Picadillo xi

La relacion de alex y sidney prospera bien. pero como sera cuando sidney conozca a los padres de alex

Picadillo

Planet-solin

Alex se paseó por la casa decorada festivamente, bebiendo distraída un vaso de ponche que llevaba en la mano. La cena había sido la típica cena familiar a la que había asistido todo el mundo. Tras un gran banquete, se habían retirado al salón, donde todo el mundo recibió un regalo. Los demás regalos que había debajo del inmenso árbol se abrirían por la tarde del día siguiente, cuando la familia se reuniese una vez más.

—Vamos, chavala, alegra esa cara, que es Navidad —dijo Christie, echando un brazo por los hombros de su cuñada—. Si no te animas, Santa Claus no va a bajar por tu chimenea esta noche.

—No es a Santa Claus a quien quiero —contestó la morena con una sonrisa irónica.

—Aah, entonces debe de ser una detective bajita y rubia lo que esperas encontrar debajo del árbol mañana —le tomó el pelo la rubia con una sonrisa.

—Ojalá —suspiró Alex, meneando la cabeza—. Trabaja esta noche y mañana.

—Qué mala suerte —dijo Christie y bebió un sorbo de su propio vaso de ponche.

—Sí, qué asco de vida —comentó la mujer más alta secamente, lo cual hizo que la otra mujer se volviese rápidamente para mirarla.

—Me parece a mí que aquí hay algo más que tu incapacidad de estar con tu amiga y que por eso estás tan gruñona —indagó la rubia—. ¿Qué pasa?

Alex se quedó callada un momento, paseando la mirada por la habitación donde estaban reunidos todos los demás. Los adultos estaban aposentados en las butacas con vasos de ponche en la mano, charlando amigablemente mientras los niños jugaban tranquilos en el suelo con sus tesoros de Navidad. Era una escena enormemente acogedora y deseaba compartirla con Sydney.

—¿Sabes lo que realmente es un asco de ser gay? —dijo, sorprendiendo a su amiga.

—¿Qué, que no tienes a un hombre al que echar la culpa de tus problemas? —preguntó Christie a la ligera y su acompañante le gruñó.

—No —Alex frunció el ceño, señalando la escena que tenían delante—. Que no puedes tener esto. Es decir, puedes formar parte de esto, pero no puedes tenerlo por ti misma. Fíjate en Andrew y en ti, por ejemplo. Fue todo muy sencillo, os enamorasteis, os casasteis y tuvisteis hijos. Yo puedo enamorarme, pero no me puedo casar y tener hijos no es una cosa sencilla.

—No tiene por qué ser así —dijo Christie con cautela, pues no sabía muy bien a dónde quería ir a parar su cuñada—. Si no eres feliz, Alex, podrías cambiar.

—Soy como soy, Chris, eso no va a cambiar y no quiero que cambie —la mujer más alta meneó la cabeza.

—¿Entonces qué es lo que te pasa de verdad, Alex? —quiso saber la rubia.

Alex se quedó callada, bebiendo un sorbo de ponche. Se preguntó si debía comentarle algo a su amiga y luego decidió desnudar el alma, sabiendo que podía confiar en esta mujer.

—Le he pedido a Sydney que venga a vivir conmigo.

—¿Y qué ha dicho?

—Que se lo quería pensar.

—¡Ay! —Christie hizo una mueca.

—Ay, ya lo creo —Alex suspiró, contemplando su bebida—. No sé qué voy a hacer si dice que no. Ni siquiera sé si podríamos continuar.

—¿Por qué se lo has pedido? —preguntó su cuñada y la otra mujer la miró extrañada, ante lo cual la rubia suspiró con impaciencia—. ¿Por qué quieres que viva contigo?

—Porque la quiero —fue la sincera respuesta.

—Pues concéntrate en eso —le aconsejó Christie—. Y si dice que no, confórmate con lo que ella quiera. No lleváis mucho tiempo saliendo y vivir juntas es un gran compromiso. Si la quieres, no te rindas. No te asustes por el rechazo, demuéstrale cuánto la quieres.

Alex se quedó mirando a la otra mujer largamente y luego le pasó el brazo por la delgada cintura y la estrechó.

—Eres una buena amiga —dijo—. Siempre me has apoyado, incluso cuando los demás no sabían qué pensar. Tú ni te lo planteaste cuando te dije que era gay.

—Me daba totalmente igual —Christie se encogió de hombros con indiferencia—. Además, me parece que tengo una gran deuda contigo. Tú me presentaste a tu hermano y no tengo forma de agradecértelo lo suficiente.

—Sabía que haríais buena pareja —sonrió Alex.

—Y yo creo que Sydney es buena para ti —dijo la rubia en voz baja—. Enamorarse en fácil, Alex, en lo que hay que esforzarse es en hacer que ese amor crezca. Lo único que tienes que decidir es si merece la pena hacer ese esfuerzo con Sydney.

—La merece.

—Pues ya tienes la respuesta —dijo Christie, estrechando la cintura de su cuñada, y luego entró en la habitación para reunirse con su marido. Alex se quedó mirando cuando la mujer se sentó en el brazo de la butaca de su marido y vio cómo él le pasaba el brazo con naturalidad alrededor de la cintura. Se volvió y entró en la cocina.

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Sydney logró llegar a casa esa noche hacia las once. Sabía que le quedaban menos de ocho horas para volver al trabajo, pero estaba demasiado acelerada para dormir. En cambio, se dio una ducha rápida y luego se puso el pijama y se desplomó en el sofá. Puso la televisión y contempló la retransmisión de una misa de Navidad desde una de las iglesias de la ciudad.

Tenía los ojos clavados en la pantalla, pero su mente estaba en la llamada de teléfono que había tenido horas antes. Había sido totalmente inesperada y el mejor regalo de Navidad que podría haber recibido en su vida y, de creer a su hermana, se lo tenía que agradecer a Alex.

Sus pensamientos se detuvieron para reflexionar sobre esa situación, con una leve sonrisa en la comisura de los labios. Se imaginaba el encuentro entre las dos mujeres. Las dos eran tercas y dogmáticas, pero de algún modo lo que había dicho Alex había logrado hacer mella en su hermana. Si no hubiera amado ya a la otra mujer, ahora la amaba sin la menor duda. Cerró los ojos y dejó que la música de la televisión la inundara, pensando en las últimas veinticuatro horas.

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Alex detuvo el coche ante el pequeño bloque de apartamentos y miró hacia arriba. Había luz en la ventana de Sydney y sintió algo de esperanza. Salió del coche, haciendo juegos malabares con los paquetes, cerró la puerta y subió los escalones de entrada. Había empezado a nevar y los pequeños copos se le pegaban al largo pelo oscuro.

La llamada a la puerta despertó a Sydney de un sueño ligero en el que se había sumido. Suspiró, se levantó con esfuerzo, y cruzó el apartamento para responder a la llamada. Echó un vistazo por la mirilla y se tragó el nudo que se le formó en la garganta.

Alex se quedó mirando largamente a la mujer más joven, notando que se le expandía el corazón dentro del pecho. Le daba la impresión de que cada vez que veía a Sydney, la mujer más menuda estaba más guapa. Esta noche, ataviada con una camiseta blanca gigante y unos pantalones de pijama a cuadros dados de sí, tenía un aspecto especialmente adorable.

—Feliz Navidad, amor —dijo suavemente, ofreciéndole los regalos. Los ojos de esmeralda se llenaron de lágrimas y Sydney se mordió el labio inferior para evitar que le temblara y en ese instante Alex supo que su decisión de venir aquí había sido acertada.

—Feliz Navidad —fue la trémula respuesta al tiempo que Sydney aceptaba los paquetes.

Se adentró en la sala de estar, colocó los paquetes en la mesa del café y esperó nerviosa a que la mujer más alta se quitase el abrigo y los zapatos y se reuniese con ella en la habitación. Miró a Alex cuando ésta se sentó en el sofá y casi por reflejo alargó la mano y le sacudió los copos blancos que quedaban en el pelo oscuro. De repente, se detuvo, como dándose cuenta de lo que estaba haciendo, pero antes de poder apartar la mano, Alex la agarró por la muñeca y se la llevó a los labios.

El beso fue suave y delicado, en la parte interna de la palma, pero le resultó electrizante y una chispa de energía le subió por el brazo y le atravesó el cuerpo entero. No se resistió cuando la morena tiró de ella para estrecharla con fuerza, abrazo al que ella correspondió automáticamente.

—Me alegro de que hayas venido —susurró Sydney al oído de su amante y le dio un tierno beso en el cuello.

—Yo también —susurró Alex, echándose hacia atrás y subiendo la mano para apartar el flequillo rubio de la cara de su amante antes de darle un beso tierno en los labios—. Venga, abre tus regalos.

Sydney le sonrió alegremente y como una niña ansiosa se lanzó sobre los regalos que le había traído la mujer. Abrió el primero, una bolsa de papel marrón, y Alex se echó a reír a carcajadas al ver la cara de la joven mientras contemplaba el recipiente de plástico. La capitana se lo quitó de las manos y lo puso a un lado.

—Te he traído pavo y relleno —le explicó la morena y su rubia compañera se echó hacia delante y la besó.

—Gracias.

—Vamos —insistió Alex. Tenía casi tantas ganas como su ansiosa compañera de ver su reacción ante los regalos que le había comprado.

Sydney atacó el siguiente paquete alegremente envuelto y soltó un arrullo de deleite al ver la trilogía de libros de uno de sus autores preferidos. A eso le siguió un segundo regalo más grande que resultó ser una camiseta y unos pantalones cortos de baloncesto de los Sonics, además de varios pares de entradas.

—¿Vendrás conmigo? —preguntó la rubia detective y su compañera asintió.

—Tenía la esperanza de que me lo pidieras —sonrió Alex y aceptó el beso que le dio su amante—. Tienes uno más.

Sydney asintió, dejó los paquetes abiertos a un lado y se puso a desatar la cinta que sujetaba el último regalo, una gran caja plana que casi era tan grande como la mesa del café. Sofocó una exclamación al sacar el cuadro enmarcado de la caja. Era una copia impresa de un cuadro holandés, una réplica de un lienzo que ella admiraba. Se quedó mirando el regalo sin saber qué decir, consciente de que debía de haber sido carísimo. Se volvió hacia su compañera, que la miraba con expresión cortada.

—¡Alex, es precioso!

—En cuanto lo vi, supe que era para ti —la mujer más alta estaba contentísima de que la mujer más menuda estuviera tan encantada con sus regalos.

—Gracias —murmuró Sydney, contemplando el cuadro, y al instante supo dónde lo iba a colgar. Lo apartó y se lanzó a los brazos de su compañera y pasaron largo rato en el sofá intercambiando una serie de besos apasionados. Fue la mujer más menuda la que por fin interrumpió el abrazo, con la respiración entrecortada—. Tengo algo para ti.

—No tenías que comprarme nada —protestó Alex.

—Lo sé, pero quería hacerlo —la rubia sonrió y luego se levantó de su regazo y cruzó la estancia hasta el pequeño árbol de Navidad que estaba colocado al lado de la televisión. Volvió con varios paquetes alegremente envueltos que le entregó a su compañera más alta.

Alex sonrió, sintiéndose como una niña pequeña mientras arrancaba el papel del primer regalo y descubría una preciosa camisa de seda negra acompañada de un pañuelo de colores. El segundo paquete resultó ser el kit de montaje de un caro y complejo modelo en madera de un velero.

—Sé que te gusta el mar y quiero saber qué estás haciendo cuando yo no estoy —confesó la rubia tímidamente.

—Me hacía falta algo en que ocuparme cuando estás trabajando —Alex le devolvió la sonrisa y cogió el último regalo, una caja pequeña. El corazón le martilleaba en los oídos mientras abría con cuidado lo que sabía que era una joya.

Se hizo un largo silencio cuando abrió la tapa y se quedó mirando el broche que había dentro. Era de diseño circular, con un velero, incrustado de pequeños diamantes, en el centro. Alex lo sacó de la base de terciopelo y lo sostuvo en alto.

—Es una preciosidad —susurró, hechizada por la belleza del objeto. Miró a su compañera y los ojos azules y verdes se miraron largo rato—. Tiene que haber sido muy caro.

—Nada es demasiado caro para ti —susurró Sydney como respuesta y a cambio recibió un tierno beso lleno de amor.

La rubia se entregó al beso, recreándose en el sabor de la otra mujer. Daba igual cuánto se tocasen, nunca era suficiente. Esta vez fue Alex la que se echó hacia atrás, consciente de que su pasión estaba a punto de desbordarse y tenía un regalo más que entregar.

—Tengo un regalo más para ti —la mujer más alta sonrió y alcanzó su chaqueta para sacar una cajita de un bolsillo. Se la entregó a su amante, que se la quedó mirando largamente.

Sydney miró el pequeño regalo un buen rato y por fin lo desenvolvió. Sofocó una exclamación al encontrar un animalito de intrincado diseño tallado en madera de teca. Era la imagen de un elefantito. Miró a Alex, quien alargó la mano y le colocó tiernamente un mechón de pelo rubio detrás de la oreja.

—Cuántas cosas me has dado —susurró la mujer más menuda, con la voz cargada de emoción cuando volvieron a mirarse a los ojos.

—Te quiero, Sydney —fue la seria respuesta—. Por eso nunca podré darte lo suficiente.

La rubia detective se levantó y cruzó la habitación, colocando el elefante encima de la televisión con el resto de su colección, y luego volvió al sofá, alargando la mano. Alex cogió con su mano la de la mujer más menuda y se levantó, dejando que la joven la llevase al dormitorio.

—¿Estás segura? —susurró Alex dulcemente, acariciando la piel suave de la mejilla de su compañera, con una sonrisa tierna en los labios—. Mañana tienes que madrugar.

—Me da igual si esta noche no duermo —dijo Sydney con seguridad, alzando las manos y bajándole la cabeza a su compañera para que sus labios pudieran juntarse.

Hicieron el amor entonces, compartiendo el amor que sentían, pero Alex se aseguró de no se pasaban toda la noche haciendo el amor. Cuando sus deseos quedaron satisfechos, se acomodaron la una en brazos de la otra.

—Duérmete, amor —susurró la morena, besando una ceja rubia, y con un bostezo, su compañera así lo hizo.

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Sydney se reclinó en su silla y dio golpecitos pensativos con el bolígrafo sobre la libreta que tenía en la mesa, incapaz de quitarse la sonrisa de la cara al recordar la noche anterior, gozando del amor que le llenaba el corazón. Aunque tenía que trabajar, no recordaba una Navidad mejor y era todo gracias a su atenta compañera.

Sus ojos observaron distraídos la silenciosa sala y agradeció que el día fuera tranquilo. No había entrado ni una sola llamada en la Unidad y ya eran las cuatro de la tarde. El silencio era una bendición, pues había podido aprovechar para ponerse al día con el papeleo, pero ahora estaba aburridísima, al igual que los demás que se habían ofrecido voluntarios para trabajar este día.

Sus ojos se posaron en los dos hombres del rincón. Estaban jugando a las cartas y le habían preguntado si quería unirse a ellos, pero en principio les había dicho que no. Ahora deseaba no haberse apresurado tanto. Suspiró y se quedó mirando la pantalla negra del ordenador que tenía delante.

Había sido muy típico de Alex presentarse ante su puerta la noche anterior. Tan típico que en realidad ella se había quedado esperando levantada en lugar de irse a la cama. No se había visto defraudada, pero por otro lado, la otra mujer nunca había hecho nada que la defraudase. La mujer siempre la había apoyado, siempre estaba dispuesta a hacer un esfuerzo extra. No podía negar que quería a Alex más de lo que había querido a nadie en toda su vida.

Pensó en la llamada telefónica de su hermana. Con las emociones del día anterior se le había olvidado darle las gracias a su amante. Hablar con su hermana de nuevo después de tanto tiempo había sido el mejor regalo que podía recibir. Cerró los ojos al notar que se le llenaban de lágrimas.

Alex entró en la sala de detectives y se detuvo un momento para contemplar la apacible escena. Saludó con la cabeza a los dos hombres del rincón y luego se acercó donde estaba sentada la rubia detective con los ojos cerrados. En sus labios apareció una sonrisa involuntaria al detenerse al lado de la mesa de su amante y se cambió de mano las bolsas que llevaba para poder inclinarse y susurrar al oído de su colega.

—Tienes que saber que no debes quedarte dormida en el trabajo —dijo, con el volumen necesario para que sólo la oyese ella—.Tendrías que decirle a tu amante que se vaya a casa por la noche.

—Qué va, eso no tendría la menor gracia —sonrió a su vez Sydney, regodeándose en el cariño de la voz que le inundaba los sentidos. Abrió los ojos y se encontró los ojos azules no muy lejos y contuvo las ganas de echarse hacia delante y besar a la mujer.

—¿Qué tal el día? —Alex sonrió e irguió el alto cuerpo.

—Tranquilo —dijo Sydney, confirmando de nuevo lo que la capitana ya sabía por el sargento de guardia.

—Bien, pues habrás tenido ocasión de ponerte al día con tu papeleo —murmuró la morena.

—Hay un límite para el papeleo que una puede hacer —dijo despacio la rubia, flexionando los músculos—, sobre todo cuando se es una persona de acción.

Alex soltó una carcajada grave, le dio una palmadita afectuosa en el hombro a la mujer más menuda y entró en su despacho, donde depositó las bolsas de papel marrón que llevaba. Sydney se quedó mirando un momento mientras su compañera se movía por su despacho. El corazón se le hinchó de amor por la otra mujer.

Alex echó un vistazo a los informes que tenía en la mesa antes de archivarlos. Sólo entonces abrió las bolsas y sacó todo. Contempló su mesa y luego echó un vistazo al reloj, tras lo cual salió del despacho y se acercó donde los dos detectives estaban jugando a las cartas.

—Parece que tenemos un día tranquilo, así que ¿por qué no se van? —dijo con una sonrisa—. Yo me quedaré aquí con la detective Davis, así que si se dan prisa, podrán cenar con sus familias. Ah, no se olviden del busca, por si acaso.

—Sí, capitana —los dos hombres sonrieron, se pusieron de pie de un salto y cogieron sus chaquetas—. Hasta luego, Syd —exclamaron cuando salían corriendo por la puerta.

—¿Qué? ¿Ha habido un aviso? —se preguntó Sydney en voz alta, levantándose de la mesa y volviéndose para mirar a la mujer alta que ahora estaba apoyada tranquilamente en el marco de la puerta que daba a su despacho.

—No —Alex sonrió seductoramente—. He pensado que podemos ocuparnos solas del resto del turno.

—Oh... ¡Oh! —la rubia detective sonrió ampliamente—. Me gusta esa idea.

—Ya me parecía a mí —la capitana le devolvió la sonrisa y luego le hizo un gesto para que entrase en el despacho—. Vamos, te he traído algo.

Sydney se levantó al instante y cruzó rápidamente la sala. Se detuvo en la puerta, boquiabierta de pasmo al ver el elegante servicio de cena que estaba cuidadosamente puesto en la mesa. En el centro mismo había una vela y una rosa.

—Puesto que no podías venir a la cena de Navidad, se me ha ocurrido traerte un poco de cena de Navidad aquí —dijo la mujer alta, indicándole a su compañera que tomase asiento en la silla vacía colocada al otro lado de la mesa.

Sydney asintió, pasmada aún, mientras contemplaba el pequeño banquete. Había una bandeja con la tradicional carne de pavo con salsa, otra con puré de patatas y relleno y un tercer plato lleno de verdura al vapor. Había hasta un cuenco de ensalada. Miró a su amante, con los ojos verdes relucientes.

—¿Te parece bien? —preguntó la capitana tímidamente.

—Es genial —dijo la rubia detective sin aliento—. Sabes, si no estuviésemos en el trabajo, te besaría tanto que se te derretirían las rodillas.

—Resérvalo para esta noche —dijo Alex radiante, orgullosa de que lo que había hecho produjese el brillo que adornaba la cara de la joven—. Ahora vamos a comer antes de que se enfríe.

—Esto es maravilloso —comentó Sydney, llenándose el plato de comida deliciosa—. ¿Lo has hecho tú?

—No —confesó cortada—. Lo he robado de la cocina de mi madre. Tiene la manía de preparar comidas enormes, dice que forma parte de la celebración familiar. Ahora mismo deben de estar a punto de sentarse para cenar.

—Dios mío, te estás perdiendo la cena de Navidad —Sydney se sintió incómoda de repente.

—No, no es verdad —dijo Alex riendo un poco. Sus cejas desaparecieron bajo el flequillo oscuro al señalar la comida que llenaba la mesa—. ¿Cómo lo llamas a esto?

—Sí, ya —Sydney se sonrojó avergonzada—. Pero deberías estar con tu familia.

Tú eres mi familia , quiso decir Alex, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Quería estar contigo —era una respuesta bastante sincera. Sydney sintió que se le hinchaba el corazón al oírla y tuvo que respirar hondo varias veces para que se le calmara el pulso.

—Gracias —susurró suavemente, con los ojos relucientes de emoción, y Alex sonrió, con el corazón a su vez lleno de amor, consciente de que había tomado la decisión acertada—. Te has portado tan bien conmigo que no sé cómo compensarte.

—No quiero que me compenses —dijo Alex en voz baja—. Lo hago porque te quiero.

—Ya lo sé —la otra mujer asintió solemnemente y luego dudó un instante antes de continuar—. ¿Es ésa la razón por la que fuiste a ver a mi hermana?

Alex se quedó sin aliento, al no saber si su intervención había sido apreciada. Observó la cara de su compañera con la esperanza de averiguar algo sobre lo que pensaba la otra mujer. Se animó al ver la dulce expresión que la miraba a su vez.

—¿Te ha llamado?

—Sí —confirmó Sydney suavemente—. Me llamó ayer cuando estaba trabajando. Estuvimos hablando un rato. No sé qué le dijiste, pero te doy las gracias.

—Sólo le dije la verdad —Alex estaba un poco cortada—. A mí me parece que sólo estaba buscando una excusa para reconciliarse contigo.

—Me alegro de que se la dieras —dijo la rubia solemnemente y la mujer alta sonrió, decidiendo que había llegado el momento de pasar a temas más ligeros.

—¿Ya has decidido dónde vas a colgar el cuadro? —preguntó Alex y Sydney asintió con una sonrisa pícara.

—Tengo el sitio perfecto —contestó la rubia sonriendo de oreja a oreja—. Creo que estaría muy bien justo encima del sofá de tu salón.

Por un instante Alex frunció el ceño y luego sintió una punzada de preocupación.

—¿Es que no te gusta?

—Me encanta, por eso lo quiero poner en un sitio donde lo pueda ver todo el tiempo —dijo Sydney y luego se echó a reír al ver que su compañera no parecía comprender—. Lo quiero en nuestra casa.

—¿De verdad? —Alex se irguió en la silla, con los ojos como platos—. ¿Estás segura?

—Sí —la rubia detective asintió con la cabeza.

—Pero la otra noche no parecías muy convencida —dijo la morena, tragando con dificultad.

—Cualquier duda que pudiera tener sobre vivir contigo ha desaparecido por completo por la forma en que me has tratado en estos últimos días —dijo la mujer más menuda en tono apacible—. Sería una estúpida si creyese que alguna vez podría encontrar a alguien mejor que tú.

Alex se sonrojó por el cumplido.

—Bueno, pero no tenemos por qué vivir en mi casa.

—Pero a mí me gusta tu casa —contestó Sydney con timidez.

—¿Estás segura?

—Sí —la rubia asintió convencida—. Creo que nunca en mi vida he estado más segura de nada.

Alex no se pudo contener y en un abrir y cerrar de ojos estaba de pie y al otro lado de la mesa. Sydney apenas tuvo tiempo de dejar el tenedor antes de sentir los suaves labios sobre su boca. El beso se prolongó durante un largo momento hasta que la mujer más alta se apartó por fin y la rubia tuvó que aspirar una honda bocanada de aire.

—El único problema es que mi contrato de alquiler no vence hasta dentro de tres meses —dijo Sydney cuando las dos estuvieron de nuevos sentadas y comiendo.

—Yo te lo pago —dijo Alex con un suspiro y la rubia detective se echó a reír.

—Espero que no lo lamentes —dijo en cambio, poniéndose seria un momento—. No es tan fácil convivir conmigo.

—Nos las iremos apañando —prometió la morena y de algún modo Sydney supo que así lo harían.

—Dile a tu madre que me ha encantado la comida —dijo, haciendo sonreír ampliamente a su compañera.

—Se lo puedes decir tú misma —dijo Alex algo insegura—. Tienen muchas ganas de conocerte y he pensado que estaría bien si saliésemos a cenar con ellos esta semana, es decir, si a ti te parece bien.

Sydney se mordió el labio inferior, sintiendo que volvía a ponerse nerviosa. Miró a su compañera y luego la comida extendida sobre la mesa entre las dos.

—Creo que sería buena idea —asintió, soltando un hondo suspiro.

—¿Estás segura? —Alex quería que las personas más importantes de su vida se conocieran, pero tenía miedo de presionar a la otra mujer.

—Sí —Sydney sonrió tímidamente y luego guiñó un ojo—. Creo que conviene que conozcan a la persona con la que tienes intención de vivir, ¿no?

—Oh... —dijo la mujer más alta y la detective rubia se echó a reír

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Sydney jugueteaba nerviosa con las manos, incapaz de dejar los dedos quietos en el trayecto de ida al restaurante esa noche. Aunque había tenido varios días para hacerse a la idea, seguía nerviosa ante la perspectiva de conocer a los padres de Alex. A pesar de que su amante intentaba tranquilizarla, tenía miedo de cómo iban a recibirla y para parecer menos ignorante, había investigado discretamente a la familia. Por desgracia, lo que había averiguado sólo le había servido para ponerse más nerviosa.

La información fue muy fácil de obtener, pues el matrimonio llevaba una vida destacada en la alta sociedad de Seattle. Warren Marshall era un conocido abogado que dirigía un bufete que representaba a bastantes personas importantes del gobierno. Marie, la matriarca de la familia, era miembro activo de varios comités nacionales que recaudaban millones de dólares al año para las diversas organizaciones benéficas apoyadas por el matrimonio.

Todo lo que descubrió sobre el matrimonio reforzó su convencimiento de que eran una pareja formidable. Una pareja que vivía de acuerdo a unos criterios morales muy elevados. Eran un matrimonio amable muy apreciado en la comunidad y que nunca dejaba que su opinión personal nublase su buen juicio. Esperaba que en su propio caso eso fuese cierto, porque todo lo que había averiguado había hecho que se sintiera totalmente intimidada.

Sydney nunca había dado gran importancia al dinero, pues consideraba que ya tenía suficiente si podía pagar las facturas y contar con algo extra para permitirse los lujos que a veces deseaba. Sabía que la mayoría de la gente la consideraría pobre, pues a fin de cuentas su sueldo de policía no era enorme, lo cual era el motivo de que muchos de sus compañeros casados tuvieran un segundo trabajo.

Suspiró, sintiendo una pesadumbre desconocida. Ya sabía que los Marshall eran ricos, pero su riqueza llegaba a unos extremos que ni se había imaginado. Su propia falta de bienes nunca le había planteado problemas, pero ahora tenía miedo de que los padres de Alex no vieran con buenos ojos su relación con su hija. Como si percibiese su inquietud, la otra mujer alargó la mano y estrechó la mano más pequeña.

—Tranquila, tesoro, no es más que una cena —Alex le sonrió tranquilizadora.

—Para ti es fácil decirlo —contestó Sydney—. No son mis padres con quienes vamos a cenar.

—¿Te crees que me fue fácil ir a ver a tu hermana? —preguntó la mujer más alta con intención y la rubia tuvo que reconocer que su amante tenía razón—. Por cierto, ¿te he dicho ya lo guapa que estás?

—Sólo una docena de veces —fue la sonriente respuesta y la mujer más menuda sintió que sus temores disminuían.

Se miró la ropa. Había pasado mucho tiempo eligiendo lo que se iba a poner y por fin eligió una chaqueta roja de seda con falda a juego para la ocasión. Un jersey de cuello alto negro y un collar de perlas completaban el conjunto. Se había recogido primorosamente el pelo en una trenza que le caía por la espalda.

Echó una mirada a su compañera. Alex iba vestida con un jersey negro de cuello alto, pantalones a juego y una chaqueta roja encima. Con el largo pelo oscuro suelto sobre los hombros estaba guapísima y Sydney se quedó mirando largo rato a su amante. Ellas no se daban cuenta, pero su diferencia de estatura y colorido hacía que formasen una pareja bellísima. Cosa que fue justamente lo que pensó Marie Marshall en cuanto las vio entrar en el restaurante.

El corazón le dio un vuelco al verlas y estrechó los ojos al fijarse en la pareja que esperaba en el recibidor a que el maître las acompañase a su mesa. Se fijó en la forma en que su alta hija cogía la mano de la mujer más menuda y la mirada íntima que intercambiaban. Había química, un vínculo invisible que envolvía a la pareja. Era tan fuerte que casi se podía tocar.

Supo en ese instante que había perdido a su hija por la otra mujer y al darse cuenta, se sintió atravesada por una intensa punzada de celos. Nunca habían tenido una relación tan estrecha como ella habría querido y Marie solía envidiar a sus amigas y la relación que tenían con sus propias hijas.

Recorrió el restaurante con la mirada y vio que no era la única que había advertido la entrada de la pareja. Había otros, hombres y mujeres, que las miraban mientras cruzaban despreocupadas la sala, y sus expresiones reflejaban lo que pensaban. Vio una mezcla de pasmo y sorpresa, pero nada del odio o el asco que se había imaginado.

—Recuerda, no son unos estirados —le susurró Alex a su compañera, mientras seguían al maître por el restaurante hacia la mesa donde ya estaban sentados sus padres. Como para recalcarlo, levantó la pequeña mano y la besó, para tranquilizar a su compañera. Sydney sonrió agradecida, pero no le dio tiempo de decir nada, pues llegaron a la mesa y vio los rostros de las personas que habían creado a su amante. Había parte de los dos en la mujer más joven.

—Mamá, papá, me gustaría presentaros a Sydney Davis —Alex se encargó de las presentaciones—. Sydney, estos son mis padres, Marie y Warren Marshall.

Todos se estrecharon la mano cortésmente e intercambiaron las frases habituales antes de sentarse para pedir la cena. Ya había una botella de vino frío abierta y Warren sirvió una copa a cada joven, cosa que Sydney agradeció e inmediatamente bebió un poco.

—Sydney, Alex no nos ha contado gran cosa sobre ti —dijo Marie, iniciando la conversación más personal en cuanto pidieron la cena.

—La verdad es que no hay mucho que contar —dijo Sydney con una leve sonrisa—. Me levanto por las mañanas, voy a trabajar y vuelvo a casa por la noche.

—¿Tienes familia en la ciudad?

—No —la rubia se preguntó cuánto debía contar a estas personas. Quería causar buena impresión, pero también quería decir la verdad. Si iba a vivir con su hija, había muchas posibilidades de que sus secretos salieran a la luz, por lo que decidió ser sincera desde el principio de lo que esperaba que llegase a ser una larga relación.

—Mi hermana vive en el norte y hace diez años que no veo a mi padre. Lo último que supe era que se trasladaba a California.

—¿Y tu madre? —preguntó Marie con cautela.

—No la veo desde que tenía siete años —fue la franca respuesta y la mujer mayor asintió al tiempo que le echaba una mirada de reproche a su hija, comunicándole a la chica con esa sola mirada que tendría que haber sido más clara con la situación de su compañera. Sydney captó la mirada y la interpretó correctamente.

—No suelo hablar con la gente de mi vida privada y las personas con las que sí hablo respetan mi intimidad y no dicen nada —dijo suavemente. Marie se sorprendió un poco al ver que la chica defendía a su hija.

—Tengo entendido que juegas al baloncesto —intervino Warren rápidamente, notando la tensión que se había creado. Quería evitar cualquier tipo de escena a toda costa, decidido a mostrar su apoyo a la situación de su hija—. ¿Te ha contado que ella jugaba en la universidad?

—Sí —Sydney agradeció el cambio de tema. En su cara asomó una sonrisa pícara al mirar a su compañera de reojo y ver su expresión azorada—. Averigüé a mi pesar que también estuvo en la selección nacional.

—¿Cuánto dinero te sacó? —preguntó el hombre riendo.

—¿Dinero?

—Sí —Warren no lograba disimular su regocijo ni su orgullo al mirar a su hija—. Le gusta elegir a un incauto y desafiarlo para echar un partido y así le saca todo el dinero que puede. Ni me imagino la cantidad de dinero que debe de haber ganado con este sistema.

—Me machacó en la cancha, pero no nos apostamos nada de dinero —dijo Sydney, recordando el partido que habían jugado. El hombre pareció sorprenderse y se echó a reír con ganas.

—Pues sí que le debías de gustar.

El comentario hizo que la morena se sonrojase un poco y Alex se apresuró a cambiar de tema de nuevo.

La cena resultó agradable y Sydney notó que se iba relajando. Warren tenía un agudo sentido del humor y en más de una ocasión las hizo llorar de risa al contar las hazañas de su única hija. Alex superó la humillación con elegancia.

Marie se conformó con mantenerse un poco aparte y observar, escudriñando a la pareja con sus despiertos ojos marrones. La mujer más baja era muy guapa, con esa cara en forma de corazón y esos relucientes ojos verdes que miraban a su hija con auténtica adoración. Las dos mujeres parecían muy diferentes, pero al mismo tiempo era como si encajasen a la perfección.

Hasta sus personalidades parecían complementarse, pues la comunicativa simpatía de la rubia compensaba el talante estoico de su hija. Era extraño lo bien que parecían encajar y en cierto modo eso no hacía sino aumentar su antipatía hacia la mujer menuda.

—¿Cómo fue tu infancia? —Marie volvió a dirigir la conversación hacia su invitada cuando hubo una pausa. A pesar de todo lo que se había hablado, seguían sin saber gran cosa sobre esta desconocida.

—Tuve mis problemas —confesó Sydney—. Mi padre estaba todo el día trabajando, de modo que era mi hermana la que tenía que cuidar de mí. Salíamos con sus amigos, que eran todos bastante mayores, por lo que como es lógico aprendí algunas cosas antes que la mayoría de los niños. Por suerte, no me metí en ningún problema que pudiera haberme echado a perder la vida.

Marie se dio cuenta de que la respuesta no era muy precisa. La experiencia le dijo que ahí había algo más que no se había mencionado y sintió cierta inquietud, pero sabía que no debía insistir sobre el tema. Se daba cuenta de que la mujer más joven procedía de un entorno inestable y por eso se dijo a sí misma que la chica no le convenía en absoluto a su única hija.

Al final de la cena, cuando se disponían a marcharse, Sydney decidió ir al cuarto de baño antes de partir. Se sorprendió un poco cuando la mujer mayor la siguió, pues tenía la clara impresión de que no le caía bien a Marie Marshall.

Salió del cubículo y fue al lavabo para lavarse las manos, consciente de que la madre de Alex se estaba retocando el maquillaje en el espejo. La mujer mayor era guapa y al mirarla, Sydney se hizo una idea del aspecto que iba a tener su amante en el futuro. Sus ojos se encontraron en el espejo y la rubia se ruborizó cortada.

—Me gustaría darle las gracias —dijo Sydney a toda prisa, sintiéndose incómoda.

—¿Por qué, querida? —Marie parecía sorprendida.

—Por decirle a Alex que siguiera lo que le indicaba su corazón. Sé lo difícil que tiene que haber sido para usted, sobre todo porque no aprueba su estilo de vida.

La improvisada muestra de gratitud era algo que no se esperaba y por un instante la mujer mayor se quedó sin habla. Era fácil cuando no sabía qué cara tenía la persona a la que quiere Alex , pensó Marie, mirando a la chica con ojo crítico.

—Alexandria es mi única hija y hubiera preferido que se enamorase de un hombre, no de ti, pero ahora la veo más feliz que nunca y como tú eres la causa, debería estarte agradecida...

—¿Pero? —Sydney sabía que había algo más.

—Pero no puedo evitar pensar que no eres adecuada para mi hija —dijo Marie con brutal franqueza, cediendo a sus celos—. Vienes de un entorno difícil y me temo que por ese motivo, vas a acabar haciéndole daño y eso, señorita Davis, es algo que no pienso tolerar. Quiero a Alexandria y sólo deseo lo mejor para ella, de modo que te lo advierto, si le partes el corazón, te arrepentirás.

Sin decir nada más, la mujer se volvió y salió del baño a largas zancadas, dejando a Sydney plantada ante el espejo, muda de asombro. Cerró los ojos y respiró hondo varias veces, controlando las lágrimas que amenazaban con derramarse. Se había esforzado mucho por conseguir caerles bien a estas personas y no lo había logrado. El dolor que sentía al darse cuenta de ello era increíble.

Marie se reunió con su hija fuera del restaurante, donde la chica estaba esperando con su padre a que el aparcacoches les trajera sus vehículos. Advirtió que Alex miraba por encima de ella, buscando a la mujer más menuda.

—No habría estado mal que hubieras tenido la cortesía de hablarnos un poco de tu amiga antes de presentárnosla. Nos habríamos ahorrado ciertos momentos de incomodidad —dijo la mujer secamente, distrayendo a la chica.

—Lo siento, mamá, no se me ocurrió —Alex suspiró—. La verdad es que Sydney no habla mucho de su familia. No tuvo una infancia muy buena. Su madre abandonó a la familia cuando ella era muy pequeña, su padre era alcohólico y su hermana está en estos momentos cumpliendo cadena perpetua en la cárcel por asesinar a un patrullero. Ha tenido una vida difícil y tuvo problemas cuando era menor, pero ha enderezado su vida.

—Parece una joven muy asombrosa —dijo Marie en voz baja, disimulando apenas el sarcasmo que sentía.

—Sí que lo es —asintió Alex tomando aliento con fuerza, sin ocultar la emoción que sentía y totalmente ajena a los auténticos sentimientos de su madre.

—Me gusta, Alex —intervino Warren cuando el encargado le trajo su coche—. Será un buen miembro de la familia.

—Gracias —susurró la joven, agradecida por su aceptación.

—Me imagino lo que van a ser los almuerzos familiares a partir de ahora —el hombre se echó a reír—. Si es tan competitiva como tú, tus hermanos lo van a pasar fatal.

Alex se echó a reír, pues sabía a qué se refería su padre. Estaba convencida de que su primera reunión acabaría sin duda con un partido de baloncesto. Sonrió al pensar en la cantidad de dinero que podría sacarles a sus hermanos. Cogió las llaves que le tendía el aparcacoches y luego besó a su madre en ambas mejillas y saludó a su padre cuando éste se sentaba al volante de su propio Mercedes. Estaba encantaba de cómo había ido la velada.

Cuando Sydney apareció, la otra pareja ya se había ido y se sintió aliviada por ello. Había tardado mucho en serenarse, pues no quería que su compañera se enterase de lo que había ocurrido.

—¿Estás bien? —preguntó Alex preocupada al ver la expresión extraña de su compañera cuando la chica se montó en el jeep.

—Sí, es que me duele un poco la cabeza —mintió Sydney, mirando fijamente al frente—. Tus padres parecen muy agradables.

—A mí me gustan —asintió la morena, riendo por lo bajo al recordar lo último que había dicho su padre.

—Te quieren mucho —continuó la rubia y se volvió para mirar a su compañera, que estaba concentrada en el tráfico de la calzada.

—Y tú les has caído bien —dijo la mujer más alta, alargando la mano libre para agarrar la mano más pequeña y estrecharla con gesto reconfortante.

Sydney no dijo nada para desmentir la afirmación, aunque sabía que no era cierta. Alex estaba convencida de que sus padres la habían aceptado y ella no iba a hacer nada para quitarle esa idea. Ya se había enfrentado a situaciones hostiles en otras ocasiones y ésta sería una más.