Pídeme lo que quieras! 7
Disculpen la demora, espero que les guste.
Megan Maxwell
LUNES
El despertador suena a las siete de la mañana.
¡Qué asco madrugar!
Me levanto y me meto en la ducha sin ganas. Estoy agotada. No he podido dormir pensando en Annette.
Cuando regreso a la habitación para vestirme, fijo mi mirada en la lamparita. Me siento en la cama y, con añoranza, paso mis dedos por el dibujo de sus labios y su nombre. Durante un buen rato me dedico a mirarlo mientras pienso en ella.
Finalmente me levanto de la cama. Tengo que ir a trabajar. Me visto y cojo mi coche.
Cuando llego al trabajo, dejo el bolso sobre la mesa y siento que alguien se acerca a mí por detrás. Es mi compi, Valeria.
—Buenos días, preciosa.
—Buenos días.
Al ver mi desgana, se aproxima todavía más y me observa.
—Vaya… —murmura—. ¿Icewoman te hizo trabajar más de la cuenta? Tu pinta es horrible.
Su comentario me reactiva.
—Sí —le digo, sonriendo—. Es un poco negrera en el trabajo. Pero por lo demás, bien.
De pronto Valeria se percata del vendaje de mi brazo.
—Pero ¿qué te ha pasado?
Sin ganas de dar muchas explicaciones, musito:
—Me quemé con la plancha.
Valeria asiente y vuelve a preguntar:
—¿Cuándo regresaste del viaje?
—El viernes por la noche. De momento se han cancelado las reuniones que teníamos porque la señorita Kirschner tuvo que regresar a Alemania.
Valeria mueve su cabeza afirmativamente. Me coge del brazo y dice:
—Vamos. Te invito a desayunar y me cuentas qué te pasa.
En el desayuno, para justificar mis ojeras, hablo de Curro. El simple hecho de nombrarlo me llena los ojos de lágrimas y es un buen pretexto para que no se percate de lo que realmente me pasa. Veinte minutos después, una vez acabados los desayunos, regresamos a nuestros puestos de trabajo. Hay mucho que hacer.
Mi jefa me saluda a medida que pasa por mi lado y me pide que entre en su despacho. Desea que le informe de qué tal ha ido todo y lo que le explico parece agradarle. Tras eso, me carga de trabajo. Su manera de decirme lo enfadada que está por que la jefaza me llevara a mí y no a ella es ésa: ¡agobiándome con el trabajo! Cuando salgo de la oficina por la tarde estoy agotada, pero decido ir al gimnasio. Necesito desfogarme y allí lo consigo.
MARTES
Le envío un e-mail a Annette… No contesta. Mi jefa me satura. Está tremendamente impertinente. Cualquier día la mando a la mierda y me voy al paro de cabeza.
Fernanda me llama. Hablo con ella e insiste para que adelante mi viaje a Jerez.
MIÉRCOLES
Vuelvo a enviarle otro e-mail a Annette… Tampoco contesta. Hoy he tenido que salvarle el culo a mi jefa. Gerardo, el jefe de personal, llegó de improviso y tuve que ingeniármelas para que no pillara a la calentona de mi jefa y a Valeria en actitud no muy profesional en el despacho.
JUEVES
Me niego a enviarle más correos a Annette. Pero al final no lo puedo remediar y le envío uno en el que sólo pone «¡Gilipollas!».
VIERNES
Mi desesperación es máxima. Ni una noticia. Ni una llamada. Nada. No sé absolutamente nada de ella. Y eso me hace entender que efectivamente fui su juguete durante unos días y ahora sólo espero olvidarme yo de ella. Mi jefa es una borde. Hoy me ha montado un numerito delante de varios compañeros. No la he mandado a hacer puñetas porque hay mucho paro, porque si no… ésta se iba a enterar de quién es Judith Flores García.
Por la tarde, me llama mi amiga Azu y quedo con ella para ir al cine. Vamos a ver la película Tengo ganas de ti y lloro… lloro como una magdalena. Es preciosa y triste a la vez. Me siento como Ginebra, una guerrera luchadora e incomprendida, y enamorada hasta las trancas de un hombre que guarda secretos.
A la salida, mis amigos, que nos esperan, se ríen de mí. Ninguno entiende que llore por una película y proponen ir a tomar unos pinchos a la plaza Mayor. Saben que me gustan y eso me alegrará.
Entre pincho y pincho, caen muchas cervezas y por fin consigo sonreír. De allí nos vamos a tomar unas copas y, a las cuatro de la mañana, ¡por fin vuelvo a ser yo! Río, me divierto y bailo como una loca, aunque para eso me he bebido los suministros de ron con Coca-Cola de todo Madrid.
A la mañana siguiente, el zumbido de la puerta me despierta.
Me tapo la cabeza con la almohada, pero el zumbido sigue y sigue… Cabreada, me levanto y descuelgo el telefonillo.
—¿Quién es?
—Hola, tita. Somos mami y yo.
Lo que me faltaba.
¡Mi hermana!
Les abro la puerta con desgana. Comenzar el día con la negatividad de mi hermana me desespera, pero no tengo escapatoria. Mi pequeña sobrina se tira a mis brazos como una bomba nada más verme y mi hermana, al ver mi estado, pasa sin decir ni mu y rápidamente pone la tele. Busca el canal de los niños y, en cuanto sale Bob Esponja, la pequeña desaparece de nuestro lado. Menudo enganche tiene a esos ridículos dibujos.
Entro en la cocina, como un espíritu.
Me preparo un café y mi hermana me sigue. Su gesto es serio y presiento que va a acribillarme a preguntas. Veo cómo encoge el cuello.
—Lo primero, dame mi copia de las llaves de tu casa ahora mismo.
Con ganas de degollarla, voy hasta el aparador de la entrada, las saco y se las pongo en la mano en cuanto llego de vuelta a la cocina.
—Lo segundo —prosigue—, eres una mala hermana. Te he llamado cientos de veces durante estos días y no me has devuelto las llamadas. ¿Y si hubiera pasado algo grave?
No contesto. Tiene razón. A veces soy una descerebrada y esta vez asumo que lo he sido.
—Y lo tercero, ¿qué narices te pasa para que tengas esta pinta tan desastrosa?
—Raquel, anoche salí de juerga y me he acostado a las siete de la mañana. Estoy destrozada.
Mi hermana se prepara otro café y se sienta frente a mí.
—Desde luego, la juerga ha tenido que ser apoteósica. Tu pinta lo dice todo.
—Lo ha sido —murmuro, mientras cojo una aspirina. La necesito.
—¿Fue con la chulaza esa con la que sales?
—No.
Su gesto se descompone y el mío más al pensar en Annette.
A mi hermana, Azu y mis amigos no le gustan. Eso de que lleven piercings en la ceja y tatuajes le parece algo de delincuentes. Está muy equivocada, pero como ya se lo he intentado explicar muchas veces, paso de seguir con el mismo rollo. Que piense lo que le salga del mismísimo mondongo.
—Cuchuuuu… no me digas que la juerga ha sido con esos amigos que tienes porque me cabreo.
Me encojo de hombros y suelto:
—Cabréate. Así tendrás dos oficios: cabrearte y descabrearte.
—¿Y qué me dices de Annette? Así se llama, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sigues con ella?
—No.
—Pero ¿por qué?
—¿Y a ti que te importa, Raquel?
—Por Dios, Judith, parecía una tía que se viste por los pies. ¿Cómo la dejas escapar?
Ese comentario es de mi padre, pero, no contenta con lo que ha dicho y a pesar de que la miro con mi gesto de «¡Cállate o te callo yo de un puñetazo!», prosigue:
—Desde luego, Judith, no te entiendo. Fernanda, la hija del Bicharrón bebe los vientos por ti y tú pasas de ella y ahora, para otra mujer interesante, decente y con pinta de seria que se fija en ti, ¡lo pierdes!
—Joder… ¡¿te quieres callar?!
Mi hermana arruga el cuello. Uy, mal asunto.
—Pues no. No me voy a callar. Llevo sin verte demasiados días y cuando te llamo no me coges el teléfono. Y hoy vengo a verte y te encuentro hecha una piltrafa humana por haber salido con tus amigotes. Y encima ya no estás con Annette.
Resoplo. Resoplo y resoplo.
Y, cuando creo que ya no tengo más aire viciado en mi cuerpo que soltar, miro a la plasta de mi hermana.
—Mira, Raquel, no tengo ganas de hablar sobre Annette, ni sobre mis amigos, ni sobre Fernanda, ni sobre nada. ¡Todo eso me importa una mierda! Llevo una semana de perros en el trabajo y anoche salí porque necesitaba divertirme y olvidarme de todas las cosas que me machacan la cabeza. Y ahora tú estás aquí gritándome como una posesa sin corazón, sin querer darte cuenta de que la cabeza me estalla… Y como no te calles te juro que soy capaz de hacer cualquier cosa, y no buena, precisamente.
Mi hermana mueve su café, le da un trago y, tras dejarlo sobre la mesa, se le arruga la cara, pone gesto de perro pachón y se pone a llorar.
¡Perfecto…! ¡Lo que me faltaba!
Al final, abandono mi silla para acercarme a ella y la abrazo.
—Vale… perdona, Raquel. Perdona por haberte gritado así. Pero ya sabes que no soporto que te metas en mi vida y…
—Tengo algo que explicarte y no sé cómo hacerlo, cuchufleta.
Aquel cambio en la conversación me desconcierta.
—Vamos a ver, ¿otra vez estamos con que Jesús te engaña?
Mi hermana se seca los ojos. Se levanta. Observa a mi sobrina desde la puerta y, acercándose de nuevo a mí, murmura:
—Judith. Te he llamado mil veces para explicártelo.
Asiento. He visto sus llamadas perdidas pero he pasado de ella. Me siento fatal.
—Yo… yo es que no sé por dónde empezar —cuchichea—. Es todo tan… tan…
Eso me pone la carne de gallina y me comienza a picar el cuello. ¿Será cierto que el atontado de mi cuñado la engaña? Convencida de que esta vez la cosa es grave, le tomo las manos.
—Tan ¿qué?
Mi hermana se tapa la cara con las manos y yo me quiero morir de angustia. Pobrecita. Soy peor que una bruja. La conozco y lo está pasando fatal.
—Es que me da vergüenza.
—Déjate de vergüenzas. Soy tu hermana.
Raquel se pone como un tomate. Se lleva la mano al cuello, baja la voz y cuchichea:
—Jesús y yo hablamos seriamente la semana pasada cuando vino de su viaje. —Hago un gesto de comprensión con la cabeza. Eso es un buen comienzo—. Me ha dicho que no tiene ninguna amante y que me quiere, pero…
—¿Pero?
—Al día siguiente de nuestra conversación, el miércoles de la semana pasada, cuando Luz se durmió cerró la puerta del salón y… y… puso una peli de esas guarras.
—¿Una peli porno?
—Sí. ¡Oh, Dios…! ¡Qué cosas vi!
Me río. No puedo remediarlo.
—Venga, Raquel, no me seas antigua. Verías a gente dale que te pego y…
—… Y tríos y orgías y…
—Vaya… veo que Jesusito te culturizó.
Ambas soltamos una carcajada.
—Reconozco que ver eso me subió la libido a mil y… bueno… —susurra—… Una cosa llevó a la otra e hicimos el amor en el salón. ¡En el suelo!
—¡Vaya no me digas!
—Como te lo cuento.
Divertida por saber que a mi hermana hacer sexo en el suelo le parece inaudito, musito:
—Bueno, ¿y qué tal?
Sonríe. Se muere de la vergüenza y murmura sin mirarme:
—¡Oh, Judith…! Fue como cuando éramos novios. Pasión en estado puro.
La agarro de las manos y la incito a mirarme.
—Eso es fantástico. ¿No es lo que querías? ¿Pasión?
—Sí.
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué me miras con esa cara?
—Porque en eso no termina la cosa. El sábado quise sorprenderlo yo. Hablé con la madre de Alicia y llevé a Luz a dormir a su casa. Preparé una cenita, fui a la peluquería y… y…
—¿Y?
—¡Ay, Cuchuuu! ¡Que me da vergüenza!
Pongo los ojos en blanco y resoplo.
—Pero vamos a ver, si me vas a decir que viste otra película porno con tu marido y lo hicisteis contra la puerta, ¿dónde está lo malo?
Mi hermana se pone la mano en el pecho.
—Judith… es que no sólo lo hicimos en el sofá y en el suelo, es que lo hicimos sobre la lavadora y en el pasillo.
—Vaya con Jesusín… ¡Menudo machote tienes en casa!
Por fin, mi hermana ríe a carcajadas y se acerca a mí.
—Me compró un conjunto rojo muy sexy y me lo hizo poner.
—Genial, Raquel…
—Y luego… cuando menos me lo esperaba, me hizo otro regalo y…
—¿Y?
Raquel bebe un trago de su café. Saca su abanico, se da aire y añade colorada como un tomate:
—Me regaló un… un… un… consolador. Vale, ¡ya lo he dicho! Dice que quiere que juguemos en la cama, que nuestra relación lo necesita y entonces fantaseamos.
Me entra la risa otra vez.
¡No lo puedo remediar!
Mi hermana me mira y, molesta ante mi reacción, murmura:
—No sé qué te hace tanta gracia. Te estoy diciendo que…
—Perdona… perdona, Raquel. —Me pongo seria y bajo la voz, como ella—. Me parece estupendo que Jesús te regale un consolador y fantaseéis. Si así vuestra vida sexual se reactiva, ¡genial! Fantasear es bueno… La imaginación está para algo, ¿no crees?
Ella asiente roja como un tomate.
—¡Ay, Jud…! Me pongo colorada de recordar las cosas que me decía Jesús.
Intento entenderla. Intento imaginarme lo que Jesús le decía y eso me hace sonreír. Al final, los humanos nos parecemos los unos a los otros más de lo que pensamos. Me acerco a su oído.
—Vale… no me cuentes lo que Jesús te decía pero ¿qué tal con Don Consolador?
—¡Judith!
—¿Le has puesto nombre?
—¡Cuchuuuu, por Dios!
—Venga, va… ¿te gustó o no?
Mi hermana vuelve a ponerse como un tomate pero, al ver que no le quito ojo, asiente.
—Oh, Judith, fue fantástico. Nunca pensé que un aparatito de esos que vibra y se mueve con pilas junto con la imaginación pudiera dar tanto juego. Sólo puedo decirte que desde el sábado no hemos parado. Estoy asustada, ¿será malo tanto sexo? Con decirte que me duele hasta la entrepierna…
Divertida por la confidencia de mi hermana vuelvo a reírme. No lo puedo remediar.
—Pues dile que te regale un vibrador para el clítoris —cuchicheo en su oído de nuevo—. ¡Es alucinante!
La cara de mi hermana ahora es un poema.
Yo… su hermanita pequeña, acabo de revelarle que nada de lo que ella me pueda contar me asombra.
Deja el abanico sobre la mesa y se acerca a mí.
—Pero ¿desde cuándo utilizas tú esas cosas?
—Desde hace tiempo —miento.
—¿Y por qué no me lo habías dicho?
Asombrada por aquella pregunta, clavo mi mirada en ella.
—Vamos a ver, Raquel, el que tú necesites explicarme tus intimidades en la cama con tu marido no significa que yo necesite explicarte las mías. Los utilizo y punto. Y ahora, si tú has visto que te excitan, te ponen o como quieras llamarlo, disfruta del momento y seguro que tu vida será más feliz.
Mi hermana asiente y le da un nuevo trago a su café.
—Eres mi mejor amiga y necesitaba decírtelo. Sabía que no te escandalizarías y me animarías a que siguiera jugando con Jesús.
Sonrío, le tomo de la mano y ella sonríe también. En ocasiones parezco yo la hermana mayor y eso me gusta.— Esas cosas, como tú las llamas, son juguetes sexuales y no hay ningún mal en utilizarlos — cuchicheo, finalmente, entre risas—. Y sí… yo también juego con ellos y con la imaginación. Creo que el noventa por ciento del planeta lo hace, pero pocos lo dicen. El sexo, ya sabes que es tabú y, aunque todos lo hacemos, ninguno hablamos de ello. Pero el morbo es el morbo y hay que disfrutar de él.
Annette regresa a mi cabeza y, con una sonrisita tonta, añado:
—Recuerdo que la persona que me regaló mi primer juguete me dijo que cuando alguien regala un aparatito de ésos a una mujer es porque quiere jugar con ella y pasarlo bien. Por lo tanto, hermanita, ¡a disfrutar, que la vida son dos días!
De pronto, mi hermana suelta una carcajada y yo la imito. Aún no me puedo creer que yo esté hablando de vibradores y utilizando la palabra «jugar» con mi hermana cuando entra mi sobrina en la cocina.
—¿De qué os reís?
Contra todo pronóstico, Raquel me guiña un ojo y dice, mientras yo me río a carcajadas.
—De lo mucho que a tu tía y a mí nos gusta jugar.
Esa noche, tras una tarde de risas y confidencias con la ahora ¡alocada de mi hermana!, enciendo el ordenador nada más irse las dos y me quedo ojiplática. ¡He recibido un correo de Annette! Nerviosa, lo abro y me sorprende ver que lleva un archivo adjunto. Abro el archivo y veo una foto mía de la noche anterior, bailando como una loca con los brazos en alto. Eso me cabrea. ¿Me ha vuelto a espiar? Pero mi enfado se redobla cuando leo el texto del correo.
De: Annette Kirschner.
Fecha: 21 de julio de 2012 08.31
Para: Judith Flores
Asunto: Preciosa cuando bailas
Me alegra verte feliz y más aún saber que cumples lo prometido.
Atentamente,
Annette Kirschner (la gilipollas)
La sangre se me espesa. Saber que me vigila, que ha leído el correo donde la insulté y que no me respondió me enfurece hasta unos límites insospechados ¿Por qué no me llama? ¿Por qué no responde a mis correos? ¿Por qué me sigue?
Pienso en contestarle. Comienzo a escribir, diciéndole de todo menos bonita. Pero no… me niego a darle ese gusto y lo borro de un plumazo. Finalmente, apago el portátil y, con un enfado impresionante, me voy a la cama. Nueva noche en blanco.
EL sábado por la tarde decido salir de nuevo con mis amigos. Nos tomamos unas birras en el bar de Asensio, cenamos en una pizzería y, después de la cena, nos vamos a tomar algo al Amnesia. Miro a mi alrededor en busca del espía que Annette con seguridad ha mandado tras de mí. Como es lógico, no veo nada. Sólo gente divirtiéndose como yo.
Cuando llevo una hora allí, aparece Fernanda. La miro sorprendida y ella me sonríe.
—¿Qué haces aquí?
—Jerez sin ti es muy aburrido.
Extrañada por aquella aparición, vuelvo a mirarla.
—Fernanda… te estás equivocando conmigo. Nunca te he mentido y…
Pone un dedo en mi boca para hacerme callar.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Vamos… ven a mi hotel. Tenemos que hablar.
Me despido de mis amigos y a Azu le prometo que regresaré pronto. Sé que lo haré. La conversación que voy a tener con Fernanda va a ser corta y, seguramente, no muy agradable.
Cuando llegamos al hotel, la tensión se puede palpar en el ambiente. Me niego a subir a su habitación.
Vamos a la cafetería y pedimos algo de beber. Hablamos durante una hora , discutimos, dejamos claros nuestros sentimientos. Y, cuando por fin parece todo aclarado y me voy a marchar, me coge por el brazo y acerca su frente a la mía.
—Dame una oportunidad, por favor. Tú misma acabas de decir que no sabes si quieres algo más. Déjame demostrarte de una vez por todas lo que soy capaz de darte. Eres preciosa, me gustas, me enloquece tu ímpetu al hacer las cosas y quiero que sepas que por ti soy capaz de cualquier cosa.
Necesito mimos y sus palabras son, en ese momento, un bálsamo para mis heridas. No puedo dejar de pensar en mi maldita jefa. Cierro los ojos y la mirada posesiva e intrigante de Annette Kirschner aparece y, sin saber por qué, beso a Fernanda. La beso con tal erotismo y necesidad que hasta yo misma me sorprendo.
Sin mediar palabra, Fernanda me arrastra hasta el ascensor. Sé lo que quiere. Sé dónde me lleva y yo le dejo. Subimos a su habitación y entramos sin mediar palabra. Durante unos minutos, nos besamos mientras dejo que recorra mi cuerpo con sus manos. Pero me siento una traidora, no puedo evitar pensar en Annette. Cuando siento que me sube la falda vaquera hasta dejarla a la altura de mis caderas suspiro y, sorprendiéndola, le cojo una mano y le incito a que me toque.
Fernanda, excitada por mi efusividad, me tumba en la cama, se pone sobre mí y me restriega su entrepierna sobre la mia. Es cautelosa. Siempre lo ha sido. Su manera de hacer el amor no tiene nada que ver con la de Annette. Fernanda, en el plano sexual, es pausada y delicada. Annette es posesiva y ruda. Dos mujeres distintas para mí, con dos formas diferentes de hacer el amor.
Mi corazón bombea con fuerza. Pienso en Annette y eso me excita. Estoy segura de que si viera lo que hago se excitaría tanto o más que yo. Su juego se ha convertido en el mío. En ese momento, aunque es Fernanda quien me toca, es Annette quien me posee.
Saco mi móvil y, con disimulo, hago un par de fotos mientras me besa.
Enloquecida por la entrega que ve en mí, me quita las bragas y veo su sorpresa cuando me ve con las piernas abiertas para ella. Sin demora, planta su boca en mi vagina e, instantes después, mi jadeo envuelve la habitación mientras dejo que me coma, que me chupe, que me penetre con sus dedos.
Tengo los ojos cerrados y siento la mirada de Annette. Sus ojos ardientes me reprochan mi actitud, pero al mismo tiempo veo el deseo en su mirada. No quiero abrir los ojos. No quiero ver a Fernanda. Sólo quiero seguir con los ojos cerrados y que Annette vuele sobre mí.
De pronto, Fernanda para y abro los ojos. Se ha quitado el vaquero junto con sus bragas.
—¿Estás segura? —me pregunta, al subir de nuevo a la cama.
Contesto que sí con la cabeza. No puedo hablar. Ella sonríe pero no dice nada. Instantes después, con delicadeza, inicia un lento vaiven. Un poco… otro poco… otro poco más, pero la impaciencia me puede y soy yo quien va en su busca.
Incorporo las caderas y me pego más a ella, deseosa de que descargue toda su potencia sexual en mí. Aquel ataque la pilla por sorpresa. La oigo resoplar, me agarra por las caderas y introduce dos dedos en mi dentro fuera y otra vez dentro y fuera de mí, apretando su mano sobre su clítoris. Me gusta. Sí… sigue… sigue… pero necesito más. Mi vagina se abre pare recibirla pero aquellos dedos no son los que yo anhelo. Mis músculos se contraen, a la espera de más profundidad, más posesión, pero Fernanda, tras varios envites más, se corre y cae sobre mí.
Cierro los ojos y siento ganas de llorar. Deseo a Annette. Deseo que sea ella quien me tome y me haga vibrar. Lo que hacía un mes antes con Fernanda o cualquier otra era una maravilla; ahora, tras ella, se ha vuelto sosa y aburrida. Yo necesito más y sólo Annette sabe dármelo.
Siento la cabeza de Fernanda en mi cuello. La oigo respirar por el esfuerzo. Cuando se separa de mí me pregunta si todo va bien. Yo le miento y asiento. No quiero herirla.
Me ayuda a levantarme y voy al baño. Cierro la puerta y me echo agua en la cara, me miro al espejo y susurro al pensar en Annette:
—¿Qué me has hecho, gilipollas?
Una vez me he refrescado, salgo y me encuentro a Fernanda sentada en una silla. Nos miramos.
—Me voy.
Su cara se contrae.
—No, Judith… no te vayas.
Consciente de que me estoy comportando como una mala persona, como una cabrona, de que soy lo peor de lo peor, me acerco a ella y le doy un beso en los labios.
—Por favor, Fernanda, continúa con tu vida y déjame a mí continuar con la mía. Nos vemos en Jerez.
Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho. Cuando cierro la puerta tras de mí cierro los ojos y suspiro. Qué mal me siento. Me encamino hacia el ascensor y, cuando salgo a la calle, llamo a mi amiga Azu. Me dice en qué local están y me encamino hacia allí. Necesito emborracharme y olvidar lo que acabo de hacer.
Cuando llego al Amnesia, mis amigos me preguntan por Fernanda. Mis señas les indican que no quiero hablar. Respetan mi silencio y no vuelven a preguntar. Mi buen amigo Nacho se acerca a mí y me pide una Coca-Cola.
—Bebe… Te sentará bien.
Una hora después, ya estoy más relajada. Nacho se ha encargado de hacerme sonreír y sólo me ha permitido beber Coca-Cola. Según él, el alcohol no es bueno para las penas. Mientras todos hablamos, me fijo en su brazo. Su tatuaje me llama la atención. Por ello lo agarro y lo acerco a mí.
—¿Éste es nuevo?
—Sí, ¿te gusta?
Asiento.
Siempre me han gustado los tatuajes y las mujeres que los llevan.
Algo que, ni por asomo tiene Annette. Su piel es suave e impoluta, Nacho, que es tatuador y un ferviente amante de grabar su piel. De pronto, se me ocurre algo.
—Nacho, ¿tú me harías un tatuaje?
Sus almendrados ojos me miran.
—Claro que sí. Cuando tú quieras, Judith.
—¿Cuánto me cobrarías?
Nacho sonríe
—Nada, cielo. A ti te lo hago gratis.
—¿En serio?
—Que sí, petarda.
—¿Me lo harías ahora?
Sorprendido, deja su cerveza sobre el mostrador y repite mis palabras:
—¿Ahora?
—Sí.
—Son las cinco de la madrugada.
Sonrío. Pero, dispuesta a conseguir mi propósito, me acerco a él.
—¿No crees que es una hora estupenda para hacerlo?
No hace falta seguir hablando. Nacho me agarra con fuerza de la mano y salimos del bareto. Nos montamos en su moto y me lleva hasta su estudio, su negocio de tatuajes. Al entrar, enciende las luces y yo miro a mi alrededor. Cientos de dibujos colgados por las paredes, el trabajo de Nacho durante todos aquellos años. Tribales, nombres, caricaturas, dragones…
—Bueno, doña Impaciencia. ¿Qué tatuaje quieres que te haga?
Sin moverme, sigo observando las fotos hasta que veo algo y entonces sé lo que deseo tatuarme. Se sorprende cuando se lo digo, pero buscamos en sus plantillas lo que quiero. Decidimos el tamaño. No muy grande, pero que se vea. Decidido, trabaja en la plantilla. Veinte minutos después, me mira.
—Ya lo tengo, preciosa.
Nerviosa, respondo afirmativamente. Me lo enseña.
Observo su diseño y sonrío. Me invita a sentarme en la camilla donde hace los trabajos.
—¿Dónde quieres que te tatúe?
Durante unos instantes, dudo. Quiero que aquel tatuaje sea algo muy íntimo, que sólo vea quien yo quiera y que siempre… siempre me recuerde a ella. Annette. Al final. Convencida de lo que quiero, me toco justo encima de mi depilado monte de Venus y susurro:
—Aquí, quiero que lo tatúes aquí.
Nacho sonríe. Yo lo hago también.
—Nena, será un tatuaje muy sensual. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —contesto.
Nacho asiente y pregunta, mientras coge una aguja:
—¿Estás segura, Judith?
—Sí —afirmo con rotundidad
—Vale preciosa, entonces túmbate.
Mientras hablamos y escuchamos a Bon Jovi, Nacho trabaja sobre mi cuerpo. Los pinchazos de la aguja me duelen, pero no es comparable con el dolor que tengo en mi corazón por culpa de Annette. Sobre las siete de la mañana, Nacho deja la aguja sobre la mesita y me lava con agua.
—Ya está, preciosa.
Me levanto, ansiosa por ver el resultado.
En bragas, me dirijo hacia un espejo y el corazón se me encoge al leer sobre mi pubis: «Pídeme lo que quieras».
Cuando llego a casa, sobre las ocho de la mañana, estoy agotada y algo dolorida por el tatuaje. Pero abro el portátil. Descargo las fotos que hice con mi móvil y decido cuál enviar. Después abro mi correo y escribo.
De : Judith Flores
Fecha : 22 de julio de 2012 08.11
Para : Annette Kirschner
Asunto : Noche satisfactoria
Para que veas que lo que te prometí lo cumplo y lo disfruto.
Atentamente,
Judith Flores
Adjunto al mensaje una foto en la que se me ve sobre una cama con Fernanda besándome. El tatuaje ni lo menciono. No se lo merece. Quiero que se sienta mal. Que vea que sin ella mi vida sigue. Tras leer el escueto mensaje cien veces, lo envío. Cierro el portátil y me marcho a dormir.
Con el lunes comienza la semana laboral. No he vuelto a saber nada de Fernanda y casi que lo agradezco. Cada vez que pienso lo que hice me avergüenzo. Soy una cabrona con todas las letras. Me aproveché de la debilidad que siente por mí y, en cuanto conseguí lo que quise, lo dejé sin pensar en sus sentimientos.
Miro mi correo mil veces, dos mil, tres mil, pero Annette no contesta. Da la callada por respuesta y eso me enfurece más. Definitivamente no le importo. He sido un rollito más para ella y tengo que asumirlo. ¡Soy imbécil!
Mi jefa llega y hoy está especialmente impertinente. Valeria intenta quitármela de encima y lo hace de la mejor forma que sabe. ¡Sexo! Yo me hago la tonta y hago como que no me entero de nada. En el fondo, hoy le agradezco a Valeria que la tenga ocupada.
Los días pasan y mi tatuaje apenas me molesta. He seguido todas las instrucciones que Nacho me dio, y aún lo llevo bajo el plástico que él me puso.
Continúo sin noticias de Annette.
Mi jefa, como siempre, sigue tan simpática. Me llena la mesa de trabajo hasta el último día y yo, como buena pringada, me lío con él. Si hay algo que mi padre me ha enseñado es a no dejar nada a medias nunca.
El jueves salgo con mis amigos a tomar unas cervezas. Nacho está entre ellos y me pregunta por mi tatuaje. Es el único que lo sabe y me niego a que lo sepa nadie más. Quedo con él en pasar el viernes por su estudio para que lo vea.
¡Y por fin es viernes!
En unas horas cojo las vacaciones.
Sigo sin saber nada de Annette y del supuesto viaje a las delegaciones, por lo que lo doy por olvidado.
Tras darle mil vueltas a la cabeza, decido no pensar en ello. Algo imposible, pues Annette no me abandona.
Cuando apago mi ordenador y me despido de mis compañeros, casi no me lo creo. Voy a estar casi un mes fuera de aquella oficina, de aquel ambiente, y eso me apetece una barbaridad. Cuando salgo, voy directamente a ver a Nacho. Me ve el tatuaje y me indica que ya me puedo quitar el plástico que lo protege.
Al llegar a casa, tengo un mensaje de mi hermana en el contestador.
Me pide que me quede con mi sobrina dos noches. Tiene planes con Jesús. Incapaz de hacer lo contrario, le digo que sí. Mi hermana está desatada y eso me hace sonreír.
A las nueve de la noche, mi tremenda sobrina llega a casa y se hace dueña de la televisión, mientras mi hermana, entre suspiros y aspavientos, me cuenta sus últimas hazañas sexuales. Cuando se va, mi sobrina me pide que llame a TelePizza y juntas nos comemos una pizza de jamón de York mientras me hace tragarme los absurdos dibujos de Bob Esponja. ¿Por qué le gustarán?
A las doce, agotada de tanto Bob Esponja, Calamardo y de oír «burguer-cangre-burguer», nos vamos a la cama. Luz se empeña en dormir conmigo y yo accedo, encantada.
El domingo por la mañana, mi hermana aparece más feliz que una perdiz, y tras decirme «¡Ya te contaré!», se marcha con prisas con mi sobrina. Mi cuñado la espera en doble fila en el coche.
Aquella noche, tras un día tirada en el sofá, observo mi maleta. Al día siguiente me voy para Jerez a pasar unos días con mi padre. Me bebo un vaso de agua y me meto en la cama aunque, antes de apagar la luz de la lamparita, miro los labios marcados de Annette en ella. Apago la luz y decido dormir. Lo necesito.
Mi llegada a Jerez, a la casa de mi padre, como siempre es motivo de algarabía en el vecindario.
Lola, la jarandera, me abraza; Pepi, la de la bodega, me besuquea. El Bicharón y el Lucena, cuando me ven, dan triples mortales de alegría. Todos me quieren. Mi padre es un hombre muy apreciado. Tiene el típico taller de coches y motos de toda la vida, «Taller Flores», y es más conocido aquí que el vino fino.
Por la tarde, mientras me estoy dando un bañito en la maravillosa piscina que mi padre ha puesto en la casa, aparece Fernanda. Mientras nado hacia el borde, me fijo en sus pantalones blancos y en la blusa de lino naranja que lleva. Está tan guapa como siempre y esos colores a su tono de piel le vienen fenomenal. Sonríe. Eso es buena señal.
—Hola, jerezana.
—¡Holaaaaaaa!
—Ya era hora de que regresaras al hogar, ¡descastá!
Sus palabras y su sonrisa me dan a entender que está bien, que su enfado conmigo está olvidado. Eso me reconforta. Salgo de la piscina con mi biquini de camuflaje y noto cómo recorre con sus ojos todo mi cuerpo. Mi padre, que no ve su mirada, se acerca por detrás.
—Mira quién ha venido a verte, morenita. ¿Quieres una cervecita, Fernanda?
—Gracias, Valeria, la tomaré encantada.
Mi padre se va y nos deja solas. Nos miramos y le pregunto entre risas:
—¿Quéeeeeeeeeeee?
—Estás muy guapa.
Encantada por el piropo, murmuro mientras me seco la cara con una toalla:
—Graciasssssssss… tú también lo estás.
Me acerco a ella y le doy dos besos. Siento sus manos en mi cintura mojada y al ver que no me suelta, le replico.
—Suéltame o mi padre le irá con el cuento al tuyo y nos organizan la boda en dos días.
—Si ésa es la manera de verte más a menudo, ¡aceptaré!
Me río y ella me suelta. Nos sentamos en una de las sillas.
—¿Qué tal todo?
—Bien. ¿Y tú?
Fernanda asiente. No quiere profundizar en lo que ocurrió. En ese momento, aparece mi padre con dos cervezas y una Coca-Cola para mí.
Durante un buen rato, los tres charlamos junto a la piscina. A las ocho, Fernanda me invita a cenar.
Voy a decir que no, que no me apetece, pero mi padre rápidamente acepta por mí. A las nueve, ya arreglada, salgo del chalet de mi padre con Fernanda y me monto en su coche.
Me lleva a un restaurante nuevo que han abierto en Jerez y disfrutamos de una cena agradable.
Fernanda es simpática y con ella nunca se acaban los temas de conversación. Cuando salimos de allí nos vamos a una terracita a tomar algo.
—Judith —me dice, cuando menos me lo espero—, si te invito a venirte conmigo unos días al Algarve, ¿aceptarías?
Casi me atraganto. La miro y le pregunto:
—¿A qué viene eso ahora?
Fernanda se apoya en la mesa y me retira un mechón que me cae en los ojos.
—Ya lo sabes.
La miro, desconcertada. ¿Otra vez con lo mismo? Y, antes de que pueda decir nada, se abalanza sobre mí y me da un beso. Su lengua toma mi boca.
—Tu jefa no es recomendable para ti.
¡Stop! ¿Fernanda me está hablando de Annette?
—Annette Kirschner no es la mujer que tú crees —me dice.
—¿De qué estás hablando?
Fernanda me acaricia el óvalo de la cara.
—Digamos que se mueve en ambientes que no son sanos para ti.
Sin necesidad de preguntar sobre lo que habla, la entiendo. Pero la sangre se me espesa al darme cuenta de que Fernanda curiosea en mi vida. ¿Por qué últimamente todos me espían? La miro a los ojos, malhumorada.
—¿Y tú qué sabes de mi jefa y de sus ambientes?
—Judith, soy policía y para mí es muy fácil conocer ciertas cosas. Annette Kirschner es una rica empresario alemana a la que le gustan mucho las mujeres. Se mueve en un ambiente muy selecto y me consta que le gusta compartir algo más que amistad.
Saber que Fernanda conoce ciertas cosas de Annette me incomoda, me inquieta.
—Mira, no sé de qué hablas, ni me importa —le replico, incapaz de callarme—. Pero lo que no entiendo es qué haces tú hablándome de mi jefa y de lo que hace en su vida privada.
—Judith, tu jefa no me importa, pero tú sí —aclara mirándome—. Y no quiero que tomes una decisión equivocada. Sé quién eres, me gustas y no quiero que nadie pueda jorobar lo nuestro.
—¿Lo nuestro? ¿Y qué es lo nuestro?
—Lo nuestro es lo que tú y yo tenemos. Nos gustamos desde hace años y…
—Diosssssssss… Diosssssssssss… —murmuro horrorizada.
—Judith esa mujer no…
—¡Se acabó! No quiero oírte hablar de mi jefa, ni de mi vida privada, ¿entendido?
Fernanda dice que sí con la cabeza y nos envuelve un silencio incómodo.
—Llévame a casa o me iré sola, ¡elige! —le digo, levantándome.
Se levanta, apura su copa y se saca las llaves del coche del bolsillo.
—Vamos.
Nos montamos en su coche. Conduce y ninguna de las dos hablamos. Cuando llegamos a la puerta de
la casa de mi padre, para el motor me mira y susurra:
—Judith, piensa en lo que te he dicho.
Y acercándose a mí, me besa. Me toma los labios con dulzura y yo en un principio le respondo, pero, cuando Annette aparece en mi cabeza, me aparto. Abro la puerta del coche, me bajo y camino hacia la casa de mi padre, maldiciendo.
DOS días después, Fernanda no ha vuelto a aparecer aunque sí me manda mensajes al móvil para preguntarme cómo estoy y para invitarme a comer o cenar. Rechazo sus invitaciones. No quiero verla.
Saber que ha curioseado en mi vida y en la de Annette me pone furiosa. ¿Qué les pasa a los hombres?
Cuando despierto el quinto día, sonrío. Mi habitación sigue como siempre. Papá se encarga de que
nada cambie y, cuando escucho sus nudillos tocar en mi puerta y veo su cara, sonrío.
—Buenos días, morenita.
Ese tono dulzón y andaluz que emplea cuando me habla me encanta. Me siento en la cama y lo saludo:
—Buenos días, papá.
Como siempre, papá me lleva el desayuno a la cama y se trae el suyo. Es nuestro momentito del día,
en que nos explicamos nuestras cosas. Algo que a los dos nos entusiasma.
—¿Qué vas a hacer hoy?
Doy un trago al riquísimo café antes de contestar:
—He quedado con Rocío. Quiero ir a conocer a su sobrino.
Mi padre asiente y da un mordisco a su tostada.
—Es una preciosidad de niño. Le han puesto Pepe, como a su abuelo Pepelu. Ya verás qué hermoso que es. Por cierto, Fernanda ha llamado. Quería hablar contigo y ha dicho que volvería a llamar más tarde.
Eso no me gusta, pero intento no cambiar mi gesto. No quiero que mi padre saque conclusiones erróneas. Sin embargo, él no tiene un pelo de tonto.
—¿Has discutido con Fernanda?
—No.
—Entonces, ¿por qué no viene a buscarte a casa como siempre?
Sus ojos me taladran. Sé que espera la verdad.
—Mira, papá. Seamos sinceros, que ya somos mayorcitos: Fernanda quiere de mí algo que yo no quiero de él. Y aunque es un excelente amigo, entre nosotros nunca habrá nada más porque yo actualmente pienso en otra persona. Lo entiendes, ¿verdad?.
Mi padre contesta que sí. Da otro mordisco a su tostada y lo traga antes de cambiar de tema.
—¿Sabes cuándo viene tu hermana?
—No me dijo nada, papá.
—Es que la llamo y últimamente siempre tiene prisa. Pero la noto contenta, ¿sabes por qué? —Eso me hace sonreír. Si mi padre supiera…
—Lo dicho, papá, ¡ni idea de lo que va a hacer! Pero seguro que vienen los tres a pasar unos días contigo. Ya sabes que Luz… si no ve a su yayo le da algo.
Mi padre sonríe y suspira.
—¡Ay, mi Luz…! Qué ganitas tengo de ver a ese pequeño trastillo. —Luego me mira y añade—: En cuanto a lo de Fernanda, a partir de este momento me doy un puntito en la boca, pero, hija, ¿no seguirás con la muchacha esa con la que te vi la última vez que estuve en Madrid?
Me río a carcajadas.
—Mira, cariño mío —continúa, antes de que yo pueda replicarle—, sé que en la capital todos sois muy modernos. Pero, ¡ojú!, lo poco que me gustó esa tipa cuando vi que llevaba un pendiente en la ceja y otro en la nariz.
—Tranquilo, papá… no es esa quien ocupa mis pensamientos.
—Me alegra saberlo, morenita. Ése tenía cara de saber más que los ratones coloraos .
Aquel comentario me hace soltar una carcajada y mi padre me acompaña con otra. Durante un buen rato demoramos el desayuno hasta que mira el reloj.
—Me tengo que ir al taller.
—Vale, papá, ¡te veo por la tarde!
—Pásate luego por el circuito. Estaré allí.
—¿Por el circuito? ¿Para qué?
Veo la risa en su mirada y, sin desvelarme nada, se levanta de la cama.
—Tú pásate sobre las cinco. Tengo una sorpresita para ti.
Mi padre y sus secretitos. Aunque rápidamente sé a lo que se refiere. Acepto la invitación mientras él se marcha y yo continúo poniéndome morada de tostadas.
A las once y media, mi amiga Rocío pasa a buscarme y juntas vamos a ver a su sobrino. Como me ha dicho mi padre, el niño es precioso. A la una ya estamos de vuelta en casa y nos bañamos en la piscina.
El agua está fresquita y muy rica.
Rocío me cuenta sus cosas e intenta interrogarme sobre Fernanda. Pero en cuanto ve que no quiero hablar sobre el tema, lo deja estar y hablamos de otras cosas. A las dos y media, mi amiga regresa a su casa y yo me quedo tirada en la piscina. Suena mi teléfono. Un mensaje. Es Fernanda para invitarme a comer. Rechazo la invitación y me tiro en la hamaca a escuchar música.
Mi móvil pita de nuevo. Maldigo. Lo cojo pero me quedo sin aire cuando leo: «¿Tomas algo conmigo?». ¡Es Annette!
El corazón me palpita.
Annette está en Madrid y yo a demasiados kilómetros de ella. Cojo la Coca-Cola y bebo. La garganta de pronto se me ha quedado seca y el móvil vuelve a sonar otra vez.
«Sabes que no soy paciente. Responde.»
Con las manos temblorosas comienzo a teclear, pero ¡no doy una! Finalmente consigo poner: «Estoy de vacaciones».
Lo envío y las tripas se me encogen hasta que oigo que el móvil pita y leo su respuesta. «Lo sé. Muy bonita la puerta roja del chalet de tu padre.»
Cuando leo eso, doy un chillido, suelto el móvil, cojo un pareo y corro hacia la puerta como alma que lleva el diablo. En mi carrera, arraso las sillas del patio y me dejo la cadera, pero no me importa.
¡Annette está allí!
Abro rápidamente la puerta pero es tal mi ceguera que no veo ningún coche que pueda ser de ella, hasta que un pitido me hace mirar a mi derecha y veo una mujer sobre una imponente moto. Se baja de ella, se quita el casco, dejando que el viento juegue con su cabello y sus ojos y su boca me sonríen.
Sin importarme nada, ni nadie, corro hacia ell y me tiro a sus brazos. Es tal mi impulso que estamos las dos a punto de rodar por el suelo, pero nada, absolutamente nada me importa. Sólo la abrazo y me estremezco cuando vuelvo a oír su voz en mi oído:
—Pequeña… te he echado de menos.
Estoy nerviosa. ¡Histérica!
Annette, ¡mi Annette!, está entre mis brazos. En Jerez. En la puerta de la casa de mi padre. Me ha buscado.
Me ha encontrado y eso es lo único que quiero pensar.
Cuando me separo de ella, siento su mirada recorrer mi cuerpo y entonces soy consciente de mi estado.
—Annette, podías haber avisado. Mira qué pintas tengo.
Ella no contesta. Sólo me mira y entonces me agarra de la nuca y me acerca a ella, dispuesto a darme un apasionado beso que hace que todo Jerez tiemble.
—Estás preciosa, cariño.
¡Ay, Dios! Me va a dar algo ¡Y encima me llama cariño!
—¿Cómo está tu brazo? —pregunta de pronto.
Lo levanto y le enseño la marca de la plancha.
—Perfecto.
Annette hace un gesto con la cabeza y la invito a pasar a mi casa.
Me sigue y le ofrezco una cerveza. La rechaza y pide agua. Lo hago esperar en la piscina mientras me visto. Se resiste pero le hago entender que es la casa de mi padre y que puede aparecer en cualquier momento. Acepta mis explicaciones y accede a mi petición. Tardo en vestirme cinco minutos. Unos vaqueros, un top y arreando.
Cuando aparezco, Annette me mira.
—Has recibido un par de mensajes de Fernanda.
Resoplo y, antes de poder responder, Annette me atrae hacia ella y me besa con posesión. Sus besos me hacen entender que me ha echado tanto de menos como yo a ella, y eso me gusta. Aunque aún me tiene que explicar muchas cosas. Entre besos, entramos en la cocina. Annette me sube a la mesa para continuar su reguero de besos, mientras me aprieta contra ella.
Calor… tengo un calor horroroso y más cuando baja su cabeza y me muerde los pechos por encima del top. El ansia viva nos puede. Nos consume y al final soy yo la que, olvidándome de dónde estoy, de mi padre y de la Virgen de Triana que preside la cocina, le abro el vaquero, meto mis manos bajo su blusa y le toco los pechos. Le exijo más.
Annette, avivada por mis caricias, me desabrocha el vaquero, tira de él y me lo quita. A éste le siguen las bragas, veo mi tatuaje pero ella no lo ve, y siento el frío de la mesa sobre mis nalgas. Continúo sentada sobre la mesita y observo cómo me estimula el clítoris.. Está cegada por hacerme suya. ¡Me gusta!
Me atrae hacia ella. Con las respiraciones entrecortadas y el deseo instalado en la mirada, coloca sus en la entrada de mi vagina, lo introduce poco a poco y después me agarra del trasero y con un certero movimiento los introduce totalmente en mi interior, mientras veo que se muerde el labio.
Sí… Sí… Sí… Necesitaba sentir a Annette.
Sin hablar, me coge en volandas para ponerme más a su altura y me apoya contra el frigorífico. La beso… me besa con desesperación y sus acometidas fuertes y profundas contra mí me hacen gritar de puro placer. Una… dos… tres… Mi cuerpo la recibe gustoso… cuatro… cinco… seis… ¡Quiero más!
Con el pulgar me estimula el clítoris. De nuevo, mi carne arde, mi vagina tiembla por su posesión y yo jadeo y me corro entre sus brazos. Soy feliz. Muy feliz y no quiero pensar en nada más mientras dejo que él me tome como le gusta. Como nos gusta. Ruda, posesiva y femenina.
Annette al saber que me corrí se echa hacia atrás y suelta un gruñido. Parece que ella también se corrió. Deja caer su cabeza sobre mi hombro y, durante unos minutos, las dos permanecemos apoyados en el frigorífico.
—¿Qué haces aquí, Annette?
—Me moría por volverte a verte.
Escuchar aquello me hace cerrar los ojos. Adoro escuchar aquello pero no entiendo por qué no ha venido a verme antes. Finalmente me besa, me baja al suelo y pasamos por el baño para asearnos un poco antes de salir de la casa de mi padre entre besos y risas. Me pide que vayamos a comer a algún lado y al llegar hasta la espectacular moto que ha traído pregunto:
—¿Es tuya?
No responde. Se encoge de hombros y me entrega el otro casco para que me lo ponga.
—¿Te dan miedo?
Me pongo el casco que ella me da.
—Miedo no, respeto.
Annette sonríe. Se monta y arranca la moto.
—Agárrate a mí con fuerza. Si en algún momento tienes miedo, me lo dices, ¿de acuerdo?
Asiento y emprende la marcha.
Le indico por las calles de Jerez y comemos en el restaurante de Pachuca, una amiga de mi padre.
Ésta, al verme entrar tan bien acompañada, me guiña el ojo y nos lleva hasta la mejor mesa que tiene.
Luego me besuquea y me regaña por ir tan poco a visitarla, mientras observo que Annette teclea algo en el móvil. Cuando por fin termina con sus besos y reproches, nos entrega la carta.
—Niña, pide el salmorejo, que hoy me ha salido de escándalo.
Miro a Annette y pregunto:
—¿Te gusta el salmorejo?
—¿Eso qué es? —pregunta divertido
—Mira, siquilla —le explica la Pachuca—, es una especie de gaspasito pero más consentraíto . Si te gusta la verdura, te aseguro que el salmorejo de la Pachuca te gustará.
Las dos respondemos al unísono: ¡salmorejo para las dos!
—¿Y de segundo qué nos ofreces?
La Pachuca sonríe y dice:
—Tengo atún ensebollaíto que quita tó er sentío , o chuletitas. ¿Qué preferís?
—Atún —responde Annette.
—Yo también.
Cuando se marcha la Pachuca, Annette me mira y extiende sus manos por encima de la mesa para coger las mías. No decimos nada. Sólo nos miramos hasta que ella rompe el hielo:
—Soy una gilipollas.
—Exacto. Lo eres.
Ese comentario me demuestra que recibió mis correos.
—Quiero que sepas que me volví loca al recibir tu último correo.
Le suelto las manos.
—Te lo merecías.
—Lo sé…
—Hice lo que me pediste. Y como tu secuaz no podía ver lo que hacía dentro de la habitación, decidí ser yo quien te lo enseñara.
Miro sus manos. Sus nudillos se ponen tensos. Se blanquean.
—Admito mi error, pero ver lo que vi no me gustó.
Eso me sorprende. Me recuesto sobre la silla.
—¿No te gustó ver cómo jugaba con otra?
Annette me mira. Su mirada se torna sombría.
—No, si en ese juego no estaba yo.
Me niego a confesarle que para mí sí estaba en ese juego.
—¿Me perdonas?
—No lo sé. Lo tengo que pensar, Icewoman.
—¿¡Icewoman!?
Sonrío, pero no le revelo que fue Valeria quien le puso el mote.
—Tu frialdad en ocasiones te convierte en una mujer de hielo. ¡Icewoman!
Asiente. Clava su mirada en mí y me exige que le dé de nuevo la mano.
—Te pido disculpas por no haberte llamado en todo este tiempo. Pero créeme si te digo que he estado muy liada.
—¿Por qué no podías?
Lo piensa. Lo piensa… Lo piensa y, finalmente, parece haber dado con la respuesta:
—Prometo que la próxima vez te llamaré.
Intento poner cara de enfado. No me ha respondido, pero no puedo estar enfadada con ella. Estoy tan… tan feliz porque me haya buscado y esté allí conmigo que sólo puedo sonreír como una tonta y dejarme llevar por la felicidad. Mi móvil suena. Es Fernanda. Annette ve el nombre que se enciende en la pantalla.
—Cógelo, si quieres.
—No… ahora no. —Apago el móvil.
La comida, como bien dijo la Pachuca, está buenísima. El salmorejo está de lujo. Y el atún, de relujo.
Cuando salimos del restaurante miro el reloj. Las cuatro y cuarto. Entonces me acuerdo de que a las cinco
he quedado con mi padre.
—¿Te apetece conocer el circuito de Jerez?
Annette me acerca a ella y susurra cerca de mi boca:
—Pequeña, por apetecerme, me apetece otra cosa. Vamos, he alquilado una villa que…
—¿Has alquilado una villa?
—Sí. Quiero estar cerca de ti.
Su cercanía, su voz y su sugerencia me hacen jadear. Por mi cabeza cruza la idea de correr a la villa, pero no. No lo voy a hacer por mucho que me apetezca. No.
—He quedado con mi padre a las cinco en el circuito. ¿Te apetece conocerlo?
—¿A tu padre?
—Sí. A mi padre. Pero, tranquila, ¡no se come a los alemanes!
Mi comentario vuelve a hacerlo sonreír. Y, tras darme un azote, me entrega el casco.
—Vayamos a conocer a tu padre.
CUANDO llegamos al circuito, nos encontramos con Roberto en la puerta. En cuanto me ve, me saluda y me indica que espere a mi padre en la zona de boxes. Le indico a Annette cómo llegar hasta allí y bromea conmigo mientras da acelerones que hacen que yo grite y me agarre a ella.
Al llegar a boxes no hay nadie. Nos apeamos de la moto y yo la miro. Es una preciosidad.
—¿Quieres que te enseñe a llevarla?
Su pregunta me sorprende y reacciono como una niña.
—Uf… no sé.
—¿Te dan miedo?
—Nooooooooooo.
—¿Entonces?
El sol me da en la cara y guiño un ojo para verla mejor.
—Me da miedo caerme y jorobarla.
—No dejaré que te caigas —responde con seguridad.
Eso me hace reír. Ése es Annette, un hombre seguro.
Al final, azuzada por ella, me monto en la moto. Miro a mi alrededor y veo que mi padre todavía no aparece. Durante unos minutos, me explica que las marchas están en el pie izquierdo, luego me indica cuál es el puño de acelerar, el embrague y cómo tengo que frenar. Después arranca la moto.
—¡Vaya, qué sonido tiene!
—Nena, las Ducati suenan todas así. Fuerte y bronco. Ahora venga, mete primera y…
Hago lo que me pide y la moto se cala.
Con una sonrisa cariñosa, vuelve a arrancarla.
—Esto es como un coche, cariño. Si sueltas el embrague de prisa se cala. Mete primera, suelta despacito y acelera.
Me ha llamado cariño dos veces en menos de dos horas. ¡Dos veces!
Vuelvo a meter primera, suelto despacito y ¡zas!, la moto se me vuelve a calar.
—No te preocupes. —Ríe, acercándose a mí.
Hace el mismo proceso y esta vez me concentro. Meto primera, suelto despacito el embrague y acelero. La moto comienza a andar y ella aplaude mientras yo chillo. De pronto freno y la moto se levanta de atrás. Annette grita y se acerca corriendo hacia donde me he parado.
—Si frenas sólo con el freno de delante, te puedes caer.
—Vale.
Repetimos el proceso veinte veces más y cada vez lo hago peor. Freno peor y me voy a matar. La cara de Annette es un poema.
—Vamos, bájate de la moto.
—Nooooo… ¡Quiero aprender!
—Otro día continuaremos con las clases —insiste.
—Venga, Annette… no seas aguafiestas.
Sus ojos no sonríen. Está tensa.
—Se acabó, Jud. No quiero que te rompas la cabeza.
Pero yo ya le he tomado el gustillo al asunto y quiero seguir.
—Una vez más, ¿vale? Sólo una vez.
Annette me mira, muy seria, pero claudica.
—Una vez más, pero luego te bajas, ¿entendido?
—¡Biennnnn! Entonces meto primera y… —Al ver la incomodidad en su mandíbula la miro y pregunto—: Oye, ¿por qué estás tan preocupado?
—Jud… tengo miedo de que te hagas daño.
—¿Te angustia no saber lo que va a pasar?
—Sí.
—¿Por qué?
Sin entender mis preguntas y con el ceño fruncido responde:
—Porque necesito saber que estás bien y que no te pasa nada.
Arranco de nuevo la moto. Meto primera, suelto el embrague y acelero con precaución. La moto va despacito y ella a mi lado.
—¡Annette!
—Dime.
—Que sepas que la angustia que acabas de sentir en este ratito no es comparable con la que yo he sentido por ti estas dos semanas. Y ahora, ¡mira esto!
Meto segunda, acelero y la moto sale despedida. Meto tercera… cuarta y salgo directa al circuito. Por el retrovisor veo que se queda patidifusa y entonces sonrío. Estoy encantada de volver a conducir una moto. Algo que siempre me ha gustado y que me proporciona libertad. Mientras cojo las curvas del circuito de Jerez pienso en ella. En su gesto de preocupación y de nuevo vuelvo a sonreír. Me la imagino en los boxes, sola y desconcertada. Acelero.
Salgo de la pista y me meto en los boxes. Me la encuentro sentada en un escalón. Cuando me ve, se levanta. Su gesto es duro. Icewoman ha vuelto pero, encantada de haberlo hecho sufrir por unos minutos, llego hasta ella y freno, con brusquedad y sin apagar la moto. Me quito el casco y al más puro estilo de Los
Ángeles de Charlie la miro.
—Pero, vamos a ver, Icewoman, ¿de verdad creías que yo, la hija de un mecánico, no sabía conducir una moto?
Annette se acerca a mí. Creo que me va a decir de todo menos bonita cuando me agarra por el cuello y me besa con auténtica pasión. Subida aún en la moto la agarro y la devoro hasta que escucho la voz de mi padre:
—Ya sabía yo que la que corría por la pista era mi morenita.
Rápidamente me separo de Annette. Le guiño un ojo, lo que la hace sonreír, y vuelvo la cabeza hacia mi padre.
—Papá, te presento a una amiga. Annette Kirchner.
Mi padre sonríe. La escanea con la mirada y sé que sabe que esa es la mujer que está en mis pensamientos. Annette da un paso adelante y le da la mano con fuerza. Mi padre se la acepta.
—Encantado de conocerlo, señor Flores.
—Llámame Manuel, muchacha, o tendré que llamarte yo a ti por ese apellido tan raro que tienes.
Ambos sonríen y sé que se han caído bien. Después, Annette me mira y se dirige a mi padre:
—Manuel, tiene usted una hija un poco mentirosa. Me había dicho que no sabía montar en moto y, después de hacerme enseñarla cómo embragar, ha salido disparada como una flecha.
—¿Le has dicho eso, sinvergüenza? —se mofa mi padre.
Yo asiento divertida.
—Annette, mi morenita ha sido la campeona de motocross de Jerez durante varios años y, a día de hoy, sigue cosechando premios.
—¿En serio?
—Ajá —asiento divertida.
Durante un rato, Annette y mi padre bromean y yo entro en sus bromas. Tengo ante mí a las dos personan que más quiero en mi vida y estoy feliz. Un rato después, mi padre comienza a andar y vuelve su cabeza hacia nosotras.
—Seguidme, muchachos.
Cuando voy a seguir a mi padre, Annette me agarra por la cintura y me acerca a ella.
—Morenita, eres una cajita de sorpresas.
Pestañeo como una dulce damisela y le suelto un fingido puñetazo en el estómago que la hace reír.
—Pues ándate con ojo, que también fui campeona regional de kárate.
La oigo silbar, sorprendida, cuando mi padre dice al entrar en un box:
—Mira lo que tengo preparado para ti.
Ante mí está la moto con la que gané esos premios de motocross, limpios y relucientes. Una Ducati Vox Mx 530 de 2007. Emocionada, voy hasta ella y me monto. A mi padre le suena el móvil y sale del box. La arranco y su sonido áspero retumba a nuestro alrededor. Después miro a Annette y digo mientras sonríe a carcajadas:
—¿Te he dicho que me encanta el sonido fuerte y bronco de las Ducati, nena?
DURANTE seis días, mi mundo es de color de rosa. Vivo en un país multicolor como la abeja Maya y me siento como una princesa, tipiti-tipitesa, rodeada de dos personas que me quieren y me protegen.
Fernanda continúa con sus llamadas y, en su último mensaje, me indica que sabe que Annette Kirchner está conmigo en Jerez. Eso me molesta. Enterarme de que Fernanda sabe sobre la vida de Annette no es plato de buen gusto, pero decido callarme. Si le explico algo a Annette, seguro que empeoro la situación.
Ella y mi padre se llevan de maravilla y aunque, al principio, mi padre se enfadó con ella por haber alquilado una villa, al final entiende que somos adultas y necesitamos intimidad.
Los amigos y vecinos de mi padre rápidamente apodan a Annette como «la Frankfurt», por aquello de ser alemana y eso a ella le hace gracia. El carácter español, especialmente el andaluz, es tan diferente al alemán, que veo la sorpresa continuamente en sus ojos.
Mi padre, día a día, se emociona con Annette. Noto que le gusta, la respeta y la escucha y eso dice mucho de él. Incluso algunas tardes se van juntos de pesca y regresan encantados y felices. En esos días siempre que puedo me escapo para correr y derrapar un poco con mi moto. Me encanta hacerlo y lo disfruto mogollón.
Una de esas tardes aparece Fernanda con su moto. Se cruza en mi camino. Ambos nos paramos.
—¿Te has vuelto loca? ¿Qué hace esa tipa aquí?
Molesta por la intromisión, me quito las gafas de protección del casco.
—Te estás pasando. A ti no te importa lo que ella hace aquí.
Fernanda se baja de la moto y se acerca a mí.
—Por el amor de Dios, Judith, ¿sabe tu padre que esa es tu jefa?
—No.
—¿Y cuándo se lo vas a decir?
A cada instante que pasa me voy enfadando más.
—Cuando me dé la gana.
Fernanda se mueve con rapidez, se acerca a mí, me coge del cuello, posa su frente sobre la mía y murmura:
—Judith… yo te quiero.
—Fernanda no…
Sin separarse de mí, sigue hablando:
—Te quiero sólo para mí, en exclusividad. Esa tipa no te quiere como yo, piénsalo por favor y…
Le doy un empujón y me separo de ella.
—Quiero continuar mi camino, Fernanda. Quítate de en medio, ¿de acuerdo?
—¿Me estás diciendo que prefieres la compañía de esa mujer a la mía? —murmura, sin apartarse un ápice y con actitud intimidatoria— Esa tipa te está utilizando y, cuando se aburra de ti, te dejará a un lado como ha hecho con cientos de mujeres. Para ella eres una más, mientras para mí eres especial, ¿no lo ves? Te creía más lista, Judith, por el amor de Dios.
No quiero ser cruel como ella lo está siendo conmigo. Quiero a Fernanda. Es una buena amiga. Pero por
Annette siento algo tan fuerte que no lo puedo obviar. Al ver mi silencio, se da la vuelta y se monta en su moto, malhumorada.
—De acuerdo. Estréllate contra la pared tú solita.
Dicho esto se va y me deja desconcertada y con un sabor amargo en la boca.
El séptimo día, mi padre me recuerda el evento de motocross de todos los años en Puerto Real, un pueblo cercano a Jerez. Al recordarlo se me hace cuesta arriba. Ese año prefiero disfrutar de Annette y de su compañía, pero al ver la ilusión de mi padre y sus amigos porque yo asista y participe, claudico y animo a Annette a acompañarnos.
Papá siempre quiso tener un hijo. Un varón. Pero la vida le dio dos hijas. Aunque yo, con mi locura, creo haber resarcido esa carencia.
Annette en un principio no sabe muy bien a lo que vamos. Me deja claro que no le gustan los deportes de riesgo. Yo sonrío y la engaño. ¿Qué le voy a hacer?
Pero cuando ve mi moto en el remolque y a mi padre junto a sus dos amigos del alma, el Lucena y el Bicharrón, hablar sobre saltos, derrapes y demás entiende perfectamente lo que voy a hacer. Su gesto me demuestra su incomodidad.
—No quiero que hagas lo que dicen —murmura a escasos metros de ellos.
—Escucha, Annette. Para mí lo que dicen es pan comido. Llevo practicando motocross desde que tenía seis años. Y mira, tengo veinticinco, y sigo enterita.
Su rostro y su boca me muestran la tensión que siente.
—Te prometo que lo pasarás bien —insisto—. Tú ven y ya verás, ¿de acuerdo?
—Vaya, vaya, vaya —escucho de repente detrás de mí—. Mi preciosa motera jerezana.
Me vuelvo y me encuentro con Fernanda. Su comentario no me gusta nada. Mis tripas se contraen, pero intento que no se me note. El Bicharrón mira a su hija y después a Annette. Siento que está tan tenso como yo, pero hago de tripas corazón y sonrío.
—Fernanda, ella es Annette. Annette, ella es Fernanda.
Ambos se dan la mano y yo, que estoy en medio, veo su incomodidad. Se retan con las miradas. Dos rivales. Dos mujeres y yo en medio como los jueves. Por suerte, mi padre da una palmada al aire e indica que debemos marcharnos. Fernanda se apunta y Annette rápidamente me hace saber que nos seguirá en su moto. Yo decido acompañarla.
Cuando mi padre, el Lucena, el Bicharrón y Fernanda se montan en el coche y arrancan, Annette me pasa uno de los cascos.
—No me gusta esa tal Fernanda.
—¿Celosa?
—¿He de estarlo?
Incómoda por lo que sé, le doy un beso en los labios.
—Para nada, cariño.
Cuando llegamos al lugar donde se va a celebrar la carrera, mi padre y sus amigos comienzan a saludar a todo el mundo y yo también. Conocemos al noventa por ciento de los corredores y acompañantes de todos los años que hemos participado en ese tipo de carreras. A las diez y media, Cristina, la organizadora del motocross femenino, me entrega mi dorsal, el 51, y me indica que a las doce es la primera eliminatoria.
Annette no habla. Sólo me observa. A cada segundo que pasa veo en sus ojos la inquietud e intento relajarlo. Pero cuando aparezco vestida con mi mono rojo de cuero, las protecciones, las botas, los guantes y el casco, se queda blanca como la cera.
—¿Me puedes explicar qué haces así vestida? —pregunta con enfado.
—¿No te parezco sexy? —Sonrío.
No contesta a mi pregunta.
—Jud. No quiero que lo hagas. Esto es un deporte de riesgo.
—¡Venga ya…! No digas tonterías —Sonrío de nuevo e intento no darle importancia.
Fernanda, que nos observa y sé que nos escucha, se acerca a nosotros y con una sonrisa de lo más falsa dice:
—Vamos, preciosa… dale gas y déjalos a todos sin habla.
—Eso haré —respondo.
Fernanda, que lleva dos cervezas en la mano, le pregunta a Annette:
—¿Quieres una? —Y sin darle tiempo a responder, continúa—: Toma. Esta cerveza enterita para ti. La otra para mí. Yo no comparto nada.
Ese comentario me subleva. Pero ¿qué hace esa inconsciente?
Annette no habla pero puedo percibir su desagrado mientras Fernanda se dirige a ella:
—¿Sabes que «nuestra chica» es especialista en saltos y derrapajes?
—No.
—Pues prepárate, porque, si no lo sabías, hoy te va a quedar bien claro.
Dicho esto, Fernanda se acerca a mí y me da un beso en la cara.
—Vamos, preciosa. ¡Cómetelos!
En cuanto nos quedamos solas, Annette me mira, molesta.
—¿A qué venía eso de «nuestra chica» y lo de «compartir la cerveza»?
—No lo sé —respondo incrédula por lo sucedido.
Annette no es tonta y nota como yo la mala baba en las palabras de Fernanda. Resopla, maldice y aparta su mirada de ella.
—Te vas a hacer daño, Jud. No sé cómo tu padre te permite hacer esto.
Eso me hace reír. Señalo a mi padre, que está con sus dos amigos haciendo los últimos arreglos de mi
moto.— ¿De verdad crees que mi padre está preocupado?
Annette lo mira. Lo estudia durante unos segundos y acaba dándose cuenta de la felicidad en su rostro.
—Vale… pero el hecho de que él no esté preocupado, no quiere decir que yo no deba estarlo.
Sonrío, me acerco más a ella y, sin importarme que Fernanda nos mire, me subo a una caja que hay en el suelo para estar a su altura y acerco mi boca a la suya.
—Tú tranquila… pequeña. Sé lo que hago.
Consigo que Annette curve los labios y casi sonría. Le doy un beso que me sabe a gloria.
—Por tu bien —me dice, seria—, más vale que sepas lo que haces o te juro que luego te lo haré pagar.
— Mmmmm… ¡eso me encanta!
—Jud… hablo en serio —insiste.
—Venga vaaaaaaaa… si esto para mí es un paseíto de naaaaaaaaaa .
No sonríe. Yo sí.
Escucho la voz de mi padre que me llama. Tengo que salir a pista. Doy un rápido beso a Annette, me bajo de la caja y suelto su mano para acercarme hasta mi moto. Mi padre la acelera y la revoluciona. Yo grito feliz y llena de emoción, mientras Annette cada vez arruga más el entrecejo.
Diez minutos después estoy en pista con otras participantes con la adrenalina por los aires, saltando y corriendo sin ser consciente del peligro. El motocross es una combinación de velocidad y destreza, y ambas cosas unidas me gustan.
Siempre he sido una osada alocada, el chico que mi padre nunca tuvo. Derrapo en curvas cerradas, salto baches con cambios de rasantes y mi mono se llena de barro mientras mi adrenalina acelera mis movimientos y soy consciente de que mi posición en esa carrera es buena. Termino entre las cuatro primeras y paso a la segunda ronda.
Annette está blanca como el mármol. Lo que acabo de hacer y los porrazos que ella ha visto en otras participantes apenas la dejan respirar. Pero no tenemos tiempo de hablar, he de participar en la siguiente manga y así sucesivamente hasta que sólo quedamos seis participantes.
Mi padre, junto al Lucena y el Bicharrón, gritan como locos mientras hacen los ajustes de mi moto.
Fernanda, una experta en motocross, me da instrucciones sobre otras participantes y yo la escucho. Saben que lo hago bien y saben que puedo alzarme con algún premio. Pero yo no puedo dejar de buscar a Annette.
¿Dónde está?
—Morenita —dice mi padre—. Annette se ha marchado para Jerez.
—¡¿Cómo?! —preguntó boquiabierta.
—Lo que te digo, hija. Ha dicho que prefería esperarte en la villa. —Y, acercándose a mí, murmura —: Esa mujer lo estaba pasando fatal, hija. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si era por verte dar saltos en la pista o por la presencia de Fernanda y sus atenciones.
—Papáaaaaaaaaaaaa —le regaño al verlo sonreír.
Pero no podemos continuar hablando. La nueva manga comienza y tengo que ponerme en la salida. Mi concentración flaquea, pero mi mala leche está por todo lo alto. Annette se ha ido y eso me enfada. Cuando la carrera da comienzo, salgo disparada como una flecha. Salto un montículo, dos… tres, derrapo, acelero y cojo varios baches seguidos antes de derrapar. Al final entro la segunda y grito de felicidad.
Mi padre, el Lucena y el Bicharrón corren a abrazarme. Estoy totalmente embarrada, pero he vuelto a conseguir hacerlos vibrar. Cuando me sueltan, es Fernanda quien me coge entre sus brazos demasiado efusivos.
—Felicidades, preciosa. ¡Eres la mejor!
—Gracias y suéltame.
—¿Por qué? ¿Acaso a tu Annette no le gusta compartir a su mujer?
—Suéltame, gilipollas, o juro que te machaco aquí mismo —gruño ofendida.
Cinco minutos después, en el improvisado podio, disfruto feliz al ver a mi padre, al Lucena y al
Bicharrón aplaudir junto a Fernanda, orgullosos de mí. Yo levanto el trofeo y soy consciente de que me hubiera gustado que Annette estuviera allí.
EL camino de regreso a Jerez es ameno y divertido. Escuchar a mi padre y a sus amigos contar chistes es para morirse de risa. ¡Qué gracia tienen los jodíos ! Al llegar a Jerez, Fernanda insiste en tomar algo con la excusa de que hay que celebrar el triunfo. Declino la invitación y, cuando llegamos a mi casa, sin cambiarme ni nada, bajo mi moto del remolque, agarro el trofeo y salgo disparada para la villa, donde me espera Annette.
Cuando llego a la puerta, llamo y, dos segundos después, la enorme cancela blanca se abre. Acelero mi moto y subo por el caminito rodeado de pinos. A lo lejos, veo la casa y a Annette. Parece hablar por teléfono. Acelero, hago una derrapada, un trompo y cuando el polvo me rodea, paro la moto, la miro y levanto mi trofeo, orgullosa.
—Te lo has perdido. Te has perdido mi triunfo.
Annette no sonríe, cierra el móvil, se da la vuelta y entra en el interior de la casa.
Sorprendida por su seca reacción, me bajo de la moto y la sigo. Me enferma cuando se pone tan hermética. En mi camino me quito las gafas y el casco y lo dejo sobre una mesa. Annette está en la cocina bebiendo agua. Espero que regrese antes de atacar.
—¿Cómo puedes haberte ido sin decirme nada?
—Estabas muy ocupada.
—Pero, Annette… yo quería que estuvieras allí.
—Y yo quería que tú no hicieras esas locuras.
—Annette… escucha…
—No. Escucha tú. Si tienes que volver a ir a dar saltos con la moto a cualquier otro lugar, no cuentes
conmigo, ¿entendido?
—Valeeeee… pero, venga, no te enfades. No seas un niño.
Mis palabras lo hieren y se enfurece aún más.
—Te dije que no quería que te pusieras en peligro y tú has continuado con tu jueguecito sin pensar en cómo me podía sentir. Te podías haber matado delante de mis ojos y yo no podría haber hecho nada para impedirlo. Por Dios, ¿cómo puedes ser tan inconsciente?
Se aparta de mi lado. Su reacción me parece excesiva.
—No soy una inconsciente. Sé muy bien lo que hago.
—Sí, claro… no me cabe la menor duda. Y, por si fuera poco, encima tengo que soportar a esa tal Fernanda.
—Ah, no… eso sí que no, guapita —replico enfurecida—. No me parece bien que me reproches lo del motocross pero, fíjate, ¡hasta lo puedo entender! Pero que me reproches las palabras de Fernanda, no, ¡eso sí que no!
—¡«Nuestra chica»!, dice la imbécil —farfulla furiosa— No ha parado de hacer comentarios incómodos todo el rato ante mí. Si no le he partido la cara ha sido por respeto a tu padre y al suyo, porque si por mí hubiera sido… —Y antes de que yo pueda replicar, me pregunta—: Dijiste que habías tenido algo con ella, ¿seguís teniéndolo?
No respondo. No quiero revelarle lo que Fernanda me dijo que sabía de ella, ni lo que hubo entre nosotras, pero Annette insiste:
—Respóndeme, ¿qué ha habido entre esa tipa y tú?
—Algo. Pero fue sin importancia y…
—¿Algo? ¿Qué es ese algo? —exige con voz gélida.
—¿Acaso te he pedido yo a ti un listado de todas tus amiguitas de juegos? —le pregunto, sorprendida por el cariz que está tomando la conversación—. Si mal no recuerdo, tú fuiste la primera que quiso tener algo conmigo sin…
—Sé muy bien a lo que te refieres. Pero creo que eres lo suficientemente madura como para entender que eso entre nosotras ha cambiado.
—¿Ah, sí?
Sin cambiar su gesto, gruñe.
—Te acabo de hacer una pregunta. Yo siempre he sido sincera contigo. Cuando regresé en tu busca desde Asturias me preguntaste si había jugado con Amanda y yo fui sincera. ¿No puedes serlo tú ahora?
—De acuerdo. Entre Fernanda y yo ha habido sexo.
—¿Y ahora? ¿En los días que has estado aquí antes de que yo llegara?
—Nada…
—No me lo creo.
—En Madrid me acosté con ella, pero aquí no. —Annette maldice, y yo prosigo—: Aquí sólo ha habido un par de besos y…
—Ese tipa no es la típica que se conforma con besos. He visto cómo te miraba y, cuando ha dicho lo de compartir la cerveza, ¡Dios… la hubiera machacado!
Enfadada por sus palabras y por cómo me grita, respondo:
—Quizá ella no se conformara con besos, pero yo sí. Nunca me he comportado con ella como me comporto contigo porque ella no es como tú, maldita sea. Y, ¿sabes? Me voy. No quiero escuchar más tonterías por tu parte o te juro que no te lo voy a perdonar. Cuando te relajes me llamas por teléfono y quizá… sólo quizá yo te perdone el numerito que me acabas de montar.
Dicho esto me doy la vuelta, agarro el casco y las gafas de la moto y aún con el trofeo en las manos salgo de la casa, arranco mi moto y me marcho. El camino de pinos lo hago con la rabia instalada en mi rostro ¿Quién se ha creído Annette para hablarme así? ¿Por qué yo no le exijo nada y ellal a mí sí? Cuando llego a la cancela blanca veo que se abre para que salga. Acelero, pero antes de traspasarla, freno de nuevo y grito de frustración. Me bajo de la moto y doy un par de patadas en el aire. Mataría a Annette cuando se pone así.
La cancela blanca se cierra tras unos instantes y, durante unos minutos, cierro los ojos furiosa mientras me pongo de cuclillas en el suelo. Annette me agota y sus constantes cambios de humor me vuelven loca. Me desconcierta con sus palabras y sus hechos. No sé nunca lo que quiere y menos aún cómo proceder.
De pronto oigo un ruido ronco acercarse. Levanto la cabeza y veo a Annette que, con su moto, se dirige hacia mí. Cuando llega a mi altura, detiene la moto, pone la pata de cabra y se baja. Me mira.
—¿Cómo puedes ser tan fría?
—Con práctica.
Resoplo y, sin poder contener mi furia, me levanto del suelo.
—Me desesperas, Annette. No puedo con tu manera de ser. A veces te comería a besos, pero otras te mataría. Y ésta es una de esas veces. Siempre te crees la reina del mundo. La reina de la razón. La reina del universo. Eres una cabezona, una mandona, una intransigente y…
—Tienes razón.
Su respuesta me sorprende.
—¿Puedes repetir lo que has dicho?
Annette sonríe.
—Tienes razón, pequeña. Me he pasado. He pagado contigo mi nerviosismo al verte saltar con esa maldita moto y los comentarios nada acertados de tu amigo Fernanda. —Cuando ve que voy a decir algo, me interrumpe—: No quiero volver a hablar de esa tipa. Aquí lo importante somos tú y yo. Y por eso iba a buscarte.
Su sonrisa. ¡Oh, Dios…! Su sonrisa. Qué guapa está cuando sonríe. Sin necesitar nada más, me acerco a ella.
—¿Por qué tenemos que discutir por todo?
—No lo sé.
—Discutimos por todo menos por el sexo.
—Mmmm… buen comienzo, ¿no?
Ambas soltamos una risotada y Annette me coge. Me besa los nudillos.
—¿Sigues enfadada?
—Mucho.
—¿De verdad?
—Con lo que has hecho hoy, me has quitado diez años de vida.
—Exagerada —Sonrío.
Annette asiente, se le oscurece la mirada y cierra los ojos.
—Jud, mi hermana Hannah se mató hace tres años practicando deportes de riesgo. Ella era como tú, una chica joven llena de energía y vitalidad. Un día me invitó a ir con ella y sus amigos a hacer puenting. Lo pasábamos bien hasta que su cuerda… y… yo… yo no pude hacer nada por salvar su vida.
Las carnes se me abren. Aquello es terrible. Vio morir a su hermana. Lo que me acaba de confesar me hace entender la angustia que ha vivido mientras yo disfrutaba dando saltos y derrapando con el motocross. Consciente de su dolor, quiero decirle algo, pero se me vuelve a adelantar:
—Ése es el motivo real por el que no pude seguir viendo lo que hacías.
—Lo siento… yo… yo no sabía.
—Lo sé, cariño. —Me abraza con desesperación y murmura—: Ahora sonríe, por favor. Necesito que sonrías y que no me preguntes por nada de lo que te he explicado. Duele. Duele demasiado y no quiero recordarlo, ¿de acuerdo?
Muevo la cabeza, en un gesto de comprensión y, sin hablar nada más, Annette me besa con auténtica pasión. Sonrío, intento no pensar en la tragedia que me acaba de explicar y me dejo llevar por mi amor.
Minutos después, coge el trofeo que aún llevo entre mis manos y lo mira.
—Te voy a matar, morenita. Qué rato más malo me has hecho pasar.
—Annette… es motocross, ¿qué esperabas?
Sonríe, me suelta y se monta en su moto con el trofeo en las manos.
—Volvamos a casa, campeona. Vamos a celebrar como se merece tu triunfo.