Pídeme lo que quieras! 2
Entonces, el recorrido de sus labios se detiene frente a mi boca. Sin dejar de mirarme, saca su húmeda lengua, la pasa por mi labio superior, después por el inferior y, finalmente, me da un leve y dulce mordisquito en el labio.
Autor: Megan Maxwell.
A la mañana siguiente, cuando llego a la oficina, la primera persona que me encuentro al entrar en la cafetería es a la señorita Kirschner. Noto que levanta la vista y me mira, pero yo me hago la sueca. No me apetece saludarla.
Ahora ya sé quién es y siempre he pensado que los jefazos cuanto más lejos, mejor. Lagarta, lagarta- Pero la verdad es que esta mujer me pone nerviosa. Desde su posición y escondida tras el periódico, intuyo que me está observando, que me está estudiando. Levanto los ojos y ¡zas! Tengo razón.
Me bebo rápidamente el café y me voy. Tengo que trabajar.
Durante el día vuelvo a coincidir con ella en varios sitios. Pero cuando toma posesión del antiguo despacho de su padre, Que está frente al mío y conectado por el archivo al de mi jefa, ¡me quiero morir!
En ningún momento se dirige a mí, pero puedo sentir su mirada vaya por donde vaya. Intento esconderme tras la pantalla del ordenador, pero es imposible. Ella siempre encuentra la manera de cruzar su mirada con la mía.
Cuando salgo de la oficina, me voy directa al gimnasio. Una clase de spinning y un rato en el jacuzzi tras terminarla me quitan todo el estrés acumulado y llego a mi casa como una malva, lista para dormir.
Los siguientes días, más de lo mismo. La señorita Kirschner, esa guapa jefaza con la que he comenzado a soñar y a la que toda la oficina venera y lame el culo, aparece por todos los lados por donde me muevo, y eso hace que me ponga nerviosa.
Es seria, borde y apenas sonríe. Pero noto que me busca con la mirada y eso me desconcierta.
Los días van pasando y, finalmente, una mañana cruzo un par de sonrisitas con ella. Pero ¿qué estoy haciendo? Ese día ya no cierra la puerta de su despacho y su ángulo de visión es aún mejor. Me tiene totalmente controlada. ¡Qué agobio por Dios!
Por si fuera poco, cada día que coincido con ella en la cafetería me observa… me observa… y me observa. Aunque, cuando me ve aparecer con Valeria o los chicos, se va rápidamente. ¡Qué descanso!
Hoy estoy liadísima con cientos de papeles que la tiquismiquis de mi jefa me ha pedido. Como siempre, parece no recordar que Valeria, aunque sea la secretaria de la señorita Kirschner, es quien debe ocuparse del cincuenta por ciento del papeleo que gestionamos.
A la hora de comer aparece el objeto de mis sueños húmedos en el despacho y, tras clavar su insistente mirada sobre mí, entra en el despacho de mi jefa sin llamar para salir dos segundos después las dos juntas e irse a comer.
Cuando me quedo sola, me siento por fin aliviada. No sé qué me pasa con esa mujer, pero su presencia me acalora y me hace hervir la sangre. Tras recoger un poco mi mesa decido hacer lo mismo que ellas y me voy a comer. Pero es tal el agobio de papeles que sé que me espera que, en vez de utilizar mis dos horitas para ello, salgo sólo una hora y regreso en seguida.
Al llegar, meto mi bolso en mi cajonera, cojo mi iPod y me pongo mis auriculares. Si algo me gusta en esta vida es la música. Mi madre nos enseñó a mi padre, a mi hermana y a mí que la música es lo único que amansa a las fieras y reduce los males. Ése, entre otros muchos, es uno de sus legados y quizá por eso adoro la música y me paso el día tarareando canciones. Nada más encender el iPod comienzo a cantar mientras me lío con el papeleo. ¡Mi vida se reduce al papeleo!
Entro en el despacho de la tiquismiquis de mi jefa cargada con carpetas y abro una especie de vestidor que utilizamos como archivo. Ese vestidor comunica con el despacho de la señorita Kirschner, pero, como sé que no está, me relajo y comienzo a archivar mientras canturreo:
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
a pesar del dolor, eres tú quien me inspira.
No somos perfectos, somos polos opuestos.
Te amo con fuerza, te odio a momentos.
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
te regalaré el Sol siempre que me lo pidas.
No somos perfectos, sólo polos opuestos.
Mientras que sea junto a ti, siempre lo intentaría
¿Qué no daría…?
—Señorita Flores, canta usted fatal.
Esa voz. Ese acento.
La carpeta que tengo en las manos se me cae al suelo por el susto. Me agacho a cogerla y, ¡zas!, coscorrón que me meto con ella. Con la señorita Kirschner. ¡Con la angustia instalada en mi cara por la cantidad de meteduras de pata que estoy cometiendo con esa supermegajefaza alemána…! La miro y me
quito los auriculares.
—Lo siento, señorita Kirschner —murmuro.
—No pasa nada. —Toca mi frente y pregunta con familiaridad—. ¿Tú estás bien?
Como un muñequito de esos que hay en las partes traseras de algunos coches, asiento con la cabeza.
Otra vez me ha vuelto a preguntar si estoy bien ¡Qué mona! Sin poder evitarlo, mis ojos y todo mi ser le hacen un escaneo en profundidad: alta, pelo castaño con mechas rubias, treinta y pocos años, atractiva, ojos grises, voz profunda y sensual… Vamos, una pibonaza en toda regla.
—Siento haberte asustado —añade—. No era mi intención.
Vuelvo a mover mi cabeza como un muñeco. ¡Seré boba! Me levanto del suelo con la carpeta en mis manos y pregunto:
—¿Ha venido con usted la señora Sánchez?
—Sí.
Sorprendida, porque no la he oído entrar en su despacho, comienzo a intentar salir del archivo, cuando la alemána me agarra del brazo.
—¿Qué cantabas?
Aquella pregunta me pilla tan de sorpresa que estoy a punto de soltarle: «¿Y a ti qué te importa?». Pero, afortunadamente, contengo mi impulsividad.
—Una canción.
Sonríe. ¡Dios! ¡Qué sonrisa!
—Lo sé… La letra me gustó. ¿Qué canción es?
—Blanco y negro de Malú, señorita.
Pero parece que mis palabras le hacen gracia. ¿Se estará riendo de mí?
—¿Ahora que sabes quién soy me llamas señorita?
—Disculpe, señorita Kirschner—aclaro con profesionalidad—. En el ascensor no la reconocí. Pero ahora que ya sé quién es, creo que debo tratarla como se merece.
Ella da un paso hacia mí y yo doy otro hacia atrás. ¿Qué hace?
Ella vuelve a dar otro paso y yo, al intentar hacer lo mismo, me pego contra el archivador. No tengo salida. La señorita Kirschner, esa tía sexy a la que hace unos días metí un chicle de fresa en la boca, está casi encima de mí y se está agachando para ponerse a mi altura.
—Me gustabas más cuando no sabías quién era —murmura.
—Señorita, yo…
—Annetta. Mi nombre es Annette.
Confundida y atacada de los nervios por el morbo que esa gigante me está provocando, trago el nudo de emociones que me cosquillea por todo el cuerpo.
—Lo siento, señorita. Pero no creo que esto sea correcto.
Y, sin pedirme permiso, me quita el bolígrafo que me sujeta el moño y mi lacio y oscuro pelo cae alrededor de mis hombros. Yo la miro. Ella me mira también. Y a nuestras miradas le sigue un más que significativo silencio en el que las dos respiramos con irregularidad.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —me pregunta, rompiendo el silencio.
—No, señorita —respondo al punto del colapso.
—Entonces, ¿dónde has dejado a la chica chispeante del ascensor?
Cuando voy a responder, oigo las voces de mi jefa y Valeria que entran en el despacho. Kirschner pega su cuerpo al mío y me ordena callar. Sin saber muy bien por qué, le hago caso.
—¿Dónde está Judith? —oigo que pregunta mi jefa.
—Casi con seguridad, te diría que en la cafetería. Habrá ido a por una Coca-Cola. Tardará en regresar —responde Valeria, y cierra la puerta del despacho de mi jefa.
—¿Segura?
—Segura —insiste Valeria—. Vamos, ven aquí y déjame ver qué llevas hoy bajo la falda.
¡Dios! Esto no puede estar pasando.
La señorita Kinschner no debería ver lo que creo que esas dos están a punto de hacer. Pienso. Pienso cómo entretenerla o despistarla, pero no se me ocurre nada. Aquella mujer está casi encima de mí, sin quitarme ojo.
—Tranquila, señorita Flores. Dejémoslas que se diviertan —me susurra.
¡Me quiero morir!
¡¡Qué vergüenza!!
Instantes después no se oye nada a excepción del sonido de las bocas y las lenguas de esas dos al chocar. Asustada ante aquel incómodo silencio, miro por la abertura de la puerta del archivo y me tapo la boca al ver a mi jefa sentada sobre su mesa y a Valeria manoseándola. Mi respiración se agita y Kirschner sonríe desde su altura. Me pasa la mano por la cintura y me acerca más a ella.
—¿Excitada? —me pregunta.
La miro y no hablo. No pienso contestar esa pregunta. Estoy avergonzada por lo que estamos presenciando las dos juntas. Pero sus ojos inquisidores se clavan en mí y ella acerca todavía más su boca a la mía.
—¿Te excita más el fútbol que esto? —insiste.
¡Oh, Dios! Me excita ella. Ella, ella y ella.
¿Cómo no excitarme con una mujer como ésa encima de mí y ante una situación semejante? ¡A la
porra el fútbol! Al final, vuelvo a asentir como un muñequito. No tengo vergüenza.
Kirschner, al verme tan alterada, también mueve su cabeza. Mira por la rendija y me arrastra hasta
quedar ambas delante del hueco de la puerta. Lo que veo me deja sin habla. Mi jefa se encuentra abierta
de piernas sobre la mesa, mientras Valeria pasea su boca con avidez por la entrepierna de ella. Cierro los
ojos. No quiero ver aquello. ¡Qué vergüenza! Instantes después, la alemana, que continúa agarrándome con
fuerza, vuelve a empujarme contra el archivador y pregunta cerca de mi oreja:
—¿Te asusta lo que ves?
—No… —Ella sonríe y yo añado entre cuchicheos—: Pero no me parece bien que las estemos
mirando, señorita Kirschner. Creo que…
—Mirarlas no nos hará daño y, además, es excitante.
—Es mi jefa.
Hace un gesto afirmativo y, mientras pasea su boca por mi oreja, susurra:
—Daría todo lo que tengo porque fueras tú quien esté sobre la mesa. Pasearía mi boca por tus muslos,
para después meter mi lengua en tu interior y hacerte mía.
Boquiabierta.
Pasmada.
Alucinada.
Pero ¿qué me ha dicho esa mujer?
Impresionada y altamente excitada, voy a contestarle una fresca cuando, de repente, todo mi cuerpo reacciona y siento que mi vientre se deshace. Lo que esa mujer acaba de decir me altera y no lo puedo disimular, por mucho que sea una grosería por su parte. Entonces, el recorrido de sus labios se detiene frente a mi boca. Sin dejar de mirarme, saca su húmeda lengua, la pasa por mi labio superior, después por el inferior y, finalmente, me da un leve y dulce mordisquito en el labio.
No me muevo. ¡No puedo ni respirar!
Al ver que mi respiración se agita, vuelve a sacar su lengua e, inconscientemente, abro la boca.
Quiero más. Sus pupilas se dilatan. Seguro de lo que está haciendo, mete su lengua en el interior de mi boca y, con una pericia que me deja sin sentido, comienza a moverla hasta hacerme perder el sentido.
Olvidándome de todo, respondo a sus exigencias y en seguida siento que soy yo la que se aprieta contra sus pechos en busca de algo más. Me dejo llevar por mi deseo. Durante unos segundos, nos besamos apasionadamente en el más absoluto de los silencios mientras escuchamos los placenteros gemidos de mi jefa. Mi cuerpo tiembla al contacto con su cuerpo. Siento cómo sus manos me aprietan el trasero y deseo gritar… pero ¡de gusto! Instantes después, saca su lengua de mi boca y, sin apartar sus grises ojos de mí, pregunta:
—¿Cenas conmigo?
Vuelvo a mover la cabeza, pero esta vez para negarme. No pienso cenar con ella. Es la jefaza, la dueña de la empresa. Pero mi respuesta parece no agradarle y afirma:
—Sí. Cenas conmigo.
—No.
—¿Te gusta llevarme la contraria?
—No, señorita.
—¿Entonces?
—Yo no ceno con jefes.
—Conmigo sí.
Su proximidad es irresistible y el nuevo asalto a mi boca es arrebatador. Si antes hubo llamaradas, ahora es puro fuego. Ardor… Calor… Y cuando consigue que toda yo me convierta en gelatina entre sus manos, vuelve a sacar su lengua de mi boca y amaga una sonrisa. ¡Me encantan esos amagos!
Sin habla y perturbada, la miro. ¿Qué narices estoy haciendo? Sin moverse un milímetro de su posición, saca una Blackberry negra y comienza a teclear en ella.
Minutos después oigo que llaman a la puerta de mi jefa, mientras ella me pide silencio. Valeria y ella se recomponen rápidamente y no puedo evitar sorprenderme de su capacidad de reacción. Segundos después, Valeria abre.
—Disculpe, señora Sánchez —dice un desconocido—. La señorita Kirschner quiere tomar un café con usted. La espera en la cafetería de la planta nueve.
A través de la puerta entreabierta y aún con la alemana encima, veo cómo Valeria se marcha y mi jefa saca un neceser de uno de los cajones de su mesa. Se repasa los labios rápidamente y, tras colocarse el pelo y la ropa, sale del despacho. En ese momento, siento que la presión que ejerce esa mujer sobre mí se relaja y me suelta.
—Escuche, señorita Kirschner …
Pero no me deja hablar. Vuelve a ponerme un dedo en la boca. Me siento tentada de morderlo, pero me contengo. Y, tras abrir las puertas del archivo, me mira y me dice:
—De acuerdo. No nos tutearemos. —Camina hacia la puerta y añade con una seguridad aplastante—:
La paso a recoger por su casa a las nueve. Póngase guapa, señorita Flores. Y yo, me quedo mirando la puerta como una tonta.
Pero ¿de qué va esta tía? Quiero gritar que no, pero si lo hago, toda la oficina me oiría. Acalorada y frenética salgo del archivo y, mientras camino hacia mi mesa, suena mi móvil. Un mensaje. Lo abro y me quedo a cuadros cuando leo: «Soy la jefe y sé dónde vive. No se le ocurra no estar preparada a las nueve en punto».
A las siete y media llego a mi casa. Saludo a mi gato Curro que acude a recibirme acercándose muy despacio. Una vez dejo el bolso sobre el sofá color berenjena, me dirijo hacia la cocina, cojo unas gotas, abro la boca de Curro y le doy su medicación. El pobre ni se inmuta.
Tras darle su ración de mimos, abro la nevera para tomarme una Coca-Cola. Tengo un vicio con las Coca-Colas… ¡tremendo! Sin pensar en nada más, miro el montonazo de plancha que tengo esperándome en la silla. Aunque esto de vivir sola y ser independiente tiene sus cosas buenas, seguro que si aún
estuviera viviendo con mi padre, esa ropa ya estaría planchadita y colgada en el armario.
Tras acabarme la lata me voy directa a la ducha.
Antes pongo un CD de Guns’n’Roses. Me encanta este grupo. Y Axl, el cantante, con esos pelos y esa cara tan de guiri, y con su particular movimiento de caderas. ¡Me vuelve loca! Entro en el baño. Me quito la ropa mientras tarareo Sweet Child O´Mine:
She´s got a smile that it seems to me,
Reminds me of childhood memories
Where everything was as fresh as the brigh blue sky.
¡Vaya, qué marcha! ¡Qué voz tiene ese hombre! Instantes después, suspiro al sentir cómo cae el agua caliente por mi piel. Me hace sentir limpia. Pero, de repente, la señorita Kirschner y su manera de hablarme aparecen en mi mente y mis manos, resbaladizas por el jabón, bajan por mi cuerpo. Abro las
piernas y me toco. ¡Oh, sí, Kirschner! Pensar en su boca, en cómo recorrió mis labios con su lengua me enciende. Recordar sus ojos y todo
ella me pone a cien. ¡Calor de nuevo! Mis manos vuelan sobre mí y una de ellas se para en mi pecho derecho mientras la desgarradora voz del cantante de Guns’n’Roses continúa su canción. Me toco el pezón derecho con el pulgar y éste se hincha. ¡Más calor!
Cierro los ojos y pienso que es Kirschner quien lo toca, quien lo endurece. No la conozco. No sé nada de ella. Pero sí sé que su cercanía me pone como una moto. Un jadeo sale de mi boca justo en el momento en que oigo sonar mi teléfono. Paso de él. No quiero interrumpir este momento. Pero al sexto pitido abro los ojos, salgo de mi burbuja de placer, cojo la toalla y corro a mi habitación para cogerlo.
—¿Por qué has tardado tanto en cogerlo?
Es mi hermana. Como siempre tan oportuna y tan preguntona.
—Estaba en la ducha, Raquel. ¿Alguna objeción?
Su risita me hace reír a mí también.
—¿Cómo está Curro?
Me encojo de hombros y suspiro.
—Igual que ayer. Poco más puedo decir.
—Cuchufleta, tienes que estar preparada. Recuerda lo que dijo el veterinario.
—Lo sé, lo sé.
—¿Te ha llamado Fernanda? —me pregunta tras un breve silencio.
—No.
—¿Y la vas a llamar tú a ella?
—No.
Como mi hermana no se contenta con lo que respondo, insiste:
—Judith, esa chica te conviene. Tiene un trabajo estable, es guapa, amable y…
—Pues líate tú con ella.
—¡Judith! —protesta mi hermana.
Fernanda es la típica amiga de toda la vida. Ambas somos de Jerez. Mi padre y su padre viven en esa preciosa localidad y nos conocemos desde pequeñas. En la adolescencia comenzamos un tonteo que continuamos en la madurez. ella vive en Valencia y yo en Madrid. Es inspectora de policía, y nos vemos en
las vacaciones de verano e invierno cuando los dos vamos a Jerez o en viajecitos relámpago que ella hace a Madrid con cualquier excusa para verme.
Es alta, morena y divertida. Con ella te puedes pasar horas riendo, porque tiene una gracia y un salero que no se pueden aguantar. El problema es que yo no estoy colgada por él como sé que él lo está por mí.
Me gusta. Es mi rollito de verano y compartimos fluidos cuando viene a verme. Pero nada más. Yo no quiero nada más, aunque mi hermana, mi padre y todos los amigos de Jerez se empeñen en emparejarnos una y otra vez.
—Escucha, Judith, no seas tonta y llámala. Dijo que iría a verte antes de ir a Jerez y seguro que lo
hace.— ¡Dios! ¡Qué pesadita eres, Raquel!
Mi hermana siempre me hace lo mismo: me lleva al límite y, cuando ve que voy a salir por peteneras,
cambia de conversación.
—¿Vienes a casa a cenar?
—No. Tengo una cita.
Oigo que resopla.
—¿Y se puede saber con quién? —pregunta.
—Con una amiga —miento. Con lo puritana que es, si le digo que es con mi jefa, seguro que le da un patatús—. Y ahora, hermanita, se acabó de preguntar.
—Vale, tú sabrás lo que haces. Pero sigo pensando que estás haciendo el tonto con Fernanda y, al final, se va a cansar de ti. ¡Ya lo verás!
—¡Raquel!
—Vale, vale, Cuchu, no digo nada más. Por cierto, hoy he vuelto a recibir flores de Jesús. ¿Qué piensas?
—Joder, Raquel, ¿qué quieres que piense? —respondo molesta—. Pues que es un detalle bonito.
—Sí. Pero él nunca antes me había regalado dos ramos de flores en tres semanas seguidas. Aquí ocurre algo. Pasa algo, lo sé. Lo conozco y él no es tan detallista.
Miro el reloj digital que hay sobre mi mesilla: las ocho y cinco minutos. Sin embargo, dispuesta a aguantar las paranoias de mi hermana, me llevo el teléfono al baño, pongo el manos libres y me envuelvo el pelo en una toalla.
—Vamos a ver, ¿qué ocurre ahora?
Como ya comienza a ser habitual en Raquel, me cuenta su última movida con su marido. Llevan casados diez años y su vida dejó de ser emocionante cuanto nació Luz, mi sobrina. Sus continuas crisis matrimoniales son su tema preferido de conversación, pero a mí me agotan.
—Ya no salimos. Ya no paseamos de la mano. Ya no me invita nunca a cenar. Y ahora, de pronto, me regala dos ramos de flores. ¿No crees que será porque se siente culpable por algo?
Mi mente quiere gritar: «¡Sí! Creo que tu marido te la está dando con queso». Pero mi hermana es una sufridora nata, así que le respondo rápidamente:
—Pues no. Quizá simplemente vio las flores y se acordó de ti. ¿Dónde está el problema?
Tras media hora de charla con ella, finalmente consigo colgar el teléfono sin hablarle de mi extraña cita con la señorita Kirschner. Me gustaría explicárselo, pero mi hermana en seguida me diría: «¿Estás loca? ¿Es tu jefa?». O bien: «¿Y si es una asesina de mujeres?». Así que mejor me callo. No quiero pensar que ella pueda tener razón.
A las nueve menos veinte miro histérica mi armario.
No sé qué ponerme.
Quiero estar guapa como ella me pidió, pero la verdad es que mi ropa es básica y funcional. Trajes para el trabajo y vaqueros para salir con los amigos. Al final, opto por un vestido verde que tiene un bonito escote y se ajusta a mis curvas y estreno unos sugerentes zapatos de tacón. Mi último caprichazo.
Vuelvo a mirar el reloj, nerviosa. Las nueve menos diez.
Sin tiempo que perder, enchufo el secador, pongo la cabeza boca abajo y me seco la melena a toda mecha. Sorprendentemente, el resultado me gusta. Como no soy de maquillarme mucho, simplemente me
hago la raya en el ojo, me pongo rímel y me pinto los labios. Odio maquillarme demasiado; eso se lo dejo
a mi jefa.
Suena el telefonillo de mi casa. Miro el reloj. Las nueve en punto. Puntualidad alemana. Lo descuelgo
nerviosa y, antes de poder decir ni mu, oigo una voz que me dice:
—Señorita Flores, la estoy esperando. Baje.
Tras balbucear un tímido «Voy» cuelgo el telefonillo. Seguidamente, cojo el bolso, le doy un beso en la cabeza a Curro y le digo hasta luego. Dos minutos después, al salir de mi portal, la veo apoyada en un impresionante BMW de color granate. Aunque más impresionante está ella con un vestido oscuro ajustado y tacones, maquillaje natural. Al verme, Kirschner se acerca a mí y me da un casto beso en la mejilla.
—Está usted muy guapa —observa.
Tengo dos opciones: sonreír y darle las gracias o callarme. Opto por la segunda. Estoy tan nerviosa y desconcertada que, si digo algo, vete a saber lo que me sale por la boca. Me abre la puerta trasera del coche y me sorprendo al ver que tenemos chófer. Vaya, ¡qué lujazo! Lo saludo. Me saluda a su vez.
—Tomás, tengo reserva en el Moroccio —le dice Kirschner nada más entrar en el coche. Una vez dicho eso, le da a un botón y un cristal opaco se interpone entre el conductor y nosotras. Me mira y yo no sé qué decir. Me sudan las manos y siento que mi corazón se me va a salir del pecho.
—¿Está bien?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué está tan callada?
La miro y me encojo de hombros sin saber qué contestar.
—Nunca he tenido una cita como ésta, señorita Kirschner —consigo decirle—. Por norma, cuando salgo a cenar con una mujer yo…
Sin dejarme terminar la frase me mira con sus penetrantes ojos grises.
—¿Sale a cenar con muchas mujeres?
Aquella pregunta me sorprende. Pero ¿este tía se cree la única espécimen hembra del mundo? Así que respiro hondo y procuro no soltarle un borderío de los míos.
—Siempre que me apetece —le aclaro.
Alzo mi barbilla con altanería y, cuando creo que no voy a decir ni una palabra más, le suelto:
—Lo que no entiendo es qué hago aquí, en su coche, con usted y dirigiéndome a cenar. Eso es lo que todavía no logro entender.
Ella no responde. Sólo me mira… me mira… me mira y me pone histérica con su mirada.
—¿Va usted a hablar o pretende estar el resto del viaje mirándome?
—Mirarla es muy agradable, señorita Flores.
Maldigo y resoplo. ¿En qué embolado me he metido? Pero como no puedo callar ni debajo del agua, le pregunto:
—¿A qué se debe esta cena?
—Me agrada su compañía.
—¿Y a cuento de qué viene la preguntita de si salgo con muchas mujeres?
—Simple curiosidad.
—¿Curiosidad? —replico rascándome el cuello—. ¿Acaso una mujer como usted lleva una vida monacal?
—No, señorita.
—Me alegra saberlo, porque yo tampoco.
—No se rasque el cuello, señorita Flores —me susurra, curvando sus labios—. Los ronchones…
Cansada de tanto formalismo y, más tras lo hablado, protesto. ¡De perdidos al río!
—Por favor… Llámeme Judith o Jud. Dejemos los formalismos para el horario de oficina. Vale, usted es mi jefa y yo le debo un respeto por ello, pero me incomoda cenar con alguien que continuamente se dirige a mí por mi apellido.
Asiente. Parece que mis palabras le han gustado. Sus labios me lanzan una sonrisa y su cara se acerca a la mía.
—Me parece perfecto, siempre y cuando usted a mí me llame Annette —susurra—. Es incómodo y muy
impersonal cenar con una mujer que me llama por mi apellido.
Tras dar un nuevo resoplido, acepto y le tiendo la mano.
—De acuerdo, Annette, encantada de conocerte.
Me coge la mano y, sorprendentemente, deposita sobre ella un beso.
—Lo mismo digo, Jud —añade en tono dulzón.
En ese instante, el coche se detiene y Tomás nos abre la puerta desde el exterior. La señorita Kirschner… digo, Annette baja y me ofrece su mano para salir. Una vez en la calle, el chófer se monta de nuevo en el BMW y se marcha. Entonces, Annette me agarra de la cintura y leo un cartel que pone
«Moroccio».
Entrar en aquel bonito e iluminado restaurante me pone de mejor humor. Siempre he querido entrar.
Además, estoy famélica; casi no he comido al mediodía y tengo una hambre atroz. Mientras entramos, observo las mesas del lugar y, en especial, los platos que sirven los camareros. Madre mía, ¡qué pinta tiene todo! Al ver a mi acompañante, el maître sonríe y camina hacia nosotros.
—Acompáñenme —nos dice, tras saludarnos.
Annette me agarra de la mano y yo me dejo hacer. Observo cómo hombres y algunas mujeres la miran, cosa que hace que me enorgullezca de ser yo la que va de su mano. Tras cruzar la sala en la que la gente está cenando, llegamos a un espacio separado por telas doradas de satén. No puedo evitar sorprenderme, y,
cuando el maître abre una de esas cortinas y nos invita a pasar, casi silbo.
Es una estancia lujosa e iluminada con velas. En un lateral hay un sillón con aspecto de cómodo y, en el centro, una redonda y bien vestida mesa para dos. Annette sonríe al ver mi gesto de sorpresa y observo cómo le indica con la mirada al maître que se retire. Se acerca a mí y, con galantería, retira una de las sillas para que me siente.
—¿Te gusta? —me pregunta.
—Sí…
En cuanto me acomodo en la silla, ella rodea la mesa y toma asiento frente a mí.
—¿Nunca has cenado aquí?
—He pasado mil veces por la puerta pero nunca he entrado. Sólo con verlo desde fuera intuyo que sus precios son prohibitivos para una mileurista como yo.
Al decir aquello, Annette arruga la nariz y extiende su mano sobre la mesa hasta llegar a la mía. La coge y comienza a dibujar circulitos sobre mi muñeca.
—Para ti, pocas cosas serán prohibitivas —murmura.
Eso me hace reír.
—Más de las que crees.
—Lo dudo, pequeña. Seguro que tú eres la que se pone límites.
Su mirada, su voz sensual y su manera de llamarme «pequeña» me cautivan. Me erizan el vello de todo mi cuerpo. Ella. La señorita Kirschner, mi jefa, me fascina a cada segundo que pasa.
Toca un botón verde que hay en un lateral de la mesa y, al cabo de unos segundos, aparece un camarero con una botella de vino. Mientras le sirve a ella, leo en su etiqueta «Flor de Pingus. Rivera del Duero». ¡Dios, si no me gusta el vino! Y me muero por una Coca-Cola fría. En cuanto el camarero le sirve, Annette coge la copa, la mueve, se la acerca a la nariz y le da un pequeño sorbo.
—Excelente.
El camarero vuelve a servirle y después da la vuelta a la mesa y me sirve a mí también. Me rasco. Instantes después se va, dejándonos solas.
—Prueba el vino, Jud. Es fantástico.
Cojo la copa, poniendo cara de circunstancias. Pero cuando voy a llevármela a la boca, siento su mano sobre la mía.
—¿Qué ocurre? —me pregunta.
—Nada.
Kirschner ladea la cabeza.
—Jud, te conozco poco, pero me estoy percatando de las ronchas que te están apareciendo en el
cuello —me suelta, sorprendiéndome—. Tú misma me lo confesaste. ¿Qué pasa?
Sin poder evitarlo sonrío. Vaya con la señorita Kirschner, no se le escapa una.
—¿La verdad?
—Siempre —insiste.
—No me gusta el vino y me muero por una Coca-Cola fresquita.
Boquiabierta y divertida, me mira como si le hubiera dicho que «Los Teletubbies» es mi serie favorita y que Bob Esponja es mi novio.
—Este vino color rubí oscuro te gustará —murmura con una voz dulce—. Hazlo por mí y pruébalo. Si no te agrada, por supuesto, te pediré una Coca-Cola.
Ni que decir tiene que lo pruebo rápidamente.
—¿Y bien? —pregunta sin apartar sus penetrantes ojos de mí.
—Está rico. Mejor de lo que pensaba.
—¿Te pido la Coca-Cola?
Sonrío y niego con la cabeza. Instantes después, la cortina se vuelve a abrir y aparecen dos camareros con varios platos.
—Me tomé la libertad de decidir la cena para las dos, ¿te parece bien?
Asiento. No me queda más remedio. Y poco después disfruto de un exquisito cóctel de gambas, de un fino paté de berenjenas y, posteriormente, de un delicioso salmón a la naranja mientras charlamos. Annette Kirschner se ha convertido de repente en una mujer con un gran sentido del humor y eso me encanta.
Entonces me doy cuenta de que una luz naranja se enciende en el lateral derecho de la estancia.
—¿Qué es eso?
Annette, sin necesidad de mirar, sabe a lo que me refiero.
—Algo que quizá tras el postre te enseñe.
Eso me hace sonreír y le doy un trago al vino, que, por cierto, cada vez me sabe mejor.
—¿Por qué tras el postre?
Mi pregunta parece divertirlo. Me recorre con los ojos y se echa atrás en su silla.
—Porque primero quiero cenar.
No pregunto más y, cuando acabo mi salmón, los camareros entran para retirar los platos. Segundos después, entra otro camarero y deja ante mí una porción de tarta de chocolate acompañada por una bola de color rosa.
—Mmm, qué rico —y al ver que a ella no le sirven, pregunto—: ¿Tú no tomas postre?
No me contesta. Se limita a levantarse, coger su silla y sentarse a mi lado. Me altero. Es tan sexy que es imposible no pensar mil y una lujurias en ese momento. Coge la cucharita, parte un pedazo de tarta, coge helado y dice:
—Abre la boca.
Pestañeo sorprendida.
—¿Cómo?
No repite lo dicho. Me enseña la cuchara y yo, automáticamente, abro la boca. Me tiene extasiada. Mete la cuchara lentamente en mi boca y yo cierro mis labios sobre ella. Me mira. Yo me excito y sonrío tímidamente. Nada más tragar esa delicatessen, me dispongo a decir algo, pero ella me interrumpe:
—¿Está rico?
Con mi paladar aún dulzón por el chocolate y el helado de fresa, asiento. Ella se acerca.
—¿Puedo probar?
Le digo que sí y mi sorpresa es mayúscula cuando lo que prueba son mis labios. Mi boca. Posa sus suculentos labios en los míos y los saborea. Como hizo por la mañana en el archivo, primero saca su lengua, chupa mi labio superior, luego el inferior, después un mordisquito y, al final, su sensual lengua me
invade y yo cierro los ojos dispuesta a más. Cuando siento su mano sobre mi rodilla, mi respiración se acelera, pero no me muevo. Quiero más. Lentamente la sube hasta llegar a la cara interna de mis muslos y los masajea. Su mano sube hasta mis bragas y siento sus dedos en ellas. Pero, de repente, se separa de mí y regresa a su posición en la silla.
Mis mejillas queman. Arden, del mismo modo que ardo toda yo. Aquel íntimo contacto me ha puesto a cien. ¿Qué me pasa? Un beso y un simple roce de su mano han conseguido que casi tenga un orgasmo y eso me acelera el pulso. Annette me observa. Veo el deseo en sus ojos.
—Te desnudaría aquí mismo —murmura.
Jadeo. ¡Dios! ¡Me va a dar algo!
Quiero más y esta vez soy yo la que se lanza a besarla. Ella acepta mis labios pero, cuando la voy a agarrar del cuello, me sujeta las manos y se separa unos milímetros de mí.
—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar? —pregunta, muy cerca de mis labios.
Esa pregunta me descoloca por completo. ¿A qué se refiere? Pero es tal el deseo que siento en ese momento por ella y quiero ser tan malota que respondo totalmente hechizada:
—Hasta donde lleguemos.
—¿Seguro?
—Bueno —murmuro acalorada—. El sado no me va.
Annette sonríe. Pasa las manos por debajo de mis piernas y por mi cintura y me coloca sobre sus piernas.
Voy a estallar. ¡Estoy sobre mi jefa! Mete su nariz en mi cuello y la oigo aspirar mi aroma. Mi perfume. Aire de Loewe. Cierro los ojos y cuando los abro veo que me está mirando.
—¿Quieres saber qué significa esa luz naranja?
Dirijo mi mirada hacia la luz, que sigue encendida, y asiento. Annette mueve su mano y aprieta uno de los botones que hay en el lateral de la mesa. Las cortinas de raso que están bajo la luz naranja se recogen y aparece un cristal oscuro. ¿Qué es eso? Annette me observa. Instantes después, el cristal se aclara y veo con toda nitidez a dos mujeres sobre una mesa practicando sexo oral. Alucinada, anonadada e incrédula miro el espectáculo que aquellas dos desconocidas nos ofrecen cuando, de pronto, Annette pulsa otro botón y los gemidos de esas dos mujeres resuenan en nuestro reservado. No sé qué hacer. No sé ni siquiera dónde mirar.
—¿Estás preparada para esto? —me pregunta.
La piel me arde mientras siento sus fuertes dedos cosquillearme la cintura. La miro, confundida.
—¿Por qué vemos algo así?
—Me excita mirar. ¿No te excita a ti?
No contesto. No puedo. Estoy tan bloqueada que no sé ni siquiera si sigo respirando.
—Todos tenemos nuestra pequeña parte voyeur. El hecho de mirar algo supuestamente prohibido, morboso o excitante nos encanta, nos estimula y nos hace querer más.
Vuelvo a dirigir mi vista hacia el cristal mientras las respiraciones de las dos mujeres retumban por la sala y entonces veo que Annette aprieta otro botón y las cortinas del lado izquierdo se recogen. Allí había una luz verde. Segundos después, el cristal se aclara y veo a dos hombres y a una mujer. Ella está tumbada sobre un diván. Un hombre la penetra y otro le mordisquea los pechos mientras ella, gustosa, disfruta con el momento.
—Escenas como éstas son dignas de observar —prosigue Annette—. Los gestos de la mujer mientras permite que disfruten de su cuerpo y su feminidad son enloquecedores. Observa su deleite… Mmmm… Disfruta con lo que le están haciendo. Se entrega gustosa a ellos, ¿no crees?
—No… lo sé.
—Las mujeres sois una continua fuente de morbo para mí. Sois deliciosas.
Con el pulso a mil, cojo el vaso de vino y me lo bebo del tirón. Estoy sedienta cuando lo oigo decirme:
—Tranquila. No nos ven. Pero ellos han permitido que se los pueda observar. La luz naranja permite ver y la luz verde te invita a participar. ¿Te gustaría hacerlo?
—¿El qué?
—Participar.
—No —balbuceo histérica.
—¿Por qué?
Mi corazón late desbocado y consigo responder:
—Yo… Yo no hago cosas así.
Sus cejas se levantan y pregunta:
—¿Eres virgen?
—¡Noooooooooooo! —respondo con demasiada efusividad—. Pero yo…
—Vale. Entiendo. Tú practicas sexo normal, ¿verdad? -Como una tonta asiento y ella me coge la barbilla para que mire al trío que continúa con su ardoroso juego.— Ellos también practican sexo tradicional —añade—. Sólo que a veces juegan y experimentan algo diferente. ¿De verdad que no te atrae?
Sin querer retirar mis ojos de ellos, los observo e, inconscientemente, un gemido sale de mi interior al ver el disfrute de aquella mujer. Estoy excitada.
—No… yo… —respondo.
—¿Te incomoda hablar de sexo?
La miro sorprendida. ¿A qué viene esa pregunta ahora?
—Tus ojos delatan nerviosismo y tu boca deseo —insiste—. No me puedes negar que lo que ves te excita, y mucho, ¿verdad?
No respondo. Me niego. Y ella, controladora de la situación, murmura cerca de mi oído:
—Lo pasarías bien. Muy bien, Jud. Yo me encargaría de proporcionarte todo el placer que tú quisieras. Sólo tienes que pedirlo y yo te lo daré.
Como una boba, asiento. En la vida me hubiera imaginado algo así. No sé dónde detener mi mirada.
Estoy tan excitada que hasta me da vergüenza admitirlo. El lugar, el momento y la mujer que está junto a mí no me permiten que siga pensando.
—En estos reservados, quien lo desea degusta una exquisita cena y algo más. Sólo un selecto grupo de personas podemos acceder a estas dependencias. Y, si tras la cena deseas jugar, sólo hay que pulsar este botón y los cristales desaparecerán.
De pronto me pongo histérica. Muy nerviosa. Yo no deseo nada de lo que ella me está diciendo. Intento levantarme, pero Annette me sujeta. No me deja moverme y, con la respiración más que acelerada, susurro:
—Quiero marcharme de aquí.
—Son sólo las once.
—Da igual… quiero irme.
—¿Por qué, Jud? —Al ver que no contesto, añade—: Creo recordar que has dicho que estabas dispuesta a todo lo que yo quisiera.
—No me refería a eso. Yo… yo no hago esas cosas.
Sujetándome con más fuerza, me obliga a mirarla y, tras clavar sus claros ojos en los míos, murmura cerca de mi boca:
—Te sorprenderías, si lo probaras.
—Annette, yo no…
—Jud, el sexo es un juego muy divertido. Sólo hay que atreverse a experimentar.
Niego con la cabeza, presa de los nervios. No quiero experimentar. Con el sexo normal que conozco, me sobra y me basta. Tras unos segundos que a mí me parecen eternos, Annette aprieta los botones y los gemidos desaparecen. Unos instantes después, los cristales se vuelven oscuros y las cortinas caen.
—Gracias —consigo balbucear.
Me levanta de su regazo y me mira con el rostro serio.
—Vamos, Jud. Te llevaré a tu casa.
Media hora después y tras un extraño aunque no incómodo silencio, sólo roto por su conversación al teléfono con una mujer, llegamos a mi calle. Se baja conmigo del coche y me acompaña. Su actitud vuelve a ser fría y distante. Sube conmigo en el ascensor. Cuando llegamos a mi puerta, quiero invitarla a pasar, pero me interrumpe:
—Ha sido una cena muy agradable, señorita Flores. Gracias por su compañía.
Dicho esto, me besa la mejilla y se va. Yo me quedo excitada a las once y media de la noche y sin palabras. ¿Vuelvo a ser la señorita Flores?