Picadillo iii
Alex y sidney empiezan a conocerse pero la diferenciacion de cargos podra ser un problema?
Picadillo
Planet-solin
En silencio, asintió y volvió a embutir la chaqueta en el rincón y Alex sintió un alivio increíble al tiempo que apartaba la mano. Ambas mujeres se sintieron igual de agradecidas de que la camarera eligiera ese momento para aparecer con sus bebidas, aliviadas por la distracción.
—Lo siento, pero uno de los cocineros no está esta noche, así que su pedido podría tardar más que de costumbre —se disculpó la camarera.
—Tranquila, no tenemos prisa —Alex sonrió a la mujer, que se alejó apresuradamente. Volvió a fijar la mirada en su acompañante—. Lo siento, ni siquiera se me ha ocurrido preguntarle si tiene a alguien esperándola en casa.
—No —Sydney meneó la cabeza, enfrentándose aún a esta nueva revelación y preguntándose si ésta era una forma sutil por parte de la mujer de preguntarle si estaba disponible—. Y supongo que usted no tendrá un marido en casa esperando a que le dé de comer.
—No —la teniente sacudió la cabeza, aliviada al ver que la tensión que había entre ellas estaba cediendo un poco—. Estuve prometida hace tiempo, pero por suerte corté antes de llegar a la vicaría.
¡Maldita sea, es hetero! La rubia detective maldijo su suerte. Afortunadamente, consiguió controlar sus sentimientos.
—¿Es que no lo quería?
—Le tenía cariño, pero no era lo que estaba buscando —fue la delicada respuesta—. Me di cuenta de que había aceptado su proposición por mis padres, más que por mí misma.
—Oh —Sydney sintió que se le volvía a caer el corazón a los pies—. ¿Y sus padres se enfadaron?
—Al final lo entendieron. Lo que más les preocupaba era que fuera feliz —contestó Alex, con los ojos azules centrados por completo en su acompañante—. ¿Usted no tiene a nadie en su vida?
—¿Con mi horario de trabajo? —respondió con una pregunta retórica y una sonrisa divertida en la cara—. No hay mucha gente dispuesta a soportar mis horas. Además, mis padres tuvieron un matrimonio horrible, así que no me atrevo mucho a comprometerme de ninguna manera.
—¿De verdad tuvo una vida familiar tan mala?
Sydney estuvo a punto de hacer un comentario sarcástico, pero logró cerrar la boca a tiempo, decidida a no cometer otro error, notando que podía llegar a ser amiga de esta mujer. Se encogió de hombros con más indiferencia de la que sentía, fijando la vista en los cubiertos que estaba toqueteando.
—Ya ha leído mi historial.
—Los historiales son muy fríos e impersonales —fue la apacible respuesta—. Además, sólo cuentan una pequeña parte de la historia completa.
—¿Y usted lo quiere saber todo? —dijo Sydney, mirando de frente a su acompañante.
—Sí —asintió Alex y notó la vacilación de la mujer más baja—. Sé que algunas personas del departamento no la han tratado bien y he oído muchos rumores. Quiero saber si son ciertos o no.
—¿Y se va a creer todo lo que yo le diga? —era un desafío. Se miraron a los ojos.
—Yo nunca me creo nada —dijo la teniente con sinceridad—. Pero me considero una persona justa. Me gusta juzgar a las personas por lo que veo, no por lo que oigo.
Sydney se quedó callada un momento mientras reflexionaba sobre esto. Ya había oído eso mismo en otras ocasiones, pero sabía por experiencia que rara era la persona que no se dejaba influir al menos en parte por los rumores. Sin saber por qué, estaba convencida de que la teniente era una de esas personas.
—Mis padres se divorciaron cuando yo era muy pequeña, así que no me acuerdo muy bien de mi madre. Mi padre obtuvo nuestra custodia, pero cuando no estaba trabajando, estaba bebiendo, así que la mayor parte del tiempo estábamos a nuestro aire —dijo con franqueza. Mentir no servía de nada, según había descubierto muy pronto en la vida.
—¿Es así como acabó relacionándose con las bandas?
—Sí —confesó Sydney, sintiéndose un poco deprimida—. Mi padre no estaba nunca en casa, así que la que me cuidaba era mi hermana. Era seis años mayor que yo y andaba en malas compañías en el instituto. En vez de dejarme sola, me llevaba con ella cada vez que salían. Yo pensaba que eso estaba muy bien porque nadie se metía conmigo y tenía un sitio propio.
—¿Qué fue lo que cambió? —Alex estaba genuinamente interesada y se hizo un silencio momentáneo cuando la camarera llegó a su mesa con la pizza. No le hicieron caso durante un buen rato.
—Yo era la más joven del grupo, algunos de cuyos miembros ya eran adultos, así que me tocaba hacer todos los trabajos sucios porque era menor. Si no hacía lo que querían, me machacaban a palos. Por fin, un día simplemente me harté de que me maltrataran. Me iba bien en el instituto y me habían seleccionado para un equipo universitario de baloncesto. No quería perder eso.
Alex sabía que había algo más que la mujer no estaba contando, pero no la presionó. Lo dejaría para otra ocasión, conformándose con saber que esta mujer era increíblemente fuerte y valerosa. No mucha gente habría sido capaz de librarse de las ataduras que la mantenían atrapada en la pobreza y las bandas. Decidió decírselo.
—Creo que es usted una mujer extraordinaria —dijo Alex, sorprendiendo a la otra mujer—. Hay pocas personas con la fuerza suficiente para apartarse de la clase de vida que usted tenía.
Sydney se ruborizó. Nadie le había dicho jamás una cosa tan bonita. Se quedó mirando el trozo de pizza que tenía en la mano, sin saber cómo reaccionar ante el halago.
—¿Y cuál es su historia? —preguntó Sydney, intentando desviar la atención de sí misma. Le costaba hablar con objetividad de su vida y sobre todo después de un día tan agotador emocionalmente como el de hoy.
—Tenía una vida de lo más corriente —Alex se encogió de hombros, consciente de que había llegado el momento de aligerar los ánimos—. Era una de esas chicas de instituto que a todo el mundo le encanta odiar.
—¿Cuál, la estudiante de matrícula de honor o la deportista infalible? —preguntó la rubia, dando un bocado a su trozo de pizza.
—Las dos —la otra mujer se sonrojó, incapaz de mirar a su acompañante, por lo que se concentró en cambio en el trozo de pizza que tenía en la mano—. Cuando era estudiante intentaba ser perfecta, así que no me rebelé hasta que acabé la universidad.
—¿Y qué hizo? —preguntó Sydney con curiosidad, tratando de imaginarse a su severa acompañante como una gamberra.
—Me metí en la policía —fue la solemne confesión y la rubia detective estuvo a punto de atragantarse con la comida. Miró al otro lado de la mesa y vio una sonrisa cautelosa en la cara de la morena—. Puede que no le parezca gran cosa, pero para mis padres fue muy fuerte. Tenían ciertas expectativas y ambiciones para mí que no incluían hacer la ronda.
—¿Cuánto tiempo tardaron en perdonarla?
—Creo que cualquier día de estos se darán cuenta de no es una simple fase.
Sydney miró a su acompañante, vio su sonrisa y no pudo evitar sonreír a su vez. Volvió a maravillarse por el cambio que se producía en los rasgos marcados de la mujer con una simple expresión.
—¿Le dan la lata con ese tema?
—No, la verdad es que se han portado muy bien con todo el asunto, aunque sé que les gustaría que me dedicara a otra cosa —dijo Alex con sinceridad. Tragó un bocado de pizza antes de volver a hablar—. ¿Qué pensó su familia cuando usted se hizo policía?
La pregunta fue recibida con un largo silencio y la teniente empezó a creer que su acompañante no iba a contestar. No sabía que la rubia detective estaba tratando de dar con la respuesta adecuada.
—A mi padre le dio igual —reconoció vacilando—. Prácticamente nos abandonó cuando yo estaba en el instituto y la verdad es que no forma parte de mi vida desde entonces.
—¿Y su hermana?
Sydney tardó un buen rato en contestar esa pregunta. Se quedó mirando su pizza fijamente. ¿Cómo puedo explicarle mi relación con mi hermana mayor? Era tan complicada, pero tan simple a la vez.
—Annie no se lo tomó muy bien —dijo despacio, sabiendo que su acompañante estaba esperando a que hablara—. Pensó que me había pasado al enemigo, que la había traicionado. No la he visto desde entonces.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —quiso saber Alex.
—Dos años —confesó la rubia, muy colorada.
—¿Por qué tardó tanto en decírselo?
—Supongo que porque sabía lo que me iba a decir —reconoció Sydney con un suspiro—. Y quería esperar a saber con seguridad que ser policía era lo mío. Lo último que quería era que me lo restregara por la cara si no salía bien.
Por raro que pareciera, Alex comprendía los sentimientos de la otra mujer. Ella tenía los mismos temores cuando entró en el cuerpo, temerosa de fracasar o, peor aún, de darse cuenta de que se había equivocado. No quería tener que reconocer ante nadie que había metido la pata, pero por suerte había descubierto que no sólo le gustaba ser policía, sino que además lo hacía bien.
—Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué quiso ser policía?
Sydney comprendía el motivo de la pregunta. Era poco frecuente que una persona pasara de tener problemas con la ley a hacerla cumplir. A veces ni ella misma lo comprendía del todo.
—No lo sé —fue la sincera respuesta—. Supongo que un día me desperté harta de tener que estar siempre vigilando por encima del hombro. Quería ver cómo era estar al otro lado durante un tiempo y descubrí que me gustaba.
Alex se quedó callada, pues no quería presionar a su acompañante para que le diera más información personal, temerosa de ahuyentarla. Sabía lo que decía el historial de la mujer y había leído la redacción de la joven explicando su deseo de formarse como agente de la ley. Las conmovedoras palabras habían sido el motivo de que la mujer más joven hubiera sido admitida en la academia de policía. El encargado de reclutamiento se había quedado impresionado y al leer la redacción, la teniente comprendió por qué.
—Bueno, pues me alegro de que lo hiciera —dijo por fin, rompiendo el silencio. Sydney miró a la mujer. Esperaba que la teniente dijera algo, lo que no se esperaba era que dijera eso. Por un momento se miraron a los ojos y el corazón volvió a temblarle en el pecho.
—Yo también me alegro de haberlo hecho —dijo en voz baja y hubo una pausa en la conversación mientras se concentraban en la comida.
—He leído en su historial que juega al baloncesto —cuando Alex rompió el silencio fue para introducir un tema de conversación más ligero—. ¿En qué posición?
—Escolta —contestó Sydney, aliviada de poder hablar de algo menos emocional—. ¿Usted juega?
—Sí.
—Pívot, ¿verdad?
—No cuesta mucho adivinarlo —Alex arrugó la nariz con expresión risueña—. Tuve beca completa para la Universidad de Southern California.
—¿Y no pensó en jugar profesionalmente? —si la mujer era tan buena jugadora de baloncesto como policía, Sydney pensaba que podría haber hecho carrera como profesional.
—En aquella época no había una liga profesional femenina —dijo la teniente encogiéndose de hombros—. Tuve ofertas del extranjero, pero para mí sólo era un deporte que me encantaba practicar. No lo quería como profesión.
—A lo mejor podemos echar un partido de uno contra uno en alguna ocasión —propuso Sydney—. Hay un par de canchas junto al aparcamiento y la comisaría del centro tiene un gimnasio.
—Me gustaría —asintió Alex y la otra mujer se alegró de habérselo propuesto.
Durante el resto de la cena charlaron de cosas impersonales y Alex se alegró de averiguar que aunque tenían gustos muy distintos en algunas cosas, también tenían algunos intereses en común. Para cuando regresaron caminando a la comisaría, las dos mujeres estaban relajadas y a gusto la una en compañía de la otra.
—Escuche, conozco a alguien que tiene abono de temporada para los Sonics, así que puede que consiga asientos para algún partido. ¿Le gustaría ir? —preguntó Alex cuando llegaron al aparcamiento donde habían dejado los coches. La velada había ido tan bien, a pesar de los pequeños escollos, que tuvo el valor suficiente de dar el siguiente paso.
—Me encantaría —aceptó Sydney con entusiasmo. La idea de ir a un partido de los Sonics y estar con esta mujer era una combinación que no estaba dispuesta a rechazar por nada del mundo.
—Bien, pues nos vemos el lunes por la tarde —Alex se sentía sorprendentemente contenta y la rubia se despidió agitando la mano antes de montarse en su jeep negro.
Alex esperó en su propio coche gris a que la otra mujer hubiera emprendido su camino. Estaba de buen humor. Un humor que ni siquiera las presiones de su trabajo conseguían quitarle. Durante todo el trayecto de vuelta a su piso estuvo canturreando una boba canción infantil.
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Sydney tenía el fin de semana libre, pero el sábado por la mañana volvió a la sala de detectives para comprobar en Internet y ver los faxes, con la esperanza de obtener alguna respuesta a las peticiones que había enviado el día anterior. Se animó un poco por una respuesta que recibió de las autoridades canadienses del otro lado de la frontera, solicitando una fotografía actual del niño en cuestión.
Aprovechando las fotografías que había sacado Janice el día anterior, eligió la mejor y se la mandó por correo electrónico. Sabiendo que podrían tardar en responder, fue en coche a la oficina del forense. Aunque era sábado y en teoría estaba cerrada, dio con un ayudante del forense que estaba trabajando.
—Ha venido a preguntar por el niño desconocido —dijo el joven de pelo amarillo de punta, llevándola por el edificio hasta el almacén donde se guardaban los cadáveres.
—Sí, ¿qué me puede decir? —quiso saber, observando mientras el hombre se detenía antes una mesa de acero. Levantó la sábana blanca para destapar la cara blanca del niño muerto y luego cogió un portapapeles sujeto al costado de la mesa.
—Acabamos de hacer el examen preliminar, pero la causa de la muerte fue definitivamente estrangulación mediante lo que por ahora parece ser un objeto de tela, una toalla, una camisa, algo así.
—¿Fue agredido sexualmente? —quiso saber ella.
—Sí —el hombre se mostraba franco y frío en su análisis. Como la policía, las personas que trabajaban en la oficina del forense tenían que aprender a hacer frente a las atrocidades que llegaban cada día en los furgones de carne. No podían pensar en el cuerpo tendido en la mesa de acero como en el padre o el hijo de alguien. Para ellos sólo era un objeto de interés clínico y nada más.
Sydney escuchó atentamente la lista de daños que recitó el forense, tomando notas en el cuaderno que siempre llevaba encima. Sus ojos observaban atentos mientras le iba indicando cada golpe o lesión concretos. Al final, se fue entristecida y asqueada por el maltrato que parecía haber sufrido el niño durante las horas y los días que habían culminado en su muerte.
—¿Qué opina? —preguntó el joven, cerrando de golpe el informe de la víctima y mirando a la joven detective.
Era más guapa que cualquiera que hubiera conocido desde hacía mucho tiempo y desde luego era más fácil de trato que los demás miembros de la Unidad de Homicidios, que siempre lo trataban con desdén a causa de su aspecto y su edad. Ninguno de ellos sabía que se había graduado el primero de la clase en la Facultad de Medicina.
—Está claro que es un depredador sexual —dijo la rubia detective con aire pensativo—. Nadie que le haga esto a un niño está en su sano juicio.
El hombre asintió, volviendo a pasear la mirada por la mujer.
—Escuche, no sé en qué situación está en estos momentos, pero si está disponible, me preguntaba si le gustaría salir conmigo alguna vez —el joven sabía que no tenía nada que perder por intentarlo.
—Gracias por el ofrecimiento, pero no estoy disponible —Sydney había aprendido que lo mejor era rechazarlos con delicadeza. Era muy privada con su vida personal y nunca reconocía abiertamente su sexualidad ante nadie. Había aprendido que era más fácil inventarse un novio que explicar que prefería a las mujeres. También tenía muchas menos consecuencias.
—Muy bien —el hombre se tomó el rechazo sin sentirse insultado—. Es un tipo con suerte.
Sydney se limitó a sonreír.
—Eso me gusta pensar.
Esos breves momentos iban a ser los más agradables que tendría durante el resto del día. Al regresar a la comisaría tenía una respuesta de los canadienses y averiguó que el niño ahora tenía nombre. Cogió el teléfono y marcó el número de su equivalente al otro lado de la frontera.
—No estamos seguros al cien por cien, pero su foto coincide con la de un niño que desapareció hace unos ocho meses —dijo el detective del cuerpo de policía de Vancouver cuando se hubieron presentado formalmente.
—¿Tienen un sospechoso? —quiso saber Sydney.
—Sí, lo teníamos, pero no había pruebas concretas y no pudimos retenerlo. Luego pareció desvanecerse sin más —la voz del teléfono sonaba apesadumbrada—. ¿Cómo han encontrado al niño?
Sydney describió con detalle el lugar del crimen y las lesiones halladas en el niño. Hubo unos segundos de silencio mientras la voz sin rostro digería la información.
—El sospechoso tenía parientes lejanos en Seattle —dijo el agente con tono pensativo—. Les pedimos a ustedes que hicieran una comprobación y se entrevistaran con ellos. El informe que nos llegó decía que estaban limpios.
Sydney tuvo una sensación de horror sólo de pensar que sus colegas no hubieran hecho un trabajo lo bastante concienzudo. Tal vez las personas que habían entrevistado a estos parientes no habían mostrado interés por su tarea. No quería creer que este niño hubiera perdido la vida porque alguien no se había preocupado. Intentó no pensarlo.
—Bueno, avisaremos a la familia. Seguro que quieren ir allí para reclamar el cuerpo —dijo el detective de Vancouver y Sydney supo instintivamente que al hombre no le apetecía nada enfrentarse a esa penosa tarea.
Estuvieron hablando un poco más y Sydney obtuvo más información antes de colgar. Sabía que tenía una pista sólida y que tenía que actuar deprisa. Llamó a la teniente al busca y luego llamó a la oficina del fiscal del distrito, tras lo cual se sentó y esperó impaciente a que las cosas se pusieran en marcha.
Alex estaba en el gimnasio cuando sonó su busca. Reconoció el número y llamó inmediatamente con su móvil. Escuchó en silencio mientras la detective rubia la ponía al corriente del caso.
—Llame a la fiscalía y ocúpese de conseguir una orden de registro —dijo la teniente distraída, pensando en todos los detalles que había que organizar.
—Ya lo he hecho —replicó la rubia detective.
—Buena chica —dijo Alex, mirando el reloj—. Estaré ahí dentro de treinta minutos.
—De acuerdo —asintió Sydney, pero la jefa ya había colgado.
La teniente tardó menos de treinta minutos en llegar a comisaría y el fiscal no tardó mucho más en convencerse de la necesidad de emitir una orden de registro. Alex llamó al juez que estaba de guardia ese fin de semana mientras Sydney se encargaba de que varios coches patrulla estuvieran preparados.
En cuanto el juez consintió en firmar los papeles, Sydney salió corriendo para recoger la orden y Alex se encargó de que varios detectives más del Tercer Grupo los acompañaran. A las pocas horas estaban ante el porche de entrada de una casa vulgar y corriente de un vecindario cercano al lugar donde habían encontrado al niño.
La desprevenida pareja que respondió a su llamada no tuvo tiempo de comprender qué estaba pasando. Se les entregó la orden de registro y luego fueron escoltados hasta un coche patrulla para llevarlos a la comisaría para ser interrogados, mientras los agentes de paisano y de uniforme se desplegaban por toda la casa.
Era evidente que la pareja vivía arriba y que el hombre les había alquilado las habitaciones del sótano. Si creían que iban a encontrar una mina de oro en pistas se vieron tristemente defraudados. El apartamento amueblado estaba inmaculado y no había ningún objeto personal en ninguna de las pequeñas habitaciones.
—No toquen nada —advirtió Sydney—. Quiero que vengan los de huellas para repasar cada centímetro cuadrado y cuando acaben quiero destripar este sitio, trozo a trozo si es necesario.
Los demás asintieron. Resultó ser un día muy largo, pues Sydney se quedó allí para asegurarse de que no se cometía ningún error. En cuanto el equipo de huellas hubo terminado, cerró el apartamento y dejó a un agente en la casa para impedir que nadie se acercara al lugar.
—Empezaremos otra vez mañana —informó a sus colegas, quienes asintieron y, aunque la mayoría de ellos habían terminado sus turnos y se fueron a casa, ella regresó a comisaría para interrogar a sus dos testigos.
Ya estaba entrada la noche cuando terminó ambas entrevistas. Aunque el hombre no había dicho prácticamente nada, la mujer no estaba tan dispuesta a proteger a su ex inquilino. Con unas cuantas preguntas, Sydney averiguó que Lucas Andersen había vivido en el apartamento del sótano durante cuatro meses con un niño a quien había presentado como hijo suyo. Se le endurecieron las facciones mientras tomaba nota de las respuestas de la mujer a sus preguntas.
Alex seguía en su despacho de la sala de detectives trabajando en un papeleo cuando Sydney llamó a su puerta después de interrogar a la pareja. Hizo un gesto a la otra mujer para que entrara y la menuda detective así lo hizo, dejándose caer en una silla vacía. La teniente se dio cuenta de que la detective rubia estaba casi exhausta.
—¿Qué ha averiguado?
—El hombre se niega a decir nada, lo cual me lleva a pensar que sabe algo. Su mujer, por otro lado, no quiere que pensemos que ha tenido nada que ver en este asunto.
—¿Y qué ha conseguido sacarle? —quiso saber Alex, reclinándose en su silla.
—La mujer ha dicho que Lucas Andersen estuvo viviendo en el apartamento estos cuatro últimos meses —dijo Sydney, informando de lo que había averiguado—. No se conocían antes de que llegara, aunque el hombre había mantenido contacto regular con su marido durante varios años.
—¿No hubo nada que les pareciera raro? —Alex sentía curiosidad y no se creía del todo que esta pareja fuera inocente.
—Se creyeron la historia que les contó —dijo la rubia detective, encogiéndose de hombros—. Lucas les dijo que estaba separado y que había obtenido la custodia del hijo. Vino a vivir a Seattle porque quería alejarse de los tristes recuerdos y empezar de nuevo. Les pagaba cuatrocientos dólares al mes de alquiler, tenía un trabajo estable y llevaba al niño al colegio todos los días. Aparte de eso, la mujer ha dicho que en realidad no tenía mucho contacto con el hombre ni con el niño. Le parecían raros.
—¿Cómo raros?
—Bueno, dijo que Lucas era sencillamente siniestro y que el niño, al que llamaban Peter, era anormalmente callado para ser un niño. Dijo que era casi como si tuviera miedo.
—¿Y eso no le parecía extraño? —Alex apenas pudo contener su desprecio.
—Pensaba que el niño sufría malos tratos por parte del padre —asintió Sydney, revelando lo que había dicho la mujer.
—¿Y por qué no lo denunció?
—No lo ha dicho, pero por la conversación, tengo la impresión de que su propia situación con su marido no es mucho mejor.
Alex dedicó unos momentos a digerir esta información, con los ojos azules pensativos mientras miraba a la rubia sentada al otro lado de la mesa. Le entraron ganas de invitar a la joven a cenar, pero desechó la idea. Era casi medianoche y la joven detective parecía totalmente agotada.
—¿Qué excusa dio para marcharse? —quiso saber la teniente, volviendo al tema que las ocupaba.
—Les dijo que el niño echaba de menos a su madre y que él necesitaba ver a su ex mujer para intentar resolver sus problemas —contestó la detective—. La mañana en que encontramos el cuerpo, fue a verlos y les dijo que tenía que volver a Vancouver. Había tenido una llamada de su abogado diciéndole que tenía que presentarse en el juzgado para revisar el acuerdo de custodia. La mujer dijo que había dejado su trabajo y que iba a recoger al niño al colegio y emprender el viaje desde allí.
—¿Hemos avisado a los puestos fronterizos? —preguntó Alex.
—He conseguido el número de matrícula y la descripción del vehículo del sospechoso y me he puesto en contacto con aduanas. También he avisado a nuestros vecinos del norte de que podría estar volviendo en esa dirección —dijo Sydney, detallando lo que estaba haciendo.
—¿Y nuestros huéspedes?
—Los he soltado, pero les he dicho que estén disponibles o serán considerados sospechosos. Les he dicho que busquen otro sitio para dormir esta noche.
—Bien —asintió la teniente, con un surco pensativo entre las cejas—. ¿Usted cree que dicen la verdad?
—Sí —dijo Sydney con seguridad—. El hombre está claro que oculta algo, pero la mujer está aterrorizada. No paraba de preguntar si iba a ir a la cárcel. Tengo la impresión de que Lucas Andersen no le caía bien, de hecho, cuando se enteró de por qué lo estábamos buscando, casi se puso histérica.
Alex asintió pensativa. No estaba segura de que soltar a la pareja fuera lo más conveniente, pero confiaba en el juicio de la detective. Se echó hacia atrás en la silla y miró a la otra mujer. Parecía que no podía dejar de mirarla.
—¿Ha acabado por esta noche?
—Iba a repasar unos informes más —empezó a decir Sydney, pero se vio interrumpida.
—Déjelos, está cansada. Váyase a casa y duerma un poco.
Sydney asintió. Por un instante tuvo la esperanza de que la teniente le ofreciera salir a cenar otra vez, pero la morena se limitó a darle las buenas noches. Regresó a su apartamento vacío sintiéndose más sola de lo que se había sentido en mucho tiempo.
Se había acostumbrado a vivir por su cuenta. Desde que su hermana fue enviada a la cárcel cuando ella tenía dieciséis años. Para sobrevivir, trabajaba en dos cosas al salir del instituto y los fines de semana, consiguiendo meter apenas los entrenamientos de baloncesto entre los dos. Le ayudó que su entrenador conociera a su jefe y que los dos hombres comprendieran su situación y admiraran su talento.
Varias universidades se habían interesado por ella, pero ninguna le había ofrecido una beca, por lo que acabó asistiendo a la escuela universitaria local. Pero la presión de trabajar e ir a clase le resultó excesiva y dejó el equipo y por fin las clases. Tras pasar de un trabajo a otro, se presentó al examen de ingreso en la policía y aprobó. Ahora, después de siete años, sabía que éste era su sitio.
Suspiró, avanzando por el apartamento a oscuras y encendiendo unas cuantas luces para alegrar el ambiente. La cantidad de trabajo que tenía le dejaba poco tiempo libre para socializar a cualquier nivel. Había salido y había tenido alguna que otra relación, pero todas habían sido superficiales. No sabía a qué estaba esperando o qué buscaba siquiera en una compañera, por lo menos hasta ahora.
Se quitó la camisa y la echó en el cesto de la ropa sucia del cuarto de baño. Era extraño, pero por primera vez quería lo mismo justamente que había estado evitando hasta ahora. Había tenido miedo de sufrir, y sin embargo, ahora estaba dispuesta, casi deseosa de correr ese riesgo. Se quedó mirándose al espejo.
Llevaba mucho tiempo huyendo de lo que creía que podía llegar a ser. Todas las personas de las que había dependido alguna vez la habían abandonado. Todas las personas en las que había confiado la habían traicionado de una forma u otra y durante mucho tiempo se había preguntado si alguna vez sería capaz de romper ese muro que se levantaba cada vez que conocía a alguien que pudiera interesarla. Curiosamente, ese muro se desintegró por completo en el momento en que vio a Alex Marshall por primera vez.
Suspiró, abriendo los grifos y dejando correr el agua. Metió las manos bajo el chorro y luego se echó agua en la cara, volviendo a mirarse al espejo mientras las gotas le resbalaban por las mejillas. Se preguntó si estaba siendo una estúpida.
La mujer había dicho que había estado prometida, de modo que parecía probable que prefiriera a los hombres, pero había algo en sus ojos cuando se miraban que le hacía pensar que no. No era una inocente que no supiera qué estaba pasando. Había tenido bastantes amantes de ambos sexos, aunque hacía mucho tiempo que había reconocido que era gay. Durante mucho tiempo se había visto obligada a hacer un papel contrario a su naturaleza, tal vez a la teniente le había sucedido lo mismo.
Cerró los grifos y se secó la cara. Tenía hambre, pero estaba demasiado cansada para prepararse algo, de modo que llamó al local de servicio a domicilio y encargó una pizza. No era una dieta sanísima, pero en estos momentos eso era lo último que le importaba. Apenas logró mantenerse despierta hasta que llegó la comida y poco después de comer se quedó profundamente dormida en el sofá, con la televisión encendida como telón de fondo.
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Alex había tenido la tentación de volver a invitar a la mujer más joven a cenar, pero resistió dicha tentación. Tenía que tener cuidado y por mucho que le interesase esa mujer, no podía permitir que alguien lo interpretase como favoritismo. Era un dilema que estaba decidida a sortear.
Dejó la comisaría poco después que la detective, regresando a su piso vacío del extremo suroeste de la ciudad. Siempre había disfrutado de la paz y la tranquilidad después de un largo día de trabajo, pero ahora lo veía como algo más que un refugio contra el mundo. Hoy lo veía como un lugar vacío y solitario.
Dejó el maletín en la mesita y se dejó caer en el sofá, contemplando la habitación con sus ojos azules. Una de las cosas que le gustaban de vivir sola era que nunca tenía que llegar a un compromiso con nada. Podía decorar como quisiera y dejar la cama sin hacer por la mañana si así lo deseaba. No es que lo hiciera, porque era una persona ordenada por naturaleza, pero saber que podía era lo que le daba la libertad que creía necesitar.
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, dándose cuenta con pasmosa claridad de que renunciaría a todo ello al instante con tal de estar con cierta detective rubia de ojos verdes. Meneó la cabeza, preguntándose si de eso trataba el amor. Del deseo de abandonar todo lo que uno más quería por estar con esa persona.
Suspiró y luego se levantó del sofá y se arrastró hasta la cocina. Un meticuloso registro de la nevera y los armarios no reveló nada de interés y tras una ligera discusión interna, se conformó con calentar una lata de sopa de verduras. Era un alimento nutritivo pero insípido y decidió que iba a tener que hacer la compra, cosa que siempre detestaba. Claro, que eso tendría que esperar hasta después de que visitara a sus padres. Había prometido ir a su casa a media mañana al día siguiente.
Distraída, contempló la idea de llamar a la detective Davis e invitarla a ir con ella. En cuanto se le ocurrió, lo desechó. Era demasiado pronto para pensar en que Sydney conociera a su familia. Demasiado pronto para darle una idea a la mujer del tipo de familia en la que iba a entrar. Alex sacudió la cabeza, sin poder creerse del todo las ideas que estaba teniendo.
Estás chiflada , se regañó a sí misma. Acababa de conocer a la mujer y su relación fuera del trabajo se limitaba a una cena en un restaurante barato. Eso ni siquiera era una cita, así que ¿por qué estaba planeando ya un futuro con esa mujer? Una mujer a quien prácticamente no conocía. Existía incluso la posibilidad de que Sydney ni siquiera fuera gay, o peor aún, que no tuviera interés en tener una relación, aunque había visto una expresión en los ojos de la chica que alimentaba sus fantasías. Y efectivamente, fantaseó, permitiéndose el placer de imaginarse cómo sería estar juntas en la cama,