Pídeme lo que quieras! 3

Dejo el ramo sobre mi mesa y firmo el papel que el chico me tiende. Una vez se va el mensajero, llevo las preciosas flores hasta el despacho de mi jefa. Las dejo encima de su mesa y me doy la vuelta para marcharme.

Disculpen por no aclarar que era un texto modificado.

Autor: Megan Maxwell

Es una trilogia y si quieren irla subiendo.

AL día siguiente, cuando llego a la oficina y entro en el despacho de mi jefa para buscar unos archivos, suspiro al recordar lo ocurrido allí el día antes. Casi no he dormido. Mi mente no ha parado de pensar en la señorita Kirschner y en lo sucedido entre nosotras. La noche anterior, cuando llegué a casa, vi en diferido el partido Alemania-Italia. ¡Vaya partidazo de Italia! Estoy deseando refregarle por la cara a ese listilla la eliminación de su país.

Valeria aparece y nos vamos juntas a desayunar. Allí se nos unen Paco y Raúl y charlamos divertidos, mientras yo observo la puerta de la entrada a la espera de que Annette, la jefaza, la mujer que me invitó a cenar y me puso como una moto, aparezca. Pero no lo hace. Eso me desilusiona, así que, en cuanto acabamos de desayunar, regresamos a nuestros puestos de trabajo.

Al llegar al despacho, Valeria se marcha a administración. Tiene que solucionar algo que la señorita Kirschner le pidió el día anterior.

Dispuesta a enfrentarme a un nuevo día, enciendo mi ordenador cuando suena mi teléfono. Es de recepción para indicarme que un joven con un ramo de flores pregunta por mí. ¡¿Flores?! Nerviosa, me levanto de mi silla. Nunca nadie me ha mandado flores y tengo clarísimo de quién son: Kirschner.

Con el corazón latiendo a mil por hora veo que se abren las puertas del ascensor y un joven con una gorra roja y un precioso ramo mira la numeración de los despachos. Pero, al darse cuenta de que lo estoy mirando, aprieta el paso.

—¿Es usted la señorita Flores? —pregunta al llegar frente a mí.

Quiero gritar: «¡Sí! ¡Diosssssssssss…!».

El ramo es espectacular. Rosas amarillas preciosas. ¡Divinas!

El joven de la gorra roja me mira y, finalmente, asiento a su pregunta. Me tiende el ramo y dice:

—Firme aquí y, por favor, entréguele este ramo a la señora Mónica Sánchez.

La mandíbula se me cae al suelo.

¿¡Es para mí jefa!?

Mi gozo en un pozo. Mis breves segundos de felicidad por creerme alguien especial se han borrado de un plumazo. Pero sin querer dar a entender mi decepción cojo el ramo, lo miro y casi lloro. Hubiera sido tan bonito que hubiera sido para mí…

Dejo el ramo sobre mi mesa y firmo el papel que el chico me tiende. Una vez se va el mensajero, llevo las preciosas flores hasta el despacho de mi jefa. Las dejo encima de su mesa y me doy la vuelta para marcharme. Pero entonces siento que me puede la curiosidad, así que me giro, busco entre las flores la tarjeta. La abro y leo: «Mónica, la próxima vez, ¿repetimos? Annette Kirschner».

Leer eso me pone furiosa. ¿Cómo que «repetimos»?

¡Por Dios! Pero si parece el anuncio de las Natillas: «¿Repetimos?».

Rápidamente dejo la notita en su sitio y salgo del despacho. Mi humor ahora es negro. Espero que nadie me tosa en las próximas horas o lo va a pagar muy caro. Me conozco y soy una mala arpía cuando me enfado.

Sin poder quitarme ese «¿Repetimos?» de la cabeza, comienzo a teclear un informe en mi ordenador, cuando aparece mi jefa.

—Buenos días, Judith. Pasa a mi despacho —me dice, sin mirarme.

¡No! Ahora no. Pero me levanto y la sigo.

Cuando entro y cierro la puerta ella ve el ramo de flores. Lo coge. Saca la tarjeta y la veo sonreír.

¡Será imbécil! Me pica el cuello. Jodido sarpullido.

—He hablado con Roberto, de personal —me dice.

¡Ay, madre! ¿Me va a despedir?

—Va a haber cambios en la empresa. Ayer tuve una reunión muy interesante con la señorita Kirschner cambiar algunas cosas en muchas de las delegaciones españolas.

Escuchar que tuvo una reunión interesante me molesta. Pero entonces, suena el teléfono y lo cojo rápidamente.

—Buenos días. Despacho de la señora Mónica Sánchez. Le atiende su secretaria, la señorita Flores.

¿En qué puedo ayudarlo?

—Buenos días, señorita Flores —¡Es Kirschner!—. ¿Me podría pasar con su jefa?

Con el corazón a mil por hora, consigo balbucear:

—Un momento, por favor.

Ni que decir tiene que mi jefa, en cuanto le digo que es ella, aplaude, no sólo con las manos, y me indica que salga del despacho. Aunque antes de salir la oigo decir:

—Holaaaaaaaaaaa. ¿Llegaste bien a tu hotel anoche?

¿Anoche? ¡¿Anoche?! ¿Cómo que anoche?

Cierro la puerta.

Pero ¡si anoche estuvo conmigo!

Entonces, rápidamente, mi prodigiosa mente imagina lo que ocurrió. Ella era la mujer con la que hablaba en el coche. Me dejó en casa y se fue con ella. ¿Volvería al Moroccio?

Cada segundo que pasa estoy más enfadada. Pero ¿por qué? La señorita Kirschner y yo no tenemos nada. Sólo cenamos, me metió mano por encima de la ropa y presenciamos juntas un espectáculo sexual.

¿Eso me da derecho a estar enfadada?

Regreso a mi silla y vuelvo a teclear en el ordenador. Tengo que trabajar. No quiero pensar. En ocasiones, pensar no es bueno, y ésta es una de esas ocasiones. A la una, mi jefa sale del despacho y, tras una mirada con Valeria, ella se levanta y se marchan juntas. Sé lo que van a hacer. Fornicarán como conejos durante las dos horas para comer, vete a saber dónde.

Trabajo, trabajo y más trabajo. Me centro en mi trabajo.

Estoy tan cabreada que me pongo a hacerlo con mucho ímpetu y me quito de encima un montón de papeleo. Sobre las dos y media llega Óscar, uno de los vigilantes jurado que hay en la puerta de la empresa.

—Esto lo ha dejado para ti el chófer de la señorita Kirschner —dice, entregándome un sobre.

Boquiabierta, miro el sobre cerrado con mi nombre escrito. Asiento a Óscar, y éste se va. Me quedo un rato observando el sobre y, sin saber por qué, abro un cajón y lo guardo en él. No pienso abrirlo hasta el lunes. Es viernes. Tengo jornada continua y salgo a las tres.

El teléfono suena. Lo cojo y, tras soltar toda la parafernalia de siempre, escucho al otro lado:

—¿Has abierto el paquete que te he enviado?

¡Kirschner! No respondo y ella añade:

—Te oigo respirar. Contesta.

Por mi mente pasa decirle mil cosas. La primera: «¡Mandona!». La segunda es peor.

—Señorita Kirschner, me acaba de llegar y he decidido dejarlo para el lunes —respondo finalmente.

—Es un regalo para ti.

—No quiero ningún regalo suyo —murmuro con un hilo de voz, sorprendida por sus palabras.

—¿Por qué?

—Porque no.

—¡Ah! Señorita Flores, esa contestación no me vale. Ábralo por favor.

—No —insisto.

La oigo resoplar… La estoy enfadando.

—Por favor, ábrelo.

—¿Y por qué tengo que abrirlo?

—Jud, porque es un regalo que he comprado pensando en ti.

Vaya… ¿Vuelvo a ser Jud?

Y como soy una blanda, una tonta y además una curiosa de remate, al final abro el cajón, saco el sobre y tras rasgarlo miro en su interior.

—¿Qué es esto?

La oigo reír.

—Dijiste que estabas dispuesta a todo.

—¿Eh? Bueno… yo…

—Te gustarán, pequeña, te lo aseguro —me interrumpe—. Uno es para casa y otro para que lo lleves en el bolso y lo puedas utilizar en cualquier lugar y en cualquier momento.

Al escuchar el tono de su voz al decir «en cualquier momento», se me corta la respiración. ¡Dios, ya estamos otra vez!

—Estaré en tu casa a las seis —afirma antes de que yo pueda contestarle—. Te enseñaré para qué sirven.

—No, no estaré. Voy al gimnasio.

—A las seis.

La comunicación se corta y yo me quedo con cara de tonta.

Mientras oigo el pitido de la línea al otro lado del teléfono, deseo soltar por mi boca cientos de improperios. Pero sólo los escucharía yo. Ella ya no está.

Enfadada, cuelgo el teléfono. Miro de nuevo dentro del sobre y leo «Vibrador Fairy. Estrella en Japón». En ese momento, mi cuerpo reacciona y resoplo. Finalmente lo guardo en el bolso y apoyo los codos en la mesa y mi cabeza entre mis manos.

—Debo parar esto —digo en voz baja—. Pero ¡ya!

Cuando llego a casa, mi Curro me recibe. Es un encanto. Leo la nota en que mi hermana me explica que le ha dado la medicación y sonrío. Qué mona es.

Tras quitarme la ropa me pongo algo más cómodo y me preparo algo de comer. Cocino unos ricos macarrones a la carbonara, me lleno el plato y me siento en el sofá a ver la tele mientras los devoro.

Cuando acabo con todo el plato, me recuesto en el sofá y, sin darme cuenta, me sumerjo en un sueño profundo hasta que un sonido estridente me despierta de repente. Adormilada, me levanto y el pitido vuelve a sonar. Es el telefonillo.

—¿Quién es? —pregunto, frotándome los ojos.

—Jud. Soy Annette.

Entonces, me despierto rápidamente. Miro el reloj. Las seis en punto. ¡Por favor! Pero ¿cuánto he dormido? Me pongo nerviosa. Mi casa está hecha un desastre. El plato con los restos de la comida sobre la mesa, la cocina empantanada y yo tengo una pinta horrible.

—Jud, ¿me abres? —insiste.

Quiero decirle que no. Pero no me atrevo y, tras resoplar, aprieto el botón. Rápidamente cuelgo el telefonillo. Sé que tengo un minuto y medio más o menos hasta que suene el timbre de la puerta de mi casa. Como Speedy González salto por encima del sillón. No me dejo los dientes en la mesa de milagro.

Cojo el plato. Salto de nuevo el sillón. Llego a la cocina y, antes de que pueda hacer un movimiento más, oigo el timbre de mi puerta. Dejo el plato. Le echo agua para que no se vean los restos.

¡Oh, Dios, está todo sin fregar!

El timbre vuelve a sonar. Me miro en el espejo. Tengo el pelo enmarañado. Lo arreglo como puedo y corro a abrir la puerta.

Cuando abro, jadeo por las carreras que me he metido y me sorprendo al ver a Annette vestida con un vaquero y una camisa oscura. Está guapísima. Siento cómo su mirada me recorre y pregunta:

—¿Estabas corriendo?

Como si fuera tonta, me apoyo en la puerta. Menudas carreras me acabo de meter. Ella me mira de arriba abajo. Estoy a punto de gritarle: «¡Ya lo sé! Estoy horrible». Pero me sorprende cuando me dice:

—Me encantan tus zapatillas.

Me pongo roja como un tomate al mirar mis zapatillas de Bob Esponja que mi sobrina me regaló. Annette entra sin que yo la invite. Curro se acerca. Para ser un gato es muy sociable. Annette se agacha y lo acaricia.

A partir de ese momento Curro se convierte en su aliado.

Cierro la puerta y me apoyo en ella. Curro es tan maravilloso que no puedo dejar de sonreír. Annette me mira, se levanta y me entrega una botella.

—Toma, preciosa. Ábrela, ponla en una cubitera con bastante hielo y coge dos copas.

Asiento sin rechistar. Ya está dando órdenes.

Al llegar a la cocina, saco la cubitera que me regaló mi padre, echo hielo en ella, abro la botella y, al meterla en el hielo, me fijo con curiosidad en las pegatinas rosas y leo «Moët Chandon Rosado».

—Dijiste que te gustaba la fresa —escucho mientras siento cómo me pasa la mano por la cintura para acercarme a ella—. En el aroma de ese champán domina el aroma de fresas silvestres. Te gustará.

Extasiada por su cercanía, cierro los ojos y asiento. Me pone como una moto. De pronto, me da la vuelta y quedo apoyada entre el frigorífico y ella. Mi respiración se agita. Ella me mira. Yo la miro y entonces hace eso que tanto me gusta. Se agacha, acerca su lengua a mi labio superior y lo repasa.

¡Dios, qué bien sabe!

Abro mi boca a la espera de que ahora me repase el labio de abajo, pero no. Me equivoco. Me levanta entre sus brazos para tenerme a su altura y luego mete su lengua directamente en mi boca con una pasión voraz.

Incapaz de seguir colgada como un chorizo, enrosco mis piernas en su cintura y, cuando ella pega su pelvis en el centro de mi deseo, me derrito. Sentir su humedad caliente sobre mí me hace querer desnudarla. Pero entonces separa su boca de la mía y me pregunta:

—¿Dónde está lo que te he regalado hoy?

Vuelvo a ponerme colorada.

¿Esta mujer sólo piensa en sexo? Vale, yo también.

Sin embargo, incapaz de no responder a sus inquisidores ojos, respondo:

—Allí.

Sin soltarme, mira en la dirección que le he dicho. Camina hacia allí conmigo enlazada a su cuerpo y me suelta. Abre el sobre, saca lo que hay en él y rompe el plástico del embalaje, primero de una cosa y luego de la otra. Mientras lo hace, no me quita ojo y eso que respira con más intensidad. Me agita.

—Coge el champán y las copas.

Lo hago. Esta tía va al grano. Cuando acaba de sacar los artilugios de su embalaje camina hacia la cocina y los mete bajo el grifo. Luego, los seca con una servilleta de papel y vuelve de nuevo hacia mí y me coge de la mano.

—Llévame a tu habitación —me dice.

Dispuesta a llevarla hasta el mismísimo cielo en mis brazos si fuera necesario, la conduzco por el pasillo hasta llegar ante la puerta de mi habitación. La abro y ante nosotros queda expuesta mi bonita cama blanca comprada en Ikea. Entramos y me suelta la mano. Dejo el champán y las dos copas sobre la mesilla, mientras ella se sienta en la cama.

—Desnúdate.

Su orden me hace salir del limbo de fresas y burbujitas en el que ella me había sumergido y, todavía excitada, protesto:

—No.

Sin apartar su mirada de mí, repite sin cambiar su gesto:

—Desnúdate.

Chamuscada en el horno de emociones en el que me encuentro, niego con la cabeza. Ella asiente. Se levanta con cara de mala leche. Tira los artilugios que lleva en su mano sobre la cama.

—Perfecto, señorita Flores.

¡Buenoooo!

¿Volvemos a las andadas?

Al verla pasar por mi lado, reacciono y la agarro por el brazo. Tiro de ella con fuerza.

—¿Perfecto qué, señorita Kirschner? —le pregunto, envalentonada.

Con gesto altivo, mira mi mano en su brazo. Entonces, la suelto.

—Cuando quiera comportarse como una mujer y no como una niña, llámeme.

Eso me enciende.

Me fastidia.

¿Quién se ha creído esa presuntuosa?

Yo soy una mujer. Una mujer independiente que sabe lo que quiere. Por ello respondo en los mismos términos:

—¡Perfecto!

Aquella contestación la desconcierta. La veo en sus ojos y en su mirada.

—¿Perfecto qué, señorita Flores?

Sin cambiar mi semblante serio, la miro e intento no desmayarme por la tensión que acumulo en mi cuerpo.

—Cuando quiera comportarse como una mujer y no creerse un ser todopoderoso a la que no se le puede negar nada, quizá la llame.

¿He dicho «quizá la llame»? Madre mía, pero ¿qué es eso de «quizá»?

Deseo a aquella mujer.

Deseo desnudarme.

Deseo que se desnude.

Deseo tenerla entre mis piernas y voy yo y le suelto: «Quizá la llame».

Una tensión endemoniada se cierne entre las dos. Ninguna parece querer dar su brazo a torcer, cuando mi mano busca la de ella y ésta, sorprendiéndome, la agarra. Lentamente y con cara de mala leche, se acerca a mí y me besa. Me pone su gesto serio.

¡Vaya, me encanta!

Me succiona los labios con deleite y yo le respondo poniéndome de puntillas. De nuevo se separa y se sienta en la cama. No hablamos. Sólo nos miramos. Me quito las zapatillas de Bob Esponja. Sin pestañear, le sigue el pantalón corto que llevo y a continuación la camiseta. Me quedo ante ella en ropa interior. Al ver que ella respira con profundidad, me siento poderosa. Eso me gusta. Me excita. Nunca he hecho una cosa así con una desconocida, pero descubro que me encanta.

Instintivamente me acerco a ella. La tiento. Veo que cierra los ojos y acerca su nariz a mis braguitas.

Doy un paso atrás y noto que se mosquea. Sonrío con malicia y ella me imita. Con una sensualidad que yo no sabía que tenía, me bajo un tirante del sujetador, luego el otro y vuelvo a acercarme a ella. Esta vez me agarra con fuerza por las nalgas y ya no puedo escapar. Vuelve a acercar su nariz a mis braguitas y me estremezco cuando siento su aliento y un dulce mordisco en mi depilado monte de Venus.

Sin hablar, levanta la cabeza y con una mano me saca del sujetador el pecho derecho. Me acerca más a ella y se mete el pezón en su boca con un gesto posesivo. ¡Dios! Estoy tan excitada que voy a gritar.

Juguetea con mi pecho mientras yo le revuelvo el pelo y la aprieto contra mí. Vuelvo a sentirme poderosa. Sensual. Voluptuosa. Me miro en los espejos de mi armario y la imagen es, como poco, intrigante. Morbosa. Cuando creo que voy a explotar, me separa de ella y, sin necesidad de que diga nada, sé lo que quiere. Me quito el sujetador y las bragas y quedo totalmente desnuda ante ella. Durante unos segundos veo cómo me recorre con su mirada hasta que dice:

—Eres preciosa.

Oír su sensual voz cargada de erotismo me hace sonreír y, cuando ella me tiende la mano, yo se la acepto.

Se levanta. Me besa y siento sus poderosas manos por todo mi cuerpo. Me deleito. Me tumba en la cama y me siento pequeña. Pequeñita. Annette Kirschner me mira altiva y un gemido sale de mi interior en el momento en que ella me coge de las piernas y me las separa.

—Tranquila, Jud, lo deseas.

Se quita la camisa y vuelvo a gemir. Aquella mujer es impresionante con sus sensuales pechos medianos. Aún con los pantalones puestos se pone a cuatro patas sobre mí y coge uno de los artilugios que me ha regalado.

—Cuando una mujer regala a otra mujer un aparatito de éstos —murmura, mientras me lo enseña—, es porque quiere jugar con ella y hacerla vibrar. Desea que se deshaga entre sus manos y disfrutar plenamente de sus orgasmos, de su cuerpo y de toda ella. Nunca lo olvides. —Como siempre, asiento como una tonta y ella prosigue—: Esto es un vibrador para tu clítoris. Ahora cierra los ojos y abre las piernas para mí —susurra—. Te aseguro que tendrás un maravilloso orgasmo.

No me muevo.

Estoy asustada.

Nunca he utilizado un vibrador para el clítoris y oír lo que ella me dice me avergüenza, pero me excita.

Annette ve la indecisión en mis ojos. Pasa su mano delicadamente por mi barbilla y me besa. Cuando se separa de mí pregunta:

—Jud, ¿te fías de mí?

La miro durante unos segundos. Es mi jefa. ¿Debo fiarme de ella?

Tengo miedo a lo desconocido. ¡No la conozco! Ni sé lo que me va a hacer.

Pero estoy tan excitada que, finalmente, vuelvo a asentir. Me besa e, instantes después, desaparece de mi vista. Siento cómo se acomoda entre mis piernas mientras yo miro el techo y me muerdo los labios.

Estoy muy nerviosa. Nunca he estado tan expuesta a una mujer. Mis relaciones hasta ese momento han sido de lo más normales y ahora, de repente, me encuentro desnuda en mi habitación, tumbada en la cama y abierta de piernas para una desconocida que encima ¡es mi jefa!

—Me encanta que estés totalmente depilada —susurra.

Me besa la cara interna de los muslos mientras con delicadeza me acaricia las piernas. Tiemblo.

Luego me las dobla y cierro los ojos para no observar la imagen grotesca que debo dar. Entonces siento sus dedos por mi vagina. Eso vuelve a estremecerme y, cuando su caliente boca se posa en ella, doy un salto. Annette comienza a mover su lengua como cuando lo hace sobre mi boca. Primero un lengüetazo, después otro y mis piernas, inconscientemente, se abren más. Su lengua va a mi clítoris. Lo rodea. Lo estimula y, en el momento en que se hincha, lo coge con los labios y tira de él. Jadeo.

Escucho un runrún. Un extraño ruido que pronto identifico como el vibrador. Annette lo pasa por la cara interna de mis muslos y tiemblo de excitación. Y, cuando lo pasa por mis labios vaginales, un electrizante gemido me hace abrir los ojos.

—Pequeña, te gustará —lo oigo decirme.

Y tiene razón.

¡Me gusta!

Esa vibración, acompañada del morbo del momento, me enloquece. Con cuidado abre los pliegues de mi sexo y coloca aquel aparato sobre mi bultito, sobre mi clítoris. Me muevo. Es electrizante. Segundos después, lo retira y siento su lengua succionarme con avidez. Pocos después, su boca se retira y vuelvo a sentir la vibración. Esta vez no encima de mi clítoris, sino al lado. De pronto, un calor enorme comienza a subirme del estómago hacia arriba. Siento que voy a estallar de placer, cuando me doy cuenta de que la vibración ha subido de potencia. Ahora es más fuerte, más devastadora. Más intensa. El calor se concentra en mi cara y en mi sien. Respiro agitadamente. Nunca había sentido ese calor. Nunca me había sentido así. Me siento como una flor a punto de abrirse al mundo.

¡Voy a explotar!

Y cuando no puedo más, un gemido incontrolable sale de mi boca. Cierro las piernas y me arqueo, convulsionándome, mientras ella retira el vibrador de mi clítoris. Durante unos segundos boqueo como un pez.

¿Qué ha pasado?

Al sentir que ella se tumba sobre mí y toma mi boca resurjo de mis cenizas y la beso. La deseo. Le devoro la boca en busca de más.

—Pídeme lo que quieras —escucho que me dice mientras me sigue besando.

Su voz, su tono al decir aquella insinuante frase me excita aún más. Le tomo la palabra y tomo su mano y la dirijo a mi sexo.

—Necesito tenerte dentro ¡ya!

Mi petición parece convertirse en su urgencia.

Rápidamente se quita los pantalones y las bragas. Se queda totalmente desnuda ante mí y me estremezco de placer. Annette es impresionante. Fuerte sin dejar de ser delicada, femenina. Su sexo  esta mojado. Paso los dedos por sus labios vaginales, cierra los ojos.

—Para un segundo o no podré darte lo que quieres.

Obediente, le hago caso mientras veo que se sube a la cama y se tumba entre mis piernas sin hablar. y sin dejar de mirarme a los ojos me penetra lentamente hasta el fondo con  sus largos dedos

—Así, pequeña, así. Ábrete para mí.

Inmóvil bajo su cuerpo, le permito entrar en mi interior.

¡Oh, sí, me gusta!

Sus dedos me enloquecen y siento cómo buscan refugio con desesperación dentro de mí. Me penetra hasta el fondo y yo jadeo cuando roza mi punto g. Mueve sus dedos junto con su cadera para llegar más a fondo.

—¿Te gusta así?

Asiento. Pero ella exige que le hable y para hasta que respondo:

—Sí.

—¿Quieres que continúe?

Deseosa de más, estiro mis manos, agarro su culo y la lanzo hacia mí. Sus ojos brillan, la veo sonreír y yo me arqueo de placer. Annette es poderosa y posesiva. Su mirada, su cuerpo, su feminidad pueden conmigo y cuando comienza una serie de rápidas envestidas y siento su mirada ardiente me corro de placer.

El juego continúa. Coge mis caderas con sus manos.

—Mírame, pequeña.

Abro los ojos y la miro. Es una diosa y yo me siento una simple mortal entre sus manos.

—Quiero que me mires siempre, ¿entendido?

No puedo evitar volver a asentir como una boba y no le quito el ojo de encima mientras, enardecida de nuevo, veo cómo une nuestros sexos. Ver su expresión y su mirada me enloquece.

Abro mis piernas todo lo que puedo para unirnos más y noto cómo mi clítoris se contrae contra el de ella. Tras varios vaivenes que me vuelven loca dentro y me revuelven por completo, Annette cierra los ojos y se corre tras un gruñido sexy, mientras me aprieta contra ella. Finalmente cae sobre mí.

Desnuda y con su cuerpo sobre el mío, intento recuperar el control de mi respiración. Lo ocurrido ha sido ¡fantástico! Le acaricio la cabeza, que reposa sobre mi cuerpo, con mimo y aspiro su perfume. Es femenino y me gusta. Noto su boca sobre mi pecho y eso también me gusta. No quiero moverme. No quiero que ella se mueva. Quiero disfrutar de ese momento un segundo más. Pero entonces, ella rueda hacia el lado derecho de la cama y me mira.

—¿Todo bien, Jud?

Digo que sí con la cabeza. Ella sonríe.

Instantes después veo que se levanta y se marcha de la habitación. Oigo la ducha. Deseo ducharme con ella pero no me ha invitado. Me siento en la cama sudorosa y veo en mi reloj digital que son las siete y media.

¿Cuánto tiempo hemos estado jugando?

Minutos después aparece desnuda y mojada. ¡Apetecible! Me sorprendo al darme cuenta de que coge las bragas y se las pone.

—Anoche perdisteis el partido de fútbol contra Italia. ¡Lo siento! Os mandaron a casita.

Annette me mira y añade:

—Sabemos perder, te lo dije. Otra vez será.

Sigue vistiéndose sin inmutarse por lo que le acabo de decir.

—¿Qué haces? —le pregunto.

—Vestirme.

—¿Por qué?

—Tengo un compromiso —responde escuetamente.

¿Un compromiso? ¿Se va y me deja así?

Irritada por su falta de tacto, tras lo que ha ocurrido entre nosotras, me pongo la camiseta y las bragas.

—¿Vas a repetir con mi jefa? —le suelto, incapaz de morderme la lengua.

Eso la sorprende.

¡Ay, Dios! Pero ¿qué he dicho?

Sin mover un solo músculo de su cara se acerca a mí, vestida únicamente con las bragas.

—Sabía que eras curiosa, pero no tanto como para leer las tarjetas que no son para ti —me dice, escrutándome con su mirada.

Eso me avergüenza. Acabo de dejar constancia de que soy una fisgona. Pero sigo mostrándome incapaz de contener mi lengua.

—Lo que tú pienses me da igual —le digo.

—No debería darte igual, pequeña. Soy tu jefa.

Con un descaro increíble, la miro, me encojo de hombros y respondo:

—Pues me lo da, seas mi jefa o no.

Me levanto de la cama y camino hacia la cocina.

Quiero agua, ¡agua! No champán con olor a fresas. Cuando me vuelvo está detrás de mí.

—¿Qué haces que no te vistes y te vas? —le pregunto sin inmutarme y levantando una ceja.

No responde. Sólo me mira, desafiante, con los ojos entornados.

Furiosa la empujo y salgo de la cocina.

Camino de vuelta a mi habitación y siento que viene detrás de mí.

—Vístete y vete de mi casa —le grito, volviéndome hacia ella—. ¡Fuera!

—Jud… —oigo que me dice en voz baja.

—¡Ni Jud, ni leches! Quiero que te vayas de mi casa. Pero, vamos a ver: ¿para qué has venido?

Me mira con un gesto que me impulsa a partirle la cara. Me contengo. Es mi jefa.

—Vine a lo que tú ya sabes.

—¡¿Sexo?!

—Sí. Quedé en que te enseñaría a utilizar el vibrador.

Dice eso y se queda tan tranquila. ¡Flipante!

—Pero ¿es que me crees tan tonta como para no saber cómo se utiliza? —vuelvo a gritarle, presa de los nervios.

—No, Jud —comenta con aire distraído, mientras me sonríe—. Simplemente quería ser la primera en hacerlo.

—¿La primera?

—Sí, la primera. Porque estoy convencida de que a partir de hoy lo utilizarás muchas veces, mientras piensas en mí.

Esa seguridad chulesca me mata y, torciendo el gesto, replico, dispuesta a todo:

—Pero ¡serás creída! ¡Presumida! ¡Vanidosa y pretenciosa! ¿Tú quién te crees que eres? ¿El ombligo del mundo y la mujer más irresistible de la Tierra?

Con una tranquilidad que me desconcierta, responde mientras se pone el pantalón:

—No, Jud. No me creo nada de eso. Pero he sido la primera que ha jugado con un vibrador en tu cuerpo. Eso, te guste o no, nunca lo podrás obviar. Y aunque en un futuro juegues sola o con otras mujeres, siempre… sabrás que yo fui la primera.

Escucharla decir aquello me excita.

Me calienta.

¿Qué me pasa con esa mujer?

Pero no estoy dispuesta a caer en su influjo.

—Vale, habrás sido la primera. Pero la vida es muy larga y te aseguro que no serás la única. El sexo es algo estupendo en esta vida y siempre lo he disfrutado con quien he querido, cuando he querido y como he querido. Y tiene razón, señorita Kirschner. Le tengo que dar las gracias por algo. Gracias por no regalarme unas insulsas rosas y regalarme un vibrador que estoy segura que me resultará de gran ayuda cuando esté practicando sexo con otras mujeres. Gracias por alegrar mi vida sexual.

La oigo resoplar. Bien. La estoy cabreando.

—Un consejo —me replica, contra todo pronóstico—. Lleva el otro vibrador que te he regalado siempre en el bolso. Tiene forma de barra de labios y reúne toda la discreción para que nadie, excepto tú, sepa lo que es. Estoy segura de que te será de gran utilidad y que encontrarás sitios discretos para utilizarlo sola o en compañía.

Eso me descoloca. Esperaba que me mandara a freír espárragos, no aquello. Malhumorada, me dispongo a sacar a la arpía mal hablada que hay en mí, cuando me coge por la cintura y me atrae hacia ella. La miro y, por un momento, me siento tentada a subir la rodilla y darle en su sexo. Pero no. No puedo hacer eso. Es la señorita Kirschner y me gusta mucho. Entonces, me coge

de la barbilla y me hace mirarla a los ojos. Y antes de que pueda hacer o decir nada, saca su lengua y me la pasa por el labio superior. Después me succiona el inferior y cuando siento su mano contra mi entrepierna, murmura:

—¿Quieres que te folle?

Quiero decirle que no.

Quiero que se vaya de mi casa.

¡La odio por cómo me utiliza!

Pero mi cuerpo no responde. Se niega a hacerme caso. Sólo puedo seguir mirándola mientras un deseo inmenso crece con fuerza en mi interior y yo ya no me reconozco. ¿Qué me pasa?

—Jud, responde —exige.

Convencida de que sólo puedo contestar que sí, asiento y a, sin miramientos, me da la vuelta entre sus brazos. Me hace caminar ante ella hasta la cama de mi habitación. Me planta las manos en ella y me inclina hacia adelante. Después me arranca las bragas de un tirón y yo gimo. No puedo moverme mientras siento que mete tres de sus dedos en mi, mientras con la otra me masajea las nalgas. Cierro los ojos, mientras imagino su mirada. No sé qué estoy haciendo. Sólo sé que estoy a su merced, dispuesta a que haga lo que quiera conmigo.

—Súbete a la cama—susurra en mi oído. Retira sus dedos para que yo cumpla con su orden.

Mis piernas tienen vida propia y hacen lo que ella pide mientras me acaricia el trasero con una mano. Se coloca detrás de mí, me acaricia el muslo y sin más me vuelve a penetrar con tres dedos.

Me dejo hacer. Recargo mi cuerpo en ella.

—Sí, pequeña, así.

Eso me aviva. Luego, me da un apretón en el seno exigente. ¡Me gusta!

La palma de su mano presionaba mi clítoris. Jadee.

Volvió retirar sus dedos de mí, gruñí.

-ponte en cuatro.

Obedecí.

Hundió sus dedos en mi interior, esta vez los movía más rápido haciendo círculos. Su otra mano estimulaba mi clítoris. No aguantare mucho a ese ritmo.

—Otro día —me dice—, te follaré con un strap-on.

Le digo que sí. Quiero que lo haga.

Quiero que lo haga ya. No quiero que se vaya. Quiero… quiero…

Sus penetraciones se hacen cada segundo más lentas y yo me muevo nerviosa, incitándola a que suba el ritmo. Ella lo sabe. Lo intuye y pregunta cerca de mi oreja con su voz sensual.

—¿Más?

—Sí… sí… Quiero más.

Una nueva penetración hasta el fondo. Jadeo por el placer.

—¿Qué más quieres? —añade, mientras aprieta los dientes. Veo asía tras. Me mira, su mirada me indica que esta excitada.

—Más.

Grito de placer ante su nueva penetración.

—Sé clara, pequeña. Estás húmeda y caliente. ¿Qué quieres?

Mi mente funciona a una velocidad desbordante. Sé lo que quiero, así que, sin importarme lo que piense de mí, suplico:

—Quiero que me penetres fuerte. Quiero que…

Un grito escapa de mi boca al sentir cómo mis palabras la avivan. La siento jadear. La vuelven loca.

Sus penetraciones fuertes y profundas comienzan de nuevo y yo me arqueo dispuesta a más y más, hasta que llego el clímax.

Agotada y satisfecha, caigo de cara a la cama. La siento apoyada en mi espalda y eso me reconforta.

Al cabo de un rato me incorporo y suspiro mientras me doy aire. Tengo calor. En esa ocasión soy yo la que se marcha directa a la ducha, donde disfruto en soledad de cómo el agua resbala por mi cuerpo.

Me demoro más de lo normal. Sólo espero que ella no esté cuando salga. Sin embargo, cuando lo hago la veo apaciblemente sentada en la cama con la copa de champán en la mano.

Mi gesto es un poema. Me doy cuenta de que mi ceño está fruncido y mi boca, tensa.

La miro. Me mira y, cuando veo que ella va a decir algo, levanto la mano para interrumpirla:

—Estoy cabreada. Y cuando estoy cabreada mejor que no hables. Por lo tanto, si no quieres que saque la Cruella de Vil que llevo dentro, coge tus cosas y márchate de mi casa.

Me toma de la mano.

—¡Suéltame!

—No. —Tira de mí hasta dejarme entre sus piernas—. ¿Quieres que me quede contigo?

—No.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Vas a responder continuamente con monosílabos?

La carbonizo con la mirada.

Frunzo mis ojos y siseo con ganas de arrancarle aquella sonrisita de cabroncete de la boca:

—¿Qué parte de «Estoy cabreada» no has entendido?

Me suelta. Da un trago a su copa y, tras saborearla, susurra:

—¡Ah! Las españolas y vuestro maldito carácter. ¿Por qué seréis así?

Le voy a… Le voy a dar un guantazo.

Juro que como diga alguna perlita más le estampo la botella de etiqueta rosa en la cabeza, aunque sea mi jefa.

—De acuerdo, pequeña, me iré. Tengo una cita. Pero regresaré mañana a la una. Te invito a comer y, a cambio, tú me enseñarás algo de Madrid, ¿te parece?

Con un gesto serio que incluso el mismísimo Robert De Niro sería incapaz de poner, la miró y gruño:

—No. No me parece. Que te enseñe Madrid otra española. Yo tengo cosas más importantes que hacer que estar contigo de turismo.

Y vuelve a hacerlo. Se acerca a mí, pone sus labios frente a mi boca, saca su lengua, recorre mi labio superior y añade:

—Mañana pasaré a buscarte a la una. No se hable más.

Abro la boca estupefacta y resoplo. Ella sonríe.

Quiero mandarla a que le den por donde amargan los pepinos, pero no puedo. El hipnotismo de sus ojos no me deja. Finalmente, mientras tira de mí en dirección a la puerta dice:

—Que pases una buena noche, Jud. Y si me echas de menos, ya tienes con qué jugar.

Poco después se va de mi casa y yo me quedo como una imbécil mirando la puerta.