Picadillo vii

Alex y sidney se van compactando. alex quiere a sidney con ella y esta dispuesta a luchar

Picadillo

Planet-solin

Sydney se quedó mirando con cierta preocupación mientras Alex se alejaba agarrada por su hermano. Se recostó en su asiento, no muy segura de que no se tratara de una trampa. Echó una mirada pensativa a la otra mujer, sin saber qué decir.

—¿Cuánto hace que conoces a Alex? —Christie inició la conversación, sabiendo que su marido le pediría todos los detalles más tarde. Ella misma sentía bastante curiosidad.

—Varias semanas —contestó Sydney, optando por las respuestas breves, pues no sabía cuánto quería Alex que supiera su familia.

—¿Dónde os conocisteis?

—Trabajamos juntas —dijo simplemente, incómoda al hablar de sí misma—. ¿Cuánto tiempo lleváis casados?

—Más de diez años —confesó la otra mujer con cierto asombro y luego sonrió—. Fue Alex quien nos presentó. Jugábamos juntas en el equipo de baloncesto de la universidad, me invitó a su casa a pasar Acción de Gracias y el resto, como se dice, es historia.

—¿Os casasteis inmediatamente?

—No, estuvimos saliendo unos cuatro años —contestó Christie—. Andrew quería establecerse como abogado antes de casarnos. Eso es algo que ya descubrirás de la familia Marshall. Se marcan ciertos objetivos y luego trabajan hasta conseguirlos excluyendo todo lo demás.

—Tiene que haber sido duro para ti —fue la suave respuesta, pero la rubia más alta meneó la cabeza.

—No, sabía que Andrew me quería, así que estaba dispuesta a esperar hasta que estuviera listo.

Hubo una pausa mientras Sydney asimilaba esta información. Miró a su acompañante de reojo, pensando que seguramente esta mujer podría responder a muchas preguntas que le daba miedo hacer a Alex.

—¿Conociste a su prometido?

—Sí —asintió Christie.

—¿Cómo era?

—Era educado, respetable, de buena familia —la mujer se esforzó en encontrar una manera de describir al hombre—. Era sólido de carácter.

—¿Pero?

—Pero nunca me pareció adecuado para ella —la mujer suspiró—. Adoro a Alex, es mi mejor amiga aparte de mi marido, pero no parecía totalmente feliz. No como contigo.

—¿Conmigo? —preguntó Sydney con la voz ahogada y la otra mujer sonrió.

—Sí —Christie asintió—. Tal vez no te des cuenta, pero se le ilumina la cara cuando te mira.

La mujer más baja se quedó callada por la sorpresa. Se le estremeció el corazón mientras las palabras de la mujer daban tumbos por su cabeza. No sabía qué pensar.

—Alex es como el resto de su familia —dijo la otra mujer, consciente de que había desconcertado a su acompañante—. Son lentos a la hora de actuar, de naturaleza casi metódica, pero cuando se enamoran, se te entregan por completo. Muchas personas de su posición la aprovechan para hacer lo que les da la gana, pero los Marshall no. Creo que lo que más me gusta de la familia es su sentido de la responsabilidad, el que los demás les importan tanto como ellos mismos.

No hubo tiempo de comentar más porque Alex y su hermano escogieron ese momento para regresar con sus bebidas. Por un instante los ojos azules y verdes se encontraron y la teniente sintió una repentina preocupación. Desde la salida había visto que Christie y Sydney estaban hablando. Sentía curiosidad por lo que se habían dicho.

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja y Sydney sonrió suavemente, poniendo la mano en el muslo de la otra mujer y acariciándoselo levemente.

—Estoy bien.

Alex no estaba segura de poder aceptar esa respuesta sin más, pero sabía que podía fiarse de que Christie no hubiera dicho nada estúpido. Antes de poder continuar la conversación, sonó el silbato para iniciar el segundo tiempo y lo olvidaron todo para volver a concentrarse en animar a su equipo y llevarlo a la victoria. Al final, tras un último cuarto cargado de emoción, los Bulls derrotaron al equipo local por cuatro puntos. Pero eso no pareció importar a los seguidores, que habían asistido a un buen partido lleno de acción.

Las dos mujeres guardaban silencio mientras conducían por la ciudad. Sydney deseó que la noche no tuviera que terminar, pero no tardaron en detenerse junto a la acera delante de su edificio. Miró a su alta compañera, con la mente ofuscada. Pensó en invitar a pasar a su compañera, pero luego desechó la idea, pues seguía sin saber qué estaba pasando entre ellas.

—Gracias, lo he pasado muy bien.

—Me alegro —sonrió Alex, que sólo quería acercarse y besar a la otra mujer. Pero se contuvo—. A mi hermano le has caído estupendamente, así que no creo que sea difícil sacarle unas cuantas entradas más.

—Me gustaría —dijo Sydney y por un momento hubo un silencio incómodo en el coche. Se sentía insegura, pero se volvió para mirar a su compañera—. Alex, ¿puedo preguntarte una cosa?

—Claro —asintió la otra mujer.

—¿Acabamos de tener una cita?

Alex se quedó sin aliento. No era la pregunta que se esperaba. Se tragó el nudo que se le había formado de repente en la garganta. Sabía que podía mentir, pero no quería hacerlo. Quería conocer a esta mujer más íntimamente y para hacerlo tendría que ser sincera.

—Sí —dijo suavemente y entonces vio que la cara de la otra mujer se iluminaba con una alegre sonrisa. Antes de poder intuir las intenciones de su compañera, Sydney se inclinó sobre el asiento y la besó.

Alex sintió la caricia de los suaves labios de la mujer sobre los suyos, al principio vacilante y luego con más pasión. Ninguna de las dos pudo recordar luego cuánto duró el beso, pero les pareció demasiado corto. Jadeó cuando la mujer más joven se apartó por fin.

—Buenas noches —dijo Sydney antes de salir corriendo del coche, sin poder creer lo que acababa de hacer, pero incapaz de lamentarlo. Ya se preocuparía más tarde, ahora se conformaba con saborear la felicidad que sentía.

Alex se quedó mirando a la otra mujer hasta que desapareció en la seguridad del interior del edificio. Tuvo que echar mano de todo su control para no salir corriendo detrás de la detective rubia y exigir algo más que un beso. Tenía el cuerpo entero en llamas y aceptó en silencio la verdad. A pesar de sus mejores intenciones, no iba a poder dejar a esta mujer en paz. Lo arriesgaría todo por estar con Sydney.

Sacó el coche de nuevo a la calzada y se preguntó cómo iba a poder superar los próximos dos días sin ver a la mujer más joven. No podía y a la mañana siguiente temprano consiguió el número de teléfono de la joven en el trabajo y llamó.

—Diga —la voz del otro lado de la línea sonaba adormilada.

—Sydney —Alex se puso de repente muy nerviosa. Todavía era bastante novata en estas lides y no sabía muy bien qué cosas eran aceptables—. Soy Alex. Lo siento si te he despertado.

—No, no pasa nada, no estaba dormida —mintió la rubia, incorporándose en la cama y mirando el despertador. Eran las ocho de la mañana—. ¿Qué pasa?

—Iba a salir con el barco y me preguntaba si te gustaría venir conmigo —la teniente se sentía como una colegiala nerviosa.

—Sí —Sydney apenas esperó a que la mujer terminara de hablar para dar su respuesta. Sabía que ésta era una invitación que no estaba dispuesta a rechazar por nada—. ¿Dónde quedamos?

—Te recojo yo —dijo Alex, con una amplia sonrisa en la cara—. ¿Puedes estar lista dentro de una hora?

—Sí. ¿Llevo algo?

—No, pero abrígate bien, el viento puede ser muy frío en el agua —dijo la otra mujer antes de colgar.

—¡Yujuuu! —chilló Sydney, colgando el teléfono, y saltó de la cama. Se puso a dar botes por la habitación, cediendo a la emoción por un instante, y luego corrió al cuarto de baño para empezar a prepararse.

Exactamente una hora después Alex detuvo el coche delante del edificio donde Sydney esperaba una vez más en los escalones de entrada. No podía dejar de sonreír como una tonta, con el corazón desbordante de emoción.

—Buenos días —saludó alegremente al tiempo que se montaba en el vehículo.

—Buenos días —sonrió Alex y entonces, porque la otra mujer ya había roto la barrera entre las dos, se inclinó y la besó. Sydney le devolvió el abrazo, sabiendo que lo que había hecho la noche anterior le había dado esta recompensa.

—Creo que será mejor que nos vayamos —susurró por fin la teniente, terminando el beso, consciente de que el corazón le atronaba dentro del pecho y que ciertas partes de su cuerpo se habían puesto muy calientes.

—Sí —asintió Sydney, con un hormigueo en los labios y el cuerpo acalorado de deseo.

El barco al que se había referido Alex era un velero de un solo mástil. El cielo estaba gris, pero el mar estaba en calma, y tenía muchas ganas de emprender la excursión. A menudo se quedaba mirando desde la orilla cuando los barcos del puerto se hacían a la mar y se preguntaba quiénes serían las personas que iban en ellos. Hoy ella era una de esas personas y le daba mucho gusto estar al otro lado del escenario.

El barco era lo bastante pequeño como para que lo pudiera manejar una sola persona, de modo que la rubia se acomodó y observó a su compañera mientras ésta maniobraba hábilmente con el barco hasta salir al tráfico del canal antes de izar rápidamente la vela. Miraba fijamente a su alta compañera, hechizada por la visión del largo pelo oscuro agitándose al viento. Respiró hondo y apartó la mirada al darse cuenta de que se podía perder en esa mujer.

El día era bonito, pero como había indicado Alex, el viento era muy frío y aún más cuanto más se alejaban de la orilla. Sydney se había abrigado bien y llevaba el cuerpo envuelto en varias capas de jerseys y camisas de franela, con un chaleco forrado de plumas encima, pero no podía evitar los escalofríos que le recorrían la piel.

Alex miró a su compañera. Normalmente le gustaba sacar el barco a solas y no sabía qué era lo que la había impulsado a invitar a la mujer. Pero claro que lo sabía. Le gustaba Sydney y quería compartir todas las cosas de su vida con la rubia. Justo cuando pensaba en eso, vio que la joven se estremecía.

—Eh —la llamó y al tener la atención de la rubia, hizo un gesto señalando un punto justo delante de ella.

Sydney se apresuró a cruzar la cubierta hasta el asiento acolchado que había delante de la otra mujer y se acomodó entre dos largas piernas. Una vez estuvo sentada, Alex cogió una gruesa manta y tapó a su amiga con ella y luego tiró de ella hasta apoyarla en su propio cuerpo. La rubia sintió al instante el calor de su compañera y el peso posesivo del brazo de la teniente, que ésta le había pasado tranquilamente por encima del pecho. Se recostó y disfrutó del viaje.

La mujer más menuda no sabía cuánto tiempo estuvieron en el agua y la verdad era que no le importaba. Se sentía increíblemente feliz con su compañera enrollada alrededor de su cuerpo. En más de una ocasión dejó volar la imaginación, preguntándose cómo sería hacer el amor con esta mujer. Se estremecía sólo de pensarlo.

—¿Sigues teniendo frío? —le susurró Alex al oído, al haber notado el escalofrío que recorría el cuerpo de su compañera.

—No —Sydney meneó ruborizada la cabeza, preguntándose qué diría esta mujer si supiera la verdad. Volvió la cabeza ligeramente hasta que tuvieron las caras pegadas—. ¿Qué harías si tuviera frío?

—Esto —la otra mujer se rió por lo bajo y envolvió a la mujer con sus largas piernas, apretándola más contra su cuerpo.

Sydney cerró los ojos, gimiendo suavemente por el contacto y deseando darse la vuelta y abrazar a su compañera. Pero reprimió ese deseo y se obligó a mantener el control. Estuvieron navegando varias horas y por fin Alex dio la vuelta al barco para regresar a tierra.

—¿Te apetece comer algo? —preguntó Alex cuando el barco quedó amarrado de nuevo junto al muelle. Habían compartido unos bocadillos horas antes, pero parecía haber pasado mucho tiempo desde entonces.

—Me encantaría —asintió Sydney. No estaba dispuesta a rechazar ninguna invitación que supusiera pasar más tiempo en compañía de esta mujer. El restaurante que eligió Alex esta vez era una marisquería y la mujer más joven atacó con placer su plato de comida.

—Lo he pasado estupendamente —dijo Sydney muy contenta y Alex se la quedó mirando largo rato, admirando el sano color de sus mejillas—. Nunca había estado en un velero.

—Pues me alegro de haberte invitado —Alex se sintió inesperadamente satisfecha al saber esto. Quería compartir el máximo posible de primeras experiencias con esta mujer.

El resto de la comida transcurrió en medio de una tranquila conversación y la mujer alta descubrió que se estaba riendo más de lo que se había reído en toda su vida y se dio cuenta de que su compañera tenía un sentido del humor divertidísimo y talento para contar una buena historia. Le dio pena que llegara el momento de marcharse.

—Oye, ¿te gustaría venir a mi casa a ver una película? —preguntó, pues no estaba preparada para dar por terminado el día. Sydney asintió, satisfecha con dejar que la mujer tomara las decisiones—. ¿Qué te gusta?

—Las películas de acción —fue la pícara respuesta y Alex se echó a reír al tiempo que le pasaba a la mujer un brazo por los hombros al salir del restaurante.

—¿Cómo no me lo he imaginado? —dijo con una mueca humorística.

Se pasaron por una tienda de vídeos cercana a donde vivía Alex y tras mucha discusión se llevaron una película de acción llamada Ronin , con Robert De Niro. Volvieron a su piso y mientras la anfitriona metía una bolsa de palomitas en el microondas, ella metió el vídeo en el reproductor y se acomodó en el sofá de cuero del estudio donde estaban la televisión y el aparato de vídeo.

Alex no era muy aficionada a las películas de acción: había visto demasiada en la vida real para querer verla en película, pero se quedó agradablemente sorprendida al ver cuánto le gustaba el vídeo. Sydney disfrutó de todo lo que le dio tiempo de ver antes de que el largo día acabara por vencerla.

La teniente sonrió al ver que su amiga dormía profundamente. Esperó a que terminara la película para decidir qué hacer. Sabía que podía despertar a su compañera, pero no le apetecía. En cambio, decidió simplemente dejar que pasara la noche en el sofá.

Con cuidado, subió las piernas de la mujer menuda al sofá, le desabrochó el botón y la cremallera de los vaqueros, le quitó los calcetines y luego cubrió su esbelto cuerpo con una manta y le puso una almohada debajo de la cabeza. Depositó un ligero beso en la frente de la mujer antes de apagar las luces y retirarse al dormitorio.

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Sydney aterrizó en el suelo con un sonoro golpe. Se quedó allí atontada un momento, parpadeando rápidamente y tratando de orientarse y de repente una mujer soñolienta de ojos azules asomó por el extremo del sofá. El rostro adormilado tenía una expresión preocupada, pero Sydney ni se dio cuenta, concentrada en cambio en el aspecto tan increíblemente sexy que tenía la mujer con el pelo oscuro alborotado y las largas piernas desnudas.

—¿Estás bien? —preguntó Alex, preocupada de verdad. Había saltado de la cama, al despertarse por el ruido, y había entrado corriendo en el estudio, preocupada por su amiga.

—Sí, supongo que me he caído del sofá al darme la vuelta —asintió Sydney, frotándose la cabeza al tiempo que intentaba incorporarse. Miró de repente a su alrededor y se dio cuenta de dónde estaba y lo que había ocurrido. Miró cortada a la otra mujer—. Vaya, me he quedado dormida en tu compañía, qué corte.

—No pasa nada, son cosas que ocurren —replicó la mujer alta, encogiéndose de hombros con despreocupación—. Escucha, todavía es temprano. ¿Quieres intentar volver a dormir o quieres que te lleve a casa?

—Intentaré dormir —dijo Sydney, pensando que era plena noche y que no quería sacar a su amiga de casa a estas horas.

—Vale —asintió Alex y cuando iba a darse la vuelta, se detuvo, rascándose la cabeza—. Venga, mi cama será más cómoda que el sofá.

—¿Estás segura? Este sofá está bien —dijo la rubia algo insegura.

—Sí —la morena le sonrió de medio lado y luego alargó la mano para ayudar a la mujer más menuda a levantarse, dejando caer la manta al suelo—. Creo que tengo una camiseta que te puede quedar bien. Será más cómodo que lo que llevas.

Sydney asintió sin decir nada y dejó que su anfitriona la llevara al dormitorio, preguntándose cómo iba a poder dormir en la misma cama que esta mujer. Se tragó los nervios y se quedó mirando cuando la mujer alta sacó una vieja camiseta de los Sonics de un cajón y se la lanzó.

—El baño está por ahí —señaló una puerta y Sydney asintió.

Tranquila , se dijo, respirando hondo varias veces antes de salir del cuarto de baño. Miró al otro lado de la habitación, donde la teniente ya estaba en la cama, dándole la espalda. Puedo hacerlo , pensó la mujer más baja antes de apagar en silencio las luces y deslizarse bajo las sábanas.

—¿Estás bien? —preguntó la morena medio dormida, dándose la vuelta para mirarla.

—Sí —dijo Sydney con un bostezo.

—Bien —fue la apagada respuesta, seguida poco después de un ligero ronquido.

Sydney se quedó ahí tumbada escuchando el silencio y tratando de calmarse. Cerró los ojos, pensando que no podría estar más cerca del cielo ni aunque lo intentara. Casi en contra de su voluntad, acabó quedándose dormida.

Por una extraña coincidencia, a la mañana siguiente se despertaron a la vez. Por la noche sus cuerpos se habían acercado de forma natural, buscando el calor, y ahora estaban echadas con las caras a pocos centímetros de distancia y las piernas entrelazadas bajo las sábanas. Ninguna de las dos se movió durante un buen rato. Se quedaron allí en silencio, los ojos verdes clavados en los azules, los corazones latiendo al mismo ritmo.

Alex alargó la mano y colocó delicadamente algunos mechones de pelo rubio detrás de la oreja de la otra mujer. En cuántas otras ocasiones se había despertado en la misma situación y se había sentido incómoda y deseosa de marcharse. Pero esta mañana no sentía eso. Cuando empezaba a echarse hacia delante, sonó el teléfono. Tuvo tentaciones de no hacer caso, pero no dejaba de sonar. Era casi como si el que llamaba supiera que estaba allí.

—¡Diga! —ladró en el auricular, sin intentar disimular su irritación.

—Buenos días a ti también, querida —contestó una voz algo sarcástica y Alex maldijo por lo bajo. Se sentó y echó las largas piernas por el borde de la cama.

—Lo siento, madre, es que... me has despertado.

—Pues entonces me alegro de haber llamado —continuó la mujer de más edad con seco humor—. ¿Te has olvidado del almuerzo de hoy?

—No... o sea, sí... no puedo ir —replicó Alex, mirando por encima del hombro a la joven que estaba tumbada apaciblemente en la cama. Su anuncio fue recibido con un silencio total. Era el tipo de silencio que le indicó a la morena que pasaba algo.

—¿Es que te has olvidado de que hoy celebramos el cumpleaños de Lawrence? —había un leve tono de reproche en la voz—. Prometiste que vendrías.

¡Mierda! pensó Alex, cerrando los ojos. Sabía que su madre nunca se lo perdonaría si no aparecía por allí. Miró el reloj de la mesilla de noche. Eran las diez.

—¿A qué hora vais a empezar? —preguntó, resignada.

—A las once y no lo digas con tanto entusiasmo —replicó la mujer con humor—. ¿A qué hora vas a venir?

—Dame una hora —dijo y se quedó algo consternada al ver que Sydney salía de la cama y se dirigía al cuarto de baño.

—Está bien, esperaremos a que llegues —contestó su madre y para cuando colgaron Sydney ya había vuelto a la habitación totalmente vestida.

—Lo siento —dijo Alex, encogiéndose de hombros con aire impotente cuando se miraron a los ojos.

—Lo comprendo —Sydney sonrió, pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos.

—¿Puedo al menos hacerte algo de desayunar? —preguntó Alex, maldiciendo por dentro la llamada telefónica, consciente de que si no hubiera contestado, ahora estaría haciendo el amor con esta mujer.

—No, tranquila, sé que tienes prisa —la mujer más menuda sacudió la cabeza y se pasó los dedos por el pelo—. Llamaré a un taxi.

—Si esperas unos minutos a que me duche, te llevo yo —dijo Alex, poniéndose en pie y sin dejar de mirar a su compañera.

—No, puedo coger un taxi —dijo la rubia, incapaz de corresponder a la intensa mirada azul dirigida hacia ella. Su compañera se movió tan sigilosamente que no la oyó cruzar la distancia que las separaba.

—No —dijo la mujer más alta, cogiendo con delicadeza la barbilla de la mujer más menuda y levantándosela para poder mirarla a los ojos—. Quiero llevarte a casa... por favor.

Durante largos segundos, Sydney quedó atrapada por la fiera mirada y por un momento sintió que se hundía en esos ojos azules. Se le entrecortó la respiración y, como no sabía si iba a poder hablar, cerró los ojos y asintió con la cabeza. Alex sintió una acometida de placer y sin poder remediarlo, se echó hacia delante y rozó con los labios la boca de la mujer más baja antes de entrar corriendo en el baño para ducharse.

La detective rubia se tambaleó y se agarró al extremo de la cama para no caerse al suelo. No era ninguna inocente, pero nunca hasta ahora se había sentido tan abrumada por nadie. De algún modo consiguió salir del dormitorio y entrar en el salón, donde se dejó caer en el asiento más cercano, temerosa aún de que le fueran a fallar las piernas.

Se quedó sentada en silencio, contemplando la pared y pensando en las últimas cuarenta y ocho horas. Nunca había sentido tal torbellino de emociones y sabía sin la menor duda que estaba enamorada de su compañera. Era un amor que habría sido consumado si no hubiera sonado el teléfono.

Maldita sea , pensó, maldiciendo el invento, y apoyó la cabeza en el sofá, cerrando los ojos para esperar a que su amiga terminara de arreglarse, sabiendo de corazón que con esta mujer iba a ser o todo o nada.

Quería darlo todo. Por primera vez en su vida, se veía teniendo todo aquello con lo que había soñado pero que le había dado miedo perseguir. Con Alex se veía a sí misma asentada, con una familia y todas las cosas que nunca había tenido de niña. Durante largo rato, se permitió soñar con esa fantasía.

Alex realizó a la carrera todas sus actividades matutinas, duchándose y vistiéndose a toda prisa, sabiendo que su compañera estaba esperando. Se detuvo en el pasillo y sus ojos se posaron en la joven que estaba cómodamente repantingada en el sofá. Era curioso, pero de todas las personas que la habían visitado, Sydney era la única que parecía a gusto. Era como si encajara en el cuadro. La idea hizo que le diera un vuelco el corazón.

Se conocían desde hacía muy poco tiempo, pero esta mujer se había hecho importantísima para ella.

En ese momento se dio cuenta de que haría cualquier cosa por esta pequeña mujer. Iría hasta el fin del mundo para protegerla.

—¿Estás lista? —preguntó bruscamente, dándose cuenta de que si lo seguía retrasando, ninguna de ellas iría a ninguna parte.

—Sí —la rubia se puso en pie de inmediato.

El trayecto de vuelta al apartamento de Sydney transcurrió en un silencio casi total, mientras las dos mujeres se conformaban con dar vueltas a sus propios pensamientos. Hubo un momento algo incómodo cuando por fin llegaron a su destino. Ninguna de las dos sabía qué decir.

—Gracias, lo he pasado muy bien —dijo Sydney, rompiendo el silencio.

—Yo también —asintió Alex—. ¿Qué vas a hacer el resto del día?

—Seguramente pondré una lavadora y limpiaré la casa —la rubia arrugó la nariz con una ligera sonrisa.

—Parece divertido —la teniente sonrió algo insegura, pero la sonrisa desapareció rápidamente—. Escucha, si te aburres, llámame. Estaré en casa por la tarde.

—Muy bien —asintió Sydney y luego, antes de que le resultara más difícil, se bajó del coche y subió corriendo los escalones de su edificio.

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La familia ya se había sentado a comer cuando llegó Alex. Sonrió con aire de disculpa a su madre, que la miraba con mala cara, se sentó en una silla vacía y luego fingió concentrarse en lo que se estaba diciendo. Como siempre, el tema de la conversación giraba en torno a una sentencia reciente del Tribunal Supremo.

Intentó mostrar interés, pero sus pensamientos estaban en otra parte y no podía dejar de pensar en Sydney y preguntarse qué estaba haciendo la otra mujer. Por un momento, empezó a calcular cuánto tiempo más tendría que quedarse antes de poder marcharse. Desde luego, a su madre no le haría ninguna gracia que se limitara a comer y salir corriendo, de modo que respiró hondo y se resignó a quedarse por lo menos unas horas.

Tras el postre, pasaron a la sala de estar, donde sacaron los regalos y brindaron. Alex nunca había tenido una relación estrecha con su hermano mayor, pues los diez años de diferencia que se llevaban a veces parecían una vida entera. No tenían nada en común, ni siquiera el deporte, que era un interés que compartía con sus otros hermanos.

De toda su familia, Lawrence era el único que más reparos ponía a su estilo de vida, aunque no se atrevía a expresar su opinión. Todos habían sido educados en el respeto a las decisiones de los demás, pero ella captaba las sutiles indicaciones de que él no estaba de acuerdo con su forma de vivir. Aunque a ella le daba igual lo que pensara.

Miró distraída a sus sobrinos, que estaban tirados en el suelo con un juego de mesa. Estaban discutiendo sobre a quién le tocaba jugar y con una sonrisa divertida oyó que uno acusaba a otro de hacer trampas.

Sentía un cariño especial por ellos y por primera vez pensó que no estaría mal tener sus propios hijos. Hasta ahora nunca se había planteado seriamente la posibilidad de tener un bebé, pensando que su vida como policía era inestable. Sin embargo, había una parte de ella que esperaba tener su propia familia.

Sus pensamientos vagaron un momento al preguntarse si Sydney se habría planteado alguna vez ser madre. Era algo que tendría que preguntarle a la mujer más joven, aunque sabía que la respuesta le iba a dar igual.

—Oye, hermanita —Andrew le dio un golpecito en el brazo, sacándola de sus meditaciones, al sentarse en una silla al lado de ella.

—¿Qué?

—Parecías totalmente ida —dijo con una sonrisa irónica—. ¿Puedo preguntar en qué o quién estabas pensando?

—No tiene importancia —replicó ella con un ligero rubor, cortada porque la había pillado fantaseando. él se echó a reír suavemente por su momentánea confusión.

—Ya, no tiene importancia —dijo riendo—. Seguro que era un metro sesenta y pico de pelo rubio y ojos verdes.

—Basta —siseó ella, mirando furtivamente al resto de su familia, alegrándose de que no hubieran oído nada de su conversación—. Ese tema no está abierto a discusión.

—Vale, vale, sé captar una indirecta —dijo él, levantando las manos con gesto defensivo.

—Bien —dijo ella y sin decir nada más, se levantó y salió de la habitación. Varios niños que la adoraban la siguieron rápidamente.

Andrew se quedó mirándola. Sabía por la reacción de su hermana que la rubia no era un rollo sin importancia y eso le daba motivos de preocupación. Quería que Alex fuera feliz, pero también le preocupaba su futuro. Miró por la habitación y vio que el resto de la familia no se había dado cuenta de que se había marchado. Por cómo iba la conversación, no era muy probable que nadie se percatara de que ninguno de los dos estaba presente, por lo que fue en busca de su hermana pequeña.

La encontró en la cancha de baloncesto que había al lado del garaje, rodeada de un grupo embelesado de niños a quienes estaba enseñando unas cuantas formas sencillas de manejar un balón. Se quedó mirando, tomando nota de la inteligencia con que trataba a cada uno de los niños. Se le ocurrió pensar que sería una buena madre. Esperó un poco y luego se unió a ellos.

—Así que es aquí donde te escondes —dijo con una sonrisa burlona, quitándole el balón de las manos y lanzando a canasta. Sus sobrinos chillaron encantados cuando el balón pasó por la red. Se volvió y sonrió a su hermana más alta.

—No me escondo —contestó Alex, cogiendo el balón que volvía botando hacia ellos—. Sólo estoy disfrutando de la compañía de mis sobrinos.

Sonrió con encanto al pequeño grupo de niños y luego se giró en redondo y lanzó el balón. Se quedaron mirando cómo volaba por el aire y entraba en la red. Su esfuerzo fue aclamado por las niñas, a las que saludó inclinándose antes de salir trotando a recoger el balón, que seguía botando. Con un rápido movimiento, lanzó un pase a su hermano, que apenas tuvo reflejos para atraparlo.

—Tengo entendido que estás revolviendo las cosas en Homicidios —comentó él, botando el balón unas cuantas veces antes de lanzarlo por el aire. El balón golpeó en el tablero y se hundió en la red.

—Sólo hago aquello para lo que me han contratado —contestó ella suavemente, recogiendo el rebote y devolviendo el balón al hombre de más edad.

—Se dice que te van a ascender —comentó él en voz baja y Alex lo miró atentamente.

—¿Dónde has oído eso? —quiso saber. La información sobre su nuevo nombramiento no debía hacerse pública hasta la conferencia de prensa de mañana. Le molestaba que alguien se hubiera adelantado y hubiera filtrado la noticia.

—Tengo amigos en toda la ciudad —replicó él, lanzando el balón y observando cómo pasaba limpiamente por el aro. Su hermana recogió el balón y lo botó unas cuantas veces—. ¿Es cierto?

—Sí —asintió, aliviada de poder confiar en alguien por fin—. George Ford se está tomando muy en serio la limpieza del departamento. No podía fiarse de que ninguno de los que ocupan actualmente la cadena de mando fuera a ser objetivo, así que por eso me contrató a mí.

—Te darás cuenta de que las consecuencias van a ser importantes —comentó él y ella asintió en silencio, lanzando el balón a canasta y observando cuando pasó zumbando por la red.

—Estoy acostumbrada —contestó, sin dar muestras de sentirse asustada por la idea. Atrapó el balón en el rebote y se lo entregó a su hermano—. Es lo que hacía en Chicago y Los Ángeles. Te olvidas de que tengo otra licenciatura, aparte de derecho. Estoy acostumbrada a ser la mala de la película y llevarme todas las tortas.

Andrew botó pensativo el balón unas cuantas veces. Sabía que Alex era inteligente y fuerte. Se había licenciado por la Universidad de Southern California con dos títulos y en años posteriores se había sacado no sólo la licenciatura de derecho, sino además un máster en administración de empresas. Sus logros a veces daban un poco de miedo.

Había oído todas las alabanzas de los cuerpos de policía de Chicago y Los Ángeles, donde había pasado los últimos doce años antes de aceptar este trabajo. Todo el mundo conocía su reputación y no era ningún secreto por qué la había contratado el actual jefe de policía. Se concentró en el lanzamiento un momento y luego soltó el balón y vio cómo daba en el tablero y rebotaba en el aro. Esta vez recogió él el balón.

—Christie me ha dicho que conociste a Sydney en el trabajo —dijo como sin darle importancia y Alex se volvió bruscamente hacia él en el momento en que le lanzaba el balón.

—Sí, es sargento de detectives de la Unidad de Homicidios —confirmó la mujer, sabiendo por instinto que su hermano intentaba decirle algo.

—En estas circunstancias, ¿crees que es prudente relacionarte con ella? —preguntó sin rodeos y, sin mirarlo, ella lanzó el balón, encestando limpiamente una vez más.

—¿Qué intentas decir, Andrew? —cogió el balón en el rebote y luego, con algo de rabia, se lo lanzó con más fuerza de la necesaria.

—Nada —dijo él, lanzando el balón y viendo cómo rebotaba en el aro. Alex tuvo que moverse deprisa para alcanzarlo antes de que se saliera de la cancha—. ¿Pero te puedo dar un consejo?

—¿Qué? —preguntó ella en tono tenso, mirándolo un momento con frialdad.

—Ten cuidado —le advirtió al tiempo que ella hacía un lanzamiento desde la línea de seis metros. Se quedaron mirando mientras el balón volaba por el aire y entraba en la canasta—. Tu nombramiento ha sentado muy mal a algunas personas. Tu nuevo ascenso les va a sentar aún peor.

—Sabes que eso me da igual —lo reprendió ella suavemente, acercándose a él con el balón debajo del brazo. Por un momento, los apagados ojos grises se encontraron con los penetrantes ojos azules—. ¿Qué es lo que intentas decir de verdad?

—Quiero que tengas cuidado, hermanita —dijo Andrew tajantemente, sabiendo que no había manera de zafarse de esta conversación y deseando por un instante haber mantenido la boca cerrada—. No tengo nada en contra de cómo vives tu vida, pero hay otros que podrían estar dispuestos a usarlo en tu contra. Estarán atentos a cualquier cosa.

—Agradezco tu preocupación, hermano, pero ya soy mayor. Ya he pasado por esto —le dio el balón y él se quedó mirándolo pensativo, dándole vueltas en las manos.

—No lo creo —meneó la cabeza y ella se volvió para mirarlo—. Antes no eras gay.

—¿Qué? —Alex estaba pasmada. Se habría esperado este tipo de actitud de otras personas, pero no de su hermano, que siempre la había apoyado.

—Vamos, hermanita. Tanto si lo quieres creer como si no, ahora las cosas son distintas y estás en una típica red machista —continuó apresuradamente, reconociendo el brillo que asomaba en sus ojos. Ella le arrebató el balón de las manos y lo botó unas cuantas veces antes de lanzar a canasta. Pasó por el aro, pero al contrario que antes, esta vez no intentó recuperarlo. Se volvió hacia el hombre.

—Que sea gay no quiere decir absolutamente nada —dijo con sequedad—. No afecta a mi trabajo en lo más mínimo. Esperaba que tú lo supieras.

—Yo sí, pero puede que otros no —Andrew suspiró, consciente de que la conversación no iba bien—. Nadie quiere que sufras. Puede que seas lo bastante fuerte como para sobrevivir a esto, qué demonios, tienes más conchas que un galápago, pero ¿y Sydney? Cuando descubran lo que está pasando entre las dos, os van a quemar vivas. Ninguna de las dos va a salir de esto bien librada.

Se detuvo para tomar aliento, incapaz de detenerse ahora que había empezado.

—Te conozco, has nacido de pie y podrás encontrar otra cosa que hacer, pero ¿y ella? Si tiene suerte, a lo mejor consigue trabajar como patrullera de a pie poniendo multas a los coches mal aparcados. ¿De verdad quieres que pase por eso?

Se hizo un silencio y la tensión era tan grande que casi era visible. Miró a su hermana, consciente de la inteligencia que había tras los ojos claros que ahora lo miraban intensamente. Había un telón sobre esos ojos, por lo que no conseguía saber qué era lo que estaba pensando, e inconscientemente cambió el peso sobre los pies.

—Piénsalo, Alex. Eres su jefa —dijo en voz baja, deseoso de hacerle comprender lo que se jugaba—. Tu amiga me ha caído bien, pero ¿crees que es prudente que os arriesguéis a una ruina semejante? No creo que quieras que sufra. Yo sé que no quiero.

Alex se quedó callada. Las palabras del hombre le habían llegado al corazón. No se lo había planteado de esa forma y al darse cuenta, se enfadó. A lo mejor no había querido planteárselo. Se dio la vuelta, incapaz de hacerle ver lo mucho que la habían herido sus palabras.

—No, ya sé que no quieres, pero parece que tampoco quieres que yo sea feliz —dijo con frialdad antes de alejarse a largas zancadas, dejando al hombre plantado en medio de la cancha.

Por mucho que intentara olvidarse de lo que había dicho, sus palabras no paraban de darle vueltas por la cabeza. Repasó la conversación y, por mucho que lo analizara, la conclusión siempre era la misma. Andrew tenía razón en todo y eso la sacaba de quicio. Si el departamento descubría lo de Sydney y ella, eso supondría el final de la carrera profesional de alguien.

Volvió a casa y se dejó caer desmadejada y cansada en el sofá. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas se le escaparan de los ojos. Resultaba irónico que por fin hubiera encontrado a alguien a quien podía entregar su corazón y que no pudiera entregárselo. No podía correr el riesgo de que Sydney sufriera de esa forma. No podría vivir consigo misma si su relación le costaba la carrera a la otra mujer. Lo mejor sería dejarlo ahora, antes de que fueran incapaces de dar marcha atrás.

Como si sus pensamientos lo hubieran invocado, sonó el teléfono, pero Alex no contestó, sabiendo por instinto quién estaba al otro lado de la línea. Tenía los nervios demasiado destrozados para hablar con nadie, de modo que se levantó y salió de la habitación mientras seguía sonando.