Pídeme lo que quieras! 6

Sus pupilas se contraen y me hablan pero hoy no quiero entenderlas. Me niego.

El fin de semana pasa y el lunes tomamos un avión que nos lleva a Guipúzcoa. La actitud de Amanda hacia mí no parece haber cambiado. Está cortante y más distante, algo que con Annette no sucede. Me molesta cómo intenta que no me preste atención. Pero el tiro le sale por la culata en todo momento. Annette, en sus funciones de jefe, me busca continuamente y eso a Amanda la saca de sus casillas. Las reuniones se suceden y, tras Guipúzcoa, vamos a Asturias.

Annette y yo durante el día trabajamos codo con codo como jefe y secretaria y por la noche jugamos y disfrutamos. Ella lleva el morbo como algo innato y cada vez que estamos solas me vuelve loca con lo que me hace fantasear y con su manera de tocarme y poseerme. Le encanta mirarme mientras me masturbo con el vibrador que ella me regaló, capricho que yo le concedo gustosa. Es tal la lujuria que me hace sentir que deseo volver a repetir lo de ir a un bar de intercambio de parejas y vivir lo que me hizo vivir. Cuando se lo confieso, ríe a carcajadas y, cuando me hace suya, fantasea con que otra mujer me posea mientras ella mira, cosa que me vuelve loca.

Me confeso que le gustaría que jugara con un hombre mientras ella observa, me negué.

El miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos directos a la reunión. Por el camino, Annette habla con una tal Marta por teléfono y se cabrea. El día se tuerce y termina discutiendo por la falta de profesionalidad del jefe de la delegación. No tiene preparado nada de lo que necesita y Annette se lo toma muy mal. Intento mediar para que el ambiente se relaje, pero al final salgo escaldada y Annette, mi jefa, me pide de malos modos que me calle.

En el viaje de vuelta, el humor de Annette es siniestro. Amanda me mira con gesto de superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando llegamos al hotel, Annette le pide a Amanda que baje del coche y nos deje unos minutos a solas. Ella lo hace y, cuando cierra la puerta, Annette me mira con un gesto que me hace trizas.

—Que sea la última vez que hablas en una reunión sin que yo te lo pida.

Entiendo su enfado. Tiene razón y, aunque me moleste su regañina, le quiero pedir disculpas, pero me interrumpe:

—Al final va a tener razón Amanda. Tu presencia no es necesaria.

El hecho de que mencione a esa mujer y de saber que le habla de mí me encoleriza.

—A mí lo que te diga esa imbécil me importa un pimiento.

—Pero quizá a mí no —gruñe.

Se toca la cabeza y los ojos. No tiene buena cara. Suena su teléfono. Annette lo mira y corta la llamada.

Y, en un intento de suavizar el momento, murmuro:

—Tienes mala cara, ¿te duele la cabeza?

Sin contestar a mi pregunta, me clava su dura mirada.

—Buenas noches, Judith. Hasta mañana.

La miro, sorprendida. ¿Me está echando?

Con la dignidad que me queda, abro la puerta del coche y salgo. Amanda espera a escasos metros y prefiero no mirarla cuando paso junto a ella o la arrastraré de los pelos. Me voy directa a mi habitación.

A la mañana siguiente, jueves, cuando el despertador suena a las siete y veinte protesto. Quiero dormir más.

Entre gruñidos, me levanto de la cama y camino hacia la ducha. Necesito el frescor del agua en mi cuerpo para despertarme.

Bajo el agua, recuerdo que es jueves y eso me alegra. Annette y yo pronto tendremos el fin de semana para estar juntas. ¡Bien!

Cuando regreso al dormitorio envuelta en una esponjosa toalla color hueso que huele de maravilla, miro mi mesilla.

—¡Maquinote! Lo que disfruté contigo anoche.

Me río divertida.

Sobre unos pañuelos de papel, está el vibrador con forma de pintalabios que utilicé anoche para relajarme. El regalito de Annette. Lo cojo entre mis manos y suspiro mientras recuerdo la explosión de placer que sentí cuando jugaba con ella.

Feliz de buena mañana, cojo el vibrador y regreso al baño. Lo lavo y finalmente lo meto en mi bolso.

Ya no se me olvida. El maquinote y yo, juntos hasta la muerte. Abro la maleta y saco unas bragas. Me las pongo y pienso que tengo que pedirle a Annette las que me quitó o me quedaré sin suministros. Mi enfado ha desaparecido. Estoy segura de que el de ella también y que tendremos un maravilloso día por delante.

Miro el armario y me pongo un traje azulón con falda y una camisa abierta. Hoy quiero estar sexy para que desee regresar pronto al hotel.

A las ocho, alguien llama a la puerta de mi habitación y, dos segundos después, una camarera muy amable deja un bonito carrito con el desayuno y se marcha.

Cuando levanto las tapas salto de felicidad al ver la cantidad de bollos que tengo ante mí. Cojo una silla y me siento. Bebo un poco de zumo de naranja. ¡Hummm, qué rico! Me preparo un café y disfruto con un minipepito. Luego una napolitana y cuando voy a atacar un donut, me paro y consigo vencer la tentación. Demasiados bollos.

El móvil suena. He recibido un mensaje. Annette. «8.30 en recepción».

¡Qué explícita!

Ni un simple «Buenos días, pequeña», «Jud» o como quiera.

Pero sin tiempo que perder y ansiosa por verlo de nuevo, cojo mi maletín. Meto el portátil y los documentos del día anterior y lo cierro. Hoy vamos a otra delegación de Asturias y sólo espero que el día se dé mejor que el anterior.

Al llegar a recepción veo a Annette apoyado en una mesa. Está impresionante con su traje de falda gris claro y su camisa blanca. Veo que aún tiene su bonito cabello algo mojado por la ducha y me estremezco. Me hubiera encantado ducharme con ella.

Dos hombres que pasan por su lado se vuelven para mirarla. Normal. Es un bombón de tía. Cuando pasan por mi lado observo sus caras y cómo cuchichean. Imagino sobre lo que hablan. Con decisión, camino hacia ella subida a mis tacones y repaso su ancha espalda mientras la veo leer con concentración el periódico. Cuando llego a su altura lo saludo con voz melosa:

—¡Buenos días!

Annette no me mira.

—Buenos días, señorita Flores.

Pero bueno, ¿ya estamos otra vez con los puñeteros apellidos?

No esperaba que me cogiera entre sus brazos y me sonriera en plan novio. Pero hombre, algo más de cordialidad tras una noche separadas, pues sí.

Su indiferencia me desconcierta.

¿Por qué no me mira?

Pero no dispuesta a comenzar el juego del gato y el ratón me quedo a su lado a la espera de que decida que nos vayamos. Echo una ojeada al reloj. Las ocho y media. Miro la entrada del hotel y veo la limusina esperando. ¿Por qué no nos vamos? Annette omite mi presencia y sigue leyendo el periódico con la mandíbula tensa. ¿Todavía está enfadada? Quiero preguntarle, pero no quiero ser yo la que dé el primer paso. No me muevo. No resoplo. Seguro que está esperando alguno de mis movimientos para comenzar con sus agrias palabras.

La gente, el noventa por cierto ejecutivos como nosotras, pasa por nuestro lado. Las nueve menos veinticinco. Me sorprende que aún estemos allí.  Annette es una maniática con la puntualidad. Las nueve menos veinte. Sigue tan pancha, sin importarle que yo esté allí plantada junto a ella como un pasmarote, cuando oigo unos tacones acelerados. Amanda, con un traje chaqueta y falda blanca, se acerca a nosotros.

No me mira. Sólo tiene ojos para Annette, a la que se dirige en alemán:

—Disculpa el retraso, Annette. Un problema con mi ropa.

Observo que ella sonríe.

La mira.

La repasa de arriba abajo con su grisácea mirada.

—No te preocupes, Amanda. El retraso ha merecido la pena. ¿Has dormido bien?

Ella sonríe.

—Sí —responde, sin importarle mi cercanía—. Algo he dormido.

¿«Algo he dormido»?

¿Ha dicho «Algo he dormido»? Pero bueno, ¿qué me están dando a entender esas idiotas?

Ella sonríe como un loro tras una noche de botellón y le toca la cintura. Esa familiaridad me incomoda. Me repele mientras sus sonrisas me dan a entender muchas cosas.

Respiro con dificultad, al ser consciente de lo que ha ocurrido entre esos das y quiero gritar y patalear. De pronto, Annette le planta la mano en la espalda a Amanda y, tocándole fugazmente la cintura, dice:—

Vamos, el chófer nos espera.

Y, sin mirarme, comienza a caminar con esa mujer a su lado, mientras pasa de mí.

Las observo y me quedo petrificada.

No sé qué hacer. Unos incontrolables celos que hasta el momento nunca había sentido se instalan en mi estómago y deseo coger el precioso jarrón que hay en la mesa y plantárselo en toda la cabeza a ella.

El corazón me late a mil. Su latido es tan fuerte que creo que toda la recepción lo puede oír. Aquellovme humilla, me fastidia y ella ni se inmuta.

¡Imbécil!

El enfado de Annette continúa y yo no entiendo por qué. Pero no. Eso no lo voy a consentir. Annette no me conoce y a mí nadie me chulea.

Comienzo a caminar tras ellas.

Si esa idiota alemana se cree que voy a montar un numerito, lo lleva claro. Menuda soy yo. Cuando llegamos a la limusina, el chófer abre la puerta. Entra Amanda, entra ella y, cuando voy a entrar yo, Annette me hace un gesto con la mano.

—Señorita Flores, siéntese en la cabina delantera con el chófer, por favor.

¡Zas! Menudo guantazo con toda la mano abierta que me acaba de dar delante de Amanda.

Pero, sorprendentemente, sonrío con frialdad y digo:

—Como usted ordene, señorita Kirschner.

Con mi máscara de indiferencia, me siento junto al chófer. ¡Vaya cabreo monumental que tengo!

Durante unos segundos, las oigo hablar y reír detrás de mí hasta que un ruido metálico suena en mi oreja.

Con el rabillo del ojo veo cómo un cristal opaco divide la parte de atrás de la delantera.

Estoy furiosa. Colérica. Exasperada.

Ese juego no me gusta y no entiendo por qué tiene que hacerlo delante de mí. Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas de mis manos cuando oigo que el chófer me pregunta:

—¿Quiere escuchar música, señorita?

Con la cabeza, le digo que sí. No puedo hablar. Me pongo mis gafas de sol y escondo la mirada. De pronto, suena la canción de Dani Martín Mi lamento y siento unas terribles ganas de llorar.

Los ojos me escuecen y las lágrimas pugnan por salir. Pero no. Yo no lloro. Me trago mis lágrimas e intento disfrutar de la canción y del viaje. Incluso tarareo.

Durante los tres cuartos de hora que dura el viaje. Mi mente trabaja a toda velocidad. ¿Qué harán atrás aquellas dos? ¿Por qué Annette me ha pedido que me siente delante? ¿Por qué sigue enfadada conmigo?

Cuando el coche se detiene, me bajo sin necesidad de que el chófer me abra la puerta. Eso que se lo haga a ellas. A las señoritingas.

Al bajarme, sonrío al ver a Sandra Ramos. Ella es la secretaria de esa delegación y entre nosotras

siempre hubo feeling. Pero feeling del bueno. Del decente. El chófer abre la puerta y salen Annette y Amanda. No las miro. Sólo miro al frente con mis gafas de sol puestas.

Annette saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la delegación, y a su junta directiva. Les presenta a Amanda y luego me presenta a mí. Con profesionalidad, estrecho las manos de todos ellos para después seguirlos hasta una sala. Pero esta vez, en vez de ir detrás de Annette y Amanda, me retraso para saludar a Sandra.

Nos damos dos besos y entramos charlando.

Una vez allí, antes de sentarnos, unas señoritas nos ofrecen café. Lo acepto gustosa. Necesito café.

Estoy atacada. Me tomo tres. Entonces, la distancia con Annette y la charla con Sandra me comienza a tranquilizar. En ese momento, veo de reojo que Annette se gira. Es sólo un instante, pero sé que me ha mirado. Me ha buscado.

Sandra y yo seguimos hablando y nos reímos mientras me cuenta cosas de su niña. Es todo una madraza y eso me emociona. Diez minutos después, todos pasamos a la sala de reuniones, tomamos posiciones y, como siempre, Annette preside la mesa. Amanda se sienta a su derecha y yo intento colocarme en un segundo plano. No quiero ni mirarla. No me apetece.

—Señorita Flores —oigo que me llama mi jefa.

Sin dudarlo, me levanto y me acerco hasta ella con profesionalidad.

Su perfume entra por mis fosas nasales y provoca en mí mil sensaciones, mil emociones. Pero consigo no cambiar mi gesto.

—Siéntese al fondo de la mesa, por favor. Frente a mí.

La mato…  La mato y la mato.

No quiero mirarla ni que me mire.

Pero dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo mi portátil y me siento donde ella me indica. Al otro lado de la mesa, frente a ella.

La reunión comienza y estoy atenta a todo lo que hablan. Ni lo miro ni creo que él tampoco me mire.

Tengo el portátil abierto ante mí y temo recibir alguno de sus correos. Por suerte, no llega ninguno. A la una, la reunión se interrumpe. Es hora de comer. El jefe de la delegación ha reservado mesa en un hotel cercano para comer y Sandra me propone ir en su coche. Acepto.

Sin mirar a mi particular Icewoman que está junto a Amanda, paso junto a ella cuando oigo que me llama.

Le pido a Sandra que me dé un segundo y me acerco a mi jefa.

—¿Adónde va, señorita Flores?

—Al restaurante, señorita Kirschner.

Annette mira a Sandra.

—Puede venir en la limusina con nosotras.

Bien. Ahora, la cabreada es ella.

¡Que le den!

Amanda nos mira. No nos entiende. Hablamos en español, cosa que creo que la mosquea.

—Gracias, señoritaKirschner, pero si no le importa, iré con Sandra.

—Me importa —responde.

No hay nadie a nuestro alrededor. Nadie nos puede escuchar.

—Peor para usted, señorita.

Me doy la vuelta y me marcho.

¡Olé, la furia española!

España 1—Alemania 0.

Sé que acabo de cometer la mayor imprudencia que una secretaria pueda hacer. Y aún mayor tratándose de Annette. Pero lo necesitaba. Necesitaba hacerla sentir como me siento yo.

Sin importarme las consecuencias, entre ellas el despido seguro, camino hacia Sandra y la agarró del brazo con familiaridad. Nos montamos en su Opel Corsa y nos dirigimos hacia el restaurante mientras comienzo a calcular el paro que me va a quedar. De ésta me despiden fijo.

Cuando llego al establecimiento, corro con Sandra a tomarme varias Coca-Colas.

¡Oh, Dios! Cómo me gusta sentir sus burbujitas en mi boca.

Pero hasta las burbujas se deshinchan cuando veo entrar a Annette seguida de Amanda y los jefazos.

Mira hacia donde estoy y puedo percibir su enfado. Los directivos entran en el comedor y rápidamente toman posiciones. Annette hace ademán de sentarse, pero entonces se excusa de sus acompañantes y me hace una señal con la mano. Sandra y yo la vemos y no me puedo negar a ir.

Doy un nuevo trago a mi Coca-Cola, la dejo sobre la barra y me acerco a ella.

—Dígame, señorita Kinschner. ¿Qué quiere?

Annette baja la voz y, sin cambiar su gesto, pregunta:

—¿Qué estás haciendo, Jud?

Sorprendida, porque vuelvo a ser «Jud» respondo:

—Tomarme una Coca-Cola. Por cierto, Zero, que engorda menos.

Mi contestación y mi chulería la desesperan. Lo sé y eso me gusta.

—¿Por qué estás haciéndome enfadar todo el rato? —inquiere, desconcertándome.

¡Tendrá poca vergüenza…!

—¡¿Yo?! —le susurro—. Tendrás cara…

Su mirada es tensa. Dura y desafiante.

Sus pupilas se contraen y me hablan pero hoy no quiero entenderlas. Me niego.

—Pasad al comedor —me dice, antes de darse la vuelta—. Vamos a comer.

Cuando Sandra y yo llegamos al comedor, nos sentamos a la otra punta de la mesa. Suena mi móvil: ¡mi hermana! Decido pasar de ella otra vez, no me apetece escuchar sus lamentaciones. Más tarde la llamaré. La comida está exquisita y continúo mi charla con mi amigo.

En un par de ocasiones miro hacia mi jefa y veo que sonríe a Amanda. Mi cabreo vuelve a crecer.

Pero cuando sus ojos se cruzan con los míos, ardo. Me caliento. Su mirada de Icewoman consigue que todas mis terminaciones nerviosas se muevan al mismo tiempo y toda yo me incendie.

A las cuatro y media regresamos a la sede. Yo, por supuesto, vuelvo en el coche de Sandra. La reunión se reemprende y acaba cerca de las siete de la tarde. ¡Estoy agotada!

Cuando todo acaba, Amanda, Annette y yo nos dirigimos hacia la limusina que nos espera y sin darle tiempo a Annette para que vuelva a humillarme, me siento directamente junto al chófer.

Para chula, ¡yo!

Las oigo hablar. Incluso oigo cómo Amanda cuchichea y ríe como una gallina. Oigo lo que hablan y me enfurezco. No quiero hacerlo. Sólo hay que mirar a Amanda para saber qué es lo que busca. ¡Perra!

Espero que dividan los ambientes en la limusina, pero esta vez Annette no lo hace. Desea que me entere de todo lo que dice. Habla en alemán y oírla me agita. Me provoca.

Al llegar al hotel, la limusina se detiene. Abro mi puerta y desciendo.

Deseo con todas mis fuerzas perder de vista a Annette y a esa imbécil, pero espero educadamente a que mi jefa y su acompañante bajen del coche. Después me despido y me marcho.

Casi corro hasta el ascensor y cuando se cierran las puertas, suspiro aliviada. ¡Sola!

El día ha sido horroroso y quiero desaparecer. Cuando llego a la suite tiro el maletín sobre el bonito sofá. Enciendo el hilo musical. Me suelto el pelo, me quito la chaqueta del traje y me saco la camisa de la falda. Necesito una ducha.

Entonces suenan unos golpes en la puerta. Mi mente intuye que es ella. Miro a mi alrededor. No tengo escapatoria a no ser que me lance desde el ático del hotel y muera aplastada en pleno paseo. ¡Qué disgustazo para mi pobre padre! ¡Ni hablar!

Decido ignorar las llamadas. No quiero abrir, pero insiste.

Cansada, abro finalmente la puerta y mi cara de sorpresa es mayúscula cuando veo que es Amanda quien está ante mi puerta. Me mira de arriba abajo.

—¿Puedo pasar?—me pregunta en alemán.

—Por supuesto, señorita Fisher —respondo, también en su idioma.

La mujer entra. Cierro la puerta y me doy la vuelta.

—¿Vas a quedarte el fin de semana, como hiciste en Barcelona? —me pregunta, antes de que yo pueda decirle nada.

Hago lo que suele hacer Annette. Tuerzo el gesto. Pienso… pienso y pienso y finalmente respondo:

—Sí.

Mi contestación le molesta. Se pasa la mano por el pelo y pone los brazos en jarras.

—Si tu intención es estar con ella, olvídalo. Ella estará conmigo.

Arrugo el entrecejo, como si me hablara en chino y no comprendiera nada.

—¿De qué está hablando, señorita Fisher?

—Tú y yo sabemos muy bien de lo que hablamos. No te hagas la tonta. No eres la pobretona española que ve en Annette un filón, ¿verdad?

Me quedo boquiabierta por lo que acaba de decirme. Pestañeo, y dejo salir a la macarra que llevo dentro.

—Mira, guapa, te estás confundiendo conmigo. Y si sigues por ese camino vas a tener un problema, porque yo no soy de las que se callan ni se amilanan. Por lo tanto, cuidadito con lo que dices, no te vaya a tener que sobar los morros una pobretona española.

Amanda se aleja un paso de mí. Mi advertencia ha debido de sonarle verosímil.

—Creo que lo más inteligente por tu parte es que te alejes de ella —añade—. Yo me encargaré de todo lo que Annette necesite. La conozco muy bien y sé cómo satisfacer sus deseos.

Aprieto los puños. Tanto, que me clavo las uñas en ellos. Pero soy consciente de que no puedo actuar como deseo. Así pues, cuento hasta veinte, porque hasta diez no me vale, me dirijo hacia la puerta y la abro.— Amanda —le digo, con toda la amabilidad de la que soy capaz—, sal de mi habitación porque, como sigas aquí, algo muy feo va a pasar.

Cuando se va, doy un portazo mientras por mi boca sale de todo, menos bonita. Me quito los tacones y los lanzo con furia contra el sofá. ¡Maldita sea!

Mi indignación me enloquece. Annette me ha estado utilizando para dar celos a aquella muñeca hinchable. Maldigo y doy un zapatazo al caro sillón. ¿Cómo he sido tan tonta? Sin querer pensar en nada más, saco mi portátil cuando mi móvil suena. He recibido un mensaje. Annette. «Ven a mi habitación.»

Leer eso me cabrea más. Siempre me he considerado una muñeca entre sus brazos, pero en ese momento me doy cuenta de que soy una muñeca tonta. Tecleo con rabia: «Vete a la mierda».

La contestación no se hace esperar.

Al cabo de unos segundos, oigo el sonido de una puerta al abrirse y ante mí aparece Annette, solo con el top y descalza, con cara de mala leche y una tarjeta en la mano. Sin hablar llega hasta donde estoy sentada.

Tira la tarjeta con la que ha abierto la puerta, me coge del brazo, me levanta y me besa. Me besa con tanta profundidad que noto su lengua llegar hasta mi campanilla. Intento no responderle. Me niego. Pero mi cuerpo me traiciona. La desea. Es incontrolable. E instantes después soy yo la que la besa a ella en busca de más.

Con premura lleva sus manos hasta el botón trasero de mi falda y noto que chocamos contra la pared.

Sin tacones soy muy pequeña a su lado. Eso siempre me ha gustado, igual que a ella le gusta sentir su superioridad. Con su pierna separa las mías, mientras una de sus manos se mete por debajo de mi camisa y se desliza por mi vientre. Cierro los ojos y me dejo llevar. Le permito seguir. Sin quitarme la falda, su mano continúa su camino hasta que consigue meterla por dentro de mis bragas y me hurga hasta llegar al clítoris. Me estimula. Me excita.

Con sus dedos, su experiencia y mi humedad latente, me masajea y la aviva. Mi clítoris se hincha y yo gimo. Jadeo. Enloquezco y me restriego contra ella ante lo que siento por aquella invasión cuando, con su mano libre, me da un azotito. Me excita todavía más. Me vuelve loca e instantes después se desabrocha la falda y cae al suelo, saca la mano de mi vagina y tira de mí hasta llevarme al centro del salón. Clava sus ojos en los míos y murmura mientras acerca su boca a la mía.

—Pequeña, no tienes ni idea de cuánto te deseo.

Me baja la cremallera de la falda y ésta cae al suelo. Se agacha, acerca su nariz hasta mis bragas y las aspira. Da un pequeño mordisquito sobre mi monte de Venus y yo jadeo. Sus posesivas manos me tocan y me acarician. Suben por mis piernas y agarra el borde de mis braguitas. Me las quita. Estoy de nuevo desnuda de cintura para abajo ante ella y no digo nada. No rechisto. Me dejo hacer mientras ella me activa, me posee y me enloquece.

Se levanta del suelo. Me empuja hacia el respaldo del sofá, me da la vuelta y me recuesta sobre él.

Mis brazos y mi cabeza caen, mientras mi trasero queda expuesto enteramente para él. Durante unos segundos disfruto de los mordisquitos que me da en las nalgas y noto sus manos invasoras sobre mí. De nuevo un azote. Esta vez más fuerte. Pica. Pero el picor lo suaviza cuando se aprieta contra mí siento un  duro y castigador falo me avisa de que me va a hacer suya.

Me abre las piernas, mientras con una de sus manos aprisiona mis riñones sobre el respaldo del sofá para que no me mueva. Con la otra mano coge el falo y lo pasea desde mi caliente vagina hasta mi orificio anal y viceversa. Juguetea entre mis hendiduras, empapándome más.

—Te voy a follar, Jud. Hoy me has vuelto loca y te voy a follar tal y como llevo todo el día pensando hacerlo.

Oírlo decir aquello me sofoca.

Me azuza todos los sentidos y me gusta.

Noto que arqueo mi trasero dispuesta a recibirlo. Me siento como una perra en celo en busca de mi alivio. Annette deja caer su cuerpo sobre mí. Muerde mi hombro, después mis costillas y yo me retuerzo.

Estoy empapada, lista y húmeda para recibir el falso pene. Mi cuerpo le implora. Me penetra de una estocada y exige:— Necesito escuchar tus gemidos. ¡Ya!

Sin poder evitarlo, un jadeo ruidoso sale de mi boca.

Su orden me aguijonea.

Sus manos exigentes me agarran por la cintura y me aprieta contra ella hasta que me tiene totalmente empalada. Grito. Me retuerzo. Voy a explotar. Sale de mí unos centímetros pero vuelve a entrar una y otra vez, colmándome de una serie de movimientos duros y potentes que vuelven a hacerme chillar. Siento sus senos chocar contra mi espalda a cada movimiento y, cuando su dedo toca mi hinchado clítoris y tira de él, chillo. Chillo de placer.

A cada acometida siento que me rompe. Me incita y yo me abro más para que me siga desgarrando y me haga totalmente suya.. La dureza de sus palabras y su ímpetu por follarme me enloquecen de una manera bárbara.

Mi vagina se contrae a cada embestida y noto cómo succiona el falo. Lo atrapa. Lo alborota. Oigo su respiración agitada en mi oreja y los calientes sonidos de nuestros cuerpos al chocar, una y otra vez… una y otra vez… Son adictivos.

Calor.

Tengo mucho calor.

Un ardor me sube por los pies asolando mi cuerpo. Cuando llega a mi cabeza explota y con ella exploto yo. Grito. Me retuerzo y convulsiono mientras noto que por mi pierna chorrean mis fluidos. Intento que me suelte. Pero Annette no lo permite. Continúa penetrándome mientras mi devastador orgasmo me enloquece y la hace enloquecer.

Mi cuerpo, roto de placer, se arquea y, tras una potente embestida que me empotra más en el respaldo del sillón, Annette saca el falo de mi interior, noto que apoya su cabeza sobre mi espalda y después de un gruñido fuerte y femenino noto que algo moja mi trasero. Se corre sobre mí.

Durante unos segundos, las dos permanecemos en aquella posición. Ella sobre mí. Sobre mi espalda.

Nuestros corazones acelerados necesitan regresar a su ritmo normal antes de hablar, mientras que en el hilo musical de la habitación suena La chica de Ipanema.

Cuando Annette se incorpora y me deja vía libre, hago lo mismo.

Vestida sólo con la camisa, la miro y ella sonríe satisfecha mientras se pone la falda y agarra el arnés. Lo que acabamos de practicar es sexo exigente y duro y eso le gusta. Lo sé. La sangre me hierve. Estoy indignada. Sin poder controlarlo, la mano se me escapa y le doy un sonoro bofetón.

—Sal de aquí —le exijo—. Es mi habitación.

No habla. Sólo me mira.

Sus ojos, que momentos antes sonreían, ahora están fríos. Icewoman ha vuelto y en su peor versión.

Incapaz de permanecer callada ante ella por lo que acabo de hacer, grito:

—¿Quién te has creído que eres para entrar en mi habitación?

No contesta y yo vuelvo a gritar:

—¿Quién te crees que eres para tratarme así? Creo… creo que te has equivocado conmigo. Yo no soy tu puta…

—¿¡Cómo dices!?

—Lo que has oído, Annette —insisto mientras veo el desconcierto en sus ojos—. Yo no soy tu puta para que entres y me folles siempre que te dé la gana. Para eso ya tienes a Amanda. A la maravillosa señorita Fisher, que está dispuesta a seguir haciendo por ti todo lo que tú quieras. ¿Cuándo me ibas a decir que estás liada con ella? ¿Qué pasa? ¿Ya estabas planeando un trío entre las tres sin consultarme?

No contesta.

Sólo me mira y veo furia, fuego y desconcierto en su mirada.

Su respiración se acompasa pero es profunda. Quiero que se vaya. Quiero que desaparezca de mi habitación antes de que la víbora que hay en mí termine de resurgir y acabe diciendo cosas peores. Pero Annette no se mueve. Se limita a mirarme hasta que se da la vuelta y se marcha. Cuando la puerta se cierra me llevo la mano a la boca y sin querer, ni poder remediarlo, comienzo a llorar.

Diez minutos después me ducho.

Necesito quitarme su olor de mi piel.

Y cuando salgo de la ducha tengo algo muy claro. Tengo que marcharme de allí. Abro el portátil y reservo un billete de vuelta para Madrid. A las once de la noche estoy sentada en un avión mientras repaso mentalmente la nota que le he dejado sobre mi cama y que estoy segura que leerá.

Señorita Kinschner:

Regresaré el domingo por la noche para continuar nuestro trabajo. Si me ha despedido, hágamelo saber para ahorrarme el viaje.

Atentamente,

Judith Flores

EL viernes, cuando despierto en mi cama, miro el reloj digital de la mesilla. La una y siete. He dormido varias horas del tirón.

Como mi hermana no sabe que he vuelto, no se ha presentado en mi casa y eso, por unos segundos, me hace feliz. No quiero dar explicaciones.

Cuando abandono mi habitación lo primero que busco es el móvil. Lo tengo en silencio dentro de mi bolso. Dos llamadas pérdidas de mi hermana, dos de Fernanda y doce de Annette. ¡Vaya!

No respondo a ninguna. No quiero hablar con nadie.

Mi cólera regresa y decido hacer limpieza general. Cuando estoy cabreada limpio de lujo.

A las tres de la tarde tengo la casa como una cuadra.

Ropa por aquí, lejía por allí, muebles fuera de su lugar… pero me da igual. Soy la reina del lugar y ahí mando yo. De repente, siento que quiero planchar. Increíble, pero es así. Saco la tabla, enciendo mi plancha y cojo varias prendas. Mientras canturreo lo que sale por la radio, olvido lo que me taladra la cabeza: Annette.

Plancho un vestido, una falda, dos camisetas y, mientras plancho un polo, mis ojos se paran en una pelota roja que hay en el suelo. Rápidamente me acuerdo de Curro, mi Curro, y los ojos se me llenan de lágrimas hasta que suelto un chillido. Me acabo de hacer una tremenda quemadura con la plancha en el antebrazo y duele mogollón.

Lo miro, nerviosa.

Está rojo como la camiseta de la selección y veo hasta el dibujo y los agujeritos que tiene la plancha en mi piel. Duele… duele… duele… ¡Duele mucho! Pienso si echarme agua o pasta de dientes mientras camino dando saltitos por la casa. Siempre he oído hablar de esos remedios, pero no sé si funcionan o no.

Al final, muerto de dolor, decido acercarme al hospital.

Por fin, a las siete de la tarde, me atienden.

¡Viva la celeridad del servicio de urgencias!

Veo las estrellas y los universos paralelos de los dolores que tengo. Una doctora encantadora me echa un liquidito en la quemadura con mimo, pone un apósito en mi brazo y lo venda. Me receta unos calmantes para el dolor y me manda para casita.

Con unos dolores de aúpa y el brazo vendado busco una farmacia de guardia.

Como siempre en esos casos, la más cercana está en el quinto pino. Tras comprar lo que necesito, regreso a mi casa. Estoy dolorida, agotada y cabreada. Pero cuando llego a la puerta del portal de mi casa, oigo una voz detrás de mí.

—No vuelvas a marcharte sin decírmelo.

Su voz me paraliza.

Me enfada pero me reconforta. Necesitaba oírla.

Me doy la vuelta y veo que la mujer que me tiene fuera de mis casillas está a un escaso metro de mí.

Su gesto es serio y, sin saber por qué, levanto el brazo y digo, mientras los ojos se me llenan de lágrimas:

—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.

Su gesto se descompone.

Mira el vendaje de mi brazo. Después me mira a mí y noto que pierde toda la seguridad. Icewoman acaba de marcharse para dar paso a Annette. La Annette que a mí me gusta.

—Dios, pequeña, ven aquí.

Me acerco a ella y siento que me abraza con cuidado de no rozar mi brazo. Mi nariz se impregna de su olor y me siento la mujer más feliz del mundo. Durante unos minutos, permanecemos en aquella posición hasta que yo me muevo y entonces ella acerca su boca a mis labios y me da un corto pero dulce y tierno beso. Nunca me ha besado así y mi cara debe de ser un poema.

—¿Qué te ocurre? —me pregunta.

Vuelvo en mí y sonrío.

¡Me ha besado con ternura!

Le entrego las llaves de mi casa para que abra.

—El portal tiene rota la cerradura… tira de la puerta y abre.

Deja de mirarme y hace lo que le pido. Después me agarra de la mano y subimos juntas en el

Ascensor. Al abrir la puerta de mi casa veo que mira alrededor y murmura:

—Pero ¿qué ha pasado aquí?

Sonrío. Sonrío como una tonta, como una imbécil.

—Limpieza general —respondo mirando el caos que nos rodea—. Cuando me cabreo, esto me relaja.

Ríe por lo bajo y después oigo que la puerta se cierra. Cuando dejo la bandolera sobre el sofá, me olvido del dolor y me vuelvo hacia ella.

—¿Qué haces aquí?

—Me tenías preocupada. Te marchaste sin avisar y…

—Te dejé una nota y, sobre todo, en buena compañía.

Annette me mira. Siento que la tensión regresa a su mandíbula.

—No quiero volver a oír eso tan humillante que has dicho de que no eres mi puta. Pues claro que no lo eres, Jud, ¡por el amor de Dios! Nunca lo has sido y nunca lo serás, ¿entendido? —Afirmo con la cabeza, y ella prosigue—: Pero vamos a ver, Jud, ¿todavía no has entendido que el sexo para mí es un juego y que tú eres mi pieza más importante?

—Tú lo has dicho: ¡tu pieza!

—Cuando digo pieza… me refiero a que eres la mujer que más me importa en este momento. Sin ti, ese juego pierde valor. Maldita sea, creí habértelo dejado claro.

Durante unos minutos, ninguna de las dos dice nada. La tensión en el ambiente se puede cortar con un cuchillo.

—Mira, Annette, esto no va a funcionar. Seamos sólo amigas. Creo que en el plano laboral podemos trabajar juntas, pero…

—Jud, nunca te he mentido en nada.

—Lo sé —admito dándole la razón—. El problema aquí soy yo, no tú. Es que no me reconozco. Yo no soy la chica que tú manejas como una pieza. No… ¡me niego! No quiero. No quiero saber nada de tu mundo, ni de tus juegos ni de nada de eso. Creo… creo que lo mejor es que cada una regrese a su vida y…

—De acuerdo —asiente.

Su conformidad me bloquea.

De pronto quiero discutir aquello otra vez. No quiero que me haga caso. ¿Me estoy volviendo loca?

Veo el dolor y la rabia en sus ojos pero intento refrendar lo que acabo de decir y no abrazarla. Mi voluntad desaparece cuando estoy cerca de ella y necesito mantenerme firme, aunque yo misma me contradiga.

Mi antebrazo me da un pinchazo que me descompone el rostro entero y doy un salto. Me levanto.

—¡Diossss! ¡Qué dolor! ¡Joderrrrrrrrrrr! ¡Joderrrrrrrrrrrr!

Su gesto se contrae y se levanta. No sabe qué hacer mientras yo continúo con mi retahíla de quejidos y palabras malsonantes. El brazo me está matando.

—¿Te duele mucho?

—Sí. Voy a tomarme un calmante para el dolor o te juro que me va a dar algo.

Mi brazo palpita y el dolor se vuelve insoportable. Camino por el salón como una loca hasta que Annette me hace detenerme.

—Siéntate —me ordena—. Llamaré a una amiga.

—¿A quién vas a llamar?

—A una amiga que es médico para que te vea el brazo.

—Pero si ya me lo han visto en el hospital…

—Da igual. Yo me quedo más tranquila si te lo mira Andrea.

Estoy tan dolorida que no me apetece hablar. Veinte minutos más tarde suena el telefonillo de mi casa.

Annette lo atiende y un minuto después aparece ante nosotras una mujer. Se saludan y la recién llegada se queda mirando el estado de la casa. Entre risas, Annette cuchichea:

—Judith estaba haciendo limpieza general.

Se miran y sonríen. Y en ese momento, cabreada por cómo me duele el brazo, murmuro:

—Venga, no os cortéis. Si creéis que está desordenado, os doy permiso para que lo ordenéis. La escoba y la fregona están a vuestra entera disposición.

Mi mala leche los hace sonreír.

¡Graciosillas!

Al final, la recién llegada se me acerca.

—Hola, Judith, soy Andrea Villa. Vamos a ver, ¿qué te ha pasado?

—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.

Asiente y coge unas tijeras.

—Dame el brazo.

Annette se sienta a mi lado.

Siento su mano protectora en mi espalda y eso me reconforta. La doctora corta mi vendaje con cuidado. Lo observa un rato, saca una especie de suero y lo echa sobre mi herida. Un alivio momentáneo me hace suspirar. Luego coloca unos apósitos mojados en ese líquido y vuelve a vendarme la herida.

—Te duele mucho, ¿verdad?

Hago un gesto afirmativo con mi cabeza.

No lloro porque me da vergüenza y ella lo nota. Annette también.

—Te inyectaré un calmante. Es lo más rápido para el dolor. Pero este tipo de heridas es lo que tienen, que son molestas. Tranquila, pasará pronto.

No rechisto.

Que me inyecte lo que le dé la gana pero que me quite ese horroroso dolor.

Mientras lo hace, la observo. Ella me mira y me guiña un ojo con complicidad. Tendrá unos treinta años. Alta, morena y una bonita sonrisa. Cuando acaba, cierra su maletín, saca una tarjeta y me la entrega mientras nos levantamos.

—Para cualquier cosa, sea la hora que sea, llámame.

Miro la tarjeta y leo «Doctora Andrea Villa» y un número de móvil. Asiento como una tonta y meto la tarjeta en el aparador del comedor.

—De acuerdo, lo haré.

En ese momento, Annette, me pasa la mano por la cintura en una actitud que me resulta posesiva, pone una mano sobre el hombro de su amiga y le dice:

—Si ella te necesita, yo te llamaré.

Andrea sonríe, Annette me suelta y se dirigen hacia la puerta. Durante unos minutos, las oigo que murmuran algo pero no entiendo lo que dicen. Quiero que el dolor me abandone y eso es lo único que me interesa.

Vuelvo a tirarme encima del sillón. El dolor de mi brazo comienza a bajar de intensidad y siento que vuelvo a ser persona. Annette regresa al salón y habla con alguien por el móvil mientras mira por la ventana.

Cierro los ojos. Necesito relajarme.

No sé cuánto tiempo permanezco así, hasta que oigo sonar la puerta de mi casa. Veo a Tomás, el chófer de Annette, entregarle un montón de bolsas. Cuando la puerta se cierra, Annette me mira.

—He pedido algo de cena. No te muevas, yo me encargo de todo.

Hago un gesto con la cabeza y sonrío. ¡Genial! Necesito que me mimen.

Sin levantarme del sofá, oigo a Annette trastear en la cocina. Un par de minutos después aparece con una bandeja donde lleva platos, tenedores, cuchillos y vasos.

—Le he pedido a Tomás que comprara comida china. Si mal no recuerdo, te gusta.

—Me encanta. —Sonrío.

—¿El dolor ha disminuido? —pregunta con seriedad.

—Sí.

Mi respuesta parece aliviarla.

Observo cómo Annette coloca en la bandeja todo lo que ha traído y no puedo dejar de mirarla. Parece mentira que aquella joven que coloca los platos y los vasos sea el mismo Icewoman implacable que aparece en ciertos momentos. Su gesto ahora es relajado y me gusta. Me gusta verla y sentirla así.

En cuanto acaba lo que hace, regresa a la cocina y aparece con la bandeja cargada de cajitas blancas.

Se sienta a mi lado e indica:

—Como no sabía qué era lo que te gustaba, le he pedido a Tomás que trajera de todo un poco: arroz tres delicias, pan chino, rollitos de primavera, tallarines con soja, ensalada china, ternera con brotes de bambú, cerdo con champiñones, fideos chinos con verdura, langostinos fritos, pollo al limón. Y de postre, trufas. Espero que algo te guste.

Sorprendida por todo lo que ha dicho, murmuro:

—Madre mía, Annette. ¡Aquí hay comida para un regimiento! Podías haberle dicho a Andrea que se quedara a cenar.

Niega con la cabeza.

—No.

—¿Por qué? Parece simpática…

—Lo es. Pero quería estar a solas contigo. Tenemos que hablar muy seriamente.

Resoplo y susurro:

—Tramposa. Estoy dopada y soy presa fácil.

Sonríe como respuesta.

—Come.

Ojeo todos los paquetes y me sirvo en el plato lo que me apetece. Todo tiene una pinta estupenda y, cuando lo degusto, aún sabe mejor.

—¿Dónde ha comprado Tomás esto? ¿De qué chino es?

—Lo ha preparado Xao-li. Uno de los cocineros del hotel Villa Magna.

Me lo quedo mirando, incrédula.

—Estás comiendo auténtica comida china. No lo que en ocasiones creo imaginar que comes.

Le hago un gesto de asentimiento, divertida por lo que acaba de decir. Ella y su exclusividad.

Annette está de buen humor y yo me alegro horrores. Estar con ella así, de buen rollo, es una maravilla.

Cuando llega el momento del postre, va a la cocina, trae unas trufas y las deja ante mí.

Coge una cuchara, parte un trozo de trufa y la pone ante mi boca. Sonrío, abro la boca y tras hacer un sinfín de gestos con los ojos y la boca, murmuro:

—¡Diossssssssss! ¡Qué rico!

Annette sonríe y vuelve a meterme otra trufa en la boca. La paladeo. Disfruto y me dispongo a pedir más, cuando ella se me adelanta.

—¿Puedo probarla yo?

Asiento. Pasa la trufa por mis labios, se acerca a mi boca y la chupa durante unos segundos con delicadeza hasta que dice, separándose de mí:

—Deliciosa.

La miro. Me mira y sonreímos.

Ese tonteo idiota es tan sensual que no quiero ser su amiga, quiero ser algo más. Y cuando voy a lanzarme sobre ella, desesperada porque me bese, me interrumpe:

—Jud, hace un rato has dicho que…

—Sé lo que he dicho, olvídalo.

Annette me mira… Piensa… piensa y, finalmente, añade sin cambiar su gesto:

—No vuelvas a decir eso de que yo te considero mi puta, por favor, Jud. Me destroza pensar que tú piensas eso de mí.

—Vale… Se me fue la boca. Lo siento.

Sus dedos perfilan mis labios con delicadeza.

—Jud… tú para mí eres especial, muy especial. —Nos miramos fijamente durante unos segundos. Al final cambia el tono de su voz y prosigue—: No puedes marcharte de mi lado sin darme una explicación y esperar que yo no me vuelva loca de preocupación. Prefiero que llames a mi puerta y me digas «¡Adiós!», a creer que estás y que no estés. ¿De acuerdo?

—Si no lo hice, fue porque que no quería llamarte gilipollas o algo peor.

—Llámamelo, si lo necesitas.

—No me des ideas —bromeo.

Sus labios se curvan.

—Por favor, no vuelvas a marcharte sin decirme nada.

—¡Valeeeeeeeee…! Pero que conste que pensaba regresar para continuar con el trabajo.

—No hace falta.

—¡¿No?!

—No.

—¿Por qué?

—Ha surgido algo.

—¿Me has despedido? Pero ¡si todavía no te he llamado gilipollas!

Annette sonríe y me introduce otra trufa en la boca, para que me calle, supongo.

—He anulado las reuniones de la semana que viene y las he dejado para más adelante. Regreso a

Alemania. Hay algo de lo que me tengo que ocupar y no puede esperar.

La trufa y la noticia me revuelven en el estómago.

¡Se va!

Pienso en Amanda. Annette y ella juntos en Alemania. El aguijón de los celos vuelve a picarme.

—¿Regresaras con Amanda? —pregunto, incapaz de mantener la boca cerrada.

—No, imagino que ella habrá regresado hoy. Y, en lo que concierne a Amanda, es una colega de trabajo y amiga. Sólo eso. Me confesó esta mañana la visita a tu habitación y…

—¿Has pasado la noche con ella?

—No.

Su contestación no me convence.

—¿Has jugado esta noche con ella?

Se recuesta en el sofá y asiente.

—Eso sí.

La imito. Pero mi humor ha cambiado.

—Me gusta jugar, no lo olvides. Y tú debes hacerlo también.

¡Oh…! ¡Qué bonito escuchar aquello!

Me tenso, pero no me puedo quejar. Ella siempre ha sido clara al respecto y no lo puedo negar. Pero como soy una cotilla, insisto en interrogarlo.

—¿Lo pasaste bien?

—Lo habría pasado mejor contigo.

—Sí, clarooooo…

—Tú me proporcionas un inmenso morbo y un maravilloso placer. Actualmente, eres la mujer que más deseo. No lo dudes, pequeña.

—¿Actualmente?

—Sí, Jud.

Eso me gusta, pero me disgusta al mismo tiempo. ¿Me estaré volviendo loca o soy masoquista profunda además de atontada?

—¿Entre todas las mujeres con las que juegas —pregunto, deseosa de saber más—, existe alguna especial?

Annette me mira.

Entiende perfectamente mi pregunta. Pone una mano sobre mi muslo y añade:

—No.

—¿Nunca la ha habido?

—La hubo.

—¿Y?

Clava su intensa mirada en mí y me traspasa con ella.

—Y ya no está en mi vida.

—¿Por qué?

—Jud… no quiero hablar de ello… Pero sí deseo que sepas que sólo tú has conseguido que coja un avión y te busque con desesperación.

—¿Eso debe alegrarme? —pregunto sarcástica.

—No.

Su contestación vuelve a desconcertarme. ¿A qué estamos jugando?

—¿Por qué no debe alegrarme?

Annette piensa y medita bien su respuesta.

—Porque no quiero hacerte sufrir.

Aquello me deja sin palabras. No sé qué contestarle.

—Quizá sea yo la que te haga sufrir a ti —contesto, con toda la chulería que hay en mí.

Me mira… la miro…

Tras un incómodo silencio, suena mi móvil. Es Miriam, mi amiga de Barcelona. Me levanto y, y le digo que estoy en Madrid y que ya la llamaré. Annette no se ha movido. Se ha limitado a mirarme casi sin pestañear. Mi brazo está mejor. No me duele, así que vuelvo al ataque.

—¿Por qué crees que puedes hacerme sufrir?

—No lo creo… lo sé.

—No me vale esa contestación. ¿Por qué?

Annette me observa en silencio. Tengo la sensación de que estoy a punto de explotar, como una cafetera a presión.

—Tú eres una buena chica que merece a alguien mejor.

—¿A alguien mejor?

—Sí.

Me muevo inquieta. Sé de lo que habla, pero quiero que se exprese con claridad.

—Cuando te refieres a alguien es…

—Me refiero a alguien que te cuide y te trate como tú te mereces. ¿Quizá esa tal Fernanda?

Escuchar aquel nombre me deja sin palabras.

—No metas a Fernanda en esto, ¿entendido?

Annette asiente. Volvemos a quedarnos en un más que incómodo silencio.

—Mereces a alguien que te diga bonitas palabras de amor. Te las mereces.

—Tú ya lo haces, Annette.

—No, Jud, no mientas. Eso no lo hago.

Intento relajar el ambiente, se está volviendo espeso.

—Vale… nunca me dices cosas cariñosas pero me tratas bien y veo que te preocupas por mí. ¿Por qué me dices todo esto?

—Jud… sé realista —endurece su voz—. ¿La palabra «sexo» te da alguna pista?

Sonrío con amargura. Ella se da cuenta.

—Sí, claro que me da pistas —digo, interrumpiendo lo que estaba a punto de decir ella—. Me indica que entre tú y yo el sexo es lo que nos unió. Pero cuando dos personas se conocen y se atraen, lo primero que tiene que surgir entre ellos es química. Y tú y yo tenemos química.

—¿Con esa tal Fernanda también existe química?

De nuevo la menciona. Eso me molesta. Me enfurece ¿Qué le pasa con Fernanda?

—Espero tu respuesta, Jud —insiste, al ver que no contesto.

—Vamos a ver, ¿quieres olvidarte de Fernanda de una vez? Eso pertenece a mi vida privada. ¿Te pregunto yo por tu vida privada? —ella niega con la cabeza y yo añado—: No entiendo dónde quieres ir a parar, no creo haberte pedido nada y…

—Y yo no te daré nada que no sea sexo.

Su tajante respuesta me corta la respiración. No entiendo sus cambios de humor. Tan pronto me mira con devoción como me dice que entre nosotras sólo hay y habrá sexo.

—Me parece muy bien tu respuesta, Annette. Soy lo suficientemente mayorcita como para poder elegir con quién quiero acostarme y con quién no.

—Por supuesto, y espero que lo hagas. Pero yo no te he dado opción.

—¿Ah, no?

—No, Jud. Simplemente me gustaste y fui a por ti. Algo que hago siempre que alguien me atrae.

Aquella respuesta me toca la fibra sensible.

—¡Gilipollas! —le grito, enfurecida—. En este momento te estás comportando como una auténtica gilipollas.

No se mueve. No contesta.

Annette se limita a mirarme y a aceptar mis insultos.

—Jud… insúltame si quieres, pero sabes que es la verdad. Fui yo quien desde el primer día que te vi provoqué todo lo ocurrido. En el archivo. En el restaurante donde te llevé. En la habitación de mi hotel cuando miré cómo otra mujer te poseía. En el bar de intercambio de Barcelona. Tú nunca hubieras hecho nada de eso. Pero yo te he llevado a mi terreno. Acéptalo, pequeña.

—Pero, Annette…

—Hace un rato que me has dicho que no quieres entrar en mis juegos, ¿lo has olvidado?

Tiene razón… vuelve a tener razón.

—Me gusta todo lo que hago contigo —respondo, perdiendo toda la razón que ella dice que tengo—. Tu juego me atrae y…

—Lo sé, pequeña, lo sé —dice mientras me toca la pierna—. Pero eso no quita que yo piense que no soy la mujer que te mereces y que quizá otra te haga más feliz. —Está claro en quién está pensando, pero esta vez no dice su nombre—. Mira, Jud, me gusta el sexo, el morbo y adoro ver disfrutar a una mujer. En este momento, esa mujer eres tú, pero hay algo en mí que me dice que pare, que tú no deberías entrar en mi juego o…

—No soy la santa que tú crees. He tenido varias relaciones y…

Eso la hace sonreír y me interrumpe:

—Jud… créeme que para mí eres una santa. Lo que tú has hecho con tus anteriores relaciones, nada tiene que ver con lo que yo quiero que hagas conmigo.

El estómago se me contrae.

Pensar en lo que ella quiere hacer conmigo me reseca el paladar.

—¿Qué quieres hacer conmigo?

—De todo, Jud, contigo quiero hacer de todo.

—¿Hablamos sólo de sexo?

Esa pregunta la pilla por sorpresa.

Sus ojos no me engañan. Sé que hay algo que se guarda para ella y necesito saber qué es.

—No. Y ése es el problema. No debo permitir que te encariñes conmigo.

—Pero ¿por qué?

No responde.

Se limita a acercar su frente a la mía y a cerrar los ojos. No quiere mirarme. No quiere responder. Sé que le pasa como a mí. Siente algo más, pero no quiere aceptarlo.

¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?

Así permanecemos durante unos minutos, hasta que yo acerco mi boca a la suya y susurro:

—Te deseo.

Annette sigue con los ojos cerrados. De pronto, parece muy cansada. No entiendo qué le ocurre.

—Hoy no, pequeña. Un mal movimiento y te puedo hacer daño en el brazo.

—Pero si ahora no me duele… —me quejo.

—Jud…

—Te deseo y quiero hacer el amor contigo, ¿es tanto pedir? Pronto te irás y, por tus palabras, no sé si cuando regreses volveremos a estar juntas.

Mis palabras la conmueven.

Se lo veo en la cara. Finalmente acerca su boca a mi boca y me da un dulce beso lleno de cariño.

—¿Puedo quedarme contigo esta noche?

Asiento. Quiero que se quede siempre.

Pero sus palabras y en especial su mirada me suenan a despedida e, inexplicablemente, los ojos se me llenan de lágrimas. Annette me las seca, pero no habla. Después se levanta y me tiende la mano. Se la tomo y juntas vamos hasta mi habitación.

Una vez allí se desnuda mientras lo observo.

Annette es grandey sensual.

Su porte es soberbio y femenino y eso me humedece no sólo la boca.

En cuanto está desnuda, saca de debajo de mi almohada mi pijama del Demonio de Tasmania, se sienta en la cama y yo me acerco a ella. Dejo que me desnude. Lo hace lentamente y con mimo, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando me tiene desnuda, se levanta y me abraza. Me abraza y me aprieta con delicadeza contra ella y siento que, a pesar de todo lo grande que es, se refugia en mí.

Estamos desnudas. Piel con piel. Latido con latido.

Agacha su cabeza en busca de mi boca. Se la doy. Se la ofrezco. Soy suya sin que me lo pida.

Sus labios se posan sobre los míos con una exquisitez y una delicadeza que me pone toda la carne de gallina y después hace eso que tanto me gusta. Me pasa su lengua por el labio superior y después por el inferior, y cuando espero el ataque a mi boca hace algo que me sorprende. Me coge con las dos manos la cabeza y me besa con sutileza.

Su húmeda lengua pasea con deleite por el interior de mi boca y yo le dejo hacer mientras siento entre mis piernas mi humedad. Cuando su dulce y pausado beso me ha robado el aliento, se

separa de mí y se sienta de nuevo en la cama. No deja de mirarme y, atraída como un imán, me siento a horcajadas sobre ella.

—Pequeña… —me dice con su voz ronca—. Cuidado con tu brazo.

Asiento hipnotizada, mientras noto las yemas de sus dedos subir por mi columna y dibujar circulitos sobre mi piel. Cierro los ojos y disfruto del contacto y la finura de sus dibujos. Cuando los abro, su boca busca la mía y me besa con dulzura mientras me aprieta contra ella. Tranquilas y pausadas, permanecemos durante más de diez minutos prodigándonos mil caricias, hasta que mi impaciencia hace que me levante sobre sus piernas y yo misma comience un vaivén. Mi carne rosa la suya y jadeo al su roza. Annette cierra los ojos con fuerza y siento que se contrae para mantener su autocontrol. Lentamente muevo mis caderas de adelante hacia atrás en busca de nuestro placer. Espero un azote, un movimiento donde ella sea la que este sobre mi, pero no. Annette sólo me mira y se deja llevar como una ola en calma por mis movimientos.

—¿Qué te ocurre? —susurro, inquieta—. ¿Qué te pasa?

—Estoy cansada, cariño.

Su erótica voz al llamarme cariño, sus palabras y la suavidad de sus dedos al pasar por mi cuerpo me avivan.

¡Ahora la entiendo!

Intenta hacer lo que le acabo de pedir. Me hace el amor. Nada de azotes. Nada de fuertes penetraciones. Nada de exigencias. Pero en ese momento, yo sobre ella, yo no quiero eso. Yo quiero acceder a sus caprichos, a sus reclamaciones. Quiero que su placer sea mi placer. Quiero… quiero… quiero.

Conmovida por el control que veo en su mirada, me dejo llevar por mi placer, decido aprovechar lo que hace por mí y hacerla cambiar de idea para que me posea como yo deseo que lo haga. Acerco su boca a mis pechos. Annete los acepta y los lame con docilidad, con mimo. El calor se apodera de mí, mientras siento que ella ha dejado en mis manos el momento. Me muevo en círculos en busca de mi propio placer y lo consigo. Jadeo. Me aprieto contra ella. Chillo y vuelvo a jadear. Su cuerpo tiembla mientras el mío vibra enloquecido porque su lado rudo y salvaje tome los mandos de la situación y me penetre con avidez.

¡La necesito!

¡La anhelo!

Quiero que mis demandas sean las suyas, pero Annette se niega. No quiere entrar en mi juego y, finalmente, cuando el calor inunda mi atizado deseo, apoyo mis brazos en sus muslos y soy yo la que me muevo con brusquedad. Busco mi placer, me muero por encontrarlo. Cuando el orgasmo me llega, grito y me arqueo sobre ella y, entonces, sólo entonces, Annette me agarra de la cintura. Siento la tensión de sus manos, cómo me aprieta una sola vez hacia ella y luego se deja llevar en silencio.

Permanezco abrazada a ella unos minutos.

No entiendo por qué se ha comportado así.

—Jud… a esto me refiero. Para que yo disfrute en el sexo, necesito mucho más.

Me niego a mirarla.

Me niego a dejar de abrazarla.

No quiero que esto acabe y, menos aún, perderla.

Pero, finalmente, Annette se levanta de la cama y me arrastra con ella. Coge un pañuelo de papel de mi mesilla y me limpia. Después se limpia ella. Sin hablar, coge el pijama del Demonio de Tasmania. Me pone el culotte y después la camiseta de tirantes. Ella se pone los calzoncillos. Apaga la luz y me obliga a tumbarme junto a ella. Esta vez me da la vuelta y me agarra por detrás. Teme hacerme daño en el brazo. No hablamos. No decimos nada. Sólo intentamos descansar mientras las dos oímos el sonido de nuestras respiraciones en nuestra despedida.

Me despierto sobresaltada.

Miro el reloj. Las cuatro y treinta y ocho.

Estoy sola en la cama. ¿Dónde está Annette?

Me asusto. No quiero que se haya ido. Me levanto con rapidez. Cuando llego al salón veo que se echa unas gotas en los ojos, se mete algo en la boca y da un trago del vaso de agua. Después se sienta, se pone los cascos de mi iPod para escuchar música y cierra los ojos. La observo durante unos minutos y sonrío.

¡Está escuchando música!

Al oírme, abre los ojos y se levanta.

—¿Estás bien?

Mientras me trago las lágrimas de felicidad por ver que aún está allí, me toco el brazo y respondo:

—Sí. Es sólo que, al no verte, creí que te habías marchado.

Annette sonríe.

—Duermo poco. Ya te lo dije.

—Oye… He visto que te tomabas algo, ¿qué era?

—Una aspirina. Me duele la cabeza —responde con una encantadora sonrisa.

Convencida con su respuesta, me dirijo a la cocina. Necesito beber agua.

Cuando abro el frigorífico, veo las trufas y se me antoja comerme alguna. Bebo agua, pongo un par de trufas en un plato y regreso al salón. Annette, que está sentada en el sillón, sonríe al verme.

—Golosa.

Divertida, le devuelvo la sonrisa y me doy cuenta de que su gesto es cansado. Normal, no duerme. Me siento a su lado.

—Me encanta esta canción.

Le quito uno de los cascos, me lo pongo en mi oreja y oigo la voz de Malú.

—A mí también. La letra me recuerda a nosotras.

Ella asiente. Yo cojo una de las trufas con la mano y comienzo a mordisquearla.

Sonríe.

¡Dios! ¡Me encanta verla sonreír!

—¿Puedo probar la trufa?

—Claro.

Y, cuando veo que va a darle un mordisco a la trufa que tengo en mis manos, la acerco a mi boca, la restriego en mis labios y murmuro:

—Ya puedes probar.

Vuelve a sonreír. Se le ilumina la mirada y obedece sin rechistar. Sus labios toman los míos y, con una calma y placidez que me pone a mil, los chupa, los lame y lo finaliza con un dulce beso.

—Exquisita… la trufa también.

Cuando dice eso, suelto el resto de la trufa en el platito que he dejado encima de la mesa y me levanto. Me quito el pijama y, sólo con las bragas puestas, me siento a horcajadas sobre ella.

Hasta el momento tenía tres adicciones. La Coca-Cola, las fresas y el chocolate. Pero ahora le sumo una más fuerte y poderosa llamada Annette. La deseo… La deseo y la deseo. Da igual la hora, el momento o el lugar… la deseo.

Sorprendida por aquello, se quita los cascos.

—¿Qué haces, Jud?

—¿Tú qué crees?

—Me duele la cabeza, nena…

Como respuesta, la beso. Un beso caliente, cargado de erotismo y lleno de anhelos.

—Jud…

—Te deseo.

—Jud, ahora no…

—Annette, ahora sí. Te deseo con exigencias. Con demanda. Con pretensión. Quiero que me folles. Quiero que disfrutes de mí. Quiero todo lo que tú desees y lo quiero ahora.

Se acomoda en el sillón y, con cuidado, me rodea con sus brazos la cintura. La miro y veo que no esperaba mis exigencias y que la vuelven loca. Mis caderas toman vida propia y se mueven sobre ella. Su respuesta es inmediata. Noto cómo recorre mi sexo con su mano y eso me activa más.

Su otra mano abandona mi cintura para subir por mi espalda hasta llegar a mi pelo. Lo agarra y tira de él. Sí… ¡ésa es Annette!

Mi cuello queda totalmente expuesto ante su boca y lo chupa. Lo lame con ansiedad, con capricho y me hace suspirar de placer.

Su otra mano abandona mi sexo y llega hasta mis pechos, que quedan ante ella. Su boca carnosa se dirige hacia ellos. Los chupa. Los devora. Me mordisquea los pezones y los endurece. Me aviva.

Me suelta el pelo y puedo volver a mirarla a la cara. Sus manos están a cada lado de mis pechos y, con reclamación, los junta y los aprieta para meterse los dos pezones en la boca.

—Me vuelves loca…

—Tú a mí más, aunque a veces eres una gilipollas.

Sonríe. Me pego a ella.

—Jud… tu brazo. Cuidado. Vas a hacerte daño.

Su preocupación por mí me chifla. Cuando va a tomar las riendas de la situación, le sujeto las manos

y susurro cerca de su boca:

—No… Annette… tu castigo por no haber cooperado conmigo hace unas horas en mi cama, será que yo mando.

—¿Mi castigo?

—Sí. Creo que voy a tener que empezar a castigarte como tú a mí.

—Ni lo sueñes, pequeña.

Su mirada cargada de erotismo consigue enajenarme.

Durante unos segundos, se resiste a dejar que sea yo quien lleve la batuta, quien la posea, pero al final noto que sus manos regresan a mis piernas y, mientras las pasea por ellas, murmura:

—De acuerdo… pero sólo por hoy.

Decido jugar a su juego y me dejo llevar por el morbo. Cojo sus manos y las retiro de mis muslos mientras le ordeno.

—Prohibido tocar.

Gesticula. Quiere protestar y frunzo el ceño.

Cuando veo que se queda quieta, me agarro los pechos y los acerco a su boca. Se los ofrezco. La obligo a que primero me chupe uno y después el otro y, cuando mis pezones vuelven a estar tiesos, se los retiro de la boca y sonrío. Annette gruñe.

—Dame tu mano —le pido.

Me la entrega y la paseo por mi pierna hasta llegar a la cara interna de mis muslos. Le dejo tocarme y pronto introduce un dedo bajo mis bragas. Dejo que se encapriche más de mí y, cuando se anima, la obligo a que saque el dedo y se lo llevo a su propia boca.

—Resbaladiza y húmeda, como a ti te gusta.

Intenta cogerme de nuevo por la cintura y le doy un manotazo.

—Prohibido tocar, señorita Kirschner.

—Señorita Flores… modere sus órdenes.

Sonrío, pero ella no. Eso me gusta.

Subo mi mano izquierda hasta su cuello, la meto entre el sillón y ella y le agarro del pelo con cuidado.

No quiero que le duela más la cabeza. Su cuello queda expuesto totalmente ante mí, mientras siento como sus manos recorrer mis muslos.

—Señorita Kirschner, no olvide que ahora mando yo.

Saco mi lengua y le chupo el cuello. Me deleito con su sabor y finalmente acabo en su boca. Adoro su boca. Le devoro los labios y oigo un gemido gutural salir de su interior.

—Me encantan tus ojos —murmuro—. Son preciosos.

—Yo los odio.

Me hace gracia su comentario. Annette tiene unos maravillosos ojos grises que estoy segura que causan furor allá por donde vaya. Cada segundo que pasa me siento más alterada, acerco mis pechos de nuevo a su boca y, cuando ella me los va a chupar, se los retiro. Sin dejar de mirarla a los ojos, me escurro entre sus piernas y, con cuidado de no darme en el brazo, pongo mis manos a ambos lados de su cadera agarro los elásticos de sus bragas y se las saco por sus piernas.

¡Oh, Dios! Es impresionante. Tenerla desnuda a mi merced me vuelve loca.

Ver su húmeda vagina hace que la mía me tiemble de impaciencia. Y cuando acerco mi boca hasta su rosada vulva paso mi lengua por ella, la siento temblar. Mi lengua, deseosa, pasea por su sexo y le reparto cientos de dulces besos cargados de erotismo y perversión. Juego mimosa hasta que sus jadeos por lo que le hago me hacen mirarla y veo que tiene la cabeza recostada en el sofá y los ojos cerrados. Su mandíbula está tensa y tiembla de gozo. ¡Oh, sí… sí! De pronto, noto sus manos en mi cabeza y digo para que me escuche:

—Imagina que estamos en el club de intercambio y alguien nos mira y se muere porque tú le permitas tocarme, mientras me haces el amor con la boca delante de ella. ¿Te gusta?

—Sssí… —consigue decir mientras enreda sus dedos entre mi pelo.

Noto sus caderas moverse y su vagina queda más expuesta a mi. Eso me da fuerzas para continuar mientras siento cómo todo ella se contrae de placer. Con delicadeza, mordisqueo alrededor de su clítoris, bajo a la entrada de su vagina. Mi lengua se desliza por ella consiguiendo que Annette se mueva y resople y más cuando finalmente subo a su clítoris lo agarro con mis labios y tiro de él.

Como si de un helado se tratara, lo chupo, lo degusto. Recuerdo la trufa que hay sobre la mesa y sonrío. Cojo un poco con mi dedo, lo unto en su vagina mientras me recreo y murmuro que otro día será ella quien unte esa trufa en mi clítoris para que otras me chupen. Annette jadea, muerta de placer.

Con mi otra mano libre introduzca mi dedo en su entrada los muevo en círculos. Annette tiene un espasmo, después otro y sonrío al oírla resoplar.

Juego con su clítoris lo meto con mimo en mi boca, pero ya está tan enorme e hinchado que parece que va a estallar, por lo que decido pasar mi lengua por él mientras el sabor a trufa me hace disfrutar más y más. Le enloquece lo que hago, lo que le digo, así que lo repito una y otra vez hasta que sus jadeos son más continuos y fuertes. Sus caderas me acompañan, sus dedos en mi pelo se tensan y sus caderas se mueven más y más rápido.

La sensación me embriaga. Estoy poseyéndola con mi boca y me gusta tenerla entre mis manos y bajo mi merced. Pongo una de mis manos sobre su abdomen y le clavo las uñas. Eso la hace jadear más mientras sus caderas no paran de moverse. Introduzco dos de dos en su vagina y los muevo de adentro asía afuera mientas mi boca se hace cargo de su clítoris, como a ella le gusta hacer conmigo, mientras fantaseo sobre lo que otra mujer  me estaría haciendo a mí.

El cuerpo de Annette se contrae una y otra vez. Sus manos aprietan mi cabeza a ella, la oigo sisear mi nombre entre jadeos y contracciones mientras llega a su orgasmo. Dejo su clítoris y llevo mi boca a su vagina y me tomo sus fluidos, mientras con mis dedos sigo acariciando su clítoris. Dejo de acariciarlo, me recargo en su muslo.

Después de algunos minutos abre sus ojos y me mira.

-ahora te toca a ti- me tiende una de sus manos para que la tome—Súbete en mí, Jud… Por favor, hazlo.

Su voz implorante y mi deseo por ella me llevan a obedecerla.

Me siento a horcajadas sobre ella y entonces me penetra con tres dedos. Estoy mojada y resbaladiza. Se introducen totalmente en mí.

—¡Dios, nena, con lo que dices me vuelves loca!

Mimosa y dispuesta a todo, la miro.

—Eso quiero… Jugar contigo a todo lo que quieras porque tu placer es el mío y yo deseo probarlo todo contigo.

—Jud… —jadea.

—Todo… Annette… todo.

Noto cómo se abre paso en mi interior. Enloquecida, me sujeto a sus hombros mientras ella me agarra con posesión del culo y con su demanda me hace que inicie un vaivén sobre sus dedos subir y bajar para encajarse en mí una y otra vez mientras me mira y me come por el deseo. Mi vagina se contrae y los succiona. Muevo las caderas frenéticamente y tiemblo mientras Annette, con movimientos devastadores y duros, continúa llevándome hasta el clímax.

Mis pechos saltan ante ella y, cuando su boca me agarra un pezón y me lo muerde al tiempo que me penetra, un orgasmo devastador toma mi cuerpo.

Cuando todo acaba y quedo sobre ella extasiada y húmeda, me doy cuenta de una gran verdad. Estoy total y completamente sometida y enamorada de ella.

Despues de un maravilloso sábado juntas, el domingo de madrugada me despierto sobre las seis de la mañana y oigo unos extraños ruidos en el baño. Me levanto y me sorprendo al ver a Annette vomitando. Al verme aparecer, me pide enfadada que salga y que espere fuera. Le hago caso y cuando sale, con gesto dolorido, se sienta en el sillón y cierra los ojos.

—¿Qué te ocurre?

—Algo me debió de sentar mal anoche.

—¿Quieres una manzanilla para que te asiente el estómago?

Annette, con los ojos cerrados, niega con la cabeza y murmura:

—Por favor… apaga la luz y vete a dormir.

—Pero…

—Jud —susurra, enfadado.

—Pero qué gruñona eres, ¡por Dios! —insisto.

—Vale… soy una gruñona. Ahora, por favor, haz lo que te pido.

Sin decir nada más desaparezco y me tumbo en la cama. No quiero darle muchas vueltas a lo ocurrido. Intento entender que, si está mal, lo que menos le apetece es tenerme a mí al lado haciéndole preguntas. Me duermo y me despierto sobre las diez. Nada más abrir los ojos, veo a Annette a mi lado.

Sonríe y su apariencia es buena.

—Buenos días.

—Buenos días… ¿estás mejor?

—Perfecta. Como te dije algo me debió de sentar mal. —Voy a hablar y dice—: Mira lo que he preparado para ti.

A mis pies hay una bandeja con el desayuno. Y, sobre ella, una flor de papel. Como una tontorrona, la cojo y sonrío. Ella me besa y murmura:

—Déjame un hueco en la cama, luego desayunamos, ¿te parece?

—Sí.

A las doce, tras hacer el amor, la veo tan bien, tan repuesta, que le propongo enseñarle el popular Rastro de Madrid. La arrastro hasta el metro, un lugar en el que Annette nunca ha estado.

—En algo soy la primera —le murmuro, haciéndolo reír—. La primerita que te ha llevado al metro de Madrid.

Cuando nos bajamos en la parada de metro de La Latina, su sorpresa es mayúscula. Ver tanta cantidad de gente de toda índole la sorprende.

Se empeña en comprarme unos pendientes de plata que he estado mirando en un puestecito. Para mi gusto, cuarenta euros es carísimo. Para su gusto, una baratija. Al final acepto. Pero a cambio, en otro puesto le compro una camiseta de Madrid con el mensaje «Lo mejor de Madrid… tú». Le hago ponerse la camisa arriba de su blusa. Accede y está guapísima con ella puesta.

Nos hacemos unas fotos con mi móvil y las guardo como mi mayor tesoro.

Encantada, paseamos de la mano como una pareja más, hasta que, al llegar frente a un puesto de lamparitas hippies, quiere comprar dos para llevárselas a Alemania y acordarse de su visita al rastro. Me hace elegir y yo elijo dos de color lila claro. Cuando las paga, me confiesa que una es para mí. Eso me emociona. Cada uno tendrá una en su hogar y, siempre que las miremos, nos acordaremos del otro.

Tras aquello, caminamos un rato más por el rastro hasta que Annette se niega en redondo a seguir. La gente me da sin querer en el brazo y no quiere que nadie me haga daño. La horroriza que vuelva a sentir dolor. Al final, por no escucharla, accedo a marcharnos y cogemos un taxi. La llevo a comer al Retiro.

Le propongo un par de restaurantes, pero él prefiere algo más íntimo.

Al final, compro unos bocadillos de tortilla y nos sentamos en el mullido césped a comer, mientras reímos y revisamos las bonitas lamparitas.

—Son preciosas, ¡me encantan!

—Sí. Son muy bonitas.

Annette sonríe.

—¿Llevas pintalabios en el bolso?

Al escuchar aquello la miro y achino los ojos.

—¿A qué clase de pintalabios te refieres? Te recuerdo que estamos en un parque y no quiero acabar en el calabozo por escándalo público.

La carcajada que suelta me reaviva el alma y ella responde a mi risa dándome un impulsivo beso en la punta de la nariz.

—No me refiero a lo que tú crees, viciosilla, me refiero a un simple pintalabios, ¿llevas?

Abro mi bolso. Saco un pequeño neceser y, satisfecha, se lo enseño.

—Píntate los labios —me pide.

Sorprendida, lo comienzo a hacer, pero me detengo a medio pintar.

—¿Para qué es?

—Hazlo.

—No. Primero quiero saber para qué es.

Se encoge de hombros y suspira.

—Quiero que tus labios estén en la pantalla de mi lámpara, junto a tu nombre.

—¡Vaya! ¡Me encanta la idea! Pero entonces yo quiero lo mismo en la mía.

—¿Quieres que me pinte los labios?

—Sí —respondo divertida.

Durante unos minutos bromeamos. Nos reímos. Pero al final las dos nos pintamos los labios y los plantamos en las lámparas. Nos limpiamos el carmín con un pañuelo de papel y Annette me entrega un bolígrafo. Bajo mis labios pongo: «Judith», y ella bajo los suyos: «Annette».

—Ahora es más bonita —indica, divertida—. Tus labios revalorizan la lámpara y siempre que los vea en Alemania me acordaré de ti.

Eso me entristece. Regresa a Alemania en su jet privado y se aleja de mí. Ya la añoro y todavía no se ha ido.

Cuando acabo el bocata, me tumbo en el césped y ella me imita.

—Volverás, ¿verdad? —le pregunto, incapaz de mantenerme callada.

Como siempre, lo piensa antes de contestar.

—Claro que sí, pequeña. Parte de mi empresa está en España.

Respiro aliviada.

—¿Qué es eso tan importante que te hace interrumpir tu viaje? —sigo preguntando.

No responde. Sólo me mira.

—Es una mujer —gruño—, ¿verdad?

—No.

—¿Entonces?

—Tengo obligaciones que no puedo desatender y he de regresar.

Su contestación es tan cortante que decido callar.

¡Me estoy pasando!

Miro la copa de los árboles. Hace aire y me encanta ver cómo se mueven. Eso me relaja. Annette pone su cabeza en mi campo de visión y me besa.

—Jud… —comienza a decir, mientras se separa de mí.

—Tranquila. Me he pasado. Soy una preguntona.

—Jud…

—Que sí… que me he enterado. Que no soy nadie para preguntar.

—Jud, escúchame, por favor.

Su tono de voz hace que lo mire.

—Prométeme que vas a continuar con tu vida tal y como era antes de que yo irrumpiera en ella.

Voy a contestar, pero ella me pone la mano en la boca para continuar:

—Necesito que me prometas que saldrás con tus amigos y lo pasarás bien. Incluso que volverás a quedar con la tipa esa con la que te metiste en los baños de aquel bar y con esa tal Fernanda, de Jerez. Quiero que lo que ha pasado entre nosotras quede como algo que ocurrió y nada más. No quiero que le des importancia y…

—Vamos a ver. —Quito con brusquedad su mano de mi boca—. ¿A qué viene ahora esto?

—Viene a colación de lo que hablamos en tu casa.

Al recordar la conversación, me enfurezco.

Me voy a levantar del suelo, pero ella se sienta a horcajadas sobre mí, me sujeta los brazos por encima de mi cabeza y me inmoviliza.

—Necesito que me prometas lo que te he pedido.

—Pero, Annette, yo…

—¡Prométemelo!

No entiendo qué pasa.

No entiendo por qué quiere que le prometa lo que pide. Pero la determinación en sus ojos me hace decirle:

—Vale, te lo prometo.

Su gesto se relaja, baja hacia mi boca e intenta besarme. Yo retiro la cara.

—¿Me acaba de hacer la cobra, señorita Flores?

—Sí.

—¿Por qué?

—Sencillamente porque no quiero besarte.

Divertido, curva sus labios.

—¿En este momento para ti soy una gilipollas?

—Pues sí. En toda su extensión, señorita Kirschner.

Annette me suelta y se tumba a mi lado. Las dos miramos las copas de los árboles y no hablamos.

Minutos después siento que me coge de la mano. La aprieta y yo la acepto.

Una hora después, su móvil suena. Es Tomás. Nos espera a la salida del Retiro que está enfrente de la Puerta de Alcalá. En silencio, cogidos de la mano, caminamos por el parque hasta llegar al coche. Tomás, al vernos, nos abre la puerta y montamos. Una vez en el interior, noto la mirada pensativa de Annette. Quiero saber qué piensa. Pero no quiero preguntar. Y cuando llegamos a mi casa, saca mi lamparita de la bolsa, me la entrega y me da un suave beso en los labios, mientras me retira el pelo de la cara.

—Siempre que la mire, me acordaré de ti, pequeña —murmura.

Asiento. No puedo hablar. Esto es una despedida.

Si hablo, lloro y no quiero que me vea llorar. Finalmente, sonrío, ella cierra la puerta y se va.