Picadillo x

Alex no hallaba que presente darle a sidney asi que fue a hablar con la hermana a la penitenciaria, y decirle que tan importante era sidney para ella y que solo queria verla feliz.

Picadillo

Planet-solin

—¿Has dedicido ya lo que vas a hacer en Navidad? —le preguntó Marie a su hija varios días después, cuando quedaron para comer.

—Estaré en casa —Alex sabía que eso era lo que quería oír su madre.

—¿Y tu amiga, estará con nosotros?

—No —la mujer más joven meneó la cabeza—. Se ha ofrecido voluntaria para trabajar.

—Eso no es muy oportuno —dijo pensativa la mujer mayor.

—Se apuntó antes de que empezásemos a salir —Alex se encogió de hombros.

—Bueno, pues tendremos que guardarle algo de comida y así se la puedes llevar por la tarde.

—Te lo agradezco, mamá —la mujer más alta estaba agradecida de verdad.

—Es un placer —sonrió Marie, contenta de ver que su hija era feliz.

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A pesar de su aparente indiferencia, Alex estaba preocupada por su joven amante. La Navidad era una época difícil, sobre todo para las personas que no tenían familia con la que compartir las fiestas. Echó un vistazo fuera de su despacho hacia la mesa que solía ocupar Sydney. Ahora mismo estaba vacía, porque la detective estaba en el turno de medianoche.

Llevaba un tiempo dándole vueltas a lo que podía regalarle a la otra mujer por Navidad. Estaban los pequeños regalos de costumbre que sería fácil elegir, pero buscaba algo especial. Algo que hiciese que su primera Navidad juntas fuese especial.

Sólo se le ocurría una cosa que pudiera hacer feliz a Sydney. Siguiendo su idea, descolgó el teléfono y marcó el número que la puso en contacto con los funcionarios de prisiones que estaban a cargo de las cárceles estatales. Luego se preguntó si habría tomado la decisión correcta.

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Anne Davis no tenía visitas. En los dos últimos años sólo había tenido una, la de un antiguo novio que quería ponerse en contacto con algunos de sus colegas de antes. Le había dicho que se fuera, pues no tenía interés en ayudarlo. A fin de cuentas, eran esos mismos amigos los que la habían mandado a la cárcel.

Siguió en silencio a la guardia por el pasillo hasta la sala de visitas. Por mucho que le costara reconocer la verdad, tendría que haberle hecho caso a Sydney cuando todavía estaba a tiempo. La niña había resultado ser más inteligente que todos ellos juntos.

Hacía dos años que la niña no venía a verla. Dos años desde que le dijo furiosa a su hermana pequeña que se marchase y no volviese nunca más. Lamentó las duras palabras en cuanto salieron de su boca, pero algo le impidió retirarlas. Sydney se lo había tomado en serio y nunca más había vuelto.

La guardia le había dicho que una policía quería hablar con ella y por dentro tenía la esperanza de que se tratase de Sydney, pero sabía que la niña ya no intentaba ponerse en contacto. Seguía recibiendo los paquetes por Navidad, pequeños regalos que ella adoraba.

Apartó de su mente todas sus reflexiones sobre su hermana cuando entró en la estancia enrejada. Sus ojos verdes se posaron automáticamente en la silla donde estaba sentada una mujer morena. Se quedó un poco desconcertada, al reconocer a la mujer por los boletines de noticias que veía en televisión. Por un momento, Anne se preguntó si alguien de fuera había dado su nombre para librarse de algo. Eso sería muy propio de sus antiguos amigos.

Entonces se le ocurrió otra cosa y por un instante se llenó de pánico, preguntándose si Sydney estaría bien. No había oído nada en las noticias, pero sabía que no siempre informaban de todo. Se sentó en la silla frente a la otra mujer y cogió el teléfono.

—¿Está bien? —no tenía intención de empezar diciendo eso, pero su miedo se reflejó en sus actos verbales.

—Sydney está bien —confirmó Alex. Se había estado preguntando cómo empezar la conversación y casi se alegró de que la mujer lo hubiese hecho por ella.

Había sido muy fácil que la alcaidesa le permitiera esta visita y en los días previos había estado dando vueltas a su decisión de intentar reunir a las hermanas. No le había dicho nada a Sydney y le preocupaba cómo iba a ser recibida por la reclusa, pero ahora esos temores se calmaron un poco. Se alegraba de ver que esta mujer, endurecida y avejentada por el sistema al que pertenecía, todavía sentía lo suficiente para preguntar por su hermana. Eso le daba la esperanza de no haber malgastado el viaje.

—¿Entonces qué quiere? —las facciones de la reclusa se endurecieron. Por un instante la mujer le había recordado a Alex a su amante, pero aparte del pelo rubio y los ojos verdes, en realidad no se parecían mucho—. ¿Es que alguien me ha echado la culpa de algo? Porque si es así, yo no lo he hecho, llevo ocho años en este agujero.

—Ya lo sé —la capitana había leído los informes sobre la mujer y conocía su historia—. He venido para hablarle de Sydney.

—Creía que había dicho que estaba bien —la mujer estrechó los ojos, mostrando la desconfianza que sentía por el sistema.

—Está bien —Alex respiró hondo—. Sólo quería presentarme, puesto que no tiene más familia.

—Sé quién es usted —dijo la mujer con cara hosca—. Es esa puta capitana de Homicidios.

—Sí —asintió la morena.

—Ella es su puta, ¿verdad? —gruñó Anne con cara de desprecio antes de que Alex pudiera decir nada más—. Se la está follando y quiere que yo le dé permiso.

—Sydney no es la puta de nadie —contestó Alex enfadada, sintiendo que empezaba a encolerizarse. Detestaba esa palabra y la forma en que la usaba esta mujer.

—Pero se la está follando, ¿verdad? —la risa de la mujer sonaba hueca y carente de alegría. Las arrugas de su cara se hicieron más profundas, cargadas de rabia. Odiaba pensar que a su hermana la estaban utilizando como la utilizaban a ella en la cárcel. Ésa no era forma de vivir para nadie y odiaba a esta mujer por obligar a Sydney a hacer eso.

—Estoy enamorada de su hermana —dijo Alex en tono tranquilo, confesando ante esta mujer algo que ni siquiera le había dicho a su joven amante.

—Enamorada —Anne resopló con desprecio, mostrando su escepticismo ante la idea. Se echó hacia atrás en la silla—. ¿Por qué ha venido, para que le dé permiso para cortejarla?

—Sydney es una mujer capaz de decidir por su cuenta lo que quiere —dijo la capitana, endureciendo a su vez el tono al tiempo que reevaluaba sus primeras impresiones. Tal vez haber venido aquí no había sido una de sus mejores ideas—. Sólo quería conocer a la persona más importante de su vida.

Eso pilló desprevenida a la endurecida criminal y por un momento Anne no supo qué decir. Se quedó mirando a la morena desconocida que estaba al otro lado del cristal. Conocía la preferencia de su hermana por las mujeres. Lo había ignorado durante mucho tiempo y Sydney había intentado negar la verdad acostándose con tal vez una docena de hombres para demostrar que era normal. Pero Anne nunca se había dejado engañar.

—¿Qué quiere? —gruñó por fin.

—No quiero nada —dijo Alex, meneando la cabeza, pero luego cambió de opinión—. No, no es cierto. He venido con la esperanza de poder convencerla para que vea a Sydney.

—¿Por qué?

—Porque la quiero y me doy cuenta de que su separación le hace daño.

—Odio que sea gay y odio que sea una poli de mierda —soltó Anne agresivamente.

—¿De verdad? —preguntó Alex, al tiempo que sus ojos azules perforaban el cristal para clavarse en la otra mujer—. ¿O es que la odia porque representa todo lo que usted no es?

Se hizo un silencio tenso entre las dos mujeres y Alex esperó un momento antes de seguir hablando, para que sus duras palabras tuvieran tiempo de calar. Se quedó mirando a la mujer sentada frente a ella y no vio nada en su estoica expresión. Únicamente las pequeñas pulsaciones de una vena en el rabillo del ojo le indicaban que tal vez sus palabras habían hecho mella. Respiró hondo.

—¿Por qué se avergüenza de sentirse orgullosa de ella? Sydney es una joven increíblemente fuerte y valiente con el corazón lleno de compasión. Sólo conocerla es para mí un honor.

Anne no respondió. Miró a la morena y vio el fuego de sus ojos claros. Sabía que esta mujer decía la verdad. Bajó la cabeza, luchando con las emociones que rara vez permitía que saliesen a la superficie.

—No quiero que me vea así —confesó la reclusa con voz tensa, levantando la cabeza con aire desafiante para mirar a la otra mujer a los ojos—. Tiene razón, ella es como dice usted, pero yo sabía que sólo era cuestión de tiempo que empezase a mirarme como todos los polis miran a los criminales.

—De modo que la alejó —Alex comprendió de repente lo que había pasado—. Llevaba ya cinco años trabajando como policía antes de que se lo dijera. Si la hubiese odiado, para entonces ya lo habría hecho.

—No —Anne meneó la cabeza—. Habría seguido viniendo, pero un día la miraría a los ojos y vería su vergüenza y su desprecio. Me cargué a un puto policía y estuve a punto de hacerla caer conmigo. ¿Cuánto tiempo cree que habría tardado en llegar a despreciarme por eso?

—Sydney no es así —dijo Alex, en desacuerdo—. No es una persona que pudiera abandonarla. No es ese tipo de persona. Si se olvidara de todas esas chorradas, usted misma se daría cuenta.

—No lo sé —la otra mujer meneó la cabeza—. Esperó cinco años para decirme que era policía y lesbiana. Dígame, ¿por qué esperó tanto?

—Porque tenía miedo de que usted dejase de respetarla —contestó la capitana en voz baja.

La reclusa se quedó mirando a la otra mujer, preguntándose si podía creérselo. Meneó la cabeza y notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, incapaz de comprender cómo era posible que su hermana pequeña la respetase cuando ella estaba hecha tal desastre.

—Porque la quiere —dijo Alex quedamente, como si leyese los pensamientos de la otra mujer.

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A Sydney siempre le había gustado la Navidad, pero este año estaba deseando que llegara de forma especial. Por primera vez en años tenía a alguien en quien pensar y no estaba dispuesta a dejar que nada le echase a perder el entusiasmo, ni siquiera el hecho de haberse ofrecido voluntaria para hacer dobles turnos durante todas las fiestas. Estaba segura de que de algún modo Alex sacaría tiempo para que pudiesen estar juntas.

Compró varios regalitos que sabía que le iban a gustar a Alex, pero estaba buscando esa cosa especial y única capaz de comunicar todo el amor que sentía. Siempre que le era posible, salía a recorrer las tiendas cercanas en busca del regalo perfecto, pero hasta la semana previa a la Navidad no encontró lo que quería.

Estaba en el escaparate de una pequeña joyería del mercado del centro y se pasó largo rato fuera, admirando su sencilla belleza. Sólo con ponerle la vista encima supo que era perfecto para la mujer que amaba y le daba igual lo que costase. Fue a trabajar esa tarde sintiéndose muy satisfecha de sí misma e incapaz de dejar de sonreír al imaginarse la reacción de su compañera.

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Lo único que Alex detestaba de la Navidad era que la obligaba a salir y pasar horas de horas en medio de los empujones del gentío buscando los regalos adecuados. En más de una ocasión les había dado dinero a sus sobrinos para evitar tener que perder el tiempo buscando regalos, pero este año le apetecía de verdad enfrentarse a la tortura y atribuía este cambio a su joven amante.

Recorrió encantada las diversas tiendas buscando un regalo especial. Ya le había comprado a Sydney varios libros y una camiseta de baloncesto de los Sonics, pero ninguna de estas cosas expresaba de verdad la importancia de la presencia de la mujer en su vida.

Al final de un día frustrante, cuando volvía a casa tras una reunión por la tarde, vio por el rabillo del ojo una tienda de arte que parecía interesante. Aparcó junto a la acera y entró para investigar la pequeña tienda y una hora más tarde salió absolutamente feliz al haber descubierto lo que le parecía el regalo perfecto. Envolvió sus regalos, muy contenta con sus compras y ardiendo en deseos de poder dárselos a su compañera.

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Las fiestas daban más trabajo que de costumbre a la Unidad de Homicidios. Era la época del año en que la humanidad hacía gala de sus mayores actos de bondad y del lado más oscuro de su naturaleza. Las tensiones de las fiestas traían consigo un brusco aumento de la violencia doméstica que a menudo acababa en asesinato. Una simple discusión, alimentada por el alcohol, se transformaba en un estallido de rabia incontrolada que a menudo acababa con la muerte de alguien. Por suerte, estos eran los casos en los que los sospechosos eran identificados y arrestados rápidamente.

Cuando Sydney no estaba fuera atendiendo un aviso, estaba en su mesa estudiando los casos más importantes. El caso de Tommy Kennedy, el niño de ocho años, seguía atormentándola. Había usado las pruebas recogidas en el sótano para construir un sólido caso contra el sospechoso, un hombre que había desaparecido misteriosamente.

Ni siquiera las visitas continuas a sus primos lejanos lograban obtener una pista segura sobre el paradero de Lucas Andersen. Las llamadas relacionadas con el caso habían cesado y hasta los periódicos habían pasado a un nuevo tema de escándalo.

El asesinato de Phu Vang Tu ya estaba metido en el cajón de los casos fríos. Todo el mundo estaba de acuerdo con su análisis, en el sentido de que era un caso irresoluble. Sin embargo, Alex había logrado convencer al fiscal para que aceptase el trato que Sydney había hecho con Van Phan con respecto al asesinato de Hootie Carleton. Dos pandilleros sin importancia se ofrecieron como testigos y firmaron declaraciones independientes diciendo que Phu Vang Tu había matado al miembro de la banda negra. En general, estaba siendo un año bastante bueno, porque salvo por esos dos casos, todos los asesinatos que llevaba estaban resueltos.

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Alex escuchaba impaciente mientras el representante de la oficina del fiscal se quejaba de un fallo que se había cometido durante la investigación de un caso, por lo que ahora el sospechoso iba a quedar en libertad. Era un degraciado incidente y el detective implicado recibiría una reprimenda, pero en términos generales no estaba demasiado preocupada.

Los detectives de la Unidad de Homicidios habían empezado a dar claras muestras de mejoría en su actitud hacia el trabajo y eso se reflejaba en la calidad de sus investigaciones. El trabajo diligente había dado sus frutos con casos más firmes, por lo que el fiscal tenía menos de que quejarse. Hoy esperó a que terminase de hablar antes de asentir cortésmente y colgar. No estaba de humor para seguir escuchando lloriqueos.

Al colgar el teléfono levantó la mirada y vio que Sydney estaba en su mesa. Ya fuese por costumbre o para poder pasar más tiempo juntas, la joven trabajaba más horas. A Alex no le importaba levantar la mirada y ver allí a la otra mujer, de hecho le resultaba curiosamente reconfortante, pero le preocupaba que su amante corriese el riesgo de quemarse, que era un motivo importante de preocupación en todas las Unidades de Homicidios.

Suspiró, dando vueltas a un bolígrafo entre los dedos, y reclinó la cabeza en la silla. Sólo eran las cinco de la tarde y Sydney acababa de comenzar su turno, lo cual quería decir que la detective no saldría hasta mucho más tarde. Si se lo pedía, tal vez podrían quedar y pasar unas horas juntas antes de que la mujer más joven tuviera que irse a casa a dormir. Era un apaño incómodo e insatisfactorio para las dos.

En las últimas semanas se habían esforzado mucho por verse, sacando tiempo para estar juntas, ya fuera frente a frente en la cancha de baloncesto varias veces a la semana o pasando la noche en casa de una de las dos. Hasta habían conseguido comer varias veces juntas cuando tenían el mismo turno. Pero nunca parecía suficiente.

A pesar del poco tiempo que pasaban juntas, Alex notaba que sus sentimientos eran cada vez más fuertes. Sabía sin la menor duda que quería a Sydney, que la quería como no podría querer a nadie más. Pero lo que deseaba era más. Más que unas pocas horas robadas o alguna que otra noche de pasión. Estaban muy cerca, pero al mismo tiempo muy alejadas.

Entonces cayó en la cuenta con sorprendente claridad y Alex supo a ciencia cierta lo que deseaba. Eran todas esas cosas que tenían sus hermanos, un bonito hogar e hijos. Y lo que era más importante, lo quería con Sydney. Así de sencillo.

Sus ojos volaron hacia la rubia, con el corazón acelerado. Quería poder vivir juntas y, una vez tomada esa decisión, supo lo que había que hacer. Cogió el teléfono y marcó un número, dando una serie de instrucciones cuando contestaron al otro lado de la línea. Una vez arreglado todo, se levantó y salió de su despacho.

—Hola, ¿qué tal vas? —preguntó, acercándose a la mesa de la mujer más menuda y poniéndole la mano en un hombro esbelto.

Sydney sonrió a su amante con cansancio, apoyándose en la caricia para que por un breve instante sus cuerpos entrasen en contacto. No se había dado cuenta de lo difícil que iba a resultar mantener la discreción y cuanto más estaban juntas, más difícil era.

—Muy ocupada —la mujer más joven suspiró, sintiendo la pérdida cuando su amante se apartó.

—¿A qué hora sales esta noche? —preguntó Alex en voz baja para que nadie las oyera.

—Estoy aquí hasta las diez —contestó Sydney y luego sonrió—. Siempre y cuando, claro está, nadie se las apañe para matar a alguien.

—Mmm —asintió la mujer alta, cruzándose de brazos—. ¿Y trabajas mañana y pasado mañana?

—Sí, de siete a once —contestó Sydney, preguntándose por qué se lo preguntaba la otra mujer cuando ya conocía la respuesta.

—¿Te apetece salir a cenar esta noche?

—Claro.

—¿No estás demasiado cansada? —preguntó Alex, preocupada de verdad. Sabía que su amante estaba haciendo turnos extra desde el principio de la semana.

—Nunca estoy demasiado cansada para estar contigo —Sydney sonrió, con una expresión que le tocó a la mujer más alta hasta lo más hondo del corazón.

—Te recojo fuera a las diez.

—¿Prometes llevarme a casa y meterme temprano en la cama? —preguntó la rubia detective con una sonrisa traviesa.

—Cuenta con ello —la capitana le guiñó el ojo y luego se irguió y cruzó la sala para hablar con otro miembro del grupo.

La sonrisa de Sydney se hizo más amplia al mirar a la mujer que se alejaba. Con un suspiro, volvió a prestar atención a los papeles diseminados por su mesa, con la esperanza de que los próximos días fuesen tranquilos.

Esa noche, a las diez en punto, se reunieron fuera de la comisaría. Sydney se metió de un salto en el coche y se inclinó sobre el asiento para darle un beso apasionado a su amante que sólo sirvió para recordarles lo mucho que se deseaban.

Alex no hizo caso del nudo que se le formó en las entrañas y del calor que le inundaba las zonas bajas y se concentró en cambio en alejarse con el coche de la comisaría. Había reservado mesa esa noche en un restaurante de lujo, que era el ambiente perfecto donde anunciar sus intenciones.

—Señorita Marshall, es un placer verla esta noche —le dijo entusiasmado el maître a la mujer alta, echando una mirada curiosa a su pequeña y rubia acompañante—. Su mesa está preparada.

Alex correspondió al saludo con un seco movimiento de cabeza y luego le hizo un gesto a Sydney para que siguiera al flaquísimo hombre por el restaurante, escasamente iluminado, hasta una mesa de un rincón. Estaba aislada del resto de los comensales y les daba la privacidad que quería Alex.

—Les servirán la comida inmediatamente —el hombre se inclinó y luego se alejó apresuradamente.

—¿No nos dan la carta? —preguntó Sydney asombrada y su compañera sonrió amablemente.

—Espero que no te importe, pero me he tomado la libertad de encargar la comida por adelantado —dijo la morena con tranquilidad y Sydney no pudo evitar notar lo cómoda que parecía su amante en este ambiente.

—Depende de lo que hayas pedido —la rubia miró a su compañera con desconfianza. La respuesta fue una sonrisa seductora.

—Es un plato sencillo de pollo con una salsa especial acompañado de patatas fritas —dijo Alex y la mujer más menuda se sonrojó.

—Seguro que se echaron a reír cuando pediste las patatas —murmuró.

—No, saben muy bien que no deben. Además, están acostumbrados a recibir encargos raros —la mujer se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Tú vienes aquí a menudo? —preguntó Sydney, recorriendo el local con la mirada y advirtiendo que casi todas las demás mesas estaban ocupadas por parejas o grupos de cuatro—. ¿Por eso te conoce el maître?

—Éste es uno de los restaurantes preferidos de mis padres —explicó Alex, sabiendo que su compañera sentiría curiosidad por su entorno—. Cuando salimos, normalmente acabamos viniendo aquí.

—Ah —la rubia asintió y luego se puso a jugar con los cubiertos hasta que la morena se echó hacia delante y puso la mano encima de la más pequeña, deteniendo su movimiento.

—Me estás poniendo nerviosa —dijo con una sonrisa tierna—. ¿Qué te pasa?

—Que no estoy acostumbrada a restaurantes tan lujosos y tengo la extraña sensación de que es el tipo de sitio al que se viene para anunciar algo dramático —Sydney se encogió de hombros y luego miró a los intensos ojos azules. Se tragó el nudo que tenía en la garganta, incapaz de disimular el pánico de sus propios ojos verdes—. No me vas a dejar, ¿verdad?

—No —la otra mujer se echó a reír ante el miedo de su amiga y le apretó la mano para tranquilizarla, incapaz de esperar a que les sirvieran la comida. Había planeado pedírselo entonces, pero ahora descubrió que no podía esperar. Se metió la mano en el bolsillo—. Tengo una cosa para ti.

Sydney se quedó mirando cuando la otra mujer puso una cajita encima de la mesa. Contempló el objeto un buen rato y luego miró a su compañera. El corazón le latía con tal fuerza en el pecho que estaba segura de que todo el restaurante lo oía.

—¿Qué es? —farfulló, temerosa de lo que había en la caja.

—Es una llave —dijo Alex en voz baja—. Quiero que te vengas a vivir conmigo.

—¿Qué? —Sydney se quedó de piedra y se preguntó si había oído correctamente.

Antes de que Alex pudiera darle una explicación llegó el camarero con el vino y por un momento se distrajo al probar la cosecha que les había traído, declarándola satisfactoria. Apenas lograba contener su impaciencia mientras el hombre les servía a cada una una copa del líquido rojo antes de retirarse apresuradamente.

—Ya sé que te prometí no meterte prisa, pero esto de estar separadas me está desquiciando —dijo la mujer de más edad, retomando el hilo de la conversación interrumpida—. Casi no nos vemos y cuando nos vemos, siempre es con prisas. Quiero volver a casa y encontrarte ahí y no tener que preocuparme de que te tengas que ir dentro de una hora porque tienes que trabajar por la mañana.

Alex volvió a callarse cuando llegó un segundo camarero que les puso delante unos platos de ensalada. El hombre abrió la boca para preguntar si querían aderezo, pero la morena le hizo una gesto impaciente para que se fuese. Al echar un vistazo a sus manos unidas encima de la mesa y la seriedad de sus rostros, el hombre se apresuró a retirarse.

—Supongo que más que nada lo que quiero es poder darme la vuelta en la cama por la noche y saber que la única razón de que no estés ahí es que estás trabajando —Alex se detuvo otra vez y respiró hondo—. Te quiero, Sydney, y si la situación fuese distinta, estaría de rodillas pidiéndote que te casaras conmigo, pero como eso no es posible, esto es lo mejor que se me ocurre para compensar.

Sydney se quedó atónita. En realidad hacía poco que se conocían y vivir juntas era un gran paso en cualquier relación. Aunque no dudaba de la sinceridad de su amante, no estaba segura de estar preparada para asumir esa clase de compromiso.

Hubo un largo silencio mientras pensaba en lo que iba a decir. Estaba cansada y no lograba pensar bien, preocupada de que si le daba a esta mujer una respuesta que no quería oír, la cosa se terminara entre ellas y no quería que terminase. Levantó la mirada, sin poder disimular su preocupación.

—¿Estás segura de esto?

—Nunca he estado más segura de nada en toda mi vida —susurró Alex, con el corazón tembloroso. Había visto la expresión atónita de la rubia, pero siguió adelante con la esperanza de no haber cometido un error—. Lo siento, a lo mejor he vuelto a correr demasiado, pero tengo miedo de que si no hacemos algo, podamos perder lo que tenemos y no quiero perderlo. ¿Lo comprendes?

—Sí —asintió la rubia, bajando los ojos, pues ya no podía seguir mirando a su compañera.

—Tranquila —Alex vio la expresión de pánico que cruzó un instante la cara de la otra mujer y apretó la pequeña mano para calmarla—. No tienes que decidirlo esta noche, quiero que te tomes tu tiempo y lo pienses.

Sydney se libró de tener que dar una respuesta por la llegada del oficioso maître, que las miró y luego se fijó en la comida que no habían tocado. Juntó las manos con nerviosismo.

—¿Hay algo que no es de su agrado, señorita Marshall?

—No, todo está bien, Paul —le contestó al hombre con una sonrisa cortés, sin que su voz revelara la angustia que sentía. El hombre asintió, sin saber si creerla, pero se inclinó con elegancia y pasó a la mesa siguiente. Alex volvió a mirar a su amante y se dio cuenta de que seguían cogidas de la mano.

—No quería echarte a perder la velada —dijo suavemente.

—No lo has hecho —le aseguró Sydney, agradecida por la breve interrupción que le había dado tiempo de ordenar sus ideas—. Es que hay que plantearse tantas cosas, como dónde viviríamos y además, ¿eso no causaría un problema con el cuerpo?

—Buscaríamos una casa que no fuera ni tuya ni mía, una casa elegida por las dos —fue la sincera respuesta—. Y en cuanto al cuerpo, podría haber un problema, pero estoy dispuesta a correr el riesgo.

—¿Y qué pasa si digo que no? —preguntó Sydney vacilando, levantando por fin la mirada. Esta vez fue ella la que vio el destello de pánico en los ojos azules de su compañera, pero desapareció al instante, sustituido por una sonrisa valiente.

—Que seguiremos adelante —le aseguró la morena en voz baja, consciente de que se había creado una tensión entre las dos—. Decidas lo que decidas, Sydney, debes saber que lo aceptaré, porque pase lo que pase, no quiero perderte.

La rubia detective se preguntó si eso sería cierto. Conocía la impaciencia de su compañera con su situación y el deseo de Alex de tener un mayor compromiso en su relación, pero ella estaba muy insegura y tenía miedo de dar ese paso. Notó que le apretaba la mano suavemente y luego se la soltaba. Levantó la mirada y se encontró con los luminosos ojos azules.

—Venga, vamos a dejar el tema y a comer, seguro que tienes hambre —dijo la capitana en tono animado, sin revelar nada de lo que estaba pensando.

Sydney había perdido el apetito, pero logró comer lo que les sirvieron, aunque más tarde no podría haber dicho cómo sabía. Por petición suya, fue depositada en la comisaría de nuevo. Le apetecía estar sola.

—Te quiero, Sydney —dijo Alex y la mujer más joven se limitó a asentir antes de cerrar la puerta y dirigirse a su jeep. La capitana esperó un momento y luego se marchó en su coche, notando que tenía los ojos algo humedecidos.

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Cuando Alex llegó a su despacho al día siguiente, Sydney ya estaba fuera respondiendo a un aviso. Sintió una punzada de alivio, pues no estaba segura de poder hacer frente a la otra mujer esta mañana. La noche anterior no había conseguido dormir, al darse cuenta del error que había cometido. En lugar de conseguir que estuvieran más cerca, lo que había hecho sólo había servido para separarlas aún más. Se encerró en su despacho y allí se quedó hasta que llegó la hora de marcharse, agradecida de ir a cenar a casa de sus padres.

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Sydney dio vueltas en torno a la escena del crimen, frotándose las sienes con los dedos para intentar librarse del dolor que le machacaba la cabeza desde que se había levantado por la mañana. Echó una mirada al cadáver que estaba en la cama y a las manchas de sangre que salpicaban el cabecero y las paredes.

La víctima era una mujer de veintisiete años que había salido perdiendo en una discusión con su pareja de hecho. Según los testigos que había en la casa, la velada había empezado como una fiesta de Navidad normal y corriente. Aunque nadie sabía cómo había empezado, todos estaban de acuerdo en que hubo una pelea verbal entre la pareja, en el curso de la cual el sospechoso se encolerizó y acusó a su mujer de serle infiel. Y antes de que nadie pudiera detenerlo, el hombre se llevó a rastras a su mujer hasta el dormitorio y le disparó tres veces.

Era un caso absolutamente claro, pues nada más percibir las primeras señales de violencia, varios de los invitados habían corrido a llamar a la policía. Cuando llegaron las autoridades, ya era tarde para la víctima, pero habían encontrado al sospechoso en la casa, desmayado en el pasillo, con la pistola todavía en la mano.

Era Nochebuena y Sydney detestaba ver la sangre y los rasgos blanquecinos de la víctima cuya vida había terminado tan bruscamente. Daba igual cuántas veces viera los resultados, no creía que pudiera llegar a acostumbrarse nunca a ver un cadáver, tirado en la postura en la que se le había escapado el último hálito vital.

Por suerte, los agentes presentes en la escena conocían el procedimiento y para cuando ella llegó, ya se habían puesto en marcha las medidas adecuadas para salvaguardar todas las pruebas e interrogar a los testigos. Miró a Janice, que tomaba metódicamente todas las fotografías necesarias.

—¿Vuelves a trabajar esta Navidad? —le preguntó tranquilamente a la otra mujer.

—Sí —la fotógrafa le medio sonrió sin ganas—. Mis padres van a pasar las fiestas en México, así que he pensado que para eso puedo seguir trabajando.

—¿Qué pasó con el tío de nóminas? —preguntó Sydney con curiosidad, preguntándose si la vida amorosa de la mujer iba mejor que la última vez que habían hablado.

—Mucho hablar y poca acción —Janice arrugó la nariz al recordarlo, meneando el dedo meñique, y la detective se echó a reír y luego cruzó la habitación para examinar algo que le llamó la atención.

Ya era mediodía cuando terminaron e iba de regreso a la comisaría cuando recibió otro aviso. Normalmente, se habría ocupado otro, pero estaban escasos de personal y los demás ya estaban trabajando en casos que no habían terminado. Por suerte, como en el caso de su anterior investigación, ésta parecía otra situación bien clara.

Una anciana había sido hallada muerta en su casa por una pariente que había llegado para empezar los preparativos de la cena de Navidad. Una cuidadosa investigación de la escena y un examen de la casa revelaron que no había señales de juego sucio ni pruebas de un intento de robo. Mandó registrar y fotografiar la escena por completo antes de dejar que el forense se llevase el cuerpo. Si no se equivocaba en sus suposiciones, descubrirían que la mujer había muerto de causas naturales.

Ya había caído la tarde cuando volvió a comisaría y al echar un vistazo al otro lado de la sala supo que Alex ya se había marchado. Tomó aliento con fuerza y se quedó mirando un buen rato la estancia a oscuras, sintiendo una oleada increíble de soledad que le invadía el corazón. Tiró de la silla y se sentó para ocuparse del papeleo necesario, con la esperanza de que no sonara el teléfono antes de que llegara la hora de marcharse y deseando haber quedado con Alex para verse más tarde. En cuanto lo pensó, sonó el teléfono y estuvo un rato mirándolo hasta que por fin respondió a la llamada.

—Detective Davis —dijo en el auricular, preparándose mentalmente para tomar nota de los detalles de otro asesinato.

—Sydney... ¿eres tú?

La rubia se quedó sin respiración. La voz le resultaba tan familiar, pero no se atrevía a creer que fuera la de alguien de quien hacía tanto tiempo que no sabía nada. Cerró los ojos y tomó aliento varias veces.

—¿Anne?

—Hola, niña, feliz Navidad —dijo la voz del otro lado de la línea en tono informal y como si no hubiera pasado nada de tiempo desde la última vez que habían hablado.

—Feliz Navidad —Sydney se preguntaba si se lo estaba imaginando todo. Llevaba tiempo trabajando muchas horas y durmiendo poco—. ¿Va todo bien?

—Sí —dijo la otra mujer con tono brusco—. Es que se me ha ocurrido llamarte para ver cómo estás.

—Estoy bien.

—¿Y tú trabajo? Me he enterado de que ahora resuelves asesinatos.

—Sí —Sydney asintió con la cabeza, dándose cuenta de la ironía de la situación—. Me ascendieron hace un año.

—También me he enterado de que lo haces muy bien —dijo la mujer.

—Eso no lo sé —contestó la detective con modestia.

—Pues tu jefa parece pensar que sí —dijo Anne algo dubitativa—. Es una tía muy lista.

—¿Te refieres a Alex? —Sydney estaba sorprendida y confusa al mismo tiempo—. ¿Cuándo has hablado con ella?

—Vino a verme hace un par de semanas —contestó la reclusa y el nerviosismo de su voz se transmitió a través de la línea—. Escucha, no tengo mucho tiempo y estaba pensando que a lo mejor me equivoqué cuando me puse como una furia contigo por lo que haces.

Sydney se quedó callada, apenas capaz de respirar mientras escuchaba la voz de su hermana. La mujer con la que estaba hablando era muy distinta de la que le había gritado y chillado durante su última visita.

—Siempre has sido muy terca con todo —continuó la otra mujer—. Tenías que hacer las cosas a tu manera y siempre parecía que ibas en otra dirección que el resto de nosotros. Al final, eras tú la que seguía el camino correcto y éramos los demás los que corríamos en círculo sin llegar a ninguna parte.

—¿Entonces te parece bien todo esto? —se atrevió a preguntar Sydney.

—No te voy a mentir, Syd, no me gusta que seas poli y no me gusta que seas gay, es algo que no consigo entender, aunque he aprendido algunas cosas desde que estoy en el talego —dijo la mujer de más edad con un suspiro—. Pero eres mi hermana y sería más estúpida de lo que ya he sido si te perdiera.

—Anne.

—¿Sí?

—Te quiero.

Hubo una larga pausa tras esa confesión.

—Yo también te quiero, niña —fue la respuesta a media voz.