Pídeme lo que quieras! 5

La gente nos mira y yo ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo de hacer. ¡Madre, qué cara de mala leche! Esa espontaneidad mía me va a dar disgustos y creo que en décimas de segundos llegará el primero.

Autor: Megan Maxwell

A las siete y media de la mañana del lunes estoy en pie. Curro está tranquilo. Le doy su medicación y desayuno. Luego me meto en la ducha. Diez minutos después salgo, me visto y me maquillo.

A las ocho y media entro en la oficina. En el ascensor coincido con Valeria y nos felicitamos por haber ganado la Eurocopa. Estamos emocionadas. Bromeamos sobre nuestro fin de semana y, como siempre, terminamos a carcajadas. Subimos a la cafetería y allí gritamos con otros compañeros: «¡No hay dos sin tres!».

Finalmente, nos sentamos a una mesa a desayunar con nuestro café. Diez minutos después, la magdalena se me cae de las manos al ver a Annette entrar con mi jefa y dos jefes más.

Está impresionante con su traje oscuro y su camisa clara. Por su gesto serio habla de trabajo pero, cuando llegan a la barra y piden los cafés, me ve. Yo sigo hablando, disfrutando de la compañía de mis compañeros, aunque con el rabillo del ojo veo que ellos se sientan en una mesa alejada de la nuestra. Annette se sienta en la silla que queda frente a mí. Me mira y entonces yo también la miro. Nuestros ojos se encuentran durante una fracción de segundo y, como era de esperar, mi cuerpo reacciona.

—Vaya. Ya han llegado los jefes —dice Valeria—. Por cierto, me han dicho que el otro día te quedaste con la nueva jefaza atrapada en el ascensor.

—Sí. Con ella y con algunas personas más —respondo con desgana. Pero dispuesta a saber más de la jefaza, le pregunto—: Oye, tú que eras la secretaria de su padre, ¿de qué murió?

Valeria mira con curiosidad hacia la mesa del fondo.

—La verdad es que era un hombre extraño y poco hablador. Murió de un ataque al corazón. —Y al ver a mi jefa reír, susurra—: Por lo que veo la nueva jefaza le gusta a nuestra jefa. Sólo hay que ver cómo se ríe y se toca el pelo.

Sin poder evitarlo, miro hacia su mesa y, de nuevo, mis ojos se cruzan con la mirada fría y gélida de Annette— ¿El señor Kirschner tenía más hijos?

—Sí. Pero sólo Icewoman vive.

—¡¿Icewoman?!

Valeria se ríe y, acercándose, cuchichea:

—Annette Kirschner es ¡Icewoman! La mujer de hielo. ¿No has visto la cara de mala leche continua que tiene? —Eso me hace reír y Valeria añade—: Por lo que me ha dicho la jefa, es dura de pelar. Peor que su padre.

No me sorprende lo que me comenta. Se dice que la cara es el espejo del alma y la cara de Annette es de tormento continuo. Pero el nombrecito me hace gracia. Aun así, replico:

—¿Por qué dices que ella es la única hija que vive?

—Tenía una hermana, pero murió hace un par de años.

—¿Qué le pasó?

—No sé, Judith… El señor Kirschner nunca habló de ello. Sólo sé que murió porque un día me dijo que se tenía que marchar a Alemania al entierro de su hija.

Saber eso me apena. Dos muertes en tan poco espacio de tiempo tiene que ser muy doloroso.

—El señor Kirschner estaba separado de su mujer —continúa Valeria—. Icewoman y él no tenían buena relación; por eso ella nunca venía por España.

Saber aquellos datos de ella me inquieta. Quiero saber más, así que pregunto:

—¿Y por qué no tenían buena relación?

—No lo sé, preciosa —responde Valeria mientras pone un mechón de pelo tras mi oreja—. El señor Kirschner era bastante hermético con su vida privada. Por cierto, ¿cuándo vas a querer tomar una copa conmigo?

Escuchar aquello me hace sonreír. Apoyo los codos sobre la mesa y, al dejar caer mi cara en mis manos, respondo, mirándola:

—Creo que nunca. No me gusta mezclar el trabajo con el placer.

Mi contestación cargada de una ironía que él no entiende me hace gracia. Valeria se acerca un poco más a mí y murmura:

—Cuando hablas de placer, ¿a qué clase de placer te refieres?

Sin moverme un ápice respondo:

—Vamos a ver, guaperas. Eres la caramelito que casi todos los de la oficina se quieren comer y yo soy una mujer muy celosa y no comparto. Por lo tanto… búscate a otra porque conmigo lo llevas crudo.

—Mmmm… ¡Me gusta lo difícil!

Eso me hace soltar una carcajada y Valeria me sigue. De pronto, veo que Annette se levanta y sale de la cafetería y respiro. No tenerla cerca es un alivio para mí. Diez minutos después, mi compañera y yo regresamos a nuestros puestos.

Cuando llego a mi mesa veo que la puerta del despacho de la jefaza está abierta. Maldigo. No quiero verla. Me siento y de pronto el móvil pita y leo: «¿Ligando en horas de trabajo?».

Eso me incomoda, pero termino por sonreír.

En el fondo, el humor de Annette me hace gracia. No pienso responder aunque, como siempre que me pongo nerviosa, me rasco el cuello. Mi móvil vuelve a pitar y leo: «No te rasques o el sarpullido irá a peor».

Me observa. Miro hacia el despacho y la veo sentado en la que fue la mesa de su padre. Se siente poderosa. Me está provocando, pero no pienso caer en su juego. Achino los ojos enfadada. Con la mirada, le digo de todo menos bonita y, sorprendentemente, curva sus labios mientras aguanta una sonrisa.

De pronto aparece mi jefa y dice, interponiéndose en nuestro campo de visión:

—Judith, si alguien me llama, pásame la llamada al despacho de la señorita Kirschner.

Sin abrir la boca, asiento. Mi jefa, contoneando sus caderas, entra en el despacho de Annette y cierra la puerta. Comienzo a trabajar y, a media mañana, la puerta del despacho se abre. Veo salir a mi jefa con una carpeta en las manos.

—Judith —me dice—. Me voy a ausentar de la oficina una hora. Si la señorita Kirschner necesita lo que sea, soluciónaselo. —Luego se vuelve hacia Valeria y añade—: Acompáñame.

Mi compañera sonríe y yo también. ¡Vaya dos!

¡Ay!, si ellas supieran lo que yo sé…

Cuando desaparecen del despacho, el teléfono interno suena. Maldigo al saber que es ella. Al final lo cojo.

—Señorita Flores, ¿puede pasar a mi despacho, por favor?

Estoy tentada de decir que no. Pero eso no sería profesional y yo, ante todo, soy una profesional.

—En seguida, señorita Kirschner.

Me levanto, entro en el despacho y pregunto:

—¿Qué desea, señorita Kirschner?

Veo que apoya la cabeza en el alto asiento de cuero negro.

—Cierre la puerta, por favor —responde, mirándome.

Resoplo y siento que mi piel comienza a arder. Mi maldito cuello me va a delatar y eso me incomoda.

Pero le hago caso y cierro la puerta.

—Enhorabuena. Ganasteis la Eurocopa.

—Gracias, señorita.

El silencio entre nosotras se hace insoportable.

—¿Lo pasaste bien anoche? —añade.

No respondo.

—¿Quién era la tipa a la que besaste y con la que estuviste diecisiete minutos en el baño de mujeres?—me pregunta.

Boquiabierta, me la quedo mirando.

—Te he preguntado —insiste—. ¿Quién es?

Colérica por lo que escucho, deseo lanzarle el bolígrafo que llevo en la mano y clavárselo en el cráneo, pero lo aprieto y respondo, mientras contengo mis impulsos asesinos:

—Eso no le incumbe, señorita Kirschner.

Increíble. ¿Me ha estado espiando? Me siento molesta.

—¿Qué hay entre tú y el ligue de tu jefa? —prosigue.

¡Hasta aquí hemos llegado! Pestañeo y respondo:

—Mire, señorita Kirshcner, no quiero ser desagradable pero nada de lo que me pregunta es de su incumbencia. Por lo tanto, si no quiere nada más, volveré a mi puesto de trabajo.

Enfadada y sin darle tiempo a decir nada más, salgo del despacho y cierro la puerta con ímpetu. ¿Quién se ha creído ésa que es? Nada más sentarme en mi silla, el teléfono interno vuelve a sonar. Maldigo pero lo cojo.

—Señorita Flores, venga a mi despacho. ¡Ya!

Su voz suena enfurecida, pero yo también lo estoy. Cuelgo el teléfono y, enfadada, entro de nuevo dispuesta a mandarla a la mierda.

—Tráigame un café, solo.

Salgo del despacho. Voy a la cafetería y, cuando regreso, se lo pongo encima de la mesa.

—No tomo azúcar. Tráigame sacarina.

Repito el camino, acordándome de todos sus antepasados y, cuando regreso con la puñetera sacarina, se la entrego.

—Eche medio sobrecito en el café y remuévalo.

¿Cómo? ¿Qué le remueva el puñetero café? Aquel trato me indigna. No para de mirarme y la superioridad que muestra en su gesto me reconcome las tripas. ¡Será idiota, la alemana! Deseo tirarle el café a la cara, deseo mandarla a freír espárragos, pero al final hago lo que me pide sin rechistar. Cuando termino, dejo el café frente a ela y me doy la vuelta para salir del despacho.

—No salga del despacho, señorita Flores.

Oigo que se levanta. Me doy la vuelta para mirarla.

Su ceño está fruncido. El mío también. Está enfadada. Yo también. Rodea la mesa. Se sienta ante ella con los brazos cruzados y las piernas abiertas. Su actitud es intimidatoria. Nuestra distancia se ha acortado. Eso me pone nerviosa.

—Jud…

—Para usted soy la señorita Flores, si no le importa.

Me mira con su típica cara de mala leche y siento que el aire se puede cortar con un cuchillo. ¡Menuda tensión!

—Señorita Flores, acérquese.

—No.

—Acérquese.

—¿Qué quiere? —exijo.

Sin cambiar su duro gesto, murmura entre dientes:

—Acérquese, por favor.

Resoplo para que vea mi estado de ánimo y doy un paso adelante.

Su dura mirada exige que me acerque más pero no me dejo amedrentar.

—Señorita Kirschner, no me voy a acercar más. Despídame si eso le hace seguir sintiéndose la Reina del Universo. Pero no pienso acercarme más a usted. Y, como se pase un pelo, la denuncio por acoso.

Se incorpora de la mesa. Da dos pasos hacia mí y yo doy un paso hacia atrás. La oigo resoplar. Me coge del brazo, tira de mí y abre las puertas del archivo. Me mete y, una vez en la intimidad que nos da ese lugar, me coge con sus manos la cabeza, me acerca a ella y me besa con posesión.

Esta vez no se detiene a rozar su lengua contra mi labio superior. No me pide permiso. Sólo me atrae hacia ella y me besa. Me empuja contra los archivos y, cuando siente que mi cuerpo no puede retroceder, abandona mis labios.

—Apenas he podido dormir pensando en ti y en lo que hacías con la tipa de anoche.

Obnubilada por lo que dice, respondo con un hilo de voz:

—No hice nada.

Annette aprieta sus caderas contra mí y siento su excitación.

—Te agarraba por la cintura. Paseaba su mirada por tu cuerpo. Dejaste que te besara y entraste con ella al baño de mujeres. ¿Cómo puedes decir que no hiciste nada?

Enloquecida por lo que me está haciendo sentir con sus palabras y con su cercanía respondo:

—Con mi vida y con mi cuerpo hago lo que quiero, señorita Annette.

Le doy un tremendo empujón y la separo de mí.

—Yo no soy una muñequita de esas a las que supongo que está acostumbrada a dar órdenes. No vuelva a tocarme o…

—¿¡O!? —pregunta con voz ronca.

—O soy capaz de cualquier cosa —contesto.

Su mandíbula está tensa y, acercándose de nuevo a mí, susurra:

—Jud, me deseas tanto como yo a ti. No lo niegues —no respondo. No puedo. Su cercanía me provoca mil sensaciones.

Mis ojos chispean. No sé si es indignación, morbo o qué. El caso es que chispean mientras aquella gigante con su cara de mala leche se cierne sobre mí.

—No estoy dispuesta a…

—¿Al sado? Eso ya lo sé, pequeña.

Su respuesta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder. Su mirada me bloquea.

—¿Te está entrando el nervio?

Vuelve a desconcertarme, ¿cómo puede recordar aquello que le expliqué en el ascensor? Me toco el cuello. Voy a soltarle alguna de mis frescas, cuando veo que hace una mueca.

—No te rasques, Jud.

Sin darme tiempo a moverme, se agacha y me sopla en el cuello. Cierro los ojos. Mi indignación baja de intensidad. Ella se ha propuesto que sea así y lo ha conseguido.

—Siento haberte puesto nerviosa —musita de repente en mi oído—. Perdóname, pequeña.

Su poder es inmenso y ya me tiene donde quiere. ¡Soy una blanda!

Me besa. Esta vez con desesperación. Me sabotea y yo me dejo.

El hilo de mis pensamientos se bloquea y sólo pienso en besarla y dejar que me bese. ¿Qué me ocurre?

Quiero reprimirme, pero no puedo. Nunca he sido un juguete para ninguna mujer, pero ella consigue controlarme. La deseo tanto como necesito el aire para respirar y eso me asusta. Me quema la vagina, la piel y siento que mis bragas se humedecen y que lo único que deseo es que me desnude y me posea.

Clavo mis ojos en ella. Su cara seria y de perdonavidas me encanta. Me vuelve loca. Es tan sexy y devastadora que soy incapaz de negarme a nada de lo que me exija. Por primera vez en mi vida me siento así y creo que no puedo hacer nada por evitarlo. Me desabrocha el pantalón. Su mano se mete con rapidez dentro de mis bragas.

—Estás húmeda para mí —me susurra.

¿Qué va a hacer? ¿Me va a desnudar en el archivo?

Pero no. Mete más la mano y siento que uno de sus dedos se introduce en mi interior y, segundos después, otro más. Me agarra por el pelo, tira de él y subo la cabeza. Me besa de nuevo con impaciencia, mientras me hace abrir las piernas con su pierna y sus dedos entran y salen una y otra vez de mí. Con su boca sobre la mía, reprimo mis gemidos y sé que el clímax está cerca.

—Córrete para mí, Jud.

Mi cuerpo vuelve a reaccionar a sus palabras.

El placer que me está dando me hace querer más. El brillo sensual de su mirada me vuelve loca y me hace desear que me desnude, me tire en el suelo y sea su lengua lal que juegue en mi interior. Me muerdo el labio. Si no lo hago, gritaré y toda la oficina vendrá para ver qué pasa.

—Vamos, Jud, déjate llevar.

Tenso la espalda y arqueo mis piernas mientras me dejo avasallar con gusto por ella. Quiero sus dedos más dentro de mí y, cuando creo que voy a explotar, la beso para ahogar de nuevo mi gemido en su boca, mientras siento que mis músculos se contraen una y otra vez sobre sus caricias y percibo aún más la humedad en mi entrepierna. Poco a poco ella se detiene y, cuando saca sus dedos de mi interior, quiero protestar. Ella se da cuenta. Vuelve a tomar mi cabeza entre sus manos.

—Me debes un orgasmo, pequeña —murmura.

No puedo responder.

Sólo puedo abrir la boca y entrelazar su lengua con la mía. Disfruto de su sabor excitante y peligroso, olvidándome de nuevo de todo lo que hay a nuestro alrededor y de mi enfado. No quiero pensar que me utiliza como a un juguete. No quiero pensar que es mi jefa. Simplemente no quiero pensar.

Dos minutos después y con las respiraciones más acompasadas, deja de presionarme contra los archivadores y yo vuelvo a tomar el control sobre mi cuerpo. Maldigo.

¿Qué he vuelto a hacer? ¿Cómo puedo ser tan idiota cada vez que la veo?

Ella parece darse cuenta de lo que pienso y me dedica una de sus habituales miradas gélidas.

—¿Has vuelto a pensar en mi proposición? —me pregunta.

Intento mirarla. Me enfrento a Icewoman y siento que pierdo toda compostura.

—Ayer ya te respondí y te dije que no aceptaba.

Aprieta los labios y yo resoplo.

La miro sorprendida.

—¿Por qué eres tan cabezona? —añade—. Lo que te propongo te reportaría unos beneficios monetarios.

—¿Sólo monetarios?

Annette deja de sonreír ante mi pregunta.

—Todo depende de lo que quieras. Tú decides, Jud. De momento necesito una secretaria. El sexo surgirá, si tiene que surgir.

—¿Y si me niego a que vuelva a surgir? —replico, intentando creerme mi propia mentira. Annette me mira. Baja sus manos hasta mi pantalón y lo abrocha.

—Aceptaré tu negativa —añade con tranquilidad—. Otra accederá.

¡Será imbécil, creída y chula…!

Y entonces sale del archivador y me deja sola. Durante unos segundos cierro los ojos y me regaño a mí misma. ¿Por qué soy tan facilona cuando estoy con ella? Finalmente, me coloco la camisa y el pelo y la sigo. Ella ya está sentada ante su mesa y mira con el ceño fruncido la pantalla del ordenador. Me dirijo con calma hacia la puerta, dispuesta a salir.

—Te dije que te daba hasta el martes para la respuesta y así será —me dice antes de que abandone su despacho—. Ahora puedes regresar a tu puesto de trabajo. Si vuelvo a necesitarte… te llamaré.

Me pongo roja como un tomate.

Salgo del despacho. Cierro la puerta, me apoyo en ella y miro a mi alrededor durante unos segundos.

Todos fuera de mi despacho están trabajando. Parece que nadie se ha dado cuenta de lo que acaba de suceder. Cojo mi bolso y me voy al baño. Necesito lavarme. Siento mi vagina empapada y eso me incomoda.

Veinte minutos después vuelvo a mi mesa y veo que Valeria y mi jefa han regresado. Annette y yo no volvemos a hablar ni a mirarnos. A las dos, la puerta del despacho se abre y salen juntas. No me mira.

Sólo mi jefa vuelve la cara hacia mí.

—Nos vamos a comer, Judith —me informa.

Asiento y respiro aliviada. Veo a Valeria recoger sus cosas cuando mi teléfono suena. Es mi hermana.

—Jud… tienes que venir a casa. ¡Ya!

Al escuchar aquello cierro los ojos y me siento. Las piernas me tiemblan. No hace falta que siga hablando. Sé lo que pasa.

Cuando cuelgo el teléfono, reprimo el llanto y me trago las lágrimas. No quiero llorar en la oficina. Soy una tía dura y los numeritos no van conmigo. Busco a Valeria y lo encuentro hablando con Eva. Parece que están ligando. Me acerco a ella y le informo de que me ha surgido un problema urgente y que aquella tarde no regresaré a trabajar. Ella asiente sin prestarme mucha atención y regreso a mi mesa.

Vuelvo a sentarme. Bebo agua de la botellita y, finalmente, recojo mis cosas.

Las manos me tiemblan y las mejillas me arden. Necesito llorar. Hago un esfuerzo por apagar mi ordenador, contengo mi pena y voy hacia el ascensor. Cuando salgo de él, corro hacia el parking y entonces me permito llorar. Antes no.

Cuando llego a casa mi hermana está con los ojos encharcados por las lágrimas. Curro respira con mucha dificultad y, sin perder un segundo, llamo a mi veterinario. El veterinario, que me conoce desde hace años, me indica que me espera en la clínica.

A las cuatro y media de la tarde, tras una inyección que el veterinario le pone para facilitarle el viaje, Curro me deja. Me deja para siempre, con el corazón destrozado y con la sensación de una pérdida irreparable. Me agacho sobre la mesa donde su cuerpo sin vida descansa. Lo beso, acaricio su peluda cabeza por última vez y cientos de lágrimas me nublan por completo la vista.

—Adiós, cariño —murmuro.

A las siete de la tarde me encuentro sentada en el sofá de la casa de mi hermana.

Mi móvil suena. Mis amigos quieren que vaya a la Cibeles a celebrar el triunfo de la Eurocopa. Pero no estoy para fiestas. Apago el móvil. No quiero saber nada de nadie. Estoy triste, muy triste. Mi gran compañero, ese al que le contaba todas mis penas y mis alegrías me ha abandonado.

Lloro… lloro y lloro.

Mi hermana me abraza pero, inexplicablemente, siento que necesito el abrazo de cierta impertinente. ¿Por qué?

Hemos dejado a mi sobrina en casa de una vecina. No queremos que nos vea así. Bastante difícil ha sido explicarle que Curro se ha ido al cielo de los gatos como para que nos vea llorar como dos magdalenas. Llega mi cuñado Jesús y se nos une en el duelo. Los tres lloramos. Y cuando llamo a mi padre por teléfono para decírselo, ya somos cuatro. ¡Qué triste es todo!

A las nueve de la noche enciendo el móvil y recibo la llamada de Fernanda. Mi hermana la ha llamado y ella se ofrece a venir a Madrid para consolarme. Me niego y, tras hablar con ella unos pocos minutos, cuelgo y vuelvo a apagar el móvil. Después de cenar algo, decido regresar a mi casa. Necesito enfrentarme a ella y a su soledad.

Pero cuando entro, una extraña emoción se apodera de mí. Me da la sensación de que en cualquier momento Curro, mi Currito, aparecerá por alguno de los rincones y me ronroneará entre las piernas. En cuanto cierro la puerta de la calle, me apoyo contra ella. Mis ojos se llenan de lágrimas y me niego a controlarlas.

Lloro, lloro y lloro, y esta vez en soledad, que sienta mejor.

Con los ojos hinchados y sin poder detenerme, me dirijo hasta la cocina. Observo el cuenco de la comida de Curro y me agacho a cogerlo. Abro la basura y tiro la comida que hay en él. Lo meto en el fregadero y lo lavo. Después de secarlo, lo miro y no sé qué hacer con él. Lo dejo sobre la encimera.

Después cojo la bolsita de pienso y las medicinas. Lo reúno todo y vuelvo a llorar como una tonta.

Dos segundos después oigo que la puerta de la calle se abre. Es mi hermana. Se acerca a mí y me abraza.

—Sabía que estarías así, cuchufleta. Vamos, por favor, deja de llorar.

Intento decir que no puedo. Que no quiero. Que me niego a creer que Curro ya no regresará, pero el llanto me impide hacerlo. Media hora más tarde, la convenzo para que se marche de mi casa. Escondo sus llaves para que no se las lleve y no vuelva a molestarme. Necesito estar sola.

Cuando voy al baño para lavarme la cara, veo el arenero de Curro y de nuevo el llanto hace acto de presencia. Me siento en el retrete dispuesta a llorar durante horas, cuando oigo unos golpes en la puerta.

Convencida de que es mi hermana que se ha dado cuenta de que no lleva las llaves, abro y aparece la señorita Kirschner con cara de pocos amigos.

¿Qué hace ahí?

Me mira sorprendida. Su expresión cambia por completo y, sin moverse, pregunta:

—¿Qué te ocurre, Jud?

No puedo responder. Mi gesto se contrae y vuelvo a llorar.

Se queda paralizada y entonces yo me acerco a ella, a su pecho, y me abraza. Necesito ese abrazo. Oigo que la puerta se cierra y lloro con más pena.

No sé durante cuánto tiempo estamos así hasta que de pronto soy consciente de que tiene la blusa empapada de lágrimas. Finalmente me separo de ella.

—Curro, mi gato, ha muerto —logro murmurar.

Es la primera vez que digo aquella terrible y horrible palabra. ¡La odio!

Mi cara vuelve a contraerse y comienzo a llorar. Esta vez siento que ella tira de mí y se sienta en el sofá. Me sienta a su lado. Intento hablar, pero el hipo por mi tristeza no me lo permite. Sólo consigo articular palabras entrecortadas, mientras mi cuerpo se contrae involuntariamente y veo que ella está totalmente desconcertada. No sabe qué hacer. Finalmente se levanta del sillón, coge un vaso y lo llena de agua. Me lo trae y me obliga a beber. Cinco minutos después me siento algo más tranquila.

—Lo siento, Jud. Lo siento muchísimo.

Asiento como puedo, mientras aprieto mis labios y trago el nudo de emociones que, de nuevo, pugna por salir de mi interior. Abrazada a ella apoyo mi cabeza sobre su pecho y siento que mis lágrimas salen de nuevo descontroladas. Esta vez no tengo hipo y el simple hecho de sentir cómo su mano me acaricia el pelo y el brazo me reconforta.

Sobre las doce de la noche, la pena me sigue dominando, pero ya soy capaz de controlar mi cuerpo y mis palabras, de modo que me incorporo para mirarla.

—Gracias —digo.

Siento que se conmueve, sus ojos lo revelan. Acerca su frente a la mía y me susurra:.

—Jud… Jud… ¿Por qué no me lo dijiste? Te hubiera acompañado y…

—No he estado sola. Mi hermana ha estado conmigo en todo momento.

Annette mueve su cabeza, comprensiva, y me pasa sus dedos pulgares por debajo de los ojos para retirar unas lágrimas.

—Deberías descansar. Estás agotada y tu mente necesita relajarse.

Asiento. Pero entonces me doy cuenta de que su gesto se contrae.

—¿Te encuentras bien? —le pregunto.

Sorprendida por aquella pregunta, me mira.

—Sí. Sólo me duele un poco la cabeza.

—Si quieres, tengo aspirinas en el botiquín.

Veo que sonríe. Entonces me da un beso en la cabeza.

—No te preocupes. Se pasará.

Necesito dormir, pero no quiero que se vaya, de modo que le sujeto la blusa para intentar impedírselo.

—Me gustaría que te quedaras conmigo, aunque sé que no puede ser.

—¿Por qué no puede ser?

—No quiero sexo —murmuro, con una aplastante sinceridad.

Annette levanta su mano y me toca el óvalo de la cara con una ternura que, hasta el momento, nunca había utilizado conmigo.

—Me quedaré contigo y no intentaré nada hasta que tú me lo pidas.

Eso me sorprende.

Se levanta y me tiende la mano. Yo se la cojo y me lleva hasta mi habitación. Asombrada, observo cómo se quita las zapatillas. Yo hago lo mismo. Después se quita la falda. La imito. Deja la blusa sobre una silla y se queda vestida sólo con un juego de lencería negro. ¡Sexy! Abre mi cama y se mete en ella.

Consecuente con lo que le he pedido, me quito la camisa, después el sujetador y saco de debajo de mi almohada mi camiseta de tirantes y el culotte de dormir. Es del Demonio de Tasmania. Veo que sonríe y yo pongo los ojos en blanco.

-Quieres que te preste una camiseta?

-No, gracias

Instantes después me tumbo junto a ella, que pasa su brazo bajo mi cuello. Me acerca hasta ella y me besa en la punta de la nariz.

—Duerme, Jud… duerme y descansa.

Su cercanía y su voz me relajan y, abrazadas, siento que me quedo profundamente dormida.

Suena el despertador. Lo miro: las siete y media.

Alargo la mano y lo apago. Me desperezo en la cama y mi mente se despierta rápidamente. Miro a mi derecha y veo que Annette no está. Mi mente vuelve a ser consciente de lo ocurrido y me siento en la cama cuando oigo una voz:

—Buenos días.

Miro hacia la puerta y allí está ella, vestida. Miro su ropa y me sorprendo al ver que el traje que lleva y la camisa no son los que traía el día anterior. Ella se da cuenta y responde:

—Tomás me lo ha traído hace una hora.

—¿Qué tal tu cabeza? ¿Se fue el dolor? —pregunto.

—Sí, Jud. Gracias por preguntar.

Le respondo con una triste sonrisa. Me levanto de la cama sin ser consciente del horrible espectáculo que ofrezco, despeluchada, legañosa y con mi pijama del Demonio de Tasmania. Paso por su lado y, al hacerlo, me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla mientras murmuro un aún soñoliento «buenos días».

Voy a la cocina dispuesta a darle la medicación a Curro, cuando veo todas sus cosas sobre la encimera. Me paro en seco y siento a Annette detrás de mí. No me deja pensar. Me coge por la cintura y me da la vuelta.

—¡A la ducha! —me ordena.

Cuando salgo de ella y entro en la habitación para vestirme, Annette no está allí. Así que me apresuro a sacar un sujetador y unas bragas de mi cajón y me los pongo. Después abro el armario y me visto. En cuanto estoy vestida y presentable, salgo al salón y la veo leyendo un periódico.

—Tienes café recién hecho —dice mientras me mira—. Desayuna.

Veo que dobla el periódico, se levanta, se acerca a mí y me besa en la cabeza.

—Hoy me acompañarás a Guadalajara. Tengo que visitar las oficinas de allí. No te preocupes porcnada. En la oficina ya están avisados.

Le digo que sí con la cabeza, sin ganas de hablar ni de protestar. Me tomo el café y, cuando dejo la taza en el fregadero, siento que Eric se acerca de nuevo por detrás, aunque esta vez no me toca.

—¿Estás mejor? —me pregunta.

Muevo mi cabeza en señal afirmativa, sin mirarla. Tengo ganas de llorar de nuevo pero respiro y lo evito. Estoy segura de que Curro se enfadará si sigo comportándome como una blandengue. Con la mejor de mis sonrisas me doy la vuelta y me retiro el pelo que me cae sobre los ojos.

—Cuando quieras, podemos marcharnos.

Ella asiente. No me toca.

No se acerca a mí más de lo estrictamente necesario. Bajamos al portal y allí está Tomás esperándonos con el coche. Nos montamos y comienza el viaje. Durante la hora que dura el trayecto, Annette y yo miramos varios papeles. Yo soy la encargada de llevar al día las delegaciones de la empresa Müller, de modo que conozco casi en primera persona a todos los jefes. Annette me explica que quiere saber de primera mano absolutamente todo de cada delegación: productividad, cantidad de gente que trabaja en las fábricas y rendimiento de las mismas. Eso me pone nerviosa. Con el paro que hay ahora, tengo miedo de que empiece a despedir a gente sin ton ni son. Pero en seguida me aclara que ése no es su propósito, sino lo contrario: intentar que sus productos sean más competitivos y abrir el campo de expansión.

A las diez y media llegamos a Guadalajara. No me extraño cuando me doy cuenta de que Enrique Matías no se sorprende de verme allí. Nos saluda con afabilidad y entramos todos juntos en su despacho.

Durante tres horas, Annette y él hablan de productividad, de carencias de la empresa y de un sinfín de cosas más. Yo, sentada en un discreto segundo plano, tomo nota de todo y a la una y media, cuando salimos de allí, me voy feliz de ver que se han entendido.

Recibo un mensaje de Fernanda. Le respondo que estoy bien, pero maldigo en mi interior. Recibir sus mensajes y estar con Annette me hace sentir mal. Pero ¿por qué? Yo no tengo nada serio con ninguna de las dos.

De regreso a Madrid, Annette me propone parar y comer en algún pueblo. Me muestro encantada y le digo que me parece bien. Tomás para en Azuqueca de Henares y degustamos un delicioso cordero.

Durante la comida, ella recibe varios mensajes. Los lee con el ceño fruncido y no contesta. A las cuatro proseguimos el viaje y cuando llegamos al hotel Villa Magna me pongo tensa. Annette lo nota y me coge la mano.— Tranquila. Sólo quiero cambiarme de ropa para pasar la tarde contigo. ¿Tienes algún plan?

Mi mente piensa con celeridad y, finalmente, le digo que sí, que tengo un plan. Pero no le doy tiempo a que pueda presuponer nada.

—Tengo algo que hacer a las seis y media de la tarde —le informo—. Si no tienes nada mejor, quizá te gustaría acompañarme. Así puedo enseñarte mi segundo trabajo.

Eso la sorprende.

—¿Tienes un segundo trabajo?

Asiento divertida.

—Sí, se puede llamar así, aunque este año es el último. Pero no pienso decirte de qué se trata si no me acompañas.

La veo sonreír mientras baja del coche. Yo la sigo.

Llegamos al ascensor del hotel Villa Magna y el ascensorista nos saluda y nos lleva directamente hasta el ático. En cuanto entramos en su espaciosa y bonita habitación, Annette deja su maletín con el portátil sobre la mesa y se mete en la habitación que no utilizamos el día que estuve allí jugando. Suena su móvil.

Un mensaje. No puedo evitar mirar la pantalla iluminada y leo el nombre de «Betta». ¿Quién será? Dos segundos después, vuelve a sonar y en la pantalla leo «Marta». Vaya, sí que está solicitada.

Estoy inquieta. La última vez que estuve allí ocurrió algo que todavía me avergüenza. Paseo mis manos por el bonito sofá color café y miro el jardín japonés, mientras intento que mi respiración no se acelere. Si Annette sale desnuda de la habitación y me invita a jugar con ella, no sé si voy a ser capaz de decirle que no.

—Cuando quieras nos podemos marchar —oigo una voz tras de mí.

Sorprendida, me vuelvo y la veo vestida con unos vaqueros y una blusa granate. Está guapísima.

Elegante, como siempre. Y lo mejor, está cumpliendo a rajatabla lo que me ha prometido de no tocarme.

Sin embargo, siento que una extraña decepción crece en mí al no verme arrastrada al mar de lujuria donde me suele llevar.

¿Me estaré volviendo loca?

Diez minutos después, nos encontramos en el coche de Tomás en dirección a mi casa.

Cuando entro en ella echo de menos la presencia de Curro. Annette se da cuenta y me besa en la cabeza.

—Vamos, son las seis. Date prisa o llegarás tarde.

Eso me reactiva.

Entro en mi habitación. Me pongo unos vaqueros. Unas zapatillas de deporte y una camiseta azul. Me recojo el pelo en una coleta alta y salgo rápidamente de allí. Sin necesidad de mirarla, sé que me está observando. La temperatura de mi piel sube cuando estoy cerca de ella. Cojo la cámara de fotos y una mochila pequeña.

—Vamos —le digo.

Guío a Tomás entre el tráfico de Madrid y en pocos minutos llegamos hasta la puerta de un colegio.

Annette, sorprendida, baja del coche y mira a su alrededor. No parece haber nadie. Yo sonrío. La cojo de la mano con decisión y tiro de ella. Entramos en el colegio y el desconcierto de su cara crece. Me hace gracia verlo así. Me gusta verla desconcertada y tomo nota de ello.

Segundos después, abro una puerta donde pone «Gimnasio» y un bullicio tremendo nos engulle. En seguida, docenas de niñas de edades comprendidas entre los siete y los doce años corren hacia mí gritando.

—¡Entrenadora! ¡Entrenadora!

Annette me mira, estupefacta.

—¿Entrenadora?

Yo sonrío y me encojo de hombros.

—Soy la entrenadora de fútbol femenino del colegio de mi sobrina —respondo antes de que las pequeñas lleguen hasta donde estamos nosotras.

Annette abre la boca, por la sorpresa, y luego sonríe. Pero ya no puedo hablar con ella. Las pequeñas han llegado hasta mí y se cuelgan de mis brazos y mis piernas. Bromeo con ellas hasta que sus madres me las quitan de encima.

—¿Quién es esa tiarrona? —oigo que me dice mi hermana.

—Una amiga.

—¡Vaya, cuchufleta, vaya amiga! —murmura y yo sonrío.

Las mamás de algunas pequeñas se revolucionan ante la presencia de Annette. Es normal. Annette desprende sensualidad y yo lo sé. Tras saludar a todo el mundo, mi hermana no para de pedirme que le presente a Annette y al final claudico. ¡Anda que no se pone pesadita! Finalmente, agarrada a su brazo, me acerco hasta donde ella se encuentra sentada.

—Raquel, te presento a Annette —Ella se levanta para saludarla—. Annette, ella es mi hermana y el monito que está sentado en mi pie derecho es mi sobrina Luz. —Se dan dos besos.

—¿Por qué eres tan alta? —pregunta mi sobrina.

Annette la mira y responde:

—Porque comí mucho cuando era pequeña.

Mi hermana y yo sonreímos.

—¿Por qué hablas tan raro? —vuelve a preguntar Luz—. ¿Te pasa algo en la boca?

Yo voy a responder, pero entonces ella se agacha hacia mi sobrina.

—Es que soy alemana y, aunque sé hablar español, no puedo disimular mi acento.

La pequeña me mira, divertida. Pero yo maldigo para mis adentros esperando su respuesta sin poder detenerla.

—Vaya paliza que os dieron los italianos el otro día. Os mandaron para casita.

Mi hermana se lleva a la niña, avergonzada, y Annette se acerca a mí.

—No se puede negar que es tu sobrina —susurra en mi oído—. Es tan clarita como tú a la hora de decir las cosas.

Ambas reímos y las pequeñas corren de nuevo hacia mí. Aquello no es un entrenamiento, es la fiesta de verano que las mamás han montado para acabar el curso. Durante hora y media hablo con ellas, abrazo a las niñas para despedirme y me hago cientos de fotos con ellas. Annette se mantiene sentada en las gradas en un segundo plano y, por su gesto, parece disfrutar del espectáculo.

Las niñas me entregan un paquetito, lo abro y de él saco un balón de fútbol hecho de chuches de colores. Aplaudo tanto como ellas, ¡me encantan las chuches! Mi sobrina me mira y me señala a su amiga Alicia. Han hecho las paces y yo levanto el pulgar y le guiño el ojo. ¡Olé, mi niña! Pasados unos minutos y después de besar a todas las mamás y a mis pequeñas futbolistas, todas abandonan el gimnasio. Mi hermana y mi sobrina entre ellas.

Feliz por la despedida que me han brindado, me vuelvo hacia Annette y lleno dos vasos de plástico con un poco de Coca-Cola algo calentorra mientras me acerco a ella.

—¿Sorprendida? —le pregunto, ofreciéndole uno de los vasos.

Annette lo acepta y le da un trago.

—Sí. Eres sorprendente.

—Vale, vale, no sigas, que me lo voy a creer.

Ambas nos reímos y nos miramos.

Ninguna dice nada y el silencio nos envuelve. Finalmente cojo fuerzas y digo con sinceridad:

—Annette, mi vida es lo que ves: normalidad.

—Lo sé… lo sé y eso me preocupa.

—¿Te preocupa? ¿Te preocupa que mi vida sea normal?

Su mirada me traspasa.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque mi vida no es precisamente normal.

Mi cara debe de ser un poema. No lo entiendo, pero antes de que le pida explicaciones, ella continúa hablando:

—Jud, tu vida exige relación y compromiso. Unas palabras que para mí quedaron obsoletas hace años. Muchos años. —Me toca con su mano el óvalo de la cara y prosigue—: Me gustas, me atraes, pero no te quiero engañar. Lo que me atrae es el sexo entre nosotras. Me gusta poseerte, meterme entre tus piernas y ver tu cara cuando te corres. Pero me temo que muchos de mis juegos no van a gustarte. Y no hablo de sado, hablo sólo de sexo. Simplemente sexo.

Su mirada se oscurece. Me desconcierta pero no quiero renunciar a seguir jugando.

—Soy una mujer normal, sin grandes pretensiones, que trabaja para tu empresa. Tengo un padre, una hermana y una sobrina a los que adoro y, hasta ayer, un gato que era mi mejor amigo. Soy entrenadora de fútbol de un equipo de niñas y no cobro un duro por ello, pero lo hago porque me hace feliz. Tengo amigos y amigas con los que disfrutar de partidos, de vacaciones, de ir al cine o de salir a cenar. Ahora te preguntarás por qué te cuento todo esto, ¿verdad? —Annette mueve la cabeza afirmativamente—. No soy despampanante, no me gusta vestir provocativa y ni siquiera lo intento. Mis relaciones con las mujeres han sido normales, nada del otro mundo. Ya sabes, chica conoce chica, se gustan y se acuestan. Pero nunca nadie ha conseguido sacar de mí la parte que tú en pocos días has sacado. Nunca pensé que el morbo me pudiera volver loca. Nunca pensé que yo pudiera estar haciendo lo que estoy haciendo contigo. Me impones y me sometes de tal manera que no puedo decir que no. Y no puedo decir que no porque mi cuerpo y toda yo quiere hacer lo que tú quieras. Odio que me den órdenes, y más aún en el plano sexual. Pero a ti, inexplicablemente, te lo permito. En la vida me hubiera imaginado que yo permitiría que una desconocida como tú eres para mí, que no sabe casi ni cómo me llamo, ni mi edad, ni nada de mi vida, me exigiera sexo con sólo mirarme y yo se lo permitiría. Todavía me cuesta comprender lo que ocurrió el otro día en la habitación de tu hotel y…

—Jud…

—No, déjame terminar —le exijo y coloco mi mano en su boca—. Lo que ocurrió el otro día en tu habitación, me guste o no reconocerlo, me encantó. Reconozco que cuando vi las imágenes me enfadé. Pero cuando he vuelto a pensar en ello, en aquel momento, me he excitado y mucho. Incluso el domingo utilicé el vibrador pensando en ti y tuve un orgasmo maravilloso al imaginar lo que ocurrió con aquella otra mujer en tu habitación. —Annette sonríe—. Pero te exijo que antes me consultes. Como te he dicho al principio de esta conversación, no soy una especialista en sexo, pero lo vivido contigo me gusta, me pone, me incita y estoy dispuesta a repetir.

—¿Incluso sin compromiso por mi parte?

Deseo decir que no, que lo quiero sólo para mí. Pero eso significaría perderla y eso sí que no lo quiero.

—Incluso sin eso.

Annette mueve su cabeza, comprensiva.

—Y, por favor… te libero de no tener que tocarme. Bésame y dime algo porque me voy a morir de la vergüenza por la cantidad de cosas locas que te acabo de decir.

—Me estás excitando, pequeña —murmura.

Saco de mi mochila un abanico y le sonrío, avergonzada.

—Pues ni te imaginas cómo estoy yo sólo de decírtelo.

Annette me devuelve la sonrisa y se retira el pelo de cara.

—Tu nombre completo es Judith Flores García. Tienes veinticinco años, un padre, una hermana y una sobrina. Por lo que he visto no tienes novia, pero sí mujeres que te desean. Sé dónde vives y dónde trabajas. Tus teléfonos. Sé que conduces muy bien un Ferrari, que te gusta cantar, y que no te da vergüenza hacerlo delante de mí, y hoy he sabido que eres entrenadora de fútbol. Te gustan las fresas, el chocolate, la Coca-Cola, las chuches y el fútbol y, si te pones nerviosa, te salen ronchas en el cuello y te puede dar ¡el nervio! —Sonrío—. Por la manera en que tratabas a tu mascota sé que amas a los animales y que eres amiga de tus amigos. Eres curiosa y cabezona, a veces en exceso, y eso me saca de mis casillas, pero también eres la mujer más sexy y desconcertante con la que me he encontrado en la vida y reconozco que eso me gusta. De momento, eso es lo que sé de ti y me vale. ¡Ah! Y a partir de ahora prometo consultar contigo todo lo referente al sexo y nuestros juegos. Y ahora que me has liberado de mi promesa, te besaré y te tocaré.

—¡Bien! —afirmo levantando los brazos.

—Y una vez solucionado ese tema necesito que aceptes la proposición que te hice para conocerte mejor y para que me acompañes durante el tiempo que esté en España —añade—. Esta semana viajaremos a Barcelona. Tengo dos importantes reuniones el jueves y el viernes. El fin de semana lo dedicaremos, si tú quieres, al sexo. ¿Te parece?

—Tu nombre es Annette Kirschner —respondo, sin importarme su frialdad—. Eres alemana y tu

padre…

Pero ella tuerce el gesto e interrumpe mi discurso.

—Como favor personal, te pediría que nunca menciones a mi padre. Ahora puedes continuar.

Esa orden me deja cortada, pero sigo:

—Eres una mandona patológica y no sé nada más de ti, excepto que te gusta el morbo y jugar con el sexo. Aun así, me gustaría conocerte un poco más.

Siento su mirada penetrarme. Me traspasa y sé que tiene una lucha interna por abrirse a mí o continuar como estamos. Entonces se levanta y tira de mí. Me besa y yo le correspondo. ¡Dios, cuánto la echaba de menos! Pocos segundos después, separa su boca de la mía.

—Mi madre es española, por eso hablo tan bien el español. Duermo poco desde hace años. Tengo treinta y un años. No estoy casada ni comprometida. De momento, poco más te puedo decir.

Emocionada por aquella pequeñísima confidencia, sonrío y, feliz como si me hubiera tocado la Bonoloto, añado haciéndolo reír:

—Señorita Kirschner, acepto su proposición. Ya tiene acompañante.

MI jefa se vuelve loca cuando Annette la informa de que yo la acompañaré en su viaje a las delegaciones.

Valeria se alegra de no ser ella. Mi jefa intenta convencerla de mil formas para que yo no la acompañe.

Argumenta cosas como mi falta de experiencia o mi poco tiempo en la empresa, pero al final desiste. Annette manda y ella debe aceptarlo. ¡Toma ya!

Llamo a mi padre el miércoles y le explico mi retraso de las vacaciones por el viaje. Le parece bien y me anima a hacer un buen trabajo. Si él supiera el trasfondo de todo, me metía en una caja y la embalaba para que no pudiera salir. Mi hermana, en cambio, se enfada conmigo. Marcharme durante varias semanas fuera de Madrid para ella es desquiciante. ¿A quién le va a explicar sus problemas?

El jueves, Annette pasa a recogerme con su chófer a las seis de la mañana. Viajamos en su avión privado y tanto lujo me escandaliza. Parece que acabo de salir del pueblo. Miro todo con tanta curiosidad, que creo que Annette hace esfuerzos por no reír.

Cuando llegamos a Barcelona, un coche nos recoge en el aeropuerto del Prat y nos lleva directo al hotel Arts. ¡Casi nada! Lo mejorcito de la ciudad. Allí nos alojamos en la última planta en dos suites. Ha cumplido su promesa: habitaciones separadas. Cuando el botones cierra la puerta tras de mí y me quedo en medio de aquella enorme habitación, miro a mi alrededor. Todo es grande, espacioso. Y lo mejor, hay unos grandes ventanales que me permiten ver el mar.

Alucinada por el lujo que me rodea, suelto mi maleta y me acerco a la ventana. ¡Increíble! Tras disfrutar durante un rato del paisaje, comienzo a buscar y a curiosear. Abro la nevera y veo chocolate. Me lanzo a por él. Cuando descubro la zona de mi habitación donde se encuentra la cama, un silbido de camionero sale de mí. ¡Es preciosa! Grandes ventanales que dan al mar y moqueta violeta a juego con un diván precioso. La cama es enorme y me tiro en plancha sobre ella. ¡Qué pasada! El baño es otra maravilla. Madera clara y una bañera rodeada por espejos. ¡Morboso!

Al salir del baño, el teléfono suena. Es Annette.

—¿Qué tal tu suite?

—Alucinante. Enorme. Es como cinco veces mi casa —me mofo.

Oigo cómo ríe al otro lado de la línea.

—En media hora te espero en recepción —me dice—. No olvides los documentos.

Llego a recepción puntual y veo a Annette hablando con una mujer. Alta, glamurosa y rubia. Rubísima.

Cuando ella me ve, me invita a acercarme a ellas y nos presenta:

—Amanda, ella es mi secretaria, la señorita Flores.

La tal Amanda me hace un escaneo en profundidad y me da mal rollito, pero, en un gesto de profesionalidad, las dos nos damos la mano y Annette añade en alemán:

—Señorita Flores, la señorita Fisher ha venido desde Berlín. Ella estará unos días con nosotras. Amanda es la encargada de ver si podemos suministrar nuestro medicamento en el Reino Unido.

Sonríe mientras la rubia de piernas largas mueve su cabeza en gesto afirmativo. Sin embargo, percibo algo raro en su mirada. No sé lo que es, pero no me gusta. Un hombre se acerca a nosotras y nos indica que nuestro vehículo nos espera. Los tres caminamos hacia una enorme limusina negra. Annette se sienta junto a aquella mujer y se olvida de mí. Eso me inquieta. Pero lo que más me molesta es percibir que entre ellas hubo o hay algo. Me lo dicen las miradas de la rubia. De todas formas, como soy una profesional, mantengo la compostura mientras miro por la ventanilla e intento pensar en mis cosas.

Cuando llegamos a las oficinas centrales de Barcelona, nos recibe el jefe de la delegación, Xavi Dumas. Nada más verme, me sonríe, y luego saluda a la jefaza y a Amanda.

—Hola, Judith —se dirige a mí, después de saludarlas—. ¡Qué alegría volver a verte!

—Lo mismo digo, señor Dumas.

Seguidamente, me saluda Jimena, su secretaria.

—Jud, ¿por qué no me has dicho que venías?

—Porque hasta ayer no sabía que tendría que venir —respondo mientras la abrazo.

Jimena, con el gesto divertido, observa a Annette, para luego mirarme a mí con picardía.

—Vaya, vaya, con la jefaza alemana… ¡Está potentona!

Ambas nos reímos, pero nos dirigimos sin demora hacia una salita que ella me indica.

Instantes después, varios directivos, entre los que se encuentran Annette y Amanda, entran en la estancia.

Es una sala rectangular de paneles oscuros y una cristalera que da a un monte. En el centro de la estancia hay una larga mesa con varias sillas y, en un lateral, varias mesitas más pequeñas. Me siento a una de esas mesitas y Annette preside la mesa justo frente a mí. Su mirada implacable me hace recordar el mote que le puso Valeria: Icewoman. Al recordarlo, no puedo evitar sonreír.

La reunión comienza y Jimena, avisada por su jefe, se levanta de mi lado y se sienta a la mesa. Su jefe quiere que ella traduzca todo lo que él vaya diciendo para la tal Amanda. Atiendo a lo que dicen y observo que Jimena es una excelente traductora. Pero ocurre algo que me sorprende. En un momento dado, el señor Dumas menciona al padre de Annette y ésta, muy seria pero también muy educadamente, le pide que no vuelva a nombrarlo. ¿Qué habrá pasado entre padre e hija? Una hora después, mientras la reunión continúa su curso, recibo un mensaje en mi portátil.

De: Annette Kirschner.

Fecha: 5 de julio de 2012 10.38

Para: Judith Flores

Asunto: Tu boca

Querida señorita Flores, ¿le ocurre algo? Su boca la delata.

PS: Es usted la mujer más sexy de la reunión.

Annette Kirschner

Sin mover mi cabeza, la observo a través de mis pestañas. ¿Tendrá morro? Lleva ignorándome desde que aparecí en la recepción del hotel y ahora me viene con ésas. Así que decido responderle el correo.

De: Judith Flores

Fecha: 5 de julio de 2012 10.39

Para: Annette Kirschner

Asunto: Estoy trabajando

Estimada señorita Kirschner le agradecería que me dejara trabajar.

Judith Flores

Sé que lo recibe. La veo mirar con interés a la pantalla y cómo se curva la comisura de sus labios. Al cabo de pocos segundos, teclea de nuevo y yo recibo otro correo.

De: Annette Kirschner

Fecha: 5 de julio de 2012 10.41

Para: Judith Flores

Asunto: ¿Enfadada?

Sus palabras me desconcentran, ¿está enfadada por algo?

PS: Ese traje le sienta fenomenal.

Annette Kirschner

Me muevo en mi silla, incómoda. ¿Tanto se me nota? Intento sonreír, avergonzada, pero mi boca se niega. Durante unos minutos atiendo a la reunión hasta que mi ordenador me indica que he recibido otro mensaje.

De: Annette Kirschner

Fecha: 5 de julio de 2012 10.46

Para: Judith Flores

Asunto: Usted decide

Le advierto, señorita Flores, que si no contesta a mi correo en cinco minutos, pararé la reunión.

PS: ¡Lleva tanga bajo la falda!

Annette Kirschner

Al leer aquello, abro los ojos como platos, aunque intento mantener la calma. Se está tirando un farol.

Le encanta picarme. Sonrío y la reto con la mirada. Ella no sonríe. El tiempo pasa y yo me relajo. La veo mirar su ordenador e imagino que está escribiéndome otro correo cuando de repente interrumpe la reunión:

—Señores, acabo de recibir un correo que he de responder de inmediato. Un contratiempo y les pido disculpas por ello. —Y, levantándose, añade—: ¿Serían todos tan amables de dejarnos a solas unos minutos a mi secretaria y a mí? Y, por favor, por nada del mundo quiero que nos interrumpan. Mi secretaria los avisará cuando hayamos acabado.

Me quiero morir.

¿Está loca?

Abro los ojos tanto como me es posible y veo que todos los directivos recogen sus carpetas y se marchan. Jimena me guiña un ojo y sigue a su jefe. La última en abandonar la sala es la tal Amanda. Me mira con cara de perro y, tras decirle a Annette en alemán «Estaré fuera», cierra la puerta tras de sí.

Todavía sentada en mi silla la miro sin comprender nada. Annette cierra su portátil, se repanchinga en su silla y clava su mirada en la mía.

—Señorita Flores, venga aquí.

Me levanto como un resorte y me dirijo hacia ella, gesticulando por la sorpresa.

—Pero… Pero ¿cómo has podido hacerlo?

Me mira, sonríe y no contesta.

—¿Cómo has podido parar una reunión? —insisto.

—Te di cinco minutos.

—Pero…

—La reunión la has parado tú —me contesta.

—¡¿Yo?!

Annette responde afirmativamente y, justo cuando me paro frente a ella, me coge de la mano y, aún sentada, me coloca entre sus piernas. Luego me empuja y me hace sentar sobre la mesa. Ante ella. Acalorada, miro a mi alrededor en busca de cámaras cuando ella dice:

—La habitación no tiene cámaras pero no está insonorizada. Si gritas, todos sabrán lo que ocurre.

Voy a protestar, ya que a cada instante que pasa me encuentro más alucinada, cuando Annette se acerca a mí y hace eso que tan loca me vuelve. Saca su lengua, la pasa por mi labio superior. Me mira. Después vuelve a pasarla por mi labio inferior, me lo muerde hasta que yo abro la boca y finalmente me besa. Me succiona la boca de tal manera que me deja sin aliento y, como siempre, caigo a sus pies. Me tumba en la mesa y me sube la falda. Sus manos ascienden lentamente por mis muslos hasta que siento que llegan a mis caderas. Entonces agarra el tanga y me lo quita.

—Mmmm… Me alegra saber que llevas tanga.

Disfruto el momento y entro como una loba en el juego.

Me paso la lengua por los labios y quiero gritar «¡¡¡Sí!!!». Mi gesto la estimula y enloquece. Abro mis piernas con descaro pidiéndole más y ella levanta la cabeza, sin mover el resto de su cuerpo.

—¿Llevas en el bolso lo que te dije que debías llevar siempre?

Cierro los ojos y maldigo con frustración.

—Me lo he dejado en el hotel.

Mi reacción la hace sonreír. Me incorpora de la mesa sin apenas tocarme, a excepción de la cara interna de mis muslos.

—Lo siento, pequeña. Estoy segura de que la próxima vez no lo olvidarás.

La miro, bloqueada.

¿Me va a dejar así?

Me da un azote en el trasero cuando me bajo de la mesa.

—Señorita Flores, debemos continuar con la reunión. Y, por favor, no vuelva a interrumpirla.

Siento las mejillas arreboladas y el deseo por todo lo alto mientras ella es la reina del control. Eso me encoleriza. Lo sabe. Me agarra de la mano y me acerca a ella en un gesto posesivo.

—En cuanto terminemos la reunión te quiero desnuda en el hotel. De momento, me quedo con tu tanga.

—¡¿Cómo?!

—Lo que oyes.

—Ni hablar. Devuélvemelo.

—No.

—Annette, por favor. ¿Cómo voy a estar sin tanga?

Se levanta. Sonríe con malicia y se encoge de hombros.

—Muy fácil. ¡Estando!

Me coloca bien la falda. Me empuja hacia la puerta e insiste.

—Vamos. Diles que entren. La reunión es importante.

Histérica y a punto de que me dé un «pumba», sólo puedo resoplar.

¿Cómo me puede estar pasando esto a mí?

Finalmente, cierro los ojos, camino con seguridad hacia la puerta y antes de abrir me vuelvo hacia ella.

—Ésta me la pagas.

Annette ni se inmuta.

Un minuto después, la reunión continúa y todo vuelve a la normalidad. Todo, excepto que no llevo tanga.

La reunión se alarga más de lo esperado y no salimos de las oficinas hasta las ocho y media de la tarde.

El rostro de Annette es serio. La tal Amanda, para mi gusto, es una tocapelotas, no ha hecho más que poner impedimentos a todo lo que se hablaba.

Nos montamos en la limusina, con Amanda. Durante el trayecto, Annette va parapetado tras una máscara de hostilidad que no me gusta y me pide varios papeles. Se los entrego. Ella y Amanda los miran mientras hablan sin parar.

Cuando llegamos al hotel deseo correr a la habitación y desnudarme como ella me ha pedido. No he podido parar de pensar en ello. Annette y yo. Annette sobre mí.  Annette poseyéndome. Pero mi gozo se va a un pozo cuando le oigo decir:

—Señorita Flores, ¿le apetece cenar con Amanda y conmigo?

Eso me paraliza. Aquella pregunta, en realidad, debería ser: «Amanda, ¿le apetece cenar con la señorita Flores y conmigo?».

Siento que la furia se concentra en mi estómago. Ardo por dentro. Aunque, esta vez, mi ardor nada tiene que ver con el deseo. Percibo la mirada de aquella mujer sobre mí. En el fondo, le joroba tanto como a mí compartir la compañía de Annette.

—Muchas gracias por la invitación, señorita Kirschner —respondo, dispuesta a darle el gusto—, pero tengo otros planes.

Para no variar, Annette pone cara de sorpresa. Por su mirada, sé que esperaba cualquier otra contestación menos aquélla. ¡Eso por listilla! Doy las buenas noches y me marcho. Siento la mirada de Annette en mi espalda pero continúo mi camino. ¡Para chula, yo! Cuando llego al ascensor y las puertas se cierran consigo respirar. Y cuando entro en mi habitación grito frustrada.

—¡Imbécil! Eres una imbécil.

Irascible hasta con el aire que me roza, me dirijo hacia el baño. Miro la bañera pero finalmente decido darme una ducha. No quiero pensar en Annette, ¡que le den! Salgo de la ducha. Me seco el pelo y me obligo a ser la tía con carácter que siempre he sido. Suena el teléfono de la habitación. No lo cojo. Abro rápidamente mi móvil. Tres llamadas perdidas de mi hermana. ¡Qué pesadilla! Decido llamarla en otro momento y telefoneo a una amiga de Barcelona. Como es de esperar, se vuelve loca al saber que estoy en la ciudad y quedo con ella. Apago el móvil. Nadie me va a chafar mi alegría, y menos Annette.

Así que ansiosa por salir de allí lo antes posible sin ser vista, me pongo un vestido corto de estilo ibicenco y unas sandalias de tacón. Hace un calor horroroso y ese vestido liviano me viene de perlas.

Cuando estoy preparada cojo el bolso. Abro la puerta con cuidado y miro el pasillo. No hay moros en la costa y salgo. Pero sé que Annette está en la suite de al lado y en vez de esperar el ascensor me escabullo por la escalera. Bajo cinco tramos y finalmente cojo el ascensor.

Sonrío por mi proeza y cuando llego a recepción y salgo por las puertas del hotel Arts, casi doy saltos de alegría. Pero ésta dura poco. De pronto soy consciente de que he dejado vía libre a esa loba de Amanda y la mala leche se instala de nuevo en mí.

Cojo un taxi y le doy la dirección. Mi amiga Miriam me espera allí. Cuando llego al lugar, rápidamente la veo. Está guapísima y rápidamente nos fundimos en un sincero abrazo. Miriam y yo somos amigas de toda la vida. Mi madre era catalana y, hasta que murió, íbamos todos los veranos a Hospitalet.

—Dios, nena ¡qué guapa estás! —me grita.

Tras una enorme tanda de besos, abrazos y piropos, cogidas del brazo nos encaminamos hacia el puerto. Miriam sabe que me gusta la pizza y vamos a un restaurante que sabe que me encantará. Para no perder la costumbre, comemos de todo, regado con litros de Coca-Cola y no paramos de cotorrear durante horas. Sobre las dos de la madrugada estoy cansada y quiero regresar al hotel. Nos despedimos y quedamos en llamarnos al día siguiente.

Feliz por la velada con Miriam regreso al hotel llena de energía. Miriam es tan positiva y tan vitalista que estar con ella siempre me llena de felicidad.

Cuando el taxi se detiene en la preciosa entrada del hotel Arts, pago al taxista, me despido de él y me bajo sin fijarme que una limusina blanca está parada a la derecha.

Camino con decisión hacia la puerta cuando oigo una voz detrás de mí:

—¡Judith!

Me doy la vuelta y el corazón me da un vuelco. En el interior de la limusina, por la ventanilla, veo el rostro pétreo de Annette, alias Icewoman. Mi estómago se contrae. El rictus de su boca me hace saber que está enfadada y su mirada me lo ratifica. Intento que no me importe, pero es imposible. Esa mujer mecimporta. Con chulería camino hacia el coche lentamente. Noto que sus ojos me recorren entera, pero no se mueve. Cuando llego hasta ella, me agacho para mirar por la ventanilla abierta.

—¿Dónde estabas? —gruñe.

—Divirtiéndome.

Un incómodo silencio se cierne entre las dos, hasta que decido claudicar.

—¿Qué tal tu noche? ¿Lo has pasado bien con Amanda?

Annette resopla. Sus ojos me fulminan.

—Deberías haberme dicho dónde estabas —gruñe de nuevo—. Te he llamado mil veces y…

—Señorita Kirschner —la interrumpo y, con voz de pleitesía, añado educadamente—: Creo recordar que me dio la opción de decidir si quería o no cenar con usted y la señorita Amanda… ¿No lo recuerda?

No contesta.

—Simplemente decidí divertirme tanto o más que usted —continúa la arpía que hay en mí.

Eso la encoleriza. Lo veo en sus ojos. Miro su mano y me doy cuenta de que sus nudillos están blancos por la furia. De repente, abre la puerta de la limusina.

—Entra —exige.

Lo pienso unos segundos. Los suficientes como para cabrearla más. Al final, decido entrar. En realidad, toda yo lo está deseando. Cierro la puerta. Annette me mira desafiante y, sin retirar su mirada de mí, toca un botón de la limusina.

—Arranque.

Noto que el coche se mueve.

—Para su información, señorita Flores —añade, con la mandíbula tensa—, la cena con la señorita Amanda fue una cena de compromiso y negocios. Y, como exige el protocolo, usted es la secretaria y a usted era a la que debía invitar a la cena, no a Amanda Fisher.

Muevo mi cabeza afirmativamente. Tiene razón. Lo sé, pero igualmente me cabrea. En algunas ocasiones no puedo evitar ser una bocazas, y ésta es una de ellas. Sin querer dar mi brazo a torcer, respondo:

—Espero que al menos lo haya pasado bien en su compañía.

La mirada de Annette me abrasa, mientras ella se mantiene a escasos centímetros de mí, sin acercarse. Su perfume embriaga todos mis sentidos y cientos de maripositas comienzan a aletear en mi bajo vientre.

—Le aseguro, me crea o no, que hubiera disfrutado más de su compañía. Y antes de que siga comportándose como una niña malcriada, exijo saber con quién ha estado y dónde. Llevo horas esperando su regreso, sentado en esta limusina, y quiero una explicación.

Eso me saca de mi mutismo de indiferencia.

—¿En serio llevas horas esperándome a la puerta del hotel?

—Sí.

Mi parte de princesa que aún cree en los cuentos de hadas salta de alegría. ¡Me ha estado esperando!

—Annette, qué mona eres —murmuro, con voz dulce—. Lo siento. Yo creía que…

Noto que sus hombros se relajan.

—Vaya… —me pregunta, sin variar su duro tono de voz—. ¿Vuelvo a ser Annette, señorita Flores?

Eso me hace sonreír. Ella no mueve ni un músculo. ¡Ay, mi Icewoman! Y, como ya me ha tocado la fibra tontorrona, me acerco más a ella. Siento que su cara se normaliza.

—Annette… lo siento.

—No lo sientas. Procura comportarte como un adulto. No creo pedir tanto.

Vale. Me acaba de llamar niñata.

En otras circunstancias, me hubiera bajado del coche y le hubiera dado con la puerta en las narices, pero no puedo. Su magia ya me ha hechizado. Sigue sin mirarme, pero yo no desisto.

—Llevo todo el día pensando en desnudarme para ti. Y cuando me dijiste eso de la cena con Amanda yo…

No me deja terminar la frase. Clava sus ojazos en mí y me interrumpe:

—Este viaje es fundamentalmente de trabajo. ¿Acaso lo has olvidado?

La dureza con la que se dirige a mí rompe el encanto del momento y, con ello, mi tregua. Mi gesto cambia. Mi respiración se acelera y no puedo evitar sacar mi genio español.

—Sé muy bien que este viaje es de trabajo. Lo dejamos claro antes de salir de Madrid. Pero hoy tú has interrumpido una reunión, has echado a todos fuera de la sala y luego me has quitado el tanga. Tú qué te crees, ¿que yo soy de piedra? ¿O un juguete más de tus jueguecitos? —Como no responde, prosigo—: Vale, yo he aceptado este viaje. Yo tengo la culpa de verme en esta situación contigo y…

—¿Ahora llevas bragas o tanga?

La miro boquiabierta. ¿Se ha vuelto loca? Sorprendida por aquella pregunta, frunzo el ceño y me separo de ella.

—Bastante te importará a ti lo que llevo. —Pero mi genio revienta dentro de mí y le grito como una descosida—: ¡Por el amor de Dios! ¿Estamos discutiendo y tú me preguntas si llevo bragas o tanga?

—Sí.

Me niego a contestarle, enfurruñada. Tengo la sensación de que me va a volver loca.

—Aún no me has dicho con quién has estado esta noche y dónde.

Resoplo. Discutir con ella me agota.

Finalmente, me dejo caer en el respaldo del asiento del coche y me rindo.

—He cenado con mi amiga Miriam en el puerto y llevo bragas. ¿Algo más?

—¿Solas?

Por un instante tengo la intención de mentir y explicarle que he estado con ella  en una habitación de hotel, pero no tengo ganas de malas interpretaciones.

—Pues sí. Solas. Cuando Miriam y yo nos juntamos, nos gusta hablar, hablar y hablar. Es 100% hetero.

Mi contestación parece contentarla y veo que el rictus de su boca se suaviza. Me mira. La siento moverse en el asiento y acercarse a mí, como si quisiera besarme.

—Dame tus bragas —me dice.

—Pero bueno, ¿por qué te tengo que dar mis bragas? —protesto.

Annette sonríe y me besa. ¡Por fin una tregua! Después de besarme se separa de mí.

—Porque la última vez que estuve contigo no las llevabas y no te he dado permiso para que te las pongas.

—Vaya. Entonces, ¿me estás diciendo que debería haber salido por Barcelona sin bragas? —Veo que mi broma no le hace gracia, y murmuro, quitándomelas con rapidez—: Toma las puñeteras bragas.

Las coge con sus manos y se las mete en el bolsillo del pantalón de lino que lleva. Está guapísima con ese pantalón ajustado y la blusa azulona. Me mira mis piernas. Las toca y su mirada sube hacia mis pechos.

—Veo que no llevas sujetador.

—No. Con este vestido no me hace falta.

Asiente. Me toca los pechos por encima del vestido.

—Siéntate frente a mí.

Sin rechistar me cambio de asiento y quedo frente a ella. Alarga la mano y toca mis piernas.

—Me encanta tu suavidad.

Mi corto vestido me llega hasta los muslos y ella lo sube unos centímetros más. Luego me hace abrir las rodillas.

—Excelente y tentador.

Noto que comienzo a respirar más fuerte. Voy a cerrar las piernas pero él no me deja.

—Mantenlas abiertas para mí.

Siento que se avecina sexo y me desconcierta no saber cuándo, ni cómo. Pero toda yo comienzo a excitarme. La deseo.

El coche se detiene. Annette me baja el vestido y, dos segundos después, la puerta se abre. Estamos ante un local de copas cuyo letrero reza «Chaining».

Annette me da la mano para bajar de la limusina y el aire se enreda entre mis piernas. Me estremezco. Mi vestido es muy corto y sin bragas me siento casi desnuda. Annette me pone una mano en la espalda y el portero del local abre la puerta. Annette le dice algo y éste nos deja pasar.

Una vez en el interior, la música y el murmullo de la gente nos envuelve. Noto la mano de Annette sobre mi trasero y eso vuelve a excitarme. Me guía hasta la barra y allí pedimos algo de beber. El camarero le pone a ella un whisky solo y a mí un ron con Coca-Cola. Le doy un enorme trago. Estoy sedienta. Miro a mi alrededor, movida por la curiosidad, y veo cómo la gente habla y ríe animada, cuando siento que se acerca a mi oído.

—Tu mal comportamiento de esta noche conlleva un castigo.

La miro, sorprendida.

—Señorita Kirschner, me gustas mucho pero como se te ocurra tocarme un pelo de una forma que yo considere ofensiva, te aseguro que lo pagarás.

Con su superioridad de siempre sonríe. Da un trago a su copa, se acerca hasta mi cara y murmura poniéndome la carne de gallina: —Pequeña, mis castigos nada tienen que ver con lo que estás suponiendo. Recuérdalo.

Sin dejar de mirarnos bebemos de nuestras copas y mi sed, unida a mis nervios, me lleva a acabar rápidamente con mi bebida. Annette, al ver aquello me coge la cabeza y me besa con posesión. Me enloquece y cuando abandona mi boca murmura:

—Sígueme.

La sigo, encantada, mientras ella abre camino y no permite que nadie me roce. Su protección me encanta. Es excitante. Segundos después entramos en otra sala. Ésta está menos concurrida. La música no está tan alta y la gente parece más tranquila. De nuevo, nos acercamos a la barra. Esta vez nos colocamos en una esquina y ella vuelve a pedir las mismas bebidas de antes. El camarero las prepara y las deja enfrente de nosotras, y junto a ellas deposita una especie de cubitera con agua y unas servilletas de lino.

Annette coge un taburete alto y me invita a sentarme. Encantada, lo hago. Mis zapatos ya comienzan a atormentar mis pies.

Al sentarme, cruzo mis piernas.

Me da pánico que vean que no llevo bragas. Annette me abraza. Coloca sus manos sobre mi cintura y yo se las pongo alrededor del cuello. Momento romántico. Esta vez soy yo quien acerca mi boca a la de ella, saco mi lengua. Le chupo el labio superior pero, cuando voy a hacer lo mismo en su labio inferior, sube su mano de mi cintura a mi nuca y me besa de nuevo con posesión. Mete su lengua en mi boca y la asalta con auténtica pasión, lo que hace que vuelva a sentirme como si fuera de plastilina entre sus brazos.

—Abre tus piernas para mí, Jud.

La miro unos segundos y, después, lanzo una mirada a mi alrededor.

Calibro que la oscuridad del lugar y la posición al final de la barra no dejarán ver que no llevo bragas, aunque abra mis piernas. Sonrío. Descruzo mis piernas y, sin dejar de mirarla, hago lo que me pide y apoyo los tacones en la barra del taburete.

Annette posa sus manos en mis rodillas y noto cómo las sube muy… muy lentamente. Acerca su boca a la mía y, sobre mis labios, siento que me dice «Me encantas». Cierro los ojos y sus manos se deslizan por la cara interna de mis muslos. Me muevo inquieta. Quiero más. Estoy nerviosa por hacer aquello en un sitio con gente, pero me excita. Ella se da cuenta y pega su boca a mi oreja.

—Tranquila, pequeña. Estamos en un club de intercambio de sexo y aquí todo el mundo ha venido a lo mismo.

Eso me asusta.

¿Un club de intercambio de sexo?

Me paralizo.

Horror, pavor y estupor. Annette gira mi taburete y me hace mirar a la gente que hay a nuestro alrededor.

De pronto soy consciente de que, en la barra, varios hombres y mujeres de distintas edades nos miran. Nos observan.

—Todos ellos están deseando meter la mano bajo tu corto vestidito —susurra Annette en mi oído—. Sus gestos me demuestran que se mueren por chuparte los pezones, desnudarte y, si yo les dejo, penetrarte hasta que te corras. ¿No ves su cara? Están excitados y desean atrapar tu clítoris entre sus dientes para hacerte chillar de placer.

-no me van los hombres.

-ok,- se acerca más a mí- las mujeres quieren poner su lengua en tu clítoris.

Mi pulso se acelera.

¡Estoy cardíaca!

Nunca he hecho nada parecido, pero me excita. Me excita mucho. Mi respiración se entrecorta.

Imaginar lo que Annette me está narrando me hace tener calor. Mucho calor. Intento dar la vuelta al taburete, pero ella lo mantiene quieto.

—Dijiste que querías que te contara todo lo que me gusta, pequeña, y lo que me gusta es esto. El morbo. Estamos en un club privado de sexo donde la gente folla y se deja llevar por sus apetencias. Aquí la gente se desinhibe de todo y solamente piensa en el placer y en jugar.

Siento que el cuello me pica… ¡Los ronchones!

Pero Annette se da cuenta, me sujeta las manos y me sopla.

—En lugares como éste —continúa—, la gente ofrece su cuerpo y su placer a cambio de nada. Hay parejas que hacen intercambio, otras que buscan un tercero para hacer un trío y otras que, simplemente, se unen a una orgía. En este local hay varios ambientes y ahora estamos en la antesala del juego. Aquí uno decide si quiere jugar o no y, sobre todo, elige con quién.

Annette gira el taburete. Me mira a la cara y añade sin cambiar su gesto:

—Jud, estoy como loca por jugar. Estoy muy mojada y me muero por follarte. Somos una pareja y podemos traspasar la puerta del fondo del club.

Mi boca está seca. Pastosa. Cojo la copa y le doy un buen trago.

—Tú ya has estado aquí, ¿verdad?

—Sí, en este local y en otros parecidos. Ya sabes que me gusta el sexo, el morbo y las mujeres.

Muevo mi cabeza en un gesto afirmativo. Nos quedamos en silencio unos breves segundos.

—¿Qué hay tras esa puerta?

—Una sala oscura donde la gente toca y es tocada sin saber por quién. Después hay una pequeña sala con sillones separada por cortinajes negros para quienes no quieren llegar hasta las camas, dos jacuzzis, varias habitaciones privadas para que folles con quien quieras sin ser vista y una habitación grande con varias camas a la vista de todos junto al segundo jacuzzi, donde todo el que quiera se puede unir a la orgía.

Siento que las piernas me tiemblan. ¿Dónde me ha metido esta loca?

Me alegro de estar sentada o me caería al suelo. Annette se da cuenta de mi estado y me aprieta contra ella.

—Pequeña… nunca haré nada que tú no apruebes antes. Pero quiero que sepas que tu juego es mi juego. Tu placer es el mío y tú y yo somos las únicas dueñas de nuestros cuerpos.

—Qué poética —consigo decir.

Annette bebe de su copa con tranquilidad mientras siento que mi corazón bombea exageradamente. Todo aquello es un mundo extraño para mí, pero me doy cuenta de que no me asusta, sino que me atrae.

—Escucha, Jud. Entre nosotras, cuando estemos en lugares como éste o acompañadas de gente entre cuatro paredes habrá dos condiciones. La primera, nuestros besos son sólo para nosotras, ¿te parece bien?

-Sí.

Eso me alegra. Odio que bese a otra y luego me bese a mí.

—Y la segunda es el respeto. Si algo te incomoda o me incomoda debemos decirlo. Si no quieres que alguien te toque, te penetre o te chupe, debes decírmelo y yo rápidamente lo pararé y viceversa, ¿de acuerdo?

—Vale —y en un hilo de voz murmuro—: Annette… yo… yo no estoy preparada para nada de lo que has dicho.

Veo que sonríe y me hace un gesto comprensivo con la cabeza.

Después mete su mano entre mis piernas, la pasa por mi mojada vagina y musita:

—Estás preparada, deseosa y húmeda. Pero tranquila, sólo haremos lo que tú quieras. Como si sólo quieres mirar. Eso sí, cuando lleguemos al hotel te comeré porque estoy a punto de volverme loca.

El calor que siento en mi rostro y en mi cuerpo es terrible.

¡Voy a estallar!

Annette está muy caliente y siento cómo sigue paseando su mano entre mis muslos y pone la palma de su mano en mi vagina.

—Estás empapada… jugosa… receptiva. ¿Te excita estar aquí?

Negarlo es una tontería y asiento:

—Sí. Pero lo que más me excita son las cosas que dices.

—Mmmmm… ¿te excita lo que digo?

—Mucho.

—Eso significa que estás dispuesta a acceder a todos mis juegos y caprichos y eso me gusta. Me enloquece.

Noto que su mano presiona mi vagina.

Inconscientemente suelto un gemido.

Con su otra mano libre, Annette coge la mía y la pone sobre su mojada entrepierna. Toco por encima del pantalón y toda yo me derrito. Está mojada. Increíblemente mojada. Me besa. Me succiona los labios.

—Voy a dar la vuelta al taburete para mostrarte a ese grupo —dice, a escasos centímetros de mi cara, cuando se separa de mí—. No cierres los muslos y no te bajes el vestido.

Me abraso. Me quemo. Me acaloro.

Y, cuando Annette hace lo que dice y quedo abierta de piernas ante ellos, una explosión salvaje toma mi interior y respiro agitadamente.

Tres hombres y dos mujeres me observan. Me comen con sus ojos. Sus miradas suben de mis muslos a mi vagina y noto su excitación. Desean poseerme y en cierto modo lo hacen con la mirada. Anhelan tocarme. De pronto, contra todo pronóstico, me siento explosiva y perversa y mis pezones se ponen duros como piedras mientras continúo con las piernas separadas enseñándoles mi intimidad.

Annette, desde detrás, pega su mejilla a la mía y noto que sonríe.

Comienza a pasar sus manos por mis muslos y me los abre más. Me expone más a ellos. Pasa su dedo por mi hendidura, mete un dedo delante de ellos y después lo saca y lo lleva a mi boca. Lo chupo y, como una vampiresa del cine porno, me relamo mientras observo las miradas perversas de los tres hombres. En ese instante, Annette gira rápidamente el taburete y me mira a los ojos.

—¿Te gusta la sensación de ser mirada?

Asiento. Ella asiente también.

—¿Te gustaría que una o varias de esas tipas y yo nos metiéramos en un reservado contigo y te desnudáramos? —Me acelero y Annete continúa—: Te abriría las piernas y te ofrecería a ellas. Te chuparán y tocarán mientras yo te sujeto y…

Mi vagina se contrae y vuelvo a asentir.

Cierro los ojos. Sólo de escuchar sus palabras ya me encuentro al borde del orgasmo. Quiero hacer todo lo que dice. Quiero jugar con ella a lo que desee. Estoy tan caliente que me siento dispuesta a hacer cualquier cosa que quiera que haga, porque, una vez más, Annette puede con mi voluntad.

Me besa mientras siento la mirada de ese grupo  en mi espalda. Annette se recrea en ello. Me introduce un dedo en la vagina. Luego dos y comienza a moverlos en mi interior. Abro más las piernas y me muevo a sabiendas de que ellos observan lo que hago. Quiero más. Ardo. Me inflamo y, cuando estoy a punto del orgasmo, Annette se detiene.

—Mi castigo por tu comportamiento de hoy será que no harás nada de lo propuesto. Nadie te tocará. Yo no te follaré y ahora mismo nos vamos a ir al hotel. Mañana, si te portas bien, quizá te levante el castigo.

Abrasada por el momento, apenas puedo dejar de jadear, mientras la indignación comienza a crecer en mí.

¿Por qué me hace eso? ¿Por qué me lleva a esos límites para luego dejarme así? ¿Por qué es tan cruel?

Annette me baja el vestido, coge una de las toallitas de hilo que están en la barra y se seca las manos.

Icewoman ha vuelto. Me invita a bajar del taburete y me arrastra hacia el exterior del local.

La limusina llega inmediatamente y nos montamos. Hacemos todo el trayecto hasta el hotel sin hablar.

Annette no me mira. Sólo mira por la ventanilla y veo que su mandíbula está tensa. Acalorada y enfadada por lo ocurrido, no sé qué pensar. No sé qué decir. He estado a punto de hacer algo que nunca había pasado por mi mente y ahora me siento defraudada por no haberlo hecho.

Cuando llegamos al hotel, Annette me acompaña hasta mi suite. Quiero invitarlo a entrar. Quiero que me haga lo que lleva diciéndome toda la noche. La necesito. Pero no se acerca a mí. En cuanto entro en la habitación, sin traspasar el límite de la puerta, ella me mira y dice antes de cerrar:

—Buenas noches, Jud. Que duermas bien.

Cierra la puerta. Se va y yo me quedo como una imbécil, excitada, frustrada y enfadada.

Cuando suena mi despertador, quiero morir.

Estoy cansada. Apenas he dormido pensando en lo ocurrido en aquel bar. Las palabras de Annette, su mirada y cómo aquel grupo me deseaban me impedían dormir. Al final, sobre las cuatro de la madrugada saqué el vibrador de la maleta y, tras jugar un poco con él, conseguí apagar mi fuego interno.

Como el día anterior, Amanda, Annette y yo salimos del hotel y el chófer nos llevó hasta las oficinas para proseguir la reunión. Hoy me he puesto pantalones. No quiero que vuelva a ocurrir lo del día anterior. Nada más verme, Annette ha paseado su mirada por mi cuerpo y, aunque sólo me ha dicho «Buenos días», por su tono intuyo que ya no está enfadada.

Durante horas, mientras escucho atenta la reunión, mi mirada y la de Annette se encuentran en varias ocasiones. Hoy no me manda ningún correo, ni interrumpe la reunión. Se lo agradezco. Quiero ser profesional en mi trabajo.

A las siete, cuando llegamos al hotel, me despido de ella y de Amanda y subo a mi habitación. Estoy muerta de calor. Alguien llama a mi puerta. Abro y no me sorprendo cuando veo a Annette. Su mirada es decidida. Entra y cierra la puerta, se quita la chaqueta y la tira al suelo, se quita las zapatillas y después me coge entre sus brazos, y camina hacia el dormitorio con el morbo instalado en su mirada.

—Dios, pequeña… Te deseo.

No hace falta decir nada más. El deseo es mutuo y la noche, larga y perfecta.

Cuando me despierto a las seis de la mañana, Annette no está. Se ha ido de mi cama, pero como estoy tan agotada por nuestro maratón de sexo vuelvo a dormirme.

Sobre las diez de la mañana, el sonido de mi móvil me despierta. Rápidamente lo cojo y leo un mensaje de Annette: «Despierta».

Salto de la cama y me doy una ducha. Es sábado. Hoy no tenemos ninguna reunión y quiero pasar el máximo de tiempo con ella. Cuando salgo de la ducha vestida sólo con la toalla, alguien llama a mi puerta.

Abro y me encuentro a una magnífica Annette vestida con unos vaqueros de cinturilla baja y una camisa blanca abierta hasta el inicio de sus senos, su cabello esta peinado con una cola de caballo. Su aspecto es tentador y salvaje. Terriblemente apetecible.

¡Vaya, qué buena está!

—Buenos días, pequeña.

—¡Buenas!

La miro, como si fuera una colegiala.

—¿Te apetece pasar el día conmigo? —me comenta.

Su pregunta me sorprende. Por una vez, no está dando nada por hecho.

—Por supuesto que sí.

—¡Genial! Te voy a llevar a comer a un sitio precioso. Coge el bañador.

Sonrío afirmativamente y ella entra en la suite.

—Ve a vestirte o al final mi comida serás tú —murmura con voz sensual.

Divertida por sus palabras, corro hacia el dormitorio. Cuando entro, oigo una canción en la radio que me encanta y canto mientras me visto:

Muero por tus besos, por tu ingrata sonrisa.

Por tus bellas caricias, eres tú mi alegría.

Pido que no me falles, que nunca te me vayas

Y que nunca te olvides, que soy yo quien te ama.

Que soy yo quien te espera, que soy yo quien te llora ,

Que soy yo quien te anhela los minutos y horas…

Me muero por besarte, dormirme en tu boca

Me muero por decirte que el mundo se equivoca…

Cuando me doy la vuelta, Annette está apoyada en el quicio de la puerta, observándome.

—¿Qué cantas?

—¿No conoces esta canción?

—No. ¿Quién canta?

Termino de abrocharme el vaquero y añado:

—Un grupo llamado La Quinta Estación y la canción se llama Me muero .

Annette se acerca. Me pongo el top lila, pero no puedo evitar sonreír, intuyo sus intenciones. Me coge de la cintura.

—La canción dice algo así como «me muero por besarte», ¿no?

Asiento como una boba. Pero qué tonta me pongo con ella…

—Pues eso mismo me pasa a mí en este momento, pequeña.

Me coge entre sus brazos. Me aúpa y me besa. Me devora los labios con tal ímpetu que ya deseo que me desnude y prosiga devorándome. La canción continúa sonando, mientras me besa… me besa… me besa. Pero de pronto se detiene, me suelta y me da un azote divertido en el trasero.

—Termina de vestirte o no respondo de mí.

Me río y entro rápidamente en el baño para recogerme el pelo en una coleta alta. Cuando salgo, Annette está apoyada en la cristalera mirando hacia el exterior. Su perfil es impresionante. Sexy. Cuando me ve aparecer, sonríe.

—¿Cómo lo haces para estar cada día más guapa?

Encantada por aquel piropo, le dedico una sonrisa. Ella se acerca a mí, me agarra del cuello y me besa.

¡Oh, sí! Finalmente, se separa de mí y me mira a los ojos.

—Salgamos de aquí antes de que te arranque la ropa, pequeña —murmura.

Entre risas llegamos a la recepción del hotel. No vuelve a tocarme ni a acercarse a mí más de lo necesario. Un joven recepcionista, al vernos, se acerca a nosotras y le entrega a Annette unas llaves. Cuando se aleja miro el llavero, movida por la curiosidad.

—¿Lotus?

Annette asiente y señala hacia la puerta del hotel donde veo aparcado un maravilloso deportivo naranja.

—¡Dios, un Lotus Elise 1600!

Annette se sorprende.

—Señorita Flores, ¿además de entender de fútbol también entiende de coches?

—Mi padre tiene un taller de reparaciones de coches en Jerez —respondo, coqueta.

—¿Te gusta el coche?

—Pero ¿cómo no me va a gustar? ¡Es un Lotus!

—Me dejarás conducirlo, ¿verdad? —le pregunto, sin acercarme a ella, a pesar de que la estoy deseando.

Sin sonreír Annette me mira… me mira… me mira y al final tira las llaves al aire y yo las cojo.

—Todo tuyo, pequeña.

Deseo tirarme a su cuello y besarla, pero me contengo. Al fondo veo a Amanda mirarnos con curiosidad y no quiero darle carnaza, aunque sé que ella está sacando sus propias conclusiones. ¡Que le den! Su cara lo dice todo y presiento que está muy… muy cabreada.

Annette y yo salimos por la puerta del hotel y, en cuanto nos montamos en el coche y lo arranco, pongo la radio. La canción Kiss de Prince suena y yo muevo los hombros, encantada. Annette me mira y pone los ojos en blanco. Divertida, sonrío por su gesto y, antes de que pueda decir nada, me pongo mis gafas de sol.

—Agárrate, nena.

El día se presenta fantástico. Conduzco un Lotus impresionante junto a una mujer más impresionante todavía. Cuando salimos de Barcelona en dirección a Tarragona me desvío por una carreterita. Annette no mira— No sé si sabes que yo he veraneado en Barcelona muchos años —le informo.

—No. No lo sabía.

Siento la adrenalina a tope mientras conduzco.

—Te voy a llevar a un sitio donde se puede probar esta maravilla. Verás. ¡Vas a flipar!

Con su seriedad habitual, Annette me mira y dice:

—Jud… este camino no es para este coche.

—Tú tranquila.

—Vamos a pinchar, Jud.

—¡Cállate, aguafiestas!

Mi adrenalina se revoluciona.

Continúo el camino y pasamos sobre varios charcos. El reluciente coche se embarra y Annette me mira.

Yo canturreo y hago como que no lo estoy viendo. Sigo mi camino pero de pronto, ¡oh, oh! El coche me hace un movimiento extraño y presiento que hemos pinchado una rueda.

La adrenalina, la alegría y el buen humor se esfuman en décimas de segundos y maldigo en mi interior.

Seguro que me dice que me lo avisó y tendré que asentir y callar. Disminuyo la velocidad y, cuando paro, me muerdo el labio y la miro con cara de circunstancias.

—Creo que hemos pinchado.

El gesto de Annette se descompone. Está claro que los imprevistos no le gustan. Estamos en medio de un camino a pleno sol a las doce de la mañana. Sin decir nada, sale del coche y da un portazo. Yo salgo también. El portazo lo omito. El coche está sucio y embarrado. Nada que ver con el precioso y reluciente coche que comencé a conducir apenas cuarenta minutos antes. La rueda pinchada es justo la delantera de mi lado. Annette cierra los ojos y resopla.

—Vale, hemos pinchado. Pero, tranquila. Que no cunda el pánico. Si la rueda de repuesto está donde tiene que estar, yo la cambio en un santiamén.

No contesta. Malhumorada se dirige hacia la parte de atrás del coche, abre el portón trasero y veo que saca una rueda y las herramientas necesarias para cambiarla. De malos modos, se acerca hasta mí, suelta la rueda en el suelo y me dice con las manos ennegrecidas:

—¿Te puedes quitar de en medio?

Sus palabras me molestan. No sólo es su tono, es su intención.

—No —contesto sin moverme ni un centímetro—, no me puedo quitar de en medio.

Mi respuesta la sorprende.

—Jud —gruñe—, acabas de estropear un bonito día. No lo estropees más.

Tiene razón. Yo me he empeñado en meterme por aquel camino, pero me duele que me hable así.

—El precioso día lo estás estropeando tú con tus malos modos y tus caras de fastidio —le contesto, incapaz de quedarme callada—. ¡Joder! Que sólo se ha pinchado la rueda del coche. No seas tan exagerada.

—¡¿Exagerada?!

—Sí, terriblemente exagerada. Y ahora, por favor, si te quitas de en medio yo solita cambiaré la rueda y pagaré mi terrible, irreparable y tremendo error.

Annette suda. Yo sudo. El sol no nos da tregua y no llevamos una mísera botella de agua para refrescarnos. Veo el agobio en su cara, en su mirada.

—Muy bien, listilla —me dice, abriendo las manos—. Ahora vas a cambiarla tú solita.

Sin más, comienza a andar hacia un árbol que está a unos diez metros del coche. En cuanto llega a la sombra, se sienta y me observa.

La furia me llena por dentro y empieza a picarme el cuello. ¡El sarpullido! Sin pararme a pensar en ello, pongo el gato del coche debajo de él y comienzo a hacer palanca para subirlo. El esfuerzo me hace sudar. Sudo como una cosaca. Mis pechos y mi espalda están empapados, el pelo de mi flequillo se me pega a la cara pero prosigo en mi empeño, sin dar mi brazo a torcer.

Para bruta y autosuficiente, ¡yo!

Tras un esfuerzo terrible en el que pienso que me va a dar un patatús, consigo quitar la rueda pinchada. Me pringo toda de grasa, pero la cosa ya no tiene remedio. Cuando estoy a punto de gritar de frustración, siento que Annette me agarra por la cintura.

—Vale, ya me has demostrado que tú solita sabes hacerlo —me dice con voz suave—. Ahora, por favor, ve a la sombra, yo terminaré de poner la rueda.

Quiero decirle que no. Pero tengo tanto… tanto… tanto calor que o voy bajo el árbol o estoy segura de que me voy a desmayar.

Diez minutos después, Annette arranca el coche, le da la vuelta y se acerca a mí marcha atrás.

—Vamos… monta.

Enfurruñada, hago lo que me pide.

Estoy sucia, furiosa y sedienta. Ella está igual aunque reconozco que su humor es mejor que el mío.

Conduce con cuidado por el puñetero camino y sale a la autopista. Cuando ve una gasolinera grande para, me mira y pregunta:

—¿Quieres beber algo fresquito?

—No… —Al ver cómo me mira, gruño—: Pues claro que quiero beber algo. Me muero de sed, ¿no lo ves?

—¿Se puede saber qué te pasa ahora?

—Me pasa que eres una amargada. Eso es lo que me pasa.

—¡¿Cómo?! —pregunta, sorprendida.

—Pero ¿de verdad crees que, por pinchar una rueda y manchar la ropa de grasa, el bonito día se puede jorobar? ¡Por favor! Qué poco sentido del humor y de la aventura que tienes. Alemana tenías que ser.

Va a responder algo pero se calla. Resopla, baja del coche y entra en la gasolinera. Entonces veo a mi lado un lavado de coches manual y no lo pienso. Arranco el coche, pongo el vehículo en paralelo, meto tres euros en la maquinita y la manguera de agua comienza a funcionar. Lo primero que hago es mojarme las manos y quitarme la grasa que la rueda ha dejado en ellas y es tanto el calor que siento que me suelto la coleta y, sin importarme quién me mire, meto la cabeza bajo el chorro. ¡Oh, qué frescura! ¡Qué gusto!

Cuando me he refrescado la cabeza, vuelvo a ver la vida de mil colores. Annette sale de la gasolinera con dos botellas grandes de agua y una Coca-Cola y se acerca a mí, sorprendida.

—Pero ¿qué estás haciendo?

—Refrescarme y, de paso, lavar el coche. —Y, sin previo aviso, giro el chorro hacia ella y la mojo mientras me río a carcajadas.

Su cara es un poema.

La gente nos mira y yo ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo de hacer. ¡Madre, qué cara de mala leche! Esa espontaneidad mía me va a dar disgustos y creo que en décimas de segundos llegará el primero. Pero, sorprendiéndome, Annette suelta las botellas de agua y la Coca-Cola en el suelo y se acerca más hacia mí.

—Muy bien, nena, ¡tú lo has querido!

Corre hacia mí, me quita la manguera y me empapa entera. Yo grito, me río y corro alrededor del coche mientras ella disfruta con lo que hace. Durante varios minutos nos empapamos mutuamente y nuestra furia se va con el barro y la suciedad. La gente nos mira divertida al pasar por nuestro lado mientras nosotras, como dos tontas, seguimos mojándonos y riéndonos a carcajadas.

Cuando el agua se corta de pronto porque los tres euros se han acabado, yo estoy empapada contra la puerta del coche. Annette suelta la manguera y se pega a mi cuerpo antes de besarme. Me devora la boca con auténtica pasión y me pone la carne de gallina.

—Algo tan inesperado como tú está dando emoción a una amargada alemana.

—¿De verdad? —murmuro como una boba.

Annette asiente y me besa.

—¿Dónde has estado toda mi vida?

¡Momentazo!

Momentazo de película. Me siento la heroína. Soy Julia Roberts en Pretty Woman . Baby en A tres metros sobre el cielo . Nunca nadie me ha dicho nada tan bonito en un momento tan perfecto.

Tras un montón de besos ardientes, decidimos marcharnos. Estamos empapadas y ponemos unas

toallas en los asientos de cuero del coche. Annette vuelve a darme las llaves del Lotus.

—Sigamos con la aventura —murmura.

Entre risas, llegamos hasta Sitges. Allí aparcamos el coche y no me sorprendo cuando, tras guardar las llaves en mi bandolera, Annette reclama mi mano. Se la entrego y juntas caminamos por las calles de aquella bonita localidad como una pareja más.

El calor seca nuestras ropas y me lleva hasta un precioso restaurante donde comemos mientras observamos el mar. Nuestra charla es fluida o, mejor dicho, mi charla es fluida. No paro de hablar y ella sonríe. Pocas veces la he visto así. En ese momento, ni ella es mi jefa ni yo su secretaria. Simplemente somos una pareja que disfruta de un momento precioso.

Por la tarde, sobre las seis, decidimos darnos un baño en la playa. Nada más entrar en el agua, Annette me coge en sus brazos y camina conmigo hacia el interior hasta que me suelta y bebo un buen trago de agua. ¡Joder, qué mala está! Dispuesta a hacerle pagar su fechoría, meto una pierna entre las suyas y, cuando no se lo espera, la ahogadilla se la hago yo. Eso la sorprende, así que intento escapar de ella, pero me coge de nuevo y me sumerge en el mar.

Pasamos un rato divertido en el agua y, cuando salimos, nos tiramos sobre nuestras toallas en la arena y nos secamos al sol en silencio. La morriña se apodera de mí y estoy a punto de dejarme llevar por Morfeo cuando Annette se levanta y me propone tomar algo fresco. Lo acepto sin dudarlo. Recogemos nuestras cosas y nos acercamos a un chiringuito.

Annette va a pedir las bebidas mientras yo me siento a una mesita y me suena el teléfono. Mi hermana.

Pienso si cogerlo o no, pero al final decido que no y corto la llamada. Vuelve a sonar y finalmente claudico.

—Dime, pesada.

—¿Pesada? ¿Cómo que pesada? Te he llamado mil veces, descastada.

Sonrío. No me ha llamado cuchufleta. Está cabreada. Mi hermana es un caso, pero como no estoy dispuesta a estar tres horas hablando con ella, le pregunto:

—¿Qué pasa, Raquel?

—¿Por qué no me llamas?

—Porque estoy muy liada. ¿Qué quieres? —pregunto mientras observo a Annette pedir las bebidas y luego teclear algo en su móvil.

—Hablar contigo, cuchuuuuuuu.

—Raquel, cariño, ¿qué te parece si te llamo más tarde? Ahora no puedo hablar.

Oigo su resoplido.

—Vale, pero llámame, ¿de acuerdo?

—Besossssssssss.

Corto la comunicación y cierro los ojos. La brisa del mar me da en la cara y estoy feliz. El día está siendo maravilloso y no quiero que acabe nunca. El móvil suena otra vez y, convencida de que es mi hermana, respondo:

—Pero mira que eres pesadita, Raquel, ¿qué narices quieres?

—Hola, guapísima, siento decirte que no soy la pesadita de Raquel.

Inmediatamente me doy cuenta de que es Fernanda, la hija del Bicharrón. Cambio mi tono de voz y suelto una carcajada.

—¡Ostras, Fernanda, perdona! Acababa de colgar a mi hermana y ya sabes lo pesadita que es…

Oigo cómo sonríe.

—¿Dónde estás? —me pregunta.

—En este momento en Sitges, Barcelona.

—¿Y qué haces allí?

—Trabajando.

—¿Hoy sábado?

—Nooooooooo… hoy no. Hoy disfruto del sol y la playa.

—¿Con quién estás?

Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder.

—Con gente de mi empresa —digo finalmente.

Annette se acerca a la mesa. Deja una Coca-Cola con mucho hielo y una cerveza sobre su superficie y se sienta a mi lado.

—¿Cuándo vienes a Jerez? Ya estoy esperándote.

—Dentro de unos días.

—¿Tanto vas a tardar?

—Me temo que sí.

—Joder —maldice.

Incómoda por cómo Annette me observa y escucha la conversación respondo:

—Tú pásalo bien. Ya sabes que por mí no tienes que guardar luto.

Fernanda resopla. Mis palabras no le han gustado y añade:

—Lo pasaré bien cuando tú llegues. Ya sabes que unas vacaciones sin mi jerezana preferida me saben a poco.

Me río. Annette me mira.

—Anda… no seas tonta, Fernanda. Tú pásalo bien y cuando llegue a Jerez te doy un toque y nos vemos, ¿de acuerdo?

Tras despedirnos, cierro el móvil, lo dejo sobre la mesa y cojo la Coca-Cola. Estoy sedienta. Durante unos segundos, Annette mira cómo bebo.

—¿Quién es Fernanda?

Dejo el vaso sobre la mesa y me retiro el pelo de la cara.

—Una amiga de Jerez. Quería saber cuándo voy a ir.

De pronto me doy cuenta de que le estoy dando explicaciones. ¿Qué hago? ¿Por qué se las doy?

—¿Una amiga… muy amiga? —insiste.

Sonrío al pensar en Fernanda.

—Dejémoslo en amiga.

La maravillosa mujer que está a mi lado asiente y mira al horizonte.

—¿Qué pasa? ¿Que tú no tienes amigas?

—Sí… y con algunas comparto sexo. ¿Compartes sexo tú con Fernanda?

Si me pudiera ver la cara, vería la cara de tonta que se me ha puesto con su pregunta.

—Alguna vez. Cuando nos apetece.

—¿Disfrutas con ella?

Esa pregunta tan íntima me parece totalmente fuera de lugar.

—Sí.

—¿Tanto como conmigo?

—Es diferente. Tú eres tú y ella es ella.

Annette me clava su mirada, me observa… me observa y me observa.

—Haces muy bien, Jud. Disfruta de tu vida y del sexo.

Tras aquello, no vuelve a preguntar sobre Fernanda. Nuestra conversación continúa y el buen rollito entre nosotras prosigue.

A las siete de la tarde decidimos regresar a Barcelona. De nuevo Annette me da las llaves del Lotus y yo conduzco encantada, disfrutando del momento.

Esa noche, cuando llegamos al hotel, Annette pide que nos suban algo de cena a mi habitación y durante horas hacemos salvajemente el amor.