Picadillo xii

La familia de alex empieza a aceptar a sidney y las dos se enfretaran a nuevo reto

Picadillo

Planet-solin

En la mente de Alex el encuentro con sus padres había salido mejor de lo que esperaba, aunque no tenía motivos para pensar que no iba a ser así. Quería y respetaba a su familia y sentía lo mismo por Sydney, de modo que no había motivo alguno de preocupación. Sin embargo, no se hacía tantas ilusiones con respecto al almuerzo que iba a tener con el jefe de policía.

Esperó hasta Año Nuevo para quedar con él. Sydney se había comprometido a trabajar durante las fiestas, pero así y todo lograron estar juntas, escabulléndose para subir a la azotea de la comisaría y recibir el nuevo año con una copa de champán sin alcohol y un beso. Fue una noche maravillosa a pesar del entorno y pensó que simplemente se debía a que habían estado juntas.

Apartó sus pensamientos de su compañera y se concentró en el mal trago que la esperaba. Sabía que podía mantener en secreto su relación con Sydney, pero también sabía que eso no sería justo para el hombre que había depositado su confianza en ella. Lo único que esperaba era que George no pensara muy mal de ella. Su opinión siempre le había importado mucho.

—Bueno, Alex, ¿qué te cuentas? —dijo el hombre para iniciar la conversación una vez terminaron con los saludos. Conocía bien a la joven y sabía que para que ella lo llamase tenía que tratarse de un problema muy serio. Un problema que ella no podía resolver.

—Tenemos un problema, George —dijo Alex, confirmando sus sospechas—. Estoy enamorada.

—Felicidades —el hombre mayor sonrió divertido ante su confesión, aunque algo confuso—. Pero no veo que eso sea un problema.

Alex le sonrió crípticamente.

—El problema no es que esté enamorada, George, el problema es que estoy enamorada de un miembro de mi cuerpo de detectives.

—Ohhh —el rostro del hombre se fue llenando de comprensión al caer en la cuenta de la gravedad de la situación—. Eso sí que es un problema.

—Sí —contestó ella con seriedad, empujando la comida por el plato con el tenedor.

—Si me permites que te lo pregunte, ¿desde cuándo existe este problema?

—Llevamos saliendo unos tres meses.

El hombre frunció los labios pensativo y sus ojos grises se estrecharon mientras miraba a la mujer sentada frente a él. Conocía a Alex lo suficiente como para saber que no se trataba de un capricho pasajero. No habría puesto su carrera en peligro por un simple revolcón. En ese sentido, no se parecía en nada a muchos de sus colegas.

—¿Te importa que te pregunte quién es?

—Ése es el segundo problema, George —Alex tragó con dificultad, frotándose la sien un momento. No había hablado de esto con Sydney y esperaba no traicionar la confianza de la otra mujer al revelar este secreto—. Soy lesbiana.

—Ohh... —esto lo dejó casi tan petrificado como la primera noticia. Su mente empezó a repasar la lista de detectives que trabajaban en la Unidad de Homicidios, preguntándose con quién podía mantener una relación esta mujer si era lesbiana. Todos los detectives eran varones, salvo...

—Sydney Davis —dijo, pensando en voz alta.

—Sí —la mujer asintió solemnemente, sintiendo casi alivio al confesarlo.

—Por Dios, Alex, ¿es que no sabes lo que estás haciendo? —explotó el jefe al asimilar plenamente el impacto de lo que le estaba diciendo. Intentó controlar sus emociones—. Tenemos normas que prohiben este tipo de cosas. ¿Pero en qué estabas pensando?

—No estaba pensando —reconoció Alex, preguntándose si la reacción habría sido distinta si su relación hubiera sido con uno de los detectives varones.

—Eso es evidente —farfulló el hombre—. ¿Pero te das cuenta de lo que podría pasar si rompéis? Podría hundir al departamento.

—Sydney no es así —dijo, defendiendo a la mujer ausente. Sabía lo que podría pasar si rompían, pero confiaba firmemente en su joven amante.

—Joder, Alex, eso no lo sabes, nadie puede predecir lo que va a pasar cuando hay una ruptura —dijo George, mostrando su irritación—. Yo creía que estabas por encima de esas cosas.

—¿Por encima de qué, George, de enamorarme? —preguntó la mujer alta con rabia, incapaz de disimular el dolor que sentía por su comentario.

—No... —el hombre se dio cuenta inmediatamente de su metedura de pata—. No me refería a eso.

—¿Entonces a qué te referías?

—A todo —el hombre agitó una mano en el aire—. Esto no es propio de ti.

—Supongo que tienes razón —suspiró—. Si va a ser un problema, dimitiré.

—Dios, no empieces a decir que dejas tu trabajo —continuó el hombre en el mismo tono de voz. A pesar de lo que acababa de confesar, no quería perder a la mujer. La Unidad de Homicidios nunca había estado mejor. La tasa de resolución de casos había aumentado en un cincuenta por ciento y el equipo entero de detectives parecía contento. Hasta las quejas de la oficina del fiscal habían disminuido. No quería perder la estabilidad que la presencia de la mujer había logrado—. La trasladaremos a otro departamento.

—No —Alex rechazó la oferta—. Sydney es buena detective y le gusta su trabajo. No quiero que se la castigue por esto. Si alguien se traslada, debería ser yo.

—Venga, Alex, usa el sentido común, tú eres más valiosa que ella —argumentó el jefe—. No quiero perderte.

—Pues tendremos que llegar a un compromiso —dijo la mujer—, porque si se trata de elegir entre Sydney y mi trabajo, me voy.

El hombre la miró atentamente. No pensó ni por un instante que estuviera tirándose un farol. Sabía que Alex no soltaba amenazas que no estuviera dispuesta a cumplir. Si decía que se iba, se iba.

—Vale, no nos apresuremos. ¿Cuánto tiempo hace exactamente que os veis?

—Más de tres meses —repitió Alex y el hombre la miró atentamente.

—Debo deducir entonces que la cosa va en serio y que no es un capricho pasajero, ¿no?

—Vamos a vivir juntas —contestó sin rodeos.

—¿Lo sabe alguien más?

—No que yo sepa —replicó con sinceridad—. Hemos intentado ser discretas.

Para el hombre era evidente que lo habían conseguido. Era normal que por el departamento circulasen siempre rumores de todo tipo, pero no se había comentado nada de tipo romántico sobre las dos mujeres. Tal vez fuese posible mantener callado todo el asunto.

—Si nadie sabe nada, ¿por qué me lo has dicho? —sentía curiosidad, al darse cuenta de que la mujer podría haber mantenido su relación en secreto. Sabía que se había arriesgado mucho al comunicarle la situación.

—Te respeto, George, y no quería que esto te pillase desprevenido si alguna vez salía a la luz.

—Te agradezco la consideración —comentó con seco humor, mirándola durante largos segundos—. En contra de mi criterio, no voy a hacer nada. Eres inteligente, Alex, y me sorprende verte en una situación como ésta, pero he aprendido a fiarme de tu juicio. Voy a seguir fiándome de ti en esta ocasión y a fingir que no sé nada. Sin embargo, si ocurre algo, no sé si voy a poder protegerte.

—No espero que lo hagas —dijo la mujer.

—Te lo agradezco —el hombre asintió y luego añadió como advertencia—: Ten cuidado, Alex, hay otras personas en el departamento que no serán tan indulgentes.

En términos generales, el encuentro no había ido tan mal como Alex se temía y regresó a la comisaría sintiéndose más contenta de lo que esperaba. Buscó inmediatamente a su compañera, insegura por lo que la mujer más joven pensaría sobre lo que había hecho. Encontró a la rubia detective en el vestuario.

—¿Qué tal ha ido tu reunión con el jefe? —preguntó Sydney cuando la capitana se sentó en un banco.

—Mejor de lo que me esperaba —reconoció la mujer de más edad y luego miró pensativa a su compañera—. Le he contado lo nuestro.

—Oh... —fue lo único que se escapó de los labios fruncidos—. ¿Y qué ha dicho?

—No le ha hecho gracia —dijo con franqueza, sintiendo una acometida de alivio. Se había imaginado una reacción algo distinta por parte de su joven amante.

—¿Va a ser un problema?

—No lo sé.

Sydney se quedó callada un buen rato mientras reflexionaba sobre esa respuesta. Sin darse cuenta, alzó la mano y se frotó un lado de la nariz, al tiempo que se le arrugaba la frente con un ceño. Era un gesto familiar y encantador y Alex tuvo que reprimir el impulso de sonreír.

—No quiero que tengas problemas, Alex —dijo por fin la mujer más joven con un suspiro y por un instante los ojos azules y verdes se encontraron—. Si va a ser un problema, pediré un traslado.

—No —la capitana sonrió a su amante con ternura—. No va a hacer nada, siempre y cuando sigamos siendo discretas.

—¿Va a afectar a nuestra vida en común? —preguntó Sydney titubeando.

—Yo no permitiría que nada afectase a eso —contestó Alex sinceramente—. ¿Cuándo crees que estarás preparada para mudarte?

—Este fin de semana —la rubia dejó que una sonrisa iluminase su rostro.

—¿Necesitas ayuda? —Alex no podía disimular sus ganas y la sonrisa de la mujer más menuda se hizo más amplia.

—No, tú asegúrate de que hay sitio para mis cosas.

—En ese caso, será mejor que me vaya a casa y empiece a hacer sitio en los armarios —la capitana le devolvió la sonrisa al tiempo que se levantaba y luego añadió esperanzada—: ¿Te veo más tarde?

—Cuenta con ello —fue la solemne promesa.

Sydney se quedó mirando a su amante mientras ésta se alejaba. Estaba nerviosa y emocionada al mismo tiempo, temerosa de estar cometiendo un error al irse a vivir con Alex cuando llevaban tan poco tiempo de relación. Al fin y al cabo, nunca había vivido con nadie y no sabía cómo se iban a adaptar a los cambios que esto supondría para la vida de las dos.

Pasó la semana sin pensar apenas en lo que estaba haciendo, pero arreglándoselas de todas formas para tomar las decisiones adecuadas. Era jueves cuando llegó a su mesa una nota curiosa. Acababa de volver de un aviso y se encontró el mensaje y el fax al lado de su ordenador.

—¿Cuándo ha llegado esto? —preguntó, mirando a los otros detectives que había en la sala.

—Hace unas horas —dijo Norm, echándose hacia atrás en la silla—. Ese policía de Vancouver con el que hablaste por lo del caso Kennedy ha llamado para decir que te había conseguido más información sobre Lucas Andersen.

Sydney asintió y se sentó, abriendo la carpeta y tragándose todos los detalles con voracidad. Por mucho que lo intentara, no lograba quitarse de la cabeza la imagen del pequeño Tommy Kennedy. Quería resolver este caso más que ningún otro. Quería atrapar al hombre que había secuestrado, maltratado y finalmente matado a ese niño. Descolgó el teléfono y marcó el número que el otro agente había incluido en el fax.

—Parecer ser que nuestro tipo tiene una cabaña apartada en las montañas de su zona —le dijo su colega canadiense tras intercambiar los saludos pertinentes—. Un pariente lejano, un primo, nos ha dado la información. Por desgracia, ha estado fuera del país hasta hace unos días y no sabía que estábamos buscando a Andersen.

—Maldita sea —murmuró Sydney, repasando ya mentalmente todas las posibilidades—. Si es cierto, entonces seguro que se ocultó allí después de secuestrar al niño.

—Y es más que seguro que ahora se esté ocultando allí —continuó el hombre del otro lado del teléfono.

—¿Les ha dicho dónde estaba la cabaña? —quiso saber ella.

—No recordaba el lugar porque sólo ha estado una vez hace mucho tiempo, pero sí que dijo que sus primos de Seattle sabían dónde estaba.

—Siempre he sospechado que Eddie Williams no nos estaba diciendo toda la verdad —suspiró Sydney, decidiendo lo que iba a hacer a continuación—. Creo que voy a hacer otra visita a los primos y esta vez no voy a ser tan amable.

—Me parece bien —asintió el hombre—. Hágame saber lo que pasa.

—Claro —le prometió la mujer antes de colgar. Echó un vistazo al reloj. Eran las seis de la mañana y el amanecer estaba empezando a teñir el cielo. No veía motivo para esperar a despertar a la pareja en cuestión.

Como era de esperar, Eddie Williams y su mujer, Alice, todavía estaban en la cama cuando aporreó la puerta de su casa. Acudió el hombre, vestido tan sólo con unos calzones blancos y una camiseta. Sin darle ocasión de decir nada, lo agarró del brazo y le dio la vuelta de un tirón, le puso unas esposas y luego se lo entregó a los dos patrulleros que esperaban detrás de ella en los escalones.

—Oiga, ¿qué pasa? —balbuceó el hombre, atónito por lo que estaba pasando.

—Queda usted arrestado como cómplice del asesinato de Tommy Kennedy —replicó Sydney, indicando a los agentes que se llevasen al hombre al coche aparcado en la acera.

—Yo no le hice nada a ese niño —protestó el hombre mientras se lo llevaban.

—¿Qué está pasando? —preguntó una voz más suave y Sydney se volvió y se encontró con la mujer del hombre que se había despertado por el jaleo.

—Su marido queda arrestado como cómplice del asesinato de Tommy Kennedy.

—Mi marido no sabía nada de lo que estaba haciendo Lucas —dijo la mujer, proclamando la inocencia del hombre.

—Su marido sabía que Lucas tenía una cabaña en el vecino condado de Dade. El hecho de que no revelase dicha información me hace creer que también podría saber dónde está el señor Andersen.

—No —exclamó la mujer ahogadamente, con los ojos dilatados mientras miraba el coche patrulla donde su marido estaba sentado en el asiento trasero. En su cara se veía el pánico.

—Sí, señora Williams, su marido va a tener graves problemas si continúa protegiendo a su primo. Ahora mismo, mis superiores en comisaría están replanteándose el papel que ha tenido en todo esto. Se podría enfrentar a cargos muy graves, una acusación de asesinato, sobre todo en el caso de un niño de siete años, no es algo con lo que le convenga jugar.

—Es mentira, es todo mentira.

—No, señora, con la información que tenemos, podríamos acusarlo en firme y lo único que le va a servir de ayuda es que empiece a cooperar. Sólo así empezaremos a creer que su marido no ha estado implicado en todo este asunto.

La mujer parecía aterrorizada y sus ojos asustados estaban clavados en el hombre medio desnudo que estaba sentado en la parte trasera del coche patrulla. Volvió la mirada preocupada hacia la detective rubia.

—¿Puedo hablar con mi marido?

Bingo , pensó Sydney, esforzándose por no sonreír.

—Claro, adelante.

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Alex llegó al trabajo temprano esa mañana. Como de costumbre, sus ojos se dirigieron automáticamente a la mesa de Sydney y se sintió decepcionadísima al ver que estaba vacío. Tras dejar el maletín en su despacho, cruzó el pasillo para hablar con el teniente de servicio durante el turno de noche.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó con aire indiferente, hojeando los informes de incidencias de la noche.

—No, hemos estado bastante tranquilos —dijo el teniente Howe, contento de estar a punto de irse a casa—. Davis ha traído a Eddie Williams para interrogarlo sobre el caso Kennedy.

—Creía que había decidido que no tenía nada que ver —murmuró Alex, estrechando los ojos y torciendo el gesto.

—Cree que sabe más de lo que dice. Recibió un fax de Canadá sobre una cabaña que tiene Andersen en las montañas. Parece que este tipo lo sabía —dijo el teniente—. Si le interesa, lo tiene en la sala de interrogatorio número tres.

—Gracias —Alex asintió y, tras desear un buen día al hombre, se dirigió por el pasillo a las salas de interrogatorio. Sydney salía de una de las salas justo cuando ella llegaba.

—Hola —le dijo la capitana a la mujer más joven, incapaz de disimular su tono cariñoso.

—Hola tú —las facciones cansadas de Sydney se iluminaron de repente al ver a la mujer más alta. Se echó hacia delante y las dos entrechocaron la frente, pues sus cuerpos necesitaban ese mínimo contacto físico.

—¿Cómo vas? —preguntó Alex, cruzándose de brazos para intentar reprimir las ganas de abrazar a la mujer más joven. Miró dentro de la sala por encima del hombro de la mujer más baja y vio a un hombre medio desnudo hundido en una silla.

—Bien —contestó la rubia, muy satisfecha de sí misma a pesar del cansancio que se estaba apoderando de todos sus sentidos—. Me ha llamado la Policía Montada de Canadá de Vancouver. Han descubierto que Lucas Andersen tiene una cabaña cerca de aquí, en el condado de Dade. He motivado al señor Williams para que nos dé un plano detallado de dónde se encuentra. Al parecer, la ha usado mucho en el pasado.

—¿Tú crees que Andersen está allí?

—Parece el sitio perfecto para esconderse —dijo Sydney encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, estaba a punto de ocuparme de todo el papeleo necesario para ir a echar un vistazo al lugar.

—Necesitarás ayuda de la policía local —le recordó Alex pensativa.

—Sí, conozco a un tipo que trabaja ahí. Lo iba a llamar —la rubia titubeó—. Seguramente voy a tener que ir allí mañana nada más terminar mi turno.

Alex se quedó callada mientras reflexionaba sobre la situación. Mañana era sábado y el día que habían reservado para trasladar la mayor parte de las cosas de Sydney al piso de Alex. Miró a su amante y vio la expresión pensativa de los ojos verdes que la estaban mirando.

—Escucha, prepáralo todo y luego vete a casa y duerme un poco —dijo la capitana, tomando una decisión—. Mañana iremos juntas a ese sitio.

—¿Estás segura? —preguntó Sydney y Alex se dio cuenta de que la mujer más joven se refería a algo más que el viaje fuera de la ciudad.

—Sí —la morena sonrió relajadamente, asegurándole a su amante que estaba contenta con la situación—. Además, si arrestas a este tipo, necesitarás que alguien te ayude a traerlo.

—Me parece buena idea —asintió la mujer más menuda, agradecida de que su amante no estuviera enfadada.

—Ahora vete —la instó Alex antes de darse la vuelta y alejarse—. Llámame más tarde.

—Sí, jefa —Sydney la saludó cuadrándose en broma.

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Había un trayecto de tres horas en coche para llegar al condado de Dade y salieron de Seattle cuando los primeros rayos del sol acariciaban el horizonte. Hacía un día inesperadamente despejado y Alex contempló el panorama, maravillada ante la belleza natural que las rodeaba. Era enero, pero estaba todo exuberante y verdísimo y el rocío soltaba destellos en la hierba bajo la brillante caricia del sol. Miró de reojo a su compañera y se le hinchó el corazón de emoción, al tiempo que sus labios esbozaban una ligera sonrisa.

Habían salido en cuanto Sydney terminó su turno oficial y ella se empeñó en conducir, porque sabía que su compañera estaba cansada tras una larga noche de trabajo. La menuda rubia iba ahora acurrucada en el asiento del pasajero, con la cabeza apoyada en la ventanilla y la cazadora bien ceñida alrededor del cuerpo. Estaba tan preciosa y tenía un aire tan inocente que Alex se moría por poder despertarse todas las mañanas y quedarse mirando a su compañera dormida. Volvió a prestar atención a la carretera.

Había tenido que insistir para convencer a la rubia de que no estaba molesta por el cambio de planes. Sabía mejor que nadie cómo iba a interferir el trabajo en su vida.

Además, sabía lo importante que era este caso para la joven y no estaba dispuesta a dejar que sus motivos personales afectasen a la forma de trabajar de la otra mujer.

Al final, Sydney se pasó durmiendo la mayor parte del viaje y luego se sintió avergonzadísima cuando su compañera la despertó por fin al llegar a su destino. Se atusó el pelo suelto con los dedos, sintiendo un cosquilleo en la piel. Miró a su compañera de reojo.

—Tendrías que haberme despertado —afirmó.

—¿Por qué? —preguntó Alex, enarcando las cejas con aire risueño—. Estabas cansada, necesitabas descansar.

—Pero te has quedado sola —protestó la rubia.

—No me ha importado —le aseguró la capitana con una sonrisa sincera—. Ha sido un viaje agradable.

Sydney recordó una vez más todas las razones por las que amaba a esta mujer.

—Te quiero —dijo simplemente.

—Lo sé —contestó Alex, sonriendo aún más.

Se reunieron con las autoridades locales y diseñaron un plan de acción antes de subir a la montaña por un recóndito camino de leñadores que se adentraba en el bosque. Todos los que componían el grupo se sentían nerviosos y expectantes cuando se detuvieron a unos cien metros de la cabaña, aparcando detrás de un espeso seto de matorrales jóvenes.

Sin hacer ruido, se desplegaron en círculo alrededor de la propiedad, avanzando en silencio hacia la apacible cabaña que se alzaba sobre una suave loma que daba a un pequeño valle. El lugar parecía vacío, pero no iban a correr riesgos y se acercaron furtivamente y con cautela al edificio.

Sydney respiró hondo un par de veces, aspirando el aire gélido en los pulmones al tiempo que aferraba la pistola con la mano. Aunque el cielo estaba despejado y brillaba el sol, la densa vegetación y los abetos proyectaban una tenue sombra por todo el lugar. Miró a Alex y asintió con la cabeza antes de subir al porche a hurtadillas y colocarse al lado de la puerta de entrada. Llamó golpeando con fuerza la madera.

—Policía, abran —gritó para que no hubiera forma de que no la entendieran. Pero tras su grito sólo hubo silencio. Miró a su compañera y repitió el anuncio.

—Creo que está vacío —dijo Alex cuando no hubo respuesta y asintió al patrullero que las había seguido. Se apartaron cuando el hombre subió corriendo los escalones con el pequeño ariete que se usaba para entrar en lugares cerrados.

La puerta cedió fácilmente bajo el asalto y Alex y Sydney entraron con cautela en la cabaña, con las pistolas preparadas. Con gran decepción, vieron que el lugar estaba vacío, aunque un registro minucioso reveló que había estado ocupado recientemente.

—Gracias —dijo Alex, despidiendo a los patrulleros una vez recogieron todas las pruebas que pudieron encontrar. Los hombres asintieron y regresaron a sus coches, dejando a las dos mujeres a solas.

—¿Qué opinas? —preguntó la capitana, curiosa por saber lo que se le estaba pasando a la rubia detective por la mente. La mujer había estado inusitadamente callada.

Sydney se dejó caer en una de las sillas y contempló el lugar con ojos cansados. Era un edificio sencillo formado por una sola habitación. Una litera y un viejo sofá eran los únicos muebles, además de la mesa y las sillas de madera del rincón. Había una chimenea en una pared y una bomba manual de agua en el fregadero.

—Creo que Williams le ha dado el soplo —contestó con amargura.

—No, yo no lo creo —dijo la mujer más alta, rechazando la idea—. Nuestro sospechoso ha estado aquí, pero hay mucho polvo y eso indica que fue hace un tiempo.

—Me da igual —soltó la mujer más menuda, dejando escapar parte de sus emociones—. No me cabe duda de que ha estado aquí y si Williams hubiera cantado antes, lo podríamos haber atrapado. Creo que cuando volvamos a la ciudad, voy a ir a verlo para apretarle las tuercas. Si antes ya estaba preocupado por la idea de ir a la cárcel, ahora ya se puede ir poniendo bien nervioso.

—No —decidió Alex, meneando la cabeza—. Vamos a volver a la ciudad y lo vas a dejar hasta el lunes.

Sydney levantó la vista para mirar a su compañera, que había cruzado la habitación y ahora estaba plantada justo delante de ella. Vio la expresión cauta de los ojos de su amante y suspiró. Hasta ahora había estado funcionando a base de adrenalina y la corta siesta que se había echado en el viaje de venida no había bastado para eliminar su cansancio. Asintió apagadamente con la cabeza.

—Venga, amor, vámonos, ya tenemos todo lo que podemos conseguir aquí —dijo Alex y alargó la mano, que la otra mujer aceptó de mala gana, dejando que su compañera la pusiese en pie. Cerraron la puerta al salir de la cabaña y regresaron caminando donde tenían aparcado el coche, con la cajita de pruebas que habían recogido.

—¿Tienes hambre? Me ha parecido ver un restaurante que tenía buena pinta en el pueblo.

—Me vendría bien comer algo —murmuró la mujer más baja y como respuesta, le rugió el estómago. Alex se echó a reír.

—Todavía será temprano cuando lleguemos a la ciudad, a lo mejor podemos trasladar parte de mis cosas —propuso Sydney cuando se montaron en el coche.

—No —la otra mujer hizo un gesto negativo—. Cuando lleguemos, tú vas a descansar y mañana nos tomamos el día libre y vamos a casa de mis padres.

—Pero... —la rubia se calló y miró insegura a su compañera. Sabía las ganas que tenía Alex de que se fuese a vivir con ella y no comprendía por qué ahora lo retrasaba. Además, después del último encuentro, no estaba especialmente deseosa de volver a ver a los Marshall tan pronto—. No estarás cambiando de idea sobre lo de que vivamos juntas, ¿verdad? —preguntó titubeando, todavía muy insegura con respecto al puesto que ocupaba en la vida de esta mujer.

—No, quiero que vengas a vivir conmigo —le confirmó Alex—, pero estás cansada y necesitas tiempo para relajarte. No me voy a arriesgar a que caigas enferma por el agotamiento.

Sydney agradeció la consideración de la otra mujer y sintió una oleada de amor que le recorría todo el cuerpo. Hacía mucho tiempo, tal vez demasiado, que nadie se preocupaba conscientemente por lo que más le convenía a ella. Sabía que Alex siempre lo haría. Esa noche se acostaron temprano, pero a pesar del sueño reparador, seguía mal preparada para visitar a los padres de su amante.

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La casa de los Marshall era una propiedad que daba al mar situada a las afueras de la ciudad, en un barrio muy selecto. Era un edificio grande con una verja de entrada tras la cual había un camino en curva que serpenteaba por entre altos abetos y corría paralelo a un césped perfectamente recortado.

La casa tenía tres plantas y estaba construida al estilo colonial tradicional, con ladrillo rojo y enormes columnas blancas. Se alzaba en medio de la propiedad y detrás había una pequeña rosaleda y otro césped que bajaba en cuesta hasta la playa, donde habían instalado un embarcadero en el que ahora había dos barcos amarrados.

A la derecha de la casa había un garaje para cuatro vehículos y un gran patio de cemento donde se había instalado una pequeña cancha de baloncesto. A Sydney no le sorprendió enterarse de que Marie y Warren habían diseñado todo aquello en persona.

—Es inmenso —le dijo maravillada a su compañera, abrumada por la elegancia del lugar y sintiendo que volvía a ponerse un poco nerviosa.

—Sí, bueno, teníamos que caber todos —dijo Alex, burlándose de la posición de la familia, pues no sabía qué otra cosa decir. Nunca se había parado a pensar en dónde se había criado. Para ella era simplemente su casa. Pensó en lo distinto que debía de parecerle a Sydney, que había vivido en apartamentos toda su vida.

Toda la familia estaba presente y Alex no tenía duda de que su madre los había convocado a todos especialmente para la ocasión. No le preocupaba cómo iba a recibir su familia a su amante, pues a todos los habían educado con unos modales impecables y sabía que sus padres no tolerarían otro tipo de actitud. Aunque le daba igual, porque todos sus hermanos eran de talante liberal y nadie se lo había hecho pasar mal por su forma de vivir, aunque sabía que dos de sus cuñadas no estaban muy cómodas cuando estaban con ella.

Sydney prestó mucha atención a la presentación de los hermanos, sus mujeres y sus diversos hijos. No estaba muy segura de poder recordar todos los nombres y de repente cobró conciencia del comentario que había hecho Christie sobre la estatura. A excepción de los niños, ella era la más bajita de la sala y se sentía enana al lado de todos los demás. Se sentía muy intimidada y se alegró de que Alex estuviera allí cerca.

—¿Tú eres la novia de la tía Alex? —preguntó una niña cuando por fin se sentaron a la mesa del comedor.

Sydney estaba sentada entre Alex y una de las niñas mayores, una preciosidad delicada y morena de grandes ojos marrones. Recordó que la niña se llamaba Kim y que era la mayor de los tres hijos de Christie y Andrew.

—Efectivamente —contestó algo titubeante, pues no sabía si le habían explicado la situación a la niña.

—¿Te gusta? —preguntó la niña muy seria.

—Muchísimo —Sydney sonrió dulcemente y la niña respondió sonriendo a su vez.

—Me alegro —afirmó la niña y luego la observó atentamente un momento antes de echar una mirada furtiva por toda la mesa. Se acercó y Sydney la imitó automáticamente, escuchando atentamente cuando la niña continuó sus observaciones en un susurro conspirador—. Creo que eres simpática y mucho más guapa que mis otras tías, salvo la tía Alex, que creo que tiene mucha suerte de que seas su novia.

—Gracias —dijo Sydney balbuceando un poco, pasmada y un poco cortada por el cumplido.

—¿Estás bien? —preguntó Alex al ver la cara sonrojada de su amante.

—Sí —asintió la rubia—. Pero creo que el resto del mundo va a tener problemas. Esta sobrina tuya es toda una seductora. Me acaba de decir que le parezco simpática y mucho más guapa que sus otras tías, a excepción de ti, por supuesto.

—Tiene razón —rió Alex y luego miró al otro lado de su compañera para ver a la niña, que las estaba observando fascinada. Señaló a su sobrina agitando un dedo delgado como advertencia en broma, con los ojos azules llenos de risa—. Sydney es mi novia, no intentes robármela.

La niña se sonrojó, pero se echó a reír y Sydney supo que si el resto del día acababa resultando un desastre, al menos había hecho una amiga. Por algún motivo, la aceptación de la niña hizo maravillas con su confianza y se sintió más segura de sí misma y de la situación.

La comida transcurrió relajadamente, con mucho ruido y conversaciones interesantes. No tenía nada que ver con lo que se había imaginado Sydney, que observaba fascinada la forma de relacionarse de las diversas personas. Todo el mundo tenía oportunidad de expresar su opinión y sus puntos de vista eran respetados, aunque pudieran encontrarse en minoría.

Sydney consiguió relajarse y divertirse y charló agradablemente con Christie, que estaba sentada al otro lado de su hija, aunque era consciente en todo momento de la presencia de la señora Marshall, sentada a la cabecera de la mesa sin dejar de observar.

Cuando terminaron de comer, se retiraron al salón, donde hubo una animada conversación sobre los equipos deportivos locales. Sydney no supo cómo ocurrió, pero de repente se encontró metida en medio de un enfrentamiento entre hermanos.

—Eh, un momento —intentó evitar que su compañera aceptase el desafío, pero en cambio notó una mano cálida en el brazo. Se volvió y se encontró a Christie a su lado sonriendo con guasa.

—Olvídalo, querida, no tienes ni la más mínima posibilidad de lograr que cambie de idea —dijo la rubia más alta con una sonrisa. La mujer señaló al grupo de hermanos—. Yo nunca he visto gente más competitiva y Alex es la peor. Creo que es por ser la pequeña y la única chica. Ha tenido que crecer compitiendo con ellos en todo.

—Christie y yo contra Sydney y tú —se oyó la voz de Andrew por encima de las demás.

—De acuerdo —asintió Alex, levantándose de la silla.

—Ni hablar. No me voy a poner a dar saltos por la cancha así vestida —interrumpió Christie, señalando la delicada falda que llevaba. Miró a Sydney y le guiñó un ojo.

—¿Esto ya ha pasado? —susurró Sydney con curiosidad.

—Más veces de las que quiero recordar —suspiró la otra mujer y luego sonrió, se acercó y le dijo en un susurro que sólo pudo oír ella—: Por eso ahora me pongo vestido cuando venimos a estas comidas informales.

—Muy bien, pues juega con Charles —le dijo Alex a su hermano, que se la quedó mirando boquiabierto.

—Venga ya, hermanita, no tengo nada contra Sydney ni contra ti, pero eso no es justo.

—¿Estás haciendo un comentario despectivo sobre Sydney y yo? —preguntó Christie con aire críptico, mirando a su marido de hito en hito.

—No, no, no... —Andrew se dio cuenta rápidamente de su error y miró a su mujer con aire suplicante—. No es por ofender a nadie, pero Charles y yo jugábamos equipos oficiales cuando estábamos en la universidad.

—Yo también —le recordó la alta rubia a su marido enarcando una ceja.

—Sí, pero venga, cielo, tú sabes que no eres tan buena como Charles —dijo el hombre, intentando suavizar la situación—. No sería justo porque, a fin de cuentas y sin ánimo de ofender, Sydney ni siquiera ha jugado baloncesto universitario.

—No, pero estamos dispuestas a correr el riesgo —dijo Alex con una mirada taimada a su amante—. ¿Qué nos apostamos? A las dos nos gustaron esas entradas para los Sonics, ¿qué tal un abono de temporada para el año que viene?

—Me parece razonable y a cambio, si ganamos nosotros, vosotras me pagáis el abono del año que viene —dijo Andrew y Alex asintió.

Sydney se quedó mirando mientras los dos hermanos se estrechaban la mano para sellar el acuerdo. Miró por la habitación y vio las sonrisas de los demás y la expresión de triunfo del hombre. Se preguntó en qué lío las había metido su amante.

—Alex, ¿tú sabes lo que cuesta un abono para los Sonics? —le susurró a su amante cuando la mujer más alta se la llevó de la habitación.

—Sí —asintió la capitana con un brillo calculador en los ojos—. Pero no tengo la menor intención de pagarle el abono a nadie.

—Pero si perdemos...

—No vamos a perder —la morena estaba muy segura y vio la expresión dubitativa de los ojos de su compañera más baja. Se detuvo y se la llevó a un rincón tranquilo, consciente de que los demás estaban cogiendo los abrigos para trasladarse fuera a ver el partido—. Te olvidas de que yo soy la única que sabe cómo juegan todos los presentes. Andrew no te ha visto jugar nunca.

La implicación de lo que estaba indicando la mujer más alta hizo que sintiera una oleada de calor por todo el cuerpo y sacudió la cabeza. Alex se echó a reír por lo bajo y luego agachó la cabeza y atrapó sus labios en un beso apasionado.

—¿De verdad piensas que soy tan buena? —tuvo que preguntar.

—Somos tan buenas —corrigió Alex—. Por separado puede que no funcionemos tan bien, pero juntas somos un equipo invencible.

—¿Y la ropa? —preguntó la mujer más menuda y la respuesta fue otra carcajada.

—Tengo nuestras bolsas en el jeep.

—¿Sabías que iba a pasar esto? —la acusó Sydney, poniéndose en jarras e intentando poner cara de furia, pero incapaz de hacerla durar.

—Lo sospechaba —la otra mujer sonrió y luego alargó la mano y le revolvió el pelo rubio—. Venga, vamos a cambiarnos y demostrarles lo que valemos.