Picadillo xiii

La vida de sidney depende de un hilo y el corazon de alex se encuentra apretado entre un puño. no quiere perder el amor de su vida

Picadillo

Planet-solin

Sydney se paseó por la pequeña cancha botando y lanzando el balón a canasta para aclimatarse. Miró a Alex. Las risas de antes habían quedado sustituidas por una expresión competitiva, expresión que reconocía de sus propios partidos. Volvió la cabeza y miró a los dos hombres altos que estaban calentando al otro lado de la pequeña cancha. Esperaba que Alex tuviese razón. Ya había confiado en ella antes y ahora confiaba en ella de nuevo.

Lawrence se ofreció a hacer de árbitro y hubo muchas burlas y chirigotas amables cuando los llamó al centro de la cancha para establecer las reglas. Y entonces, con un toque de silbato y un lanzamiento al aire, empezó el partido.

A pesar de la diferencia de estatura entre los dos equipos, estaba siendo un encuentro sorprendentemente igualado, en el que ambas partes iban marcando canastas por igual. Hacía varios años que los hombres no jugaban en serio, pero su habilidad era tal que Sydney se dio cuenta de que debían de haber sido excelentes jugadores cuando eran más jóvenes. Sin embargo, ella tenía una ventaja sobre ellos, que era su rapidez, cosa que Alex aprovechaba con inteligencia.

Se intercambiaban insultos simpáticos y comentarios que hacían reír y aplaudir a los espectadores situados en las bandas. Cuando llegó el descanso, había empate en el marcador. Alex y Sydney se quedaron juntas en un lado de la cancha, bebiendo una jarra de agua que les había traído Kim de la casa.

—Gracias —Sydney le sonrió con aprecio y la niña se sonrojó antes de salir corriendo hasta su madre, que estaba sentada en una tumbona de jardín al lado del garaje.

—Ya has hecho otra conquista —dijo Alex riendo y su amante se ruborizó.

—Está siendo un partido muy igualado —comentó la mujer más baja, cambiando de tema.

—Qué va —la mujer más alta meneó la cabeza—. Sólo estamos entrando en calor.

—Tal vez tú, pero yo estoy dando todo lo que tengo —la rubia sacudió la cabeza—. ¿Por qué estás tan segura?

—Porque conozco a mis hermanos —dijo la mujer más alta riendo—. Puede que todavía conserven la habilidad, pero no están en forma. Ya están empezando a cansarse.

—¿Y tú lo sabías? —preguntó la detective más joven con astucia.

Alex se encogió de hombros y no pudo evitar echarse a reír de nuevo. Sydney le dio un manotazo travieso a su amante en el brazo, cuyo resultado fue que la otra mujer le revolvió el pelo rubio en broma.

—Qué mala eres.

—Oye, yo no puedo evitar que tengan un ego tan hinchado que todavía se piensan que son unos críos —protestó la morena.

—No son los únicos que tienen un ego hinchado.

—¿Estás insinuando que soy arrogante? —preguntó la capitana, fingiendo ofenderse.

—Chula te describe mejor —dijo Sydney, sofocando una carcajada—. Pese a lo cual, no sé por qué has pensado que podemos vencerlos.

—Porque creo en nosotras —dijo Alex en voz baja y con una sonrisa seductora—. Charles y Andrew son dos personas que juegan juntas, pero tú y yo somos un equipo. Un buen equipo que seguirá junto mucho tiempo.

—¿Eso es una promesa?

—Ya lo creo.

—Te quiero —Sydney meneó la cabeza, incapaz de dejar de sonreír, y Alex se echó a reír, abrazó a la mujer más menuda y la estrechó con fuerza, dejando que todo el amor que sentía se transmitiera a su compañera.

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Marie se cerró mejor el abrigo. Normalmente no salía a ver estos desafíos entre hermanos, pero sentía curiosidad. Sabía que su marido fomentaba estos encuentros amistosos, pues pensaba que contribuían a dar fuerza de carácter.

—Creo que esta vez Andrew ha calculado mal —dijo el hombre mayor riendo y su mujer lo miró con curiosidad.

—¿De verdad crees que Alex y su amiga van a ganar?

—Sí —Warren sonrió, lleno de orgullo por su única hija—. Sydney juega bien y se ha estado ocupando de Charles estupendamente. Alex y ella forman un buen equipo, se complementan.

Marie no dijo nada y volvió a prestar atención al partido, que se había reanudado. No era una gran aficionada al deporte, pero como había sido muy importante en la vida de sus hijos, había aprendido a seguir el juego. Observó con ojo crítico, pensando en lo que sabía y lo que había dicho su marido. Era cierto que las dos mujeres jugaban bien juntas, pues cada una sabía por instinto dónde estaba la otra en la cancha. Una vez más, sintió una punzada de celos.

Estaba orgullosa de Alex. Siempre se había enorgullecido de los logros de la chica, aunque había esperado a menudo que eligiera un camino distinto en la vida. Siempre había albergado grandes esperanzas para su única hija y el golpe más demoledor llegó cuando Alex anunció que era homosexual.

Había sido el golpe definitivo para su relación y aunque intentaba enfrentarse de manera positiva a toda la situación, le dolía. No podía evitar preguntarse qué había hecho mal o si había algo que pudiera haber hecho de otra forma. Le costaba desprenderse de la idea de que la culpa era suya en cierto modo.

Dejó de pensar en eso y se concentró en el partido.

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Sydney no creía tener energía suficiente para mantenerse a la altura de los otros, pero a medida que se alargaba el partido, se fue sintiendo más fuerte, siguiendo el ritmo de su compañera, quien era evidente que poseía reservas que nadie más tenía. En más de una ocasión lanzaba un pase a su amante y luego se quedaba mirando maravillada cuando Alex hacía un ágil movimiento con el que superaba a sus hermanos y marcaba canasta. No costaba ver que su compañera gozaba con este tipo de competición.

—¿Cómo vas? —preguntó Alex, acercándose tras completar un gancho ejecutado a la perfección.

—Sigo aguantando —Sydney sonrió, maravillada por su compañera, y la mujer más alta se echó a reír, empujó ligeramente con la cadera a la mujer más baja y luego ocupó su posición.

Marie vio este gesto íntimo y se quedó sin aliento al darse cuenta de algo que no había notado en su anterior encuentro. Veía, como en el restaurante, una energía invisible entre las dos que las unía de una forma especial. Eran las miradas íntimas y las tiernas caricias que se dirigían mutuamente. Era como mirar a dos personas que estaban muy enamoradas y la mujer mayor cayó en la cuenta de una cosa que no había entendido hasta ahora.

Le había preocupado que Alex estuviera más comprometida emocionalmente en esta relación, pero de repente tuvo la leve sospecha de que era al revés. Se sintió avergonzada de cómo había tratado a la chica y esperaba encontrar una forma de solucionarlo.

Cuando Lawrence dio por finalizado el partido, ambas mujeres ganaban por bastantes puntos y para celebrarlo, Alex abrazó a su compañera estrechamente y besó a su amante de lleno en los labios, sin importarle que todos estuvieran mirando. Las mujeres se ruborizaron y los hombres se echaron a reír.

—Felicidades, chicas —Warren se acercó y abrazó a ambas jóvenes, guiñándoles un ojo—. Le he ganado cincuenta pavos a Lawrence.

—¿Pero es que aquí nadie hace otra cosa que no sea apostar? —preguntó Sydney, meneando la cabeza con asombro.

—Así es todo más interesante —dijo el hombre mayor riendo y volvió a abrazar a su hija—. Hacéis un buen equipo. Espero que no tengáis pensado deshacer esta combinación en algún momento.

—No, papá —Alex sonrió y rodeó a su compañera más menuda con un brazo posesivo—. Tengo intención de quedarme con ella todo el tiempo que me quiera.

—Bien —el hombre les dio a las dos una palmada en la espalda y luego se fue a hablar con sus hijos derrotados, que se acercaban con timidez.

—Me la has jugado, hermanita —Andrew alargó la mano y la mujer más alta se la estrechó, para sellar que no había mala sangre por el partido. Se volvió hacia Sydney—. Tendría que haberme imaginado que algo se cocía al ver que Alex estaba tan ansiosa de aceptar mi desafío. No juega a menos que piense que puede ganar. Siento haberme equivocado contigo, eres una jugadora estupenda.

—Tengo una buena compañera —la mujer más baja miró a su amante, que tenía los ojos relucientes.

—No ha sido sólo ella —les aseguró el hombre—. Llevo años viendo jugar a Alex y créeme, nunca ha jugado tan bien como ahora. Creo que se debe a tu influencia, pareces adelantarte a sus movimientos, mejor de lo que he podido hacerlo yo en toda mi vida.

Sydney se sonrojó por las alabanzas y hundió la cara en el pecho de su amante. Alex se echó a reír y abrazó a la mujer más menuda, estrechándola con fuerza y levantándola del suelo.

—Sabes, hermanita, tenía mis dudas sobre tu relación con Sydney —confesó Andrew más tarde, cuando ya estaban de nuevo en la casa. Se habían duchado y cambiado de ropa y ahora estaban esperando a que se sirviera la comida—. No me parecía lo bastante buena para ti, pero creo que nunca te he visto así.

—Ella saca lo mejor de mí —dijo Alex en voz baja, apenas capaz de disimular lo herida que se sentía por lo que había dicho su hermano.

—Hacéis una pareja estupenda —continuó él, sin darse cuenta de su error, y luego se echó a reír—. Jo, nunca te he visto darle a nadie tantos abrazos como hoy. ¿Qué ha sido de eso de "se mira, pero no se toca"?

—Ella lo ha cambiado —susurró su hermana.

—Ya lo veo —Andrew sonrió y luego hizo una cosa que nunca hasta entonces se había atrevido a hacer. Se inclinó y le dio un abrazo—. Buen partido, hermanita, te mandaré los abonos, pero no creas que hemos terminado. Quiero la revancha.

—Cuando quieras —sonrió Alex—. Ah, y nada de abonos detrás de la canasta.

Esta vez fue el hombre quien se echó a reír mientras se alejaba. Ella sonrió aún más al ver que su hermano interceptaba a Sydney y le daba un abrazo inmenso, levantándola en volandas del suelo. Estaba feliz de que su familia pareciera aceptar a su amante. Era algo que deseaba muchísimo.

—Andrew no es el único que debe disculparse —Alex se volvió y se encontró a su madre a poca distancia. No se había dado cuenta de que la mujer de más edad estaba allí—. Parece que yo también me he equivocado con vuestra relación.

—¿Cómo? —la mujer más joven se puso tensa, pues no sabía a qué se refería su madre, y la mujer mayor se quedó un poco sorprendida.

—¿Sydney no te ha hablado de nuestra pequeña charla en el restaurante?

—No —Alex negó con la cabeza y vio que su madre respiraba hondo. Marie deseó haber mantenido la boca cerrada, pero creía que la chica habría dicho algo.

—Cuando fuimos juntas al baño, no estuve muy amable con ella —dijo la mujer mayor, confesando la verdad—. No se lo merecía. Creo que pagué mis celos con ella.

—¿Celos? —Alex se quedó pasmada y miró por encima del hombro a Sydney, que estaba enzarzada en una animada conversación con sus hermanos mayores. Se volvió de nuevo hacia su madre.

—Sí —la mujer mayor suspiró—. Siempre he querido tener una relación más estrecha contigo, pero por lo que sea, eso nunca ha ocurrido. Entonces te vi con Sydney y me entraron celos porque ella estaba más cerca de ti de lo que he podido estar yo nunca.

—Somos amantes, mamá —le recordó la mujer más joven en un tono algo cortado.

—Sois más que eso —objetó Marie—. Sois amigas. Vosotras tenéis más en común de lo que hemos tenido siempre tú y yo y supongo que por eso sentía que te había perdido por completo.

—No voy a desaparecer y... —Alex se calló, mirando un instante a su pequeña amante—. Sé que a Sydney le gustaría tener una madre. En realidad nunca la ha tenido y creo que lo echa de menos.

—No sé si ahora podrá confiar en mí —dijo la mujer mayor con sinceridad—. Esa noche en el baño me dio las gracias por decirte que siguieras los dictados de tu corazón y yo se lo pagué diciéndole que ni se le ocurriera hacerte desgraciada. No sé si me lo podrá perdonar.

—Te sorprendería ver lo generosa que puede llegar a ser Sydney —objetó la mujer más alta—. Cuando nuestra relación acababa de empezar, la traté fatal, pero ella me perdonó y ahora me alegro de que lo hiciera.

—Y yo —dijo Marie con sinceridad, advirtiendo que la otra mujer se estaba acercando a ellas—. Será mejor que vaya a ver si la comida está lista.

—Antes de hacer eso, ¿por qué no le pides disculpas a Sydney? —propuso Alex suavemente, alargando la mano y posándola en el brazo desnudo de su madre. Marie miró a su hija y se dio cuenta de lo importante que era para ella. Asintió y esperó a que la otra mujer se reuniese con ellas, respirando hondo para que se le calmaran los nervios.

—Felicidades —dijo con una leve sonrisa cuando la rubia estuvo con ellas—. Has jugado muy bien.

—No tan bien como Alex —Sydney miró a su amante con admiración y luego miró a la mujer mayor—. Pero gracias.

—Le acabo de decir a Alexandria que te debo una disculpa —continuó Marie, tomando nota de la naturalidad con que el brazo de su hija rodeaba los hombros de la mujer más baja—. No te merecías el trato que te di esa noche en el restaurante. Había prometido que jamás intervendría en la vida de mis hijos y eso es exactamente lo que hice.

—No pasa nada —la mujer más menuda se mordió preocupada el labio, cambiando nerviosa el peso de un pie a otro. No tenía el valor de mirar a su amante—. Comprendo cómo se debía de sentir y sé que quiere mucho a Alex.

—Creo que tú también —dijo Marie y luego se volvió y se alejó. Se quedaron en silencio mientras se iba y luego Alex dio la vuelta a su amante para poder mirarla cara a cara.

—¿Cómo no me dijiste nada sobre lo que había pasado en el restaurante? —quiso saber la mujer más alta.

—No me pareció importante —suspiró, pasándose una mano por el pelo rubio—. Y pensé que te podías llevar un disgusto. No fue para tanto. Ella sólo quería protegerte.

—Y mi trabajo es protegerte a ti —dijo la morena muy seria—. Quiero saber si alguien te trata mal, sobre todo si es mi familia. Prométeme que la próxima vez que ocurra algo me lo dirás.

—La próxima vez que ocurra algo te lo diré —contestó la mujer más menuda y Alex la abrazó.

—¿Te apetece venir a mi casa a ver una película?

—Incluye palomitas y tenemos trato —dijo Sydney, sonriendo ampliamente.

Varias horas después, las dos mujeres estaban acurrucadas en el sofá del estudio. La mujer más menuda estaba pegada a su compañera más alta, con un enorme cuenco lleno de palomitas sobre el estómago. Se habían puesto los pijamas antes de poner el vídeo. Tras discutir un poco, decidieron ver una comedia romántica.

—Gracias.

—¿Por qué? —preguntó Alex, cogiendo un puñado de palomitas del cuenco.

—Por invitarme a pasar el día contigo —dijo Sydney—. Lo he pasado muy bien.

—Ha sido un día muy agradable —dijo la mujer más alta riendo—. Lo vamos a pasar bien el año que viene.

—No lo vas a obligar a pagar, ¿verdad? —dijo la rubia sorprendida.

—Por supuesto que sí —gruñó Alex y su compañera se echó a reír.

—Eres tan mala como decía tu padre —dijo Sydney, meneando la cabeza, y se metió otra palomita en la boca, notando el movimiento del cuerpo de su compañera al reírse—. Me cae muy bien tu familia.

La mujer más alta se quedó callada largos segundos y luego de repente apartó el cuenco y lo puso en la mesa del café. Antes de que la rubia supiera qué estaba pasando, su compañera la agarró por los hombros y le dio la vuelta para mirarla a la cara.

—Ya no es sólo mi familia —dijo suavemente cuando sus ojos se encontraron—. Ahora también es tu familia, Sydney.

La mujer más joven no supo qué decir, de modo que hizo lo único que se le ocurrió que podía transmitir la emoción que sentía. Se echó hacia delante y besó a su compañera y como respuesta recibió un estrecho abrazo.

En total, el día había resultado mejor de lo que las dos se esperaban y esa noche regresaron al piso y se pasaron varias horas viendo películas y comiendo palomitas antes de retirarse, conscientes de que al día siguiente Alex tenía que estar en su despacho temprano.

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Hacia finales de febrero Sydney estaba cómodamente instalada en el piso y la transición de vivir solas a compartir el espacio fue más fácil de lo que ninguna de las dos mujeres se esperaba. A ello contribuía el hecho de que las dos estaban igual de entregadas la una a la otra, lo cual les facilitaba hablar de los pequeños roces antes de que se convirtieran en problemas importantes.

También desarrollaron una cómoda rutina en el trabajo, por la cual eran discretas sobre su relación, pero no hacían nada para disimular que eran amigas. Sydney llegaba a menudo temprano para hacer un turno de noche y de esa forma podían echar un partido de uno contra uno en la cancha de la comisaría. Cuando estaba en el turno de medianoche, esperaba a que Alex llegase por la mañana y se iban a correr juntas antes de ella se volviese a casa para dormir.

Ambas mujeres disfrutaban del tiempo que pasaban juntas y su relación se fue profundizando, hasta el punto de que cada una por su cuenta acabó llegando a la conclusión de que ya no podía vivir sin la otra. Por primera vez Sydney empezaba a creer que era posible tener una unidad familiar capaz de funcionar.

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—Pareces contenta, hermanita —comentó Anne una tarde en que la rubia hizo el viaje hasta la prisión estatal para visitar a su hermana. La detective había hecho ese viaje varias veces desde Navidad.

—Estoy contenta —dijo Sydney con franqueza.

—Supongo que sigues con esa mujer.

—Se llama Alex y sí, seguimos juntas, de hecho, vivimos juntas —dijo la mujer más joven con sinceridad.

—Cuando me quiera dar cuenta, me vas a decir que vais a tener críos —dijo Anne con sorna y Sydney se ruborizó.

—No hemos hablado de eso... pero creo a las dos nos gustaría tener hijos... algún día.

—Vas muy en serio con esto, ¿verdad? —a la otra mujer casi parecía hacerle gracia—. Recuerdo una época en que no querías saber nada del tema de las familias.

—No creía que pudiera llegar a tenerlo —confesó la rubia—, pero siempre quise una familia, unos padres normales con una bonita casa en una zona residencial.

La confesión no pilló de improviso a la mujer de más edad porque siempre había percibido ese deseo en su hermana pequeña. Hubo una época en que tenía la esperanza de darle todas esas cosas a su hermanita, pero nunca tuvo fuerza suficiente.

—Me alegro de que lo estés consiguiendo, niña —dijo sinceramente.

—Y yo me alegro de que ya no estés enfadada conmigo —dijo Sydney y la otra mujer se sonrojó.

—No era tanto que estuviese enfadada como celosa —confesó Anne a regañadientes—. Siempre quise creer que yo era la más fuerte de la familia y que necesitabas que te cuidase, pero resultó ser al revés.

—Eso puede cambiar —dijo Sydney titubeando—. No vas a estar aquí para siempre. Cuando salgas puedes empezar una nueva vida.

—He oído todas las historias, niña —la presa sonrió con cansancio—, pero me temo que cuando has estado en este sitio, es muy difícil dejarlo atrás. No creo que tenga la fuerza suficiente para resistir las tentaciones.

—No estarás sola —dijo la mujer más joven en voz baja—. Nos tendrás a Alex y a mí para ayudarte.

—Gracias por el ofrecimiento, niña —la mujer de más edad sonrió, pero sabía que jamás aceptaría ese gesto. Sydney se había construido una buena vida y no necesitaba que se la echasen a perder.

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Cuando Alex volvió a la comisaría era ya por la tarde, pero se sentía muy bien. Acababa de tener una reunión productiva con los demás jefes de departamento en la comisaría del centro y ahora estaba deseosa de ver a su amante antes de irse a casa. Esa semana Sydney tenía el turno de noche.

—¿Qué tal la visita a tu hermana? —preguntó, abrazando largamente a su compañera después de asegurarse de que estaban solas en el vestuario de mujeres.

—Bien —la mujer más baja suspiró—. Pero me preocupa.

—¿Por qué? —Alex estrechó los ojos.

—Creo que ha renunciado a la vida —confesó Sydney—. Sólo le quedan cuatro años para optar a la condicional, pero tiene esta visión fatalista de que se va a pasar entre rejas el resto de su vida.

—Seguramente tiene miedo y no quiere pensar en el futuro, por si las cosas no salen bien —dijo la mujer más alta intentando ser pragmática—. No es raro que la junta de la condicional rechace una primera solicitud.

—Sí, ya lo sé —la mujer más joven suspiró, mordiéndose el labio dubitativa, y miró a su compañera con timidez—. Le dije que cuando saliera nosotras la ayudaríamos. Espero que no te importe.

—Para nada —Alex le sonrió tranquilizadora. Le agradaba saber que Sydney se las imaginaba a las dos juntas en el futuro.

La rubia detective sonrió y abrazó otra vez a su compañera, dándose cuenta una vez más de por qué quería tanto a esta mujer. No pudieron seguir hablando en privado, porque en ese momento entró una patrullera en el vestuario. Salieron al pasillo.

—No te olvides de pasar por la tienda al volver a casa, nos hemos quedado sin café y sin leche —le recordó Sydney a su amante.

—No me olvido —prometió Alex, dirigiéndose a la puerta—. Que tengas buena noche y acuérdate de llamarme más tarde.

—Sí —asintió la detective rubia con una sonrisa y luego se quedó mirando a su alta compañera hasta que desapareció por la puerta. En ese momento sonó el teléfono de su mesa y lo cogió. Era Alice Williams.

—Mi marido acaba de recibir una llamada de Lucas —la voz de la mujer era apenas inteligible y la joven detective supo por instinto que la mujer no quería que su marido supiese que estaba llamado—. Está en un apartamento del centro.

Sydney escuchó en silencio, cogió un bolígrafo y anotó el número que le dio la mujer antes de colgar rápidamente. Llamó inmediatamente a la operadora y tras revelar su identidad, consiguió una dirección concreta. Tras unas cuantas llamadas más para arreglar todos los detalles, estaba preparada para pasar al ataque de acuerdo con la información.

—Se hace llamar Simon Le Bond —les dijo a sus colegas cuando iban hacia la puerta.

—Como el cantante —murmuró Roy.

—Sí —asintió Sydney, poniéndose el chaleco antibalas, y miró a los otros hombres—. ¿Vosotros no os vais a poner el chaleco?

—Jamás me lo he puesto y no voy a empezar ahora —dijo Norm solemnemente—. Además, ese tipo es un asesino de niños y seguro que no intenta hacer daño a nadie. Lo suyo es acabar con críos inocentes.

Sydney asintió, pues tendía a estar de acuerdo con el hombre, pero Alex había hecho circular una orden sobre este tema y luego le había hecho prometer solemnemente que siempre que saliera a hacer un arresto, se pondría uno para protegerse. Era una prenda pesada y molesta y daba calor, pero no tenía la menor intención de provocar las iras de su amante.

Se pasaron un momento por el tribunal para recoger la orden de arresto correspondiente y luego condujeron en silencio hasta la dirección que le había dado la operadora, aparcando a una manzana de distancia para no alertar al sospechoso de su presencia. Sydney se alegró de ver que su amigo Robert Newlie estaba entre los patrulleros enviados para ayudar con el arresto.

Dio órdenes a los agentes de uniforme para que tomaran posiciones rodeando el edificio antes de ponerse en cabeza, entrar en el ruinoso edificio y subir por las escaleras hasta la quinta planta. El número que había encima de la puerta al final de las escaleras les indicó que éste era el apartamento que estaban buscando. Hizo un gesto a los otros para que tomasen posiciones y luego llamó a la puerta.

—Señor Andersen, policía, abra la puerta —exclamó, llamando con fuerza. No hubo respuesta—. Abra, señor Andersen, policía.

—Vamos a entrar —decidió Norm y luego levantó la pierna y, haciendo gala de una fuerza que dejó pasmados a sus colegas, abrió la puerta de una patada antes de entrar.

Sydney lo siguió con más cautela, pistola en ristre, alerta ante cualquier peligro. Por muy inofensivo que les pareciese un sospechoso, tenían que tener cuidado de no subestimar a su presa. Atisbó con cuidado por la habitación de entrada y luego por el pasillo que conducía al fondo del apartamento. Fue el instinto más que otra cosa lo que la hizo reaccionar. No vio más que una sombra, pero el pelo de la nuca se le erizó de miedo.

—Tiene un arma —gritó y luego se lanzó delante de Norm en el momento en que un hombre alto y flaco salía al pasillo desde una habitación del fondo y apretaba el gatillo del arma que llevaba. Ella disparó a su vez como respuesta.

El ruido de la explosión de una escopeta le llenó los oídos y luego quedó ahogado por un rugido cuando el apartamento pareció estallar con una erupción de disparos. A eso le siguieron fuertes gritos y el acre olor a humo hasta que por fin reinó de nuevo el silencio.

Sydney sentía un dolor ardiente en el pecho que le subía desde las caderas hasta el cuello. Se sentía rara e intentó levantarse del suelo, pero le dolía la cabeza y estaba mareada y además parecía haber sangre por todas partes.

—¡Sydney!

Se oía el pánico en la voz que gritaba su nombre y trató de volver la cabeza para responder, pero el esfuerzo era demasiado grande. Vio a un agente uniformado que se arrodillaba a su lado y al reconocer a su viejo amigo Robert Newlie, intentó sonreír, pero entonces se le puso la vista borrosa y luego se precipitó por un túnel de oscuridad

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Alex acababa de volver de correr y estaba a punto de meterse en la ducha cuando sonó el teléfono. Echó una mirada al reloj con una sonrisa en los labios. Si no se equivocaba, era Sydney que la llamaba para asegurarse de que se había pasado por la tienda de camino a casa. Levantó el auricular esperándose oír la voz de su amante al otro lado.

—¿Capitana?

—Sí —reconoció la voz del teniente Scarferelli.

—Ha habido un tiroteo —dijo el hombre y al instante Alex sintió una oleada de pánico que le invadía el cuerpo. Se obligó a conservar la calma, pensando en Sydney, pero dándose cuenta de que podría tratarse de cualquier otra cosa.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo con tono firme.

—Los detectives Davis, Bridges y Howard salieron a hacer un arresto. Al parecer, Syd recibió un soplo sobre dónde se escondía Lucas Andersen. Entraron y según cuentan los patrulleros, hubo disparos.

—¿Algún herido? —preguntó con calma, aunque sus sentidos clamaban por saber lo que había ocurrido. Hubo una larga pausa.

—Los tres han sido alcanzados —dijo el teniente al otro lado y luego continuó deprisa—: El sargento a cargo de la escena no nos ha comunicado la gravedad de sus heridas, pero sí ha dicho que los han llevado al Hospital General.

—¿Y el sospechoso?

—Al parecer resultó muerto en el enfrentamiento.

—Quiero que vaya allí inmediatamente y se ponga al mando de la situación. Quiero toda la zona asegurada. ¿Cuál es la dirección? —anotó a toda prisa la dirección en el primer trozo de papel que encontró—. Vale, nos vemos ahora mismo.

—Sí, capitana —dijo el teniente y colgó.

Alex se quedó mirando largos segundos el auricular antes de colgarlo con mano temblorosa. Cerró los ojos y tomó aliento varias veces, intentando serenarse el corazón. Siempre había sabido que podía ocurrir algo así, pero lo había apartado de su mente.

—No puedes dejarme, no ahora que nos acabamos de encontrar —murmuró, con la cara bañada en lágrimas ardientes.

Tardó un poco más en controlar sus emociones y luego corrió al dormitorio y cogió su ropa. Olvidó todo salvo su necesidad de ir al hospital, pero primero se detuvo en la escena del crimen, que estaba acordonada con multitud de coches patrulla. La recibió el agente al mando, que la acompañó rápidamente hasta el apartamento.

Fue una experiencia más dura de lo que se podría haber imaginado y sólo sintió odio por el hombre que yacía tirado en el pasillo cubierto de sangre. No sentía lástima por el muerto y sus emociones se endurecieron al ver la sangre que llenaba ambos extremos del pasillo, pues sabía que parte de ella era de Sydney.

—¿Qué ha pasado? —preguntó cuando el teniente Scarferelli llegó a su lado. El hombre se movió nervioso. Aunque nadie decía nada, todos conocían la relación de la capitana con la joven detective.

—Parece ser que cuando el sospechoso no respondió a su llamada, entraron en el apartamento. Según la poca información que conseguimos obtener de los detectives antes de que se los llevaran, la detective Davis vio al hombre y se lanzó por delante del detective Bridges disparando a la vez. Sus disparos alcanzaron al sospechoso, pero no antes de que éste consiguiera disparar su arma varias veces.

—¿Tenían las órdenes en regla? —preguntó Alex, sabiendo que iba a haber muchas preguntas difíciles antes de que la situación quedase olvidada. Iba a haber más de una investigación a raíz de lo que había ocurrido aquí esta noche. Había visto la misma historia en más de una ocasión.

—Tenían todos los documentos pertinentes —fue la respuesta y la capitana sintió cierto alivio al oírlo.

—Quiero que se investigue la escena a fondo —ordenó con tono tajante—. Ha habido disparos y el sospechoso ha muerto. Quiero asegurarme de que el arresto se estaba llevando a cabo cumpliendo todas las normas.

—¿Y si no? —preguntó el hombre en voz baja.

—Pues también lo quiero saber —dijo ella escuetamente.

—El hombre era sospechoso de la muerte de un niño —le recordó el teniente suavemente y recibió una mirada fría de su superiora.

—Aunque fuese John Gacy en persona —contestó con frialdad, bien consciente de las ramificaciones. Ya se estaba imaginando los titulares de la mañana. Las noticias informarían de que un sospechoso había resultado muerto por disparos durante un arresto. Apenas se daría importancia al hecho de que los agentes que realizaban el arresto también habían resultado heridos. Estaba segura de que algún alma caritativa tendría preparada una crítica sobre la actuación de la policía para las noticias de la tarde.

—Sí, señora —asintió el teniente y luego ladró una serie de órdenes a los agentes uniformados que estaban allí cerca.

Alex miró otra vez a su alrededor y luego, sin esperar a tener más información, se dio la vuelta y salió rápidamente de la habitación. Tenía el estómago absolutamente revuelto y le dio apenas tiempo de salir del edificio antes de vomitar en un cubo de basura cercano. Había visto escenas de crímenes mucho más violentos y jamás había reaccionado así, pero esta vez era algo personal.

—¿Está usted bien, capitana? —preguntó un agente uniformado que estaba allí cerca con auténtica preocupación.

—Sí —asintió ella, sintiéndose un poco avergonzada. No podía decir que se había puesto mala al ver la sangre de su amante, por lo que se limitó a dirigirse a su coche. Veinte minutos después estaba en el hospital.

—Quiero saber el estado en que se encuentran varios agentes míos que acaban de ingresar —Alex le mostró su placa a la enfermera a cargo de admisiones en la sala de urgencias.

La intensa expresión de la alta morena le indicó a la enfermera que debía obedecer y asintió antes de coger un teléfono y marcar un número. A los pocos minutos un joven con la bata blanca de un médico salió de una sala situada detrás del mostrador.

—Soy el doctor Riveira, ¿en qué puedo ayudarla?

—Quiero saber el estado de varios agentes míos que acaban de ingresar por urgencias —dijo Alex tensamente—. Estaban heridos y quiero saber el alcance de sus heridas.

—Los detectives Howard y Bridges se pondrán bien, sus heridas eran de poca gravedad —le dijo el médico, que había estado a cargo de las unidades de trauma que se habían ocupado de los agentes que habían ingresado en urgencias hacía tan sólo una hora—. Sin embargo, las heridas de la detective Davis eran mucho más graves. Seguramente será mejor que hable primero con su familia.

A Alex se le puso todo el cuerpo tenso al oír aquello. Sus emociones se debatían entre el miedo y la ira. Era penosamente obvio que Sydney estaba malherida. Miró al médico intentando controlar sus emociones.

—La detective Davis no tiene familia en la ciudad —dijo bruscamente.

—Pues convendría que los avisase —suspiró el médico—. Ha recibido varios disparos de escopeta en el cuerpo. Conseguimos estabilizarla antes de llevarla al quirófano. La están operando ahora. El pronóstico no es bueno.

—¿Dónde está cirugía? —quiso saber Alex, con el cuerpo helado.

—En el quinto piso —contestó el hombre y sin esperar, la capitana se lanzó a toda prisa por el pasillo hacia los ascensores. Se encontró a Roy Howard sentado en silencio en la sala de espera situada fuera de los quirófanos. Tenía un pequeño vendaje en el cuello y la mejilla.

—¿Se encuentra bien?

—Sí —asintió él, incapaz de mirarla a los ojos—. Nos ha salvado la vida. Ella lo vio antes que nosotros y se interpuso en la línea de fuego.

El resto no hizo falta decirlo y Alex se quedó sin habla por un momento. Siempre había sabido que su compañera era valiente y generosa y lo que había hecho hoy lo demostraba una vez más.

—¿Va a venir alguien a buscarlo? —preguntó Alex apagadamente.

—Mi mujer viene de camino —dijo él en voz baja—. Le dije que estaba bien, pero se ha empeñado en venir. Si no le parece mal, me gustaría quedarme hasta que sepa que Sydney está bien.

La capitana se limitó a asentir, sin atreverse a hablar, pues sabía que el corazón le dolía demasiado. Se volvió y se quedó mirando por el pasillo hacia las puertas de cristal que los separaban de los quirófanos. Sabía cómo funcionaban estas cosas, pues ya había pasado por esto en otras ocasiones. El médico saldría cuando hubiese terminado, de modo que hasta entonces sólo podía esperar.

Las horas fueron pasando despacio y la sala de espera se fue llenando poco a poco de agentes fuera de servicio que llegaban para ofrecer su solidaridad. Agradecía su presencia, pues sabía la fuerte hermandad que los unía a todos. Pero su muestra de apoyo no conseguía aliviar el dolor que sentía. A veces era tan intenso que le parecía que no podía respirar.

Pasaba ya de medianoche cuando los médicos salieron por las puertas que conducían a los quirófanos. El cirujano jefe se apartó de los otros y avanzó decidido hacia ellos. A Alex se le puso un nudo en la garganta al ver su cara mientras observaba a la gente que llenaba la sala.

—¿Hay aquí algún familiar de la señorita Sydney Davis? —preguntó mirando por la sala.

—Yo soy su familia —dijo Alex sin pensárselo, irguió los hombros con valor y siguió al hombre hasta un rincón más privado.

—No me voy a andar con rodeos —dijo el médico cuando estuvieron a solas—. Tiene una suerte increíble de seguir viva. Si no hubiera llevado puesto el chaleco antibalas, ahora estaría muerta. De todas formas, unos fragmentos de las balas de la escopeta la alcanzaron en el cuello y en la parte inferior del tórax, las partes que no estaban protegidas por el chaleco.

Indicó con la mano las zonas del cuerpo que habían sido alcanzadas y continuó hablando.

—Un fragmento le perforó la arteria del cuello y sólo gracias a la rápida reacción de los que estaban en la escena se ha podido salvar de morir desangrada. Hemos conseguido sacar todos los fragmentos de bala, pero ha perdido mucha sangre y sus heridas son muy graves. Las próximas cuarenta y ocho horas son críticas.

—¿Puedo verla?

—Ahora mismo está en postoperatorio y anestesiada. La trasladaremos a la UCI dentro de una media hora. Espere a que esté instalada y entonces puede subir —le aconsejó el médico y ella asintió, dándole las gracias antes de que se fuera.

Tomó aliento con fuerza y regresó a la sala de espera, pensando que a veces su trabajo era asqueroso. En un tono antinatural por lo tranquilo que parecía, transmitió la información a los agentes que estaban esperando noticias.

—Los médicos no sabrán más hasta más tarde, así que pueden irse a casa, ahora no pueden hacer nada —dijo y los demás asintieron cansados y sin decir nada más fueron saliendo de la sala, dejándola a solas.