Petite Mort

Microrrelato

Margarita está triste, su pelo ya no brilla, a tomado un tono gris. Sus ojos se ven apagados y faltos de viveza. Cuando llego a casa, ya no sueltan suspiros su bella boca de fresa. Siempre la veo recostada en la cama matrimonial. Ya no viene a abrazarme, ya no me cocina, ya no hacemos el amor como antes. Cada vez que llego le beso su fría mejilla y ni se inmuta, me sirvo mi propia comida, contemplo el horizonte desde la ventana de la cocina y veo las libélulas de la nostalgia pululando por mi memoria. Veo como su hermoso pelo azabache, presumiendo sus movimientos, es la envidia de la noche estrellada que decora con disimulo aquellos momentos fugaces, en los que plugo aquel punto que se reconoce por los pletóricos gemidos que afirman y reafirman haber tocado el cielo; viéndose las nubes en sus ojos y nublando sus sentidos en un pequeño desmayo que agradece con un beso. Veo a una mujer de fuego que sonríe y aclama su amor en cada caricia. Veo montañas que gracias a la pareidolia toman la figura de mi amada desnuda bajo las sábanas que esculpen, sin dejar nada a la imaginación, sus piernas coronadas por una esbelta cadera que me guía a su delgada cintura; que se infla y desinfla lentamente denotando su plácido descanso. Quiero que esa mujer vuelva, salte a mis brazos y me bese. La mujer que reposa mi cama es una intrusa, ella no es Margarita. Me aterra pensar que sus ojos se visten de noche para hombre, que esas noches furtivas no fueron más que un espejismo.

En las noches, cuando le deseo buenas noches ella no me mira a los ojos, como si le avergonzase. Cuando le pido explicaciones no me dice nada, supongo que está cansada, el tormento del trabajo y el vampiro de su jefe le consumen toda la energía. No quiero desconfiar de ella, la amo, pero empiezo a dudar si ella lo hace también. Yo le complazco, intentando animarla y ser el buen esposo de siempre, pero cada vez es más agotador cuando el cariño no es de los dos hacia los dos. No soy de piedra y la incertidumbre me está consumiendo, la desconfianza me masajea la espalda y mi amor está buscando las llaves para salir por la puerta.

Un día, que recuerdo más tétrico de lo que era, recibí una llamada de la oficina de mi esposa. No ha ido a trabajar las últimas semanas, me invadió un escalofrío en todo el cuerpo. La busqué en su habitación y ahí estaba recostada, boca arriba, justo donde la había dejado. Seguí en la llamada y el jefe de mi esposa testiguó el comportamiento extraño de mi mujer antes de haber desaparecido, se iba siempre temprano del trabajo para encontrarse con un supuesto amigo que, según ella, necesitaba cuidados intensivos… justo como sospechaba. Le agradecí y colgué. Miré a Margarita con una sonrisa y le pregunté una vez más: «¿Me volverás a poner los cuernos?». Ella no respondió. Sus ojos miraban fijamente el techo y en su boca ya se empezaban a situar moscas. «Eso pensé». Ya no podrán separarnos nunca más, Margarita y yo estaremos juntos siempre. La amo y la amaré hasta el último suspiro.