Pídeme lo que quieras!
Esta es una historia poco común, espero les guste.
Autor: Megan Maxwell
Qué pesadita es mi jefa.
Sinceramente, al final tendré que pensar lo mismo que media empresa: que ella y Valeria, la guaperas de mi compañera, tienen un lío. Pero no. No quiero ser mal pensada y entrar en la misma ruleta en la que todas mis compañeras han entrado. El cuchicheo.
Desde enero trabajo para la empresa Müller, una compañía de fármacos alemanes. Soy la secretaria de la jefa de las delegaciones y, aunque mi trabajo me gusta, me siento explotada muy a menudo. Vamos… que sólo le falta a mi jefa atarme a la silla y echarme un chusco de pan para comer.
Cuando por fin termino el montón de trabajo que mi querida jefa me ha ordenado tener listo para el día siguiente, dejo los informes sobre su mesa y regreso a la mía. Cojo el bolso y me voy sin mirar atrás.
Necesito salir de la oficina o acabaré saliendo en las noticias como la asesina en serie de jefas que se creen el ombligo del mundo.
Son las once y veinte de la noche… ¡Vaya horitas!
En la calle llueve a mares. ¡Perfecto! Chaparrón de verano. Llego hasta la puerta y, tras echarle valor al asunto, corro hacia el parking donde me espera mi amado León. Entro en el garaje como una sopa y, tras darle al botón del mando, Leoncito pestañea sus luces dándome la bienvenida. ¡Es más mono…!
Rápidamente me meto en él. No soy miedosa, pero no me gustan los parkings y menos aún si son tan solitarios como éste a estas horas. Inconscientemente, comienzo a recordar películas de terror en las que la chica camina por uno de ellos y un desalmado vestido de negro aparece y la acuchilla hasta morir. ¡Joder, qué mal rato!
En cuanto estoy dentro del coche, cierro los pestillos, abro el bolso, saco un pañuelo de papel y me seco la cara. ¡Estoy empapada! Pero justo cuando voy a meter las llaves en el contacto… ¡zas!, se me caen. Maldigo a oscuras y me agacho para buscarlas.
Toco el suelo con la mano. A la derecha no están. A la izquierda tampoco. Vaya… encuentro el paquete de chicles que busqué hace días. ¡Bien! Sigo toqueteando el suelo del coche y por fin las encuentro. Entonces oigo unas risas cercanas y miro a mi alrededor con cuidado para que no me vean. ¡Oh, Dios mío!
Entre risas y colegueo veo acercarse a mi jefa y a Valeria. Parecen divertidas. Eso me pone de mala leche. Yo currando hasta las once y pico y ellas de parranda. ¡Qué injusticia! De pronto, mi jefa y Valeria se apoyan en la columna de al lado y se besan.
¡Vaya tela…! ¡No me lo puedo creer!
Semiagachada en el interior de mi automóvil para que no me vean, contengo la respiración. Por favor… ¡por favor! Si se dan cuenta de que estoy ahí, me muero de la vergüenza. Y no. No quiero que eso ocurra. De repente, mi jefa suelta el bolso y sin ningún miramiento toca con decisión los senos de Valeria. ¡¡¡Le está tocando lo senos!!! ¡Por todos los santos! Pero ¿qué estoy viendo?
¡Dios! Ahora es Valeria quien le mete mano a ella por debajo de la falda. Se la sube, la empuja hacia arriba contra la columna y se comienza a refregar contra ella. ¡¡Qué fuerte!! ¡Ay, madre! ¿Qué hago?
Quiero marcharme. No quiero ver lo que hacen pero tampoco puedo salir de allí. Si arranco el coche, sabrán que las he pillado. Así que, agazapada y sin moverme, no puedo dejar de mirar lo que hacen.
Entonces, Valeria vuelve a apoyarla en el suelo y la obliga a dar la vuelta. La coloca sobre el capó del coche y le baja las bragas, primero con la boca y luego con las manos. ¡Joder, le estoy viendo el culo a mi jefa! ¡Qué horror! Y en aquel momento escucho a Valeria preguntarle: —Dime, ¿qué quieres que te haga?
Mi jefa, como una gata en celo, murmura entregada por completo a la causa.
—Lo que quieras… lo que tú quieras.
¡Qué fuerte, por Dios, qué fuerte! Y yo en primera fila. Sólo me faltan las palomitas.
Valeria vuelve a empujarla sobre el capó. Le abre las piernas y mete la boca en el sexo de ella. ¡Ay, madre! Pero ¿de qué estoy siendo testigo? Mi jefa, doña Tiquismiquis, suelta un gemido y yo me tapo los ojos. Pero la curiosidad, el morbo o como se llame me puede y me los destapo de nuevo. Sin pestañear
veo cómo ella, tras relamerse, se separa unos centímetros de ella y le mete un dedo, luego dos y, levantándose, la agarra de su pelazo oscuro y tira de ella mientras mueve sus dedos a un ritmo que, para qué negarlo, haría suspirar a cualquiera.
—¡Síiiiiiiiiiiiii!—escucho gemir a mi jefa.
Respiro con dificultad.
Me va a dar algo.
¡Qué calor!
Me guste o no, ver aquello me está poniendo frenética, y no precisamente por estar de los nervios.
Mis relaciones sexuales son normalitas, tirando a predecibles, así que lo cierto es que ver aquello en vivo y en directo me está excitando.
Valeria se sube la falda gris hasta la cintura. No trae bragas! Y muestra un depilado monte de venus… ¡Vaya con Valeria! Y me quedo ojiplática cuando veo que une sus sexos y se empieza a mover sobre mi jefa. ¡Me muero! Pero de placer… Vamos, justo por lo que está jadeando mi jefa.
Mis pezones están duros y, de pronto, me doy cuenta de que me los estoy tocando. Pero ¿cuándo he metido mi mano por el interior de la blusa? Rápidamente saco mi mano de ahí, pero mis pezones y el centro de mi deseo protestan. ¡Ellos quieren más! Pero no. Eso no puede ser. Yo no hago esas cosas.
Minutos después, tras varios gemidos y bamboleos, Valeria y mi jefa se recomponen. ¡Olé! ¡Ya han terminado! Se meten en el coche y se marchan. Respiro aliviada.
Cuando por fin vuelvo a quedarme sola en el parking, me incorporo de mi escondrijo y me siento en el asiento de mi coche. Las manos me tiemblan. Las rodillas también. Y noto que mi respiración está acelerada. Exaltada por lo que acabo de presenciar, cierro los ojos mientras me tranquilizo y pienso
cómo sería tener sexo de ese calibre. ¡Caliente!
Diez minutos después, arranco el coche y salgo del parking. Me voy a tomar unas cervezas con mis amigos. Necesito refrescarme y refrescar mi calenturienta… mente.
Al día siguiente, cuando llego a la oficina, todos parecen felices. Me cruzo con Valeria y no puedo evitar sonreír. Ella y la jefa. Si ellas supieran que las vi… Pero, como no quiero pensar en ello, me dirijo hacia mi mesa y mientras enciendo mi ordenador veo que se acerca hasta mí.
—Buenos días, Judith.
—Buenos días.
Valeria, además de ser mi compañera, es una tipa muy simpática. Desde el primer día que llegué a la oficina ha sido un encanto conmigo y nos llevamos muy bien. Casi todos en el curro babean por ella, pero, no sé por qué, en mí no surte el mismo efecto. ¿Será que no me gustan las bomboncitas sonrientes? Pero, claro, ahora, sabiendo lo que sé y habiéndola visto en acción, no puedo evitar mirarla de otra forma mientras intento no gritar: «¡Torera!».
—¿Recuerdas que esta tarde hay reunión general?
—Ajá.
Como es de esperar, sonríe, me agarra del brazo y dice…
—Venga, vamos a tomarnos un café. Sé que te mueres por un cafetito y una tostada de la cafetería.
Sonrío yo también. Cómo me conoce la puñetera… Además de simpática y guapa,la tía no se le escapa una. Ésa, junto a su perpetua sonrisa, es el gran atractivo de Valeria. No olvida detalle. De ahí que se lleve a las churris de calle.
Cuando llegamos a la cafetería de la novena planta, vamos a la barra, pedimos nuestra consumición y nos dirigimos a nuestra mesa. Digo nuestra mesa porque siempre nos sentamos allí. Se nos unen Paco y Raúl. Una parejita gay con la que me llevo muy bien. Como siempre hacen, me besuquean el cuello y me hacen reír. Los cuatro comenzamos a hablar e inconscientemente recuerdo lo que vi la noche anterior en el parking. ¡Valeria y la jefa! Vaya polvazo más morboso que se marcaron ante mi cara. ¡Vaya con mi compañera, es una portento la chica!
—¿Qué te pasa? Te noto distraída —pregunta Valeria.
Eso me reactiva. La miro y le respondo, intentando olvidar las imágenes que por mi mente pululan:
—Estoy en Babia, lo sé. Mi gato cada día está más apagadito y…
—Qué pena, el Currito —murmura Paco y Raúl me hace un gesto comprensivo.
—Vaya, lo siento, preciosa —responde Valeria, mientras me coge la mano.
Durante un rato hablamos de mi gato y eso me pone aún más triste. Adoro a Curro e, inevitablemente, cada día que pasa, cada hora, cada minuto, su vida se acorta un poco más. Es algo que aprendí a asumir desde que el veterinario me lo dijo, pero aun así me cuesta. Me cuesta mucho.
De pronto, mi jefa llega, rodeada por varias mujeres y hombres, como siempre. ¡Es una comemujeres! Valeria la mira y sonríe. Yo me callo. Mi jefa es una mujer muy atractiva. Vamos, una cincuentona potente, una morena de rompe y rasga, soltera pero no entera, y a la que se le han atribuido varios líos en la empresa.
Se cuida como nadie y no falta ni un solo día al gimnasio. O sea, que le gusta… gustar.
—Judith —me interrumpe Valeria—. ¿Te queda mucho?
Vuelvo en mí y dejo de mirar a mi jefa para mirar mi desayuno. Doy un trago al café y contesto:
—¡Acabado!
Los cuatro nos levantamos y salimos de la cafetería. Debemos comenzar a trabajar. Una hora después, tras hacer las fotocopias pertinentes y acabar el recurso, me dirijo al despacho de mi jefa. Llamo con los nudillos y entro.
—Aquí tiene el contrato finalizado para la delegación de Albacete.
—Gracias —responde escuetamente mientras lo ojea.
Como de costumbre, me quedo parada ante ella a la espera de sus órdenes. El pelo de mi jefa me encanta, tan ondulado, tan cuidado. Nada que ver con mi pelo moreno y liso que suelo recoger en un moño sobre mi cabeza. Suena el teléfono y antes de que me mire lo cojo.
—Despacho de la señora Mónica Sánchez. Le atiende su secretaria, la señorita Flores, ¿en qué puedo ayudarla?
—Buenos días, señorita Flores —responde una voz sensual de mujer con cierto tonillo guiri—.
Soy Annette Kirschner. Querría hablar con su jefa.
Al reconocer aquel nombre, reacciono rápidamente.
—Un momento, señorita Kinrschner.
Mi jefa, al escuchar aquel apellido, suelta los papeles que hasta ese momento sujetaba y, tras arrancarme literalmente el teléfono de las manos, dice con una encantadora sonrisa en los labios:
—Annette… ¡qué alegría saber de ti! —Tras un pequeño silencio, continúa—: Por supuesto, por supuesto. ¡Ah! Pero ¿ya has llegado a Madrid?… —Entonces suelta una risotada más falsa que un euro con la cara de Popeye y susurra—: Por supuesto, Annette. A las dos te espero en recepción para comer.
Y tras decir esto, cuelga y me mira.
—Pídeme cita para la peluquería para dentro de media hora. Después, reserva para dos en el restaurante de Gemma.
Dicho y hecho. Cinco minutos más tarde sale de la oficina escopeteada y regresa hora y media después con su pelo más lustroso y bonito y con el maquillaje retocado. A las dos menos cuarto veo que
Valeria toca con los nudillos en su puerta y entra. ¡Vaya tela! No quiero ni pensar lo que estarán haciendo. Pasados cinco minutos oigo risotadas. A las dos menos cinco, la puerta se abre, salen los dos y mi jefa se me acerca.
—Judith, ya te puedes ir a comer. Y recuerda: estaré con la señorita Kirschner. Si a las cinco no he vuelto y necesitas cualquier cosa, llámame al móvil.
Cuando la bruja mala y Valeria se van respiro por fin aliviada. Me suelto el pelo y me quito las gafas.
Después recojo mis cosas y me dirijo hacia el ascensor. Mi oficina está en la planta diecisiete y el ascensor se para en varias plantas para ir recogiendo a otros trabajadores, así que siempre suele tardar en llegar a la planta baja. De pronto, entre la planta seis y la cinco, el ascensor da un trompicón y se detiene del todo. Saltan las luces de emergencia y Manuela, la de paquetería, se pone a chillar.
—¡Ay, virgencita! ¿Qué ocurre?
—Tranquila —respondo—. Se habrá ido la luz y seguro que pronto vuelve.
—¿Y cuánto va a tardar?
—Pues no lo sé, Manuela. Pero si te pones nerviosa, vas a pasar un ratito malo y se te hará eterno.
Así que respira y verás cómo la luz vuelve en un pispás.
Pero veinte minutos después, la luz sigue brillando por su ausencia y Manuela, junto a varias chicas de contabilidad, entra en pánico. Percibo que tengo que hacer algo.
Vamos a ver. A mí no me gusta nada estar encerrada en un ascensor. Me agobia mucho y comienzo a sudar. Si entro en pánico, será peor, de modo que decido buscar soluciones. Lo primero, me recojo el pelo en la nuca y lo sujeto con un bolígrafo. Después le paso mi botellita de agua a Manuela para que
beba e intento bromear con las chicas de contabilidad mientras reparto chicles con sabor a fresa. Pero mi calor va en aumento, así que finalmente saco un abanico de mi bolso y comienzo a abanicarme. ¡Qué calor!
En ese momento, una de mujer que esta junto a los hombres que se mantenían en un segundo plano apoyada en el ascensor se acerca a mí y me agarra por el codo.
—¿Te encuentras bien?
Sin mirarla y sin dejar de abanicarme, le contesto:
—¡Uf! ¿Te miento o te digo la verdad?
—Prefiero la verdad.
Divertida, me vuelvo hacia ella y, de repente, mi nariz choca contra una americana gris. Huele muy bien. Perfume caro.
Pero ¿qué hace tan cerca de mí?
Inmediatamente doy un paso hacia atrás y la miro para ver de quién se trata. Desde luego, es alta, le llego a la altura del cuello de su blusa. También es castaña, tirando a rubia, joven y con ojos claros. No me suena de nada y, al ver que me mira a la espera de una contestación, cuchicheo para que sólo ella me
pueda oír. —Entre tú y yo, los ascensores nunca me han gustado y como no se abran las puertas en breve, me va
a entrar el nervio y…
—¿El nervio?
—Aja…
—¿Qué es «entrar el nervio»?
—Eso, en mi idioma, es perder la compostura y volverse loca —le respondo, sin parar de abanicarme —. Créeme. No querrías verme en esa situación. Incluso, como me descuide, me pongo a echar espumarajos por la boca y la cabeza me da vueltas como a la niña de El exorcista. ¡Vamos, todo un numerito! —Mis nervios aumentan y le pregunto, en un intento por calmarme—: ¿Quieres un chicle de fresa?—
Gracias —responde y coge uno.
Pero lo gracioso es que lo abre y me lo mete en la boca a mí. Lo acepto soprendida y, sin saber por
qué, abro otro chicle y hago la operación a la inversa. Ella, divertida, también lo acepta.
Miro a Manuela y compañía. Siguen histéricas, sudorosas y descoloridas. De modo que, dispuesta a que mi histerismo no aumente, intento entablar conversación con la desconocida.
—¿Eres nueva en la empresa?
—No.
El ascensor se mueve y todas se ponen a chillar. Yo no voy a ser menos. Me agarro al brazo de la mujer en cuestión y le retuerzo la manga. Cuando soy consciente, la suelto en seguida.
—Perdón… perdón —me disculpo.
—Tranquila, no pasa nada.
Pero no puedo estar tranquila. ¿Cómo voy a estar tranquila encerrada en un ascensor? De repente noto un picor en mi cuello. Abro mi bolso y saco un espejito del neceser. Me miro en él y empiezo a maldecir.
—¡Mierda, mierda! ¡Me estoy llenando de ronchones!
Veo que la mujer me mira sorprendida. Yo me retiro el pelo del cuello y se lo enseño.
—Cuando me pongo nerviosa me salen ronchones en la piel, ¿lo ves?
Ella asiente y yo me rasco.
—No —dice, sujetándome la mano—. Si haces eso, empeorarás.
Y ni corta ni perezosa se agacha y me sopla en el cuello. ¡Oh, Dios! ¡Qué bien huele y qué gustito da
sentir ese airecito! Dos segundos más tarde, me doy cuenta de que hago el ridículo al soltar un gemidito.
¿Qué estoy haciendo?
Me tapo el cuello e intento desviar el tema.
—Tengo dos horas para comer y, como sigamos aquí, ¡hoy no como!
—Supongo que tu superior entenderá la situación y te permitirá llegar un poco más tarde.
Eso me hace sonreír. Ésta no conoce a mi jefa.
—Creo que supones mucho. —Llena de curiosidad, le digo—: Por tu acento eres…
—Alemán.
No me extraña. Mi empresa es alemana y teutonas como aquél pululan todos los días por allí. Pero, sin poder evitarlo, la miro con una sonrisita maliciosa.
—¡Suerte en la Eurocopa!
Entonces ella, con gesto serio, se encoge de hombros.
—No me interesa el fútbol.
—¡¿No?!
—No.
Sorprendida de que a una tía, a una alemana, no le guste el fútbol, me hincho orgullosa al pensar en nuestra selección y susurro para mí:
—Pues no sabes lo que te pierdes.
Sin inmutarse, ella parece leerme la mente y se acerca de nuevo a mi oreja, poniéndome la carne de gallina.
—De todas formas, ganemos o perdamos aceptaremos el resultado —me susurra.
Dicho esto, da un paso atrás y regresa a su sitio.
¿Le habrá molestado mi comentario?
Yo la imito y me doy la vuelta para no tener que verla. Miro el reloj; las tres menos cuarto. ¡Mierda!
Ya he perdido tres cuartos de hora de mi comida y ya no me da tiempo a llegar al Vips. Con las ganas que tenía de comerme un Vips Club… ¡En fin! Pararé en el bar de Almudena y me comeré un bocata. No tengo tiempo para más.
De pronto, las luces se encienden, el ascensor reanuda su marcha y todos en su interior aplaudimos.
¡Yo la primera!
Movida por la curiosidad, vuelvo a mirar a la desconocida que se ha preocupado por mí y veo que ella
sigue observándome. Vaya, con luz es más alta y más ¡sexy!
Cuando el ascensor llega a la planta cero y las puertas se abren, Manuela y las de contabilidad salen
de su interior como caballos desbocados entre chillidos e histerismos. Cómo me alegro de no ser así. La
verdad es que soy un poco chicazo. Mi padre me crió así. Sin embargo, cuando salgo, me quedo parada al
ver a mi jefa.
—¡Annette, por el amor de Dios! —oigo que dice—. Cuando he bajado para encontrarme contigo e irnos
a comer y he recibido tu Whatsapp diciéndome que estabas encerrada en el ascensor ¡creí morir! ¡Qué
angustia! ¿Estás bien?
—Perfectamente —responde la voz de la mujer que ha hablado conmigo sólo unos momentos antes.
De pronto, mi cabeza rebobina. Annette. Comida. Jefa. ¿Annette Kirschner, la jefaza, es a quien le he dicho que soy como la niña de El exorcista y le he metido un chicle de fresa en la boca? Me pongo como un tomate y me niego a mirarla a la cara. ¡Dios! ¡Qué ridícula soy!
Deseo escapar de allí cuanto antes, pero entonces siento que alguien me agarra del codo.
—Gracias por el chicle… ¿señorita?
—Judith —responde mi jefa—. Ella es mi secretaria.
La ahora identificada como señorita Annette Kirschner asiente y, sin importarle la cara de mi jefa, porque no la mira a ella si no a mí dice:
—Entonces es la señorita Judith Flores, ¿verdad?
—Sí —respondo como si fuera boba. ¡Como una lela total!
Mi jefa se cansa de no sentirse la protagonista del momento y la agarra posesivamente del brazo, tirando de ella.
—¿Qué tal si nos vamos a comer, Annette? ¡Es tardísimo!
Como si me hubieran plantado en el vestíbulo de la empresa, yo levanto mi cabeza y sonrío. Instantes después, aquella impresionante mujer de ojos claros se aleja, aunque, antes de salir por la puerta, se vuelve y me mira. Cuando por fin desaparece suspiro y pienso: «¿Por qué no me habré estado calladita en el ascensor?».