balboa que vuelve a hacerla sonreír. Me pongo de puntillas y la beso en los labios. Esta vez soy yo quien le agarra de la mano y tira de ella en busca del Ferrari.

—¡Uooooooooo! —grito, emocionada.

Annette se monta y se pone el cinturón.

—Bien, Jud —me dice—. Todo tuyo.

Dicho y hecho.

Arranco el motor y pongo la radio. En seguida, la música de Maroon 5 llena el interior del vehículo y, antes de que ella toque el volumen, la miro y murmuro:

—Ni se te ocurra bajarlo.

Pone los ojos en blanco, pero sonríe. Está de buen humor. Salimos del parking y me siento como si fuera una guerrera amazónica con aquel impresionante coche entre mis manos. Sé dónde está el hotel Villa Magna, pero antes decido darme una vueltecita por la M-30. Annette no habla, simplemente me observa y aguanta estoicamente el volumen de la radio y mis cánticos. Media hora después, cuando me doy por satisfecha, aminoro la marcha y salgo de la M-30 para dirigirme al hotel Villa Magna.

—¿Contenta por el paseo?

—Mucho —respondo, emocionada por haber conducido semejante coche.

Sus manos me cosquillean las piernas y noto que se paran sobre mi monte de Venus. Hace circulitos sobre él y me humedezco al instante. Escandalizada, quiero cerrar las piernas.

—Espero que dentro de media hora estés todavía más contenta —me dice.

Eso me hace reír mientras noto sus manos juguetonas apretando mi sexo a través del vaquero. Eso me pone más y más, y, cuando llegamos a la puerta del Villa Magna y nos bajamos del coche, me agarra de la mano, me quita las llaves y se las entrega al portero. Después tira de mí hasta llegar a los ascensores. Una vez en su interior, el ascensorista no necesita preguntarnos nada: sabe perfectamente dónde nos tiene que llevar. Al llegar a la última planta, se abren las puertas del ascensor y leo: «Suite Royal».

Al entrar, respiro el lujo y el glamur en estado puro. Muebles color café, jardín japonés… Entonces me doy cuenta de que hay dos puertas en la suite. Las abro y descubro dos fantásticas habitaciones con enormes camas king size .

—¿Por qué utilizas una suite doble?

Annette se acerca a mí y se apoya en la pared.

—Porque en una habitación juego y en la otra duermo —murmura.

De pronto, unos golpes en la puerta llaman mi atención y entra un hombre de mediana edad. Annette lo mira y dice:

—Tráiganos fresas, chocolate y un buen champán francés. Lo dejo a su elección.

El hombre asiente y se marcha. Yo todavía estoy en estado de shock mientras observo el placer de lo exclusivo. Nos alejamos unos metros de la puerta y caminamos por la habitación. Yo me dirijo directamente a una terraza. Abro las puertas y salgo.

Pronto siento a Annette detrás de mí. Me coge por la cintura y me aprieta contra ella. Después baja su cabeza y siento sus labios repartir cientos de dulces besos por mi cuello. Cierro los ojos y me dejo llevar. Noto sus manos por debajo de mi camiseta y cómo éstas se agarran con fuerza a mis pechos. Los masajea y comienzo a vibrar. Ha sido entrar en la habitación y ya siento que me quiere poseer. La apremia la prisa. La apremia hacerlo ya.

—Annette, ¿puedo preguntarte algo?

—Sí.

A cada segundo que pasa me siento más húmeda por las cosas que me hace sentir.

—¿Por qué vas tan de prisa?

Me mira… me mira… me mira y, finalmente, dice:

—Porque no quiero perderme nada y menos aun tratándose de ti. —Un jadeo sale por mi boca y ahora es ella quien pregunta—: ¿Llevas el vibrador en el bolso?

Al recordarlo maldigo en silencio.

—No —respondo.

Ella no contesta y, sin que yo me mueva, noto que me desabrocha el botón del vaquero y me baja la cremallera. Introduce su mano bajo mis bragas, traspasa mi húmeda hendidura, posa un dedo sobre mi clítoris y comienza a moverlo. Lo estimula.

—Dije que siempre lo llevaras encima, ¿lo recuerdas?

—Sí.

—¡Ah, pequeña…! Debes recordar los consejos que te doy si quieres que podamos disfrutar plenamente del sexo.

Asiento, totalmente subyugada, cuando su dedo se para y lo saca lentamente de debajo de mis bragas.

Quiero pedirle que continúe. En cambio, me acerca el dedo a la boca.

—Quiero que sepas cómo sabes. Quiero que entiendas por qué estoy loca por volver a devorarte.

Sin necesidad de nada más, muevo el cuello y meto su dedo en mi boca. El sabor de mi sexo es salado.

—Hoy, señorita Flores —vuelve a murmurar en mi oído—, pagarás por no haber traído el vibrador y haber frustrado uno de mis juegos.

—Lo siento y…

—No. No lo sientas, pequeña —murmura—. Jugaremos a otra cosa. ¿Te atreves?

—Sí… —suspiro, más excitada a cada instante que pasa.

—¿Estás segura?

—Sí…

—¿Sin límites?

—Sado no.

La oigo sonreír, cuando vuelven a escucharse unos golpes en la puerta. Annette se aparta de mí y, al volverme, veo que un camarero nos trae una preciosa mesa de cristal y plata con lo que había pedido. Annette descorcha el champán, sirve dos copas y, acercándome una, brinda conmigo.

—Brindemos por lo bien que lo vamos a pasar jugando, señorita Flores.

La miro. Me mira.

Siento cómo mi cuerpo reacciona ante la palabra «juego». Si viera esa mirada suya en Facebook no dudaría en darle al «Me gusta». Al final sonrío, choco mi copa contra la suya y asiento con toda la seguridad que puedo.

—Brindo por ello, señorita Kirschner.

Entre risas, insinuaciones y tocamientos nos bebemos casi toda la botella de champán mientras estamos en la bonita y enorme terraza de la suite. Madrid está a mis pies y me encanta mirar a mi alrededor. Todavía le doy vueltas a la proposición que me hizo en el restaurante.

¿Debería aceptarla o rechazarla por lo que significa?

Me encuentro algo achispada. No estoy acostumbrada a beber y menos aún champán. Annette habla con alguien por el móvil y la observo. Vestida con esos vaqueros ajustados y la camiseta negra me pone a cien. Es fuerte y atlética. La típica mujer de ojos claros y pelo a media espalda que, si la ves, no puedes evitar mirarla. Me sorprendo al ver que no lleva ningún tatuaje. Hoy casi todas las mujeres de su edad tienen uno. Aunque casi que me alegro, porque, con lo que me gustan a mí los tatuajes, se lo estaría chupando todo el día.

Recorro con lascivia su cuerpo. Me detengo en la parte superior de sus vaqueros y entonces me doy cuenta de que tiene desabrochado el primer botón. Me pone. Me excita. Me incita. Me provoca. Instantes después, suelta el móvil y se dirige hacia la cubitera. Me mira y sonríe. Calor. Tengo mucho calor. Sirve unas últimas copas y deja la botella vacía boca abajo. Se acerca a mí, me entrega mi copa y murmura besándome la frente:

—Pasemos al dormitorio.

Los nervios de nuevo se apoderan de mí y siento que mi sexo se contrae. Voy a ponerme los tacones pero ella dice que no, así que le hago caso.

Ha llegado el momento que llevo deseando, anhelando e imaginando desde que la vi esperándome en la puerta de mi casa con el Ferrari.

Cuando entramos en uno de los preciosos y espaciosos dormitorios, clavo mis ojos en la enorme cama. Una king size . Annette se mueve por la habitación y, de repente, una sensual música nos envuelve. Se sienta y apoya una mano en la cama. Con la otra sujeta la copa y le da un trago.

—¿Estás preparada para jugar, pequeña?

Mis partes bajas se contraen por la anticipación y siento cómo me humedezco. Viéndola así, tan sexy, tan femenina… Estoy dispuesta para todo lo que ella quiera y consigo responder:

—Sí.

La veo asentir.

Se levanta. Abre un cajón.

Saca dos pañuelos de seda negros, una cámara de vídeo y unos guantes. Eso me sorprende y me asusta al mismo tiempo. Pero, incapaz de moverme, me quedo parada a la espera de que se acerque a mí. Lo hace. Pasa su lengua con provocación por mi boca y me aprieta el trasero con su mano.

—Tienes un culito precioso. Estoy deseando poseerlo.

Asustada, doy un paso atrás.

¡Nunca he practicado sexo anal!

Annette entiende mi callada respuesta. Da un paso hacia mí. Me agarra de nuevo del trasero y mientras vuelve a apretarme contra ella murmura, excitándome:

—Tranquila, pequeña. Hoy no penetraré tu bonito trasero. Me excita saber que seré la primera, pero quiero hacerte disfrutar y, cuando lo hagamos, será poco a poco y estimulándote para que sientas placer, no dolor. Confía en mí.

Trago el nudo de emociones que tengo atascadas en mi garganta con la intención de decir algo.

—Hoy jugaremos con los sentidos —prosigue—. Pondré esta cámara sobre aquel mueble para grabarlo todo. Así luego podremos ver juntas lo ocurrido, ¿te parece?

—No me gustan las grabaciones… —consigo decir.

Esboza una cautivadora sonrisa. Los ojos le brillan y me mira desde su altura.

—Tranquila, Jud. La primera interesada en que no se vea por ahí nada de lo que tú y yo hacemos soy yo, ¿no crees?

Lo pienso durante unos instantes y llego a la conclusión de que tiene razón. ella es rica y poderosa. Quien tiene más que perder de las dos. Acepto y ella deja la cámara sobre el mueble que había dicho y veo que pulsa un botón. Se acerca de nuevo hacia mí.

—Te taparé los ojos con este pañuelo. ¡Tócalo!

La obedezco sin rechistar y siento la suavidad de la tela. Seda.

—Lo que vas a sentir cuando te tenga desnuda en la cama es la misma suavidad que has sentido altocar el pañuelo.

Escuchar eso me activa de nuevo. Asiento.

—Me encantan tus ojos —murmuro, sin poder contenerme—. Tu mirada.

Annette me mira unos segundos y, sin hacer referencia a lo que acabo de decir, prosigue:

—Además de taparte los ojos, como sé que te fías de mí, te ataré las manos y las sujetaré al cabeceropara que no puedas tocarme. —Cuando voy a protestar me pone un dedo en la boca y añade—: Es su castigo, señorita Flores, por haber olvidado el vibrador.

Eso me hace sonreír y miro los guantes con curiosidad. Se los pone y me toca los brazos. La suavidad que siento me encanta. No noto sus dedos. Sólo noto la suavidad que aquellos guantes me proporcionan.

Sin hablar, se sienta sobre la cama y me mira. Rápidamente entiendo lo que quiere y lo hago. Me desnudo. Me quito el vaquero y la camiseta. Repito la misma operación que el día anterior. Me acerco a ella vestida con el sujetador y las bragas y siento cómo de nuevo apoya su frente en mi estómago y posa su boca sobre mis bragas. La sensación atiza mi clítoris y lo siento vibrar. Se quita los guantes y los deja sobre la cama. Me agarra la cintura con sus fuertes manos y me sienta a horcajadas sobreella. Me mira y susurra mientras siento su aliento sobre mis pechos:

—¿Estás preparada para jugar a lo que yo quiero?

—Sí —respondo aguijoneada por el deseo.

—¿De verdad?

—De verdad.

—¿Para lo que sea? —murmura acercándose a mi boca.

Poso mis manos en su cabello y le masajeo la cabeza.

—A todo excepto a…

—Sado —puntualiza, y yo sonrío.

Me desabrocha el sujetador y mis turgentes pechos quedan libres ante ella. Con avidez, se los lleva a la boca. Primero uno y después otro. Me endurece los pezones con su lengua y sus dedos y eso me impulsa a gemir.

—Ofréceme tus pechos —pide con voz ronca.

Sentada a horcajadas sobre ella, me los agarro con las manos y los acerco a su boca. Cuando va a chuparlos se los alejo y ella me da un azote en el trasero. Ambas nos miramos y las chispas que hay entre las dos parece que vayan a provocar un cortocircuito. Annette me da otro azote. Pica. Y, no dispuesta a recibir un tercero, le acerco mis pechos a la boca y los toma. Los mordisquea y los succiona mientras yo se los entrego.

Miro hacia la cámara.

Me parece increíble que yo esté haciendo eso, pero ni puedo ni quiero parar. Esa sensación me gusta.

Annette y su arrolladora personalidad pueden conmigo y en un momento así estoy dispuesta a hacer todo lo que ella me pida.

De pronto, siento sus dedos hurgar por debajo de mis bragas y eso todavía me calienta más.

—Ponte de pie —me ordena.

Le hago caso y veo que ellla se escurre y se sienta en el suelo entre mis piernas. Lentamente me quita las bragas y, cuando me las saca por los pies, me los separa, posa sus manos en mis caderas y me hace flexionar las rodillas. Mi sexo. Mi chorreante vagina. Mi clítoris y toda yo quedo expuesta ante ella.

Su exigente boca sonríe y me incita con la mirada para que pose mi vagina en su boca. Lo hago y exploto y jadeo nada más notar su contacto. Annette me agarra por las caderas y me hace apretar mi vagina contra su boca. Me siento extraña. Perversa en aquella postura.

Annette está sentada en el suelo y yo me encuentro sobre ella, moviendo mi sexo sobre su boca. Me gusta.

Me enloquece. Me fustiga. Noto cómo el orgasmo crece en mí mientras me agarra por la parte superior de mis muslos y me devora con devoción. Su lengua entra y sale de mí para luego rodear mi clítoris y conseguir que jadee mientras me lo mordisquea con los dientes. Mil sensaciones toman mi cuerpo y me dejo hacer. Soy suya. Mi cuerpo es suyo. Me lo hace saber con su posesión. Y cuando coge mi clítoris con cuidado entre sus dientes y noto que tira de él grito y enloquezco.

El calor de mi vagina se extiende por todo mi cuerpo. Entonces, siento que ese ardor queda localizado en mi cara y creo que me voy a correr.

—Túmbate sobre la cama, Jud —me dice, parándose.

Con la respiración entrecortada lo hago. Quiero que continúe.

—Ponte más arriba… más. Abre las piernas para que yo pueda ver lo que deseo. —Hago caso y jadea enloquecida—. Así, pequeña… así… enséñamelo todo.

Se quita la camiseta negra junto con su sostén y los tira en un lateral de la cama. Sus pechos están duros y firmes. Quiero probarlos. Después los pantalones y, mientras abro las piernas y veo cómo observa la humedad que le enseño, me fijo en que los guantes están a mi lado junto a una caja negra, ni idea de lo que guarda en su interior. Con seguridad, coge uno de los pañuelos de seda y se sienta a horcajadas sobre mí.

—Dame tus manos.

Se las doy.

Las une y las ata por las muñecas.

Me besa y después me estira las manos atadas por encima de la cabeza y ata el pañuelo a una varilla del cabezal. Respiro con dificultad. Es la primera vez que me dejo atar las manos y estoy nerviosa y excitada. Cuando ve que me tiene bien sujeta acerca su cara a la mía y me besa primero un ojo y después el otro. Instantes después, pone ante mí el otro pañuelo oscuro y me lo ata en la cabeza. No veo nada.

Sólo oigo la música swing e imagino lo que sucede.

Desnuda y expuesta totalmente a él, siento su boca en mi barbilla. La besa. Quiero moverme pero no puedo. Las ataduras me impiden hacerlo. Su boca baja por mis pechos. Se entretiene en mis pezones hasta endurecerlos de nuevo y después utiliza sus dedos para excitarlos. Su recorrido sigue bajando hasta llegar a mi ombligo y mi respiración vuelve a acelerarse. Noto cómo su boca llega hasta mi vagina, la besa y me abre más las piernas. Sus dedos juegan en mi hendidura y siento que resbalan por mi humedad.

Su boca vuelve a posarse en mí. Me chupa. Me succiona y yo jadeo mientras me abro de piernas totalmente para que tome todo lo que quiera de mí.

—Me encanta cómo sabes… —la oigo decir tras saquear durante unos pequeños segundos mi hinchado clítoris.

Tras decir aquello siento su respiración entre mis muslos hasta que un reguero de dulces besos comienza a bajar hacia mis tobillos. La cama se mueve. La oigo alejarse y escucho de repente que la música suena más alta. Respiro más agitada. Deseo que siga, pero me asusta el hecho de no saber qué ocurrirá. Instantes después, siento que la cama se mueve y, por los movimientos, percibo que se está poniendo los guantes. Acierto. Sus manos enfundadas en los guantes comienzan a recorrer despacio mis piernas.

Jadeo… jadeo… jadeo…

¡Sólo puedo jadear!

Cuando me dobla las piernas y me separa las rodillas… ¡Oh, Dios! Su boca, de nuevo exigente, se posa en mi sexo en busca de mi hinchado clítoris. Lo mordisquea y yo grito. Lo estimula con la lengua y yo jadeo. Siento que de nuevo lo coge entre sus dientes pero esta vez no tira de él. Esta vez, apresado entre sus dientes, le da toquecitos con la lengua y vuelvo a gritar. La presión que sus manos ejercen sobre mí, acompañada de los movimientos de su boca, me vuelve loca.

Jadeo… jadeo… jadeo e intento cerrar las piernas.

No me lo permite.

Sus dientes ahora me mordisquean uno de mis labios internos y yo creo morir. Me arqueo, gimo enloquecida y abro más las piernas. Su juego me gusta y me excita. Deseo más y ella me lo da. De pronto, piento que en mi vagina introduce algo. Es suave, frío y duro. Lo introduce con cuidado, lo rota y lo saca y vuelve a repetir la operación. Me siento enloquecer de placer y mis caderas se levantan en busca de más. Su boca vuelve a mi vagina mientras mete una y otra vez aquello dentro de mí.

Durante unos minutos, mi cuerpo es su cuerpo. Soy su esclava sexual. Deseo que no pare y, cuando saca de mi interior lo que me ha metido y su boca vuelve a posarse en busca de mi hinchado clítoris, grito de satisfacción al notar que tira de él. Me gusta. Su mano enfundada y suave pasea ahora por mi trasero.

Me coge de las nalgas y me aprieta contra su boca. Voy a explotar, mientras uno de sus dedos juega en mi orificio anal. Hace circulitos sobre él y yo pido más.

El objeto que antes me volvió loca se pasea sobre el orificio de mi ano. Me excita pero no lo mete.

Sólo lo pasea, como si quisiera indicarme que algún día ya no se limitará sólo a pasearlo por allí. De pronto, un orgasmo toma todo mi cuerpo y me convulsiono por la satisfacción, mientras siento que ella me suelta las piernas.

—Me encanta tu sabor, pequeña —repite mientras aprieto mis muslos y oigo cómo abre la caja. Rasga un envoltorio.

Avivada por el deseo más increíble que nunca pudiera imaginar, toda yo ardo. Me quemo. Noto que la cama se hunde y siento su poderoso y femenino cuerpo a cuatro patas sobre el mío.

—Abre las piernas para mí.

Su voz ordenándome aquello en aquel momento es música celestial para mis oídos. Su cuerpo encaja con el mío. Siento algo duro contra mi húmeda vagina.

—Pídeme lo que quieras —me dice.

¡Dios! ¡¡¡Qué frase!!! Me pirra cuando la dice.

Mi impaciencia me hace moverme en la cama. No respondo y ella exige:

—Pídeme lo que quieras. Habla o no continuaré.

Parapetada tras el pañuelo, respiro con dificultad.

—¡Penétrame! —consigo decir ante su orden.

La oigo sonreír. Noto sus manos sobre mi vagina. ¡Calor! Me toca y me abre los labios vaginales para introducir la totalidad de algo en mi interior. Es un falo. Me arqueo. No se mueve, me susurra al oído:

—¿Te gusta así?

Asiento. No puedo hablar. Tengo la boca tan seca que casi no puedo articular palabras.

—¿Te has corrido con lo ocurrido anteriormente?

—Sí.

—¿Has sentido placer?

—Sí…

La oigo resoplar y me da un azotito en la nalga.

—Perfecto, pequeña… Ahora me toca a mí.

Contengo un gemido mientras siento que mi cuerpo vuelve a arder. Me pellizca suavemente los pezones.

—Estas húmeda y dispuesta… Me encanta.

Siento que la cama se mueve de nuevo. Y sin sacar el falo de mi interior se pone de rodillas sobre la cama. Me sujeta las caderas con las manos y comienza un bombeo infernal. Dentro… fuera… dentro… fuera.

Fuerte… fuerte…

Me da la sensación de que me va a partir en dos, pero por el placer.

—¿Te gusta que te folle así? —me pregunta entre susurros.

—Sí… sí…

Dentro… fuera… dentro… fuera.

Mi cuerpo vuelve a ser suyo. No quiero que pare.

Oigo sus gruñidos, su respiración entrecortada a escasos metros de mí. Su fuerza me puede y, a pesar

de que sus manos, ahora sin guantes, me aprietan las caderas, no me quejo y abro mis piernas para ella. Me

corro. Sin poder ver la escena, me la imagino y eso me vuelve más loca todavía. Soy como una muñeca

entre sus manos y paladeo la plenitud de su posesión. Entonces se inclina sobre mí y, tras una salvaje embestida final, oigo su gruñido de satisfacción.

Instantes después y aún con las respiraciones entrecortadas, me da un beso fuerte y posesivo. Cuando se separa de mí, me desata las manos. Después las coge con mimo y me besa las muñecas. Me retira el pañuelo de los ojos y nos miramos.

—¿Todo bien, pequeña?

Ensimismada y algo dolorida por la penetración tan profunda, asiento.

—Sí.

Me doy cuenta que yo sólo digo sí… sí… sí… pero es que no puedo decir otra cosa excepto «¡sí!». Ella sonríe. Se levanta de la cama. Trae un strap-on color negro. Se lo quita y se marcha hacia el baño.

—Me alegra saberlo.

Su rara frialdad en un momento como aquél me desconcierta. La veo desaparecer y miro la habitación. Mis ojos se paran en la cámara de vídeo. Me muero por ver lo grabado. Encojo las piernas y me levanto. Camino desnuda hacia el baño. Escucho la ducha.

¡Quiero ducharme!

Annette me ve entrar en el baño. Está junto a un neceser y, al verme reflejada en el espejo, se molesta y lo cierra.

—¿Qué haces aquí?

Su voz me paraliza. ¿Qué le pasa?

—Tengo calor y quería ducharme.

Con el ceño fruncido responde:

—¿Te he pedido que te duches conmigo?

La miro extrañada.

Pero ¿qué le ocurre?

Sin contestarle y enfadada, me doy la vuelta. ¡Que le den! Pero entonces siento su mano húmeda sujetando la mía. Me suelto y gruño:

—¿Sabes? Odio cuando te pones tan borde. Ya sé que lo nuestro es sólo sexo, pero no entiendo que estés bien conmigo y, de pronto, en una fracción de segundo, todo cambie y te vuelvas una insensible. Pero,bueno, ¿por qué me tienes que hablar así?

Annette me mira. Veo que cierra los ojos y finalmente me acerca a ella. Me dejo abrazar.

—Lo siento, Jud… Tienes razón. Disculpa mi tono de voz.

Estoy enfadada.

Intento soltarme pero ella no me deja. Me coge en volandas, me lleva hasta el interior de la enorme ducha, me suelta y dice mientras el agua nos moja:

—Date la vuelta.

Veo sus intenciones y me niego, furiosa.

—¡No!

Ella sonríe. Tuerce la cabeza y murmura cogiéndome de nuevo entre sus brazos:

—De acuerdo.

Al estar en volandas sobre ella siento su vulva contra mis piernas. La miro y ella acerca su boca hasta la mía. Rápidamente me echo hacia atrás.

—¿Qué haces?

—La cobra.

—¿La cobra? —repite, sorprendida.

Su cara de desconcierto me hace gracia. Mi mala leche se disipa.

—En España se llama «hacer la cobra» cuando alguien te va a besar y te retiras —le aclaro.

Eso le hace reír y su risa de nuevo puede conmigo. Inconscientemente rodeo su cintura con mis piernas.

—Si te beso, ¿me harás la cobra de nuevo? —me pregunta, sin acercarse a mí.

Pongo cara de pensar, pero cuando siento sus pechos erectos murmuro:

—No… si me follas.

¡Dios! ¿Qué he dicho?

¿He dicho follar? Si mi padre me escuchara, me lavaría la boca con jabón durante un mes entero.

Según suelto la frase toda yo me siento mediocre, pero ese sentimiento me lo quita de un plumazo Annette cuando la veo sonreír y, con las manos, agarro sus nalgas como puedo y las presiono más contra mi. Perversa. En ese momento me siento perversa. Mala. Malota. Me apoya contra la pared y yo me sujeto a una barra de metal.

—¿Qué me has pedido, pequeña?

Mi pecho sube y baja de lo excitada que estoy con ver su mirada y repito:

—¡Fóllame!

Mis palabras le gustan. La atizan. Lo veo en su mirada.

Le gusta utilizar ese término y la pone frenética. Más bestia.

Sin precauciones, bajo el chorro de la ducha siento cómo mi carne se abre al introducir sus maravilloso dedos en mí. ¡Sí! Alucinante.

Mi perversión aumenta. Y cuando siento que sus nudillos chocan contra mi, agarro su mano con la intención de marcar el movimiento. Pero Annette, como siempre, no me deja. Tras darme un leve azote que hace que la mire a los ojos, se mueve en mi interior en busca de mi placer.

El sonido de su mano al chocar contra mi y del agua me consume. Cierro los ojos y me dejo llevar mientras mis jadeos retumban en el precioso baño.

—Mírame —exige—. Si te gustan mis ojos, mírame.

Abro los ojos y los clavo en ella.

Veo su mandíbula en tensión, pero su grisácea mirada es la que me hechiza. la excitacion que veo en  su rostro y la forma en que se muerde el labio me excita más. Entonces cambia el ritmo de su mete y saca, y yo grito y echo la cabeza para atrás.

—Mírame. Mírame siempre —vuelve a exigir.

Con los ojos vidriosos por el momento, me agarro con fuerza a sus hombros y la miro. Me dejo manejar mientras su mirada me habla. Me pide a gritos que me corra. Me exige que se lo haga ver y, cuando no puedo más, le clavo las uñas en los hombros y un grito agónico pero lleno de placer sale de mi boca.— Sí… así… córrete para mí.

Mi vagina se contrae y mis espasmos internos consiguen lo que quiero. Darle placer. Lo veo en sus ojos. Lo disfruta. Tras una penetración brutal, saca sus dedos de mi interior, mientras me muerde en el hombro por el resultado.

El agua recorre nuestros cuerpos mientras jadeamos por lo ocurrido. Lo nuestro es sexo en estado puro. Y reconozco que me gusta tanto como a ella. Annette abre un poco más el agua fría. Eso me hace gritar y, como dos tontas, comenzamos a jugar bajo la ducha del hotel.

Una hora después, las dos tumbados sobre la cama, degustamos las fresas. Para mi sorpresa, junto a las fresas y el champán, que ya ha sido reemplazado por otra botella llena, hay un cuenco de suave chocolate caliente. Mojar la fresa en ese chocolate y meterlo en la boca me hace gesticular una y otra vez.

¡Vaya maravilla!

Mis caras divierten a Annette, que no para de sonreír. La noto tranquila y distendida y me tranquiliza ver que disfruta del momento. Le encanta encargarse de limpiar con su boca las motitas de fresa y chocolate que quedan en mis labios y se lo agradezco. Ese contacto suave se asemeja a un dulce beso. Algo que Annette nunca me ha dado. Sus besos son siempre salvajes y posesivos.

Un ruido llama mi atención. Su portátil está encendido y le indica que acaba de recibir un mensaje.

—¿Siempre lo tienes encendido? —pregunto.

Annette mira el portátil y asiente.

—Sí. Siempre. Necesito estar al corriente de los temas de la empresa en todo momento.

Se levanta, mira el correo y, en cuanto lo hace, regresa a la cama junto a mí. Yo me meto una nueva fresa en la boca. Están de muerte.

—Por lo que veo, te encanta el chocolate.

—Sí. ¿A ti no?

Se encoge de hombros y no responde. Yo vuelvo al ataque.

—¿No te gusta lo dulce?

—Si es como tú, sí.

Ambas reímos.

—¿En tu casa no tienes cosas dulces? —insisto.

—No.

—¿Por qué?

—Porque el dulce no me vuelve loca.

—¿Vives sola en Alemania?

No responde.

Pero por su gesto me doy cuenta de que no le ha gustado la pregunta.

Quiero saber de ella, si tiene perro o gato, cualquier cosa, pero no me deja conocerla. Es comenzar a hablar de ella y se cierra por completo. Inquieta, miro a mi alrededor y mis ojos se encuentran con la cámara de vídeo.

—¿Sigue grabando?

—Sí.

—¿Se puede saber qué estamos haciendo ahora que sea interesante de grabar?

—Verte comer las fresas con chocolate, ¿te parece poco?

Ambas nos reímos de nuevo.

—¿Se puede ver lo que ha grabado antes?

Annette asiente.

—Sí. Sólo hay que enchufar la cámara al televisor.

Nunca me he grabado mientras practico sexo y verme me provoca una cierta curiosidad.

—¿Te apetece que lo veamos? —propongo.

Annette da un trago a su copa y levanta una ceja.

—¿Quieres?

—Sí.

Annette se levanta con decisión.

Saca un cable de su maletín, lo enchufa a la cámara y a la tele y, con un pequeño mando a distancia entre las manos, dice sentándose en la cama para sujetarme contra ella:

—¿Preparada?

—Claro.

Pulsa el botón e instantes después me veo en la pantalla de la televisión. Eso me hace gracia. Mi voz suena extraña, incluso la de ella. Mojo otra fresa en el chocolate y observo las imágenes. Annette me hace tocar los pañuelos y nos reímos. Después me sonrojo al ver la siguiente imagen. Annette en el suelo y yo con mi sexo sobre su boca totalmente extasiada.

—¡Dios, qué vergüenza!

Annette sonríe. Me besa en el cuello.

—¿Por qué, preciosa? ¿Acaso no disfrutaste el momento?

—Sí… claro que sí. Es sólo que…

Pero no puedo continuar.

Las imágenes siguientes de Annette atándome al cabecero de la cama me dejan sin palabras. La veo taparme los ojos con el otro pañuelo y, después, cómo baja por mi cuerpo entreteniéndose en mis pezones y mi ombligo. Eso me estimula de nuevo. Annette sigue bajando parándose en mi sexo. Se deleita y yo veo cómo me entrego. Prosigue su bajada y, regándome de dulces besos, llega hasta mis tobillos.

Extasiada por las imágenes, sonrío.

No puedo dejar de mirar la televisión cuando veo en la pantalla que ella se levanta. Yo sigo tumbada en la cama, atada y con los ojos vendados, y ella se dirige hacia el equipo de música y sube el volumen.

Instantes después, la puerta de la habitación se abre. Pestañeo.

Entra una mujer rubia de pelo corto y se dirige directamente hacia la cama donde yo sigo atada.

Casi no respiro.

Annette la sigue. La mujer está vestida con una especie de camisón negro. Annette le chupa un pezón y ésta le entrega algo metálico que lleva en las manos. Después, coge los guantes que hay sobre la cama y se los pone.— ¿Qué…? —intento balbucear. Me falta el aire.

Annette no me deja hablar.

Pone un dedo en mis labios y me obliga a mirar la televisión.

Totalmente bloqueada, observo cómo la mujer, tras ponerse los guantes, se sube a la cama mientras Annette nos observa de pie. La mujer me abre las piernas y posa su boca sobre mi vagina. Estoy a punto de explotar de indignación.

¿Qué me está haciendo?

No puedo hablar. Sólo puedo mirar cómo me retuerzo en la cama y gimo mientras aquella desconocida juega con mi cuerpo y yo se lo permito. Una y otra vez abro mis piernas y arqueo mi espalda invitándola a proseguir y ella lo hace. Annette disfruta.

Instantes después, ella le entrega lo que lleva en las manos y veo que lo que sentí como duro, frío y suave dentro de mí era un consolador metálico. La mujer se lo mete en la boca. Lo chupa y después me lo mete en la vagina. Yo jadeo. Me gusta y ella lo vuelve a meter y a sacar con delicadeza mientras su dedo enguantado pasea por el agujero de mi ano.

Pasado un rato, Annette le pide el consolador sin decir una palabra y ella se lo entrega. Annette le señala de nuevo mi vagina mientras se toca su entrepierna. Ella obedece y vuelve a plantar primero sus manos y después su ardiente boca sobre mí. Yo estoy enloquecida. Abro mis piernas y me elevo en su busca mientras ella, con sus manos enguantadas, me agarra de los muslos y me devora con auténtica devoción.

Instantes después, Annette le toca el hombro. Ella se levanta. Se quita los guantes y los deja de nuevo sobre la cama. Annette la besa en la boca y, antes de que se marche, dice:

—Me encanta cómo sabes.

Sigo en estado de shock por lo que veo, mientras observo cómo Annette se mete entre mis piernas y, ver como se baja y se pone el strap-on y ponerle un preservativo y me besa. Me hace abrir las piernas y veo cómo me penetra y yo me arqueo. Me hace suya sin parar y yo grito de placer.

Cuando no puedo mirar más, la observo con la respiración entrecortada. Estoy furiosa, excitada, enfadada y con ganas de matarla. No sé qué pensar. No sé qué decir hasta que pregunto:

—¿Por qué has permitido eso?

—¿El qué, Jud?

Me levanto de la cama.

—¡Otra mujer! —grito—. Una desconocida… ella… ella…

—Dijiste que estabas dispuesta a todo menos a sado, ¿lo recuerdas?

A cada instante me siento más desconcertada. La miro y gruño.

—Pero… pero a todo entre tú y yo… no entre…

—A todo, excepto a sado. Es… a todo, pequeña.

—Yo nunca te dije que quería tener sexo con otra mujer.

Annette me mira, se recuesta en la cama y responde en actitud chulesca:

—Lo sé…

—¿Entonces?

—Yo nunca dije que no quisiera que tuvieras sexo con otra mujer. Es más. Ha sido algo placentero y que espero repetir. Sólo hemos jugado un poco, pequeña. No sé por qué te pones así —insiste.

—¿Jugar? ¿A eso lo llamas tú jugar? Para mí, jugar es hacerlo entre tú y yo aunque sea con aparatitos de esos que te gustan pero… ¿Has dicho repetir?

—Sí.

—Pues será con otra, chata, porque conmigo ¡lo llevas claro! ¡Dios! La has besado a ella y luego a mí. ¡Qué asco!

Annette no se mueve. Su actitud ha cambiado y la seriedad ha vuelto a ella.

—Jud… mis juegos son así. Creí imaginar que ya lo sabías. Las veces que hemos salido juntos te he dejado ver qué es lo que a mí me gusta. En la oficina, cuando vimos a tu jefa y a tu compañera te di la primera pista. En el Moroccio, la noche que te invité a cenar, te di la segunda. En tu casa, cuando te enseñé a utilizar los vibradores te di la tercera. Te considero una mujer inteligente y…

—Pero… eso es depravado. El sexo es un juego entre dos. Y lo que tú haces…

—Lo que yo hago es sexo. Y mi manera de ver el sexo no es depravada —dice levantando la voz—. Por supuesto que es un juego entre dos. Siempre lo he tenido claro y por eso te pregunté si estabas dispuesta a todo. ¿Acaso no te lo pregunté?

Me mira a la espera de una respuesta. Contesto que sí con la cabeza.

—Tú dijiste que sí. Recuérdalo. El sexo convencional me aburre, ¿a ti no? —No respondo. No me da la gana—. El sexo es un juego, Jud. Un juego que admite morbo, sensaciones y todo lo que quieras incluir. Me gusta darte placer. Tu placer es mi deleite y cuando te veo atizada de deseo me vuelvo loca.

Y escucharte decir que lo que hago es depravado me enfada. Me molesta mucho. Tus convencionalismos de niña y tu falta de buen sexo es lo que hace que…

—¿Mi falta de buen sexo? —grito exacerbada mientras me quito el albornoz—. Para tu información, el sexo que he tenido todos estos años ha sido ¡magnífico! Las mujeres con las que he estado me han hecho disfrutar tanto o más que tú.

—Permíteme que lo dude —ríe con frialdad.

—¡Serás creída!

Aprieto los puños deseosa de soltarle un guantazo.

—Vamos a ver, Jud. No dudo que tus experiencias con otras mujeres no hayan sido satisfactorias. Sólo digo que nunca serán como las vividas conmigo. Pero ¡joder! Si hasta cuando has dicho «¡Fóllame!» te has puesto roja.

—Decir eso es vulgar. Grotesco.

—No, pequeña. No es nada de eso. Simplemente habló el morbo por ti. El morbo hace que los humanos nos comportemos como seres desinhibidos en ciertas ocasiones. El morbo es lo que hace que quieras ver cómo otra mujer y otro hombre devoran el cuerpo de tu mujer mientras miras o participas. Tú, en la ducha, te has dejado llevar por el morbo. Has dicho lo que querías. Has pedido que te follara porque lo que deseabas era eso.

—No quiero escucharte.

—Te guste o no, eres como la gran mayoría de la humanidad. El problema es que esa humanidad se divide entre los que no nos resignamos a los convencionalismos y gozamos del sexo con normalidad y sin tabú, y los que ven el sexo como un pecado. Para muchos la palabra «sexo» es ¡tabú! ¡Peligro! Para mí la palabra «sexo» es ¡diversión! ¡Gozo! ¡Excitación! Y lo que más me joroba de tus palabras es que sé que lo vivido te ha gustado. Has disfrutado con el vibrador, con la mujer que ha estado entre tus piernas, incluso con haber dicho la palabra «follar». Tu problema es que lo niegas. Te mientes a ti misma.

Exacerbada e indignada, no le contesto. Tiene razón, pero no pienso admitirlo. Antes muerta.

Sin mirarla, me pongo las bragas y el sujetador. Quiero desaparecer de allí. De aquella suite. De aquel hotel y de la vida de ella. Annette me observa, sin moverse, desde la cama como una diosa todopoderosa.

Busco mis vaqueros y mi camiseta y, cuando estoy totalmente vestida, me quedo parada en el centro de la habitación.

—Nada de lo vivido se puede cambiar. Pero a partir de este momento, usted vuelve a ser la señorita Kirschner y yo la señorita Flores. Por favor, quiero recuperar mi vida normal y para ello usted debe desaparecer de mi entorno.

Dicho esto, me doy la vuelta y me voy.

Necesito esfumarme de allí y olvidar lo ocurrido.

El domingo estoy agotada.

Quiero olvidarme de Annette pero todavía me duelen los músculos de mi vagina por sus gloriosas penetraciones y eso me recuerda continuamente lo ocurrido el día anterior. Me parece horrible. Aún no he asumido que otra mujer jugara con mi sexo ante ella.

A las once y cuarto me levanto de la cama y lo primero que hago es hablar con mi padre. Lo hago todos los domingos por la mañana. Además, hoy es la final de la Eurocopa de fútbol y me imagino que estará como loco. Si a alguien le gusta el deporte, ése es mi padre. El teléfono da dos pitidos y oigo:

—Hola, morenita.

—Hola, papá.

Tras hablar durante diez minutos sobre Curro y la Eurocopa, mi padre cambia el tema de conversación.

—¿Estás bien, mi vida? Te noto apagada.

—Estoy bien, papá. Es sólo que estoy cansada.

—Morenita —intenta alegrarme—, te quedan dos semanas para coger las vacaciones, ¿verdad?

Tiene razón. Mis vacaciones comienzan el 15 de julio y el hecho de recordarlo me hace alegrarme.

—Exacto, papá. Pero es que las veo tan cerca que no puedo evitar impacientarme.

Lo oigo sonreír. Eso me hace feliz. Papá lo pasó mal cuando mamá murió hace dos años y sentir que está bien me reconforta.

—¿Vas a venir unos días a casa? Ya sabes que aquí en el pueblo hace calor, pero puse la piscina para que vosotras la disfrutéis cuando vengáis.

—Por supuesto, papá. Eso no lo dudes.

—Ah… el otro día el Lucena, el Bicharrón y yo fuimos a hacer la inscripción para lo de Puerto Real. Los vas a machacar.

Al pensar en ello, me animo. A mi padre y a sus dos amigos del alma les encanta que todos los años vayamos a ese evento y ni quiero, ni puedo negárselo. Es algo que hacemos desde que era una niña. Se pasan todo el año hablando de ello y, en cuanto me ven llegar a Jerez en verano, la adrenalina les sube por las venas.

—Perfecto, papá. Allí estaremos.

—Por cierto, ayer hablé con tu hermana.

—¡¿Y?!

—No sé, hija. La noté muy desanimada. ¿Tú sabes qué le pasa?

Con fingido disimulo respondo:

—Que yo sepa nada, papá. Ya sabes cómo es de histérica para todo —e intentando desviar el tema de conversación digo—: ¿Adónde vas a ver hoy el partido?

—En casa. ¿Y tú?

—He quedado con Azu y unos amigos en un bar. —Sonrío al pensarlo.

—¿Alguna amiga especial, morenita?

—No, papá. Ninguna.

—Ojú, hija, me alegra saberlo. Porque otra novia como ese que tuviste con un pendiente en la nariz y

otro en la ceja me repugnaría.

—Papáaaaaaaaaaaa… —digo, mientras me río a carcajadas.

Recordar cómo miraba a Lola, una ex, cuando lo conoció todavía me resulta divertido. Mi padre es muy tradicional para muchas cosas y más para las parejas. Casi le da algo cuando supo de mis preferencias, pero a la larga lo acepto. Consigo cambiar de tema y finalmente regresamos al fútbol.

—Pues yo, hija, he organizado una barbacoa en el patio trasero. Como imaginarás, vendrán los amigos de siempre y nos hincharemos a gritar. Por cierto, hace un par de días el Bicharrón me dijo que Fernanda llegará dentro de poco a Jerez. ¡Ah!, y creo que hoy está por los Madriles y te visitará.

¡Ya empezamos con Fernanda!

Mi padre y el Bicharrón llevan toda la vida intentando que Fernanda y yo seamos novias formales.

Fernanda me desvirgó cuando yo tenía dieciocho años. Fue mi primera relación con una mujer y, siempre que lo recuerdo, me hace sonreír. Qué nerviosa estaba y qué atenta fue ella. Es dulce y pausada en la cama y, aunque con ella lo paso bien, he estado con otras mujeres que me han hecho vibrar más.

Tras hablar un rato sobre Fernanda, su maravilloso trabajo de policía en Valencia y la excelente chica que es, cambio de tema y regreso al fútbol. Mi padre se emociona con ese tema y yo disfruto.

Imaginar a mi padre y a los amigos de toda la vida cantando divertidos eso de «Yo soy… español…español… español» me encanta.

Cinco minutos después, me despido de él y cuelgo el teléfono. Miro a Curro , que está tumbado en el suelo, y lo subo al sofá. Respira con dificultad y eso me encoge el corazón. Hace dos meses, el veterinario me dijo que su vida se estaba apagando y que, cada día que pasa, va a más. Está viejito y, a pesar de la medicación, poco más se puede hacer por él salvo mimarlo y quererlo mucho.

Suena mi móvil. Un mensaje. ¡Fernanda!

«Estoy en Madrid. ¿Paso a buscarte y vemos el partido juntas?»

Le mando un «¡De acuerdo!» y me tiro en el sillón.

Sobre las dos y media de la tarde decido calentarme en el microondas un vasito de arroz blanco y unas salchichas. No me apetece cocinar. No estoy de humor. Después de comer, me tumbo en el sillón y en seguida viene a visitarme Morfeo, hasta que el sonido de mi móvil me despierta. Mi hermana.

—Hola, cuchufleta, ¿qué haces?

Me desperezo y contesto:

—Durmiendo, hasta que tú me has despertado.

—¿Saliste ayer de juerga?

Al pensar en el día anterior, asiento.

—Sí. Se puede decir que sí.

—¿Con quién?

—Con alguien que tú no conoces.

—¿Algo serio? —curiosea.

Al escuchar aquello sonrío.

—No. Nada importante —respondo, moviendo la cabeza.

Durante media hora me tiene al teléfono. Qué pesadita es Raquel. No pasan dos días sin que hablemos. Yo soy más despegada. Menos mal que ella siempre hace por verme, porque si fuera por mí, ya la habría perdido como hermana. Como siempre, su conversación se centra en su desastrosa vida marital. Cuando por fin cuelgo Curro sigue en el sillón. No se ha movido. Me acerco a él y veo que sus ojos me miran. Le beso la cabecita y me entran ganas de llorar. Pero, tras tragarme las lágrimas, le digo cosas cariñosas y después me levanto a por una Coca-Cola. La necesito.

Cuando regreso al salón cojo el portátil, lo enciendo y me conecto a Facebook. En seguida coincido con alguno de mis amigos virtuales y nos echamos unas risas. El correo me parpadea y decido mirarlo.

Quince mensajes. Varios son de amigas y amigos proponiéndome viajes para el verano finalmente; veo una dirección que me deja atónita. Es Annette. ¿Cómo ha encontrado mi correo privado?

De : Annette Kirschner

Fecha : 1 de julio de 2012 04.23

Para : Judith Flores

Asunto : Confirmación de proposición

Querida señorita Flores:

Siento mucho si le desagradó mi compañía hace unas horas y todo lo que ello implica. Pero debemos ser profesionales, así que recuerde, necesito una respuesta en referencia a la proposición que le hice.

Atentamente, Annette Kirschner

Boquiabierta, vuelvo a leer el mensaje. ¡Tendrá morro este tía…!

Estoy por dar al «Delete» y borrar definitivamente el mensaje. Pero mi impulsividad me hace responder:

De : Judith Flores

Fecha : 1 de julio de 2012 16.30

Para : Annette Kirschner

Asunto : Re: Confirmación de proposición

Querida señorita Kirschner:

Como usted dice, seamos profesionales. Mi respuesta a su proposición es NO.

Atentamente, Judith Flores

Envío el mensaje y un extraño regocijo se apodera de mí.

¡Olé por mí!

Pero dos segundos después, ese regocijo desaparece para dar paso a un dolor de estómago cuando veo que su respuesta llega de inmediato.

De : Annette Kirschner

Fecha : 1 de julio de 2012 16.31

Para : Judith Flores

Asunto : Sea profesional y piense en ello.

Querida señorita Flores:

En ocasiones, las precipitaciones no son buenas. Piénselo. Mi oferta seguirá en pie hasta el martes. Espero que disfrute del domingo y su selección gane la Eurocopa.

Atentamente, Annette Kirschner

Miro la pantalla, bloqueada.

¿Por qué no puede aceptar mi respuesta?

Estoy tentada de escribirle un e-mail poniéndolo a caer de un burro, pero me niego. Dar más explicaciones a alguien para quien soy sólo sexo no merece la pena.

Enfadada, cierro el portátil y decido poner una lavadora.

Al sacar la ropa sucia del cesto me encuentro con las bragas rotas que Annette me arrancó. Cierro los ojos y suspiro. Recordar lo que hicimos en mi habitación me pone cardíaca.

Abro los ojos, me levanto y camino hacia mi dormitorio. Rodeo la cama y abro el cajón. Ante mí se encuentran los regalos que ella me hizo: los vibradores. Los miro durante unos segundos y cierro el cajón con fuerza. Regreso hasta la lavadora. La abro y comienzo a meter la ropa. Echo el detergente, el suavizante y la programo.

La lavadora comienza a funcionar y diez minutos después sigo mirando cómo el tambor de la ropa da vueltas tan rápidamente como mi cabeza. Mi respiración se acelera y grito de frustración:

—Te odio, Annette Kirschner.

Mis pies se dan la vuelta y me dirijo de nuevo hasta mi habitación. Vuelvo a abrir el cajón y me quedo mirando el vibrador con mando a distancia que ella usó conmigo.

Mi entrepierna me pide a gritos jugar.

¡Me niego!

Hasta yo misma utilizo la palabra «jugar». Finalmente e incapaz de quitarme a Annette de la cabeza y menos de mi entrepierna, me deshago de los pantalones, las bragas y me siento en la cama con el vibrador en la mano.

Toco la ruleta, lo pongo al 1 y la vibración comienza.

Después al 2, al 3, al 4 y el máximo es el 5.

Muevo el vibrador en mi mano mientras mi vagina y, en especial, mi clítoris gritan porque sea allí donde lo mueva. Me tumbo en la cama. Apago el vibrador y lo paseo por mis labios vaginales. Me sorprendo de lo húmeda que estoy. ¡Annette!

El pequeño vibrador se resbala por mis labios. Estoy húmeda y abierta. Lista para recibirlo. Lo pongo al 1. La vibración comienza y cierro los ojos. Subo la potencia al 2. Con mis dedos me abro los labios vaginales y dejo que me masajee la zona que está junto al clítoris. Un calor irresistible se apodera de mí y comienzo a jadear. Retiro el vibrador y junto las rodillas. Fuego. Pero quiero más. ¡Annette!

Separo de nuevo las piernas. Enciendo el vibrador al 3 y lo pongo sobre la zona donde el placer quería explotar. Pienso en Annette. En sus ojos. En su boca. En cómo me toca. Vuelvo a cerrar los ojos y pienso en el vídeo que vi. Me excita recordar su cara, su gesto, mientras aquella mujer me poseía. Volver a pensar en lo que sentí la tarde anterior me acelera la respiración. Aquello ha sido lo más morboso que me ha ocurrido en la vida. Yo, abierta de piernas en una cama, mientras una desconocida tomaba de mí lo que quería, yo se lo ofrecía y ella miraba. ¡Annette!

Estoy caliente. Muy caliente. Pongo el vibrador al 4. El calor se hace insoportable. El ansia viva por correrme comienza a aflorar en mi interior. El ardor me sube a la cara mientras siento que voy a explotar y mi cabeza imagina todo tipo de juegos con ella. ¡Annette!

Me arqueo en la cama. El clímax me llega mientras oigo mis propios ronroneos. Combustión. Jadeo aliviada y me convulsiono sobre la cama. Abro los ojos, mientras el acaloramiento se apodera de mí, y siento cómo el pequeño vibrador empapa mis dedos. Cierro las piernas con fuerza y me dejo llevar por el momento. Mientras, siento miles de sensaciones nuevas y todas maravillosas. Calor. Excitación. Fervor.

Entusiasmo. Sólo falta ¡Annette!

Cinco minutos después y con la respiración normalizada, me siento en la cama. Miro con curiosidad aquel aparatito y sonrío. Aunque nunca se lo diré, he pensado en ella. En ¡Annette!

A las siete y media, Fernanda llega a mi casa. Como siempre está feliz y sonriente. Me da un piquito en los labios y yo me dejo. Es un amor. A las ocho llegamos al bareto donde he quedado con mis amigos para ver la final España-Italia. Tenemos que ganar. La juerga nos rodea y comienzo a cantar y a divertirme como una loca con mi bandera de la selección española colgada a mi cuello y los colores rojo-amarillo-rojo pintados en mi cara.

Aparece Nacho, un amigo tatuador. Es mi confidente. Tenemos una amistad muy especial y nos lo contamos todo. Cuando ve a Fernanda se ríe. Sabe la relación que tengo con ella y le hace gracia. No entiende cómo ésta sigue detrás de mí tras todos los desplantes que le hago.

A las nueve menos cuarto, el partido da comienzo. Estamos nerviosos. Nos jugamos el Mundial.

¡Vamos España!

¡¡¡No hay dos sin tres!!!

En el minuto 14, Silva mete un golazo que nos hace saltar de emoción. Fernanda me abraza y yo la abrazo. Estamos felices. El ataque de Italia se endurece pero Jordi Alba, en el minuto 41, mete otro golazo que nos hace volver a gritar como descosidos. Fernanda me besa en el cuello y yo, feliz, se lo permito. Llega el descanso y Fernanda ya me tiene sujeta por la cintura.

El segundo tiempo comienza y yo grito que saquen a Torres.

¡Que saquen al Niño!

Y cuando veo que calienta y que el entrenador Del Bosque le dice que salga, grito, aplaudo y salto encantada. Fernanda aprovecha la situación y me sienta entre sus piernas. Yo me dejo. Pero mi gozo se completa cuando en el minuto 84, Torres, ¡mi Torres!, mete el tercer gol.

¡Bien! ¡Bien…!

Fernanda, al verme tan entregada a la causa, me aúpa entre sus brazos y, de la felicidad, me planta un besazo de campeonato. Después me suelta y, cuando, en el minuto 88, Mata mete un golazo tras un pedazo de pase de mi Torres, creo morir, pero ¡de gusto! Y esta vez soy yo la que se lanza a sus brazos y la besa con furia española.

Cuando el partido termina, mis amigos y yo lo celebramos a lo grande. Fernanda no se separa y, en un momento de calentón, nos metemos en el baño de damas. Durante unos minutos dejo que me bese y que me toque. La necesito. Sus manos recorren mi cuerpo y ¡Dios! ¡No me puedo quitar a mi jefa de la cabeza! De pronto, Fernanda no existe. Sólo ¡Annette!

Necesito que sea posesiva y desafiante, pero Fernanda es de todo menos eso. Al final, consigo sacarla del baño sin haber culminado. Está cabreada, pero ni siquiera así me pone. Cuando me invita a ir a su hotel y me niego, se marcha y, sinceramente, yo me quedo la mar de feliz. Cuando llego a mi casa sobre las tres de la mañana y me meto en la cama sonrío al pensar que somos ¡campeones!

Me niego a pensar en nada más.