Pesadilla

El mismo sueño extraño de todas las noches. Esta vez la bestia era una realidad.

El timbre de la puerta sonó insistentemente. Entre la bruma del sueño, el repiqueteante sonido logró arrancarme de la pesadilla, permitiéndome olvidar, aunque fuera momentáneamente, el horror que sin duda estaba viviendo en el sueño, pues me desperté bañado en sudor, con la sábana empapada y la angustiosa sensación de que había escapado de un peligro inminente. Traté de acordarme de qué escapaba, pero no lo logré, y quien quiera que estuviera tocando la puerta estaba ya desesperado.

Me levanté a tientas. La penumbra de la habitación me desorientó y me tomó un par de segundos darme cuenta de que estaba en mi cama, en mi departamento, y que alguien estaba tocando a mi puerta. Salí para atender la llamada. A punto de abrir me di cuenta de que estaba desnudo y me eché encima lo primero que encontré.

Ya era hora! – me reclamó Jorge en cuanto abrí la puerta, y entró como una tromba.

Jorge era mi vecino y en algún tiempo había sido mi cuñado, porque anduve con su hermana cerca de un año. La relación terminó, pero nosotros seguimos nuestra amistad.

Que batita tan coqueta – se burló, al tiempo que se dirigía al bar y se servía un trago.

Me di cuenta que me había puesto la bata de Isabel, una bailarina con la que ocasionalmente me acostaba y que acostumbraba siempre dejar huellas de su paso por mi departamento. La bata me quedaba chica, y apenas si alcanzaba a cubrirme medio muslo. Me la anudé lo mejor posible y traté de controlar a mi notoriamente embriagado amigo.

Qué te pasa? – le pregunté – otra vez andas bien pedo.

No empieces – me dijo señalándome con el dedo – para sermones, con los que me avienta mi papá tengo suficiente.

Pero es que sólo mírate – le sugerí – te ves bien jodido, ojeroso, flaco. Desde cuando no duermes?

No sé – contestó de pronto con una extraña mirada -. No quiero dormir.

Lo dijo de una manera tan rara, que un escalofrío me recorrió desde el estómago hasta la nuca. Sus ojos vidriosos parecían no verme, y de alguna manera me recordó a algo que acababa de soñar, pero no pude recordar lo que era. Sentí que debía alejarme de él, pero rechacé el sentimiento. Era Jorge, mi amigo de toda la vida, y yo debía estar paranoico por mis extrañas pesadillas.

Bueno, ya no te digo nada – acepté mansamente, al tiempo que lo vi apurar su trago hasta no dejar ni una gota en el vaso.

Puedo servirme otro? – me pidió.

Toma lo que quieras – le respondí sin dudar.

Estas seguro? – me preguntó de una forma extraña, mientras me miraba de arriba abajo, como solemos mirar los hombres a una hembra que nos enciende la sangre.

No contesté. Dije que buscaría más hielo y entré a la cocina. Mi primera reacción fue alejarme. De forma instintiva desee poner la mayor distancia entre Jorge y yo. De nuevo, tuve que reconocer que me estaba comportando como un estúpido. Seguramente la falta de sueño me estaba afectando a mi también. Me obligué a recordar que el hombre que estaba en mi sala era uno de mis mejores amigos y que juntos habíamos ligado docenas de mujeres. Vacié los hielos en un tazón y volví a la sala. Jorge estaba de rodillas olisqueando uno de los sillones. Me quedé en el umbral, absolutamente sorprendido y sin saber qué decir.

Que pasó aquí, amiguito? – me preguntó sin ponerse de pie, aun con la cara pegada al sillón.

Recordé que había cogido con Isabel justo en ese sillón apenas dos días antes. Desnudos, yo sentado y ella sobre mí, y lo mucho que nos reímos porque mi trasero resbalaba sobre el cuero del sillón debido al sudor de nuestros cuerpos.

No sé a qué te refieres – le contesté bastante turbado.

Jorge acarició el sillón, allí donde había estado mi trasero, y sonriéndome de una forma rara se sentó sin decir nada más. No se explicar porqué, pero me sentí como si me hubiera descubierto haciendo algo impropio. Por hacer algo, me dirigí hacia el bar con intención de poner los hielos en la cubetera. Las manos me temblaban, y el cuenco se volcó, desparramando los hielos por el piso. Sintiéndome aún más estúpido, me agaché a recogerlos. No me di cuenta de momento, pero la bata de Isabel, tan justa, se me subió, descubriendo una buena parte de mis nalgas. Cuando casi terminaba de recoger los escurridizos hielos, miré a Jorge, tan repentinamente silencioso, y vi que me miraba con concentrado detenimiento. Estaba aun sentado en el sofá. Sus piernas abiertas y enfundadas en ajustados jeans mostraban una gorda protuberancia y de nuevo esa extraña mirada que lograba ponerme nervioso.

No debes usar esa bata – me comentó – porque en cuanto te empinas deja ver todo tu culo.

Me llevé la mano hacia mi trasero. La tenía helada, por estar juntando los hielos, y sentí una oleada de vergüenza enrojeciendo mi rostro al darme cuenta de que efectivamente tenía el culo desnudo. Jorge soltó una carcajada y eso de alguna forma aflojó la tensión, porque también comencé a reírme sin parar y de pronto era el Jorge de siempre, mi amigo, que se burlaba de la cara que puse, y de mi turbación, y yo me burlé de él, y le recordé la vez que se había vomitado sobre el vestido nuevo de su novia, y una cosa llevó a la otra y de alguna forma, olvidé lo nervioso que había estado desde que esa noche tocó a mi puerta. Nos servimos unos tragos y todo volvió a la normalidad.

Ya es muy tarde – dijo de pronto -. Me puedo quedar a dormir?

Pinche Jorge, pero si solo vives un piso más arriba – le contesté.

Ya sé – y se puso serio de repente – pero es que no quiero estar solo esta noche – confesó.

Está bien – acepté – pero te va a tocar dormir en el sillón – le advertí.

No hay problema, me encanta este sillón – terminó.

De nuevo ese brillo extraño en su mirada al hacer referencia al sillón. No quise volver a empezar a sentir cosas extrañas, por lo que mejor entré a la recámara a buscar algunas sábanas para Jorge. Cuando volví, ya se había quitado la camisa y los pantalones. Llevaba puesto sólo la trusa y me sentí de pronto turbado de encontrarlo casi desnudo.

Aquí tienes – le dije dándole las sábanas y casi sin mirarlo – que descanses – me despedí.

Qué te pasa? – preguntó -. Hasta parece que nunca me hubieras visto sin ropa.

Tenía razón. Infinidad de veces lo había visto desnudo. Habíamos ido de campamento, a nadar, noches de borrachera y otras muchas aventuras que habíamos vivido juntos. Pero nunca me había sentido tan extraño en su presencia como ahora. De alguna forma, su cuerpo se me hacía ahora obsceno y no quería ni siquiera tenerlo cerca.

Anda, ven, - me pidió – acompáñame con una ultima copa.

Ya es tarde – me excusé, pero él insistió, y de alguna forma preferí no contrariarlo.

Me serví una copa. El ya tenía una nueva en su mano. Estaba sentado en el sillón ese en el que lo había pescado olisqueando, y buscando la mayor distancia entre él y yo, me senté en el que estaba más alejado, uno frente a él. Alcé mi copa y brindamos por los buenos tiempos. De frente, no había otra cosa que mirar que no fuera Jorge. Sin desearlo, me di cuenta del exagerado bulto que mostraba el frente de su trusa. No es que me fijara en eso precisamente, pero era algo que se notaba aunque no quisieras. Lo extraño era que no se veía como una erección, sino simplemente un gran bulto, algo gordo y pesado bajo la blanca tela. Noté algo que nunca antes me había dado cuenta. Jorge era extremadamente velludo. Hasta donde yo recordaba, él era casi lampiño. Apenas unos cuantos pelos en el pecho, y los normales en piernas y brazos. Ahora una gruesa pelambre le bajaba desde el pecho hasta el abdomen, y desaparecía bajo la trusa blanca hasta llegar a aquel bulto enorme. Me obligué a pensar en otra cosa que no fuera ese bulto.

Insisto, - dijo de pronto – no deberías usar esa bata. Así como estas sentado, con las piernas abiertas, puedo verte los huevos y hasta un trozo de tu verga – me explicó.

Cerré la piernas abruptamente y ya no quise comentar nada. Apuré la copa y le desee buenas noches. La sonrisa de su rostro era casi maquiavélica, y de algún modo logró hacerme sentir miedo. Entré en mi recámara con la respiración agitada, sin poder explicarme porqué. Hice algo que nunca hacía, eché el cerrojo a la puerta y dejé la luz de lámpara encendida. Con todo, me costó bastante conciliar el sueño.

No supe que hora era, pero era bastante tarde. Por la ventana entraba la clara luz de la luna llena. El cuarto estaba en silencio y yo no podía respirar con el terror atorado en la garganta. Seguramente estaba teniendo una pesadilla nuevamente. Me hubiera vuelto a dormir si no hubiera escuchado en ese momento un sonido que hizo que mi corazón dejara de latir. El gruñido de una bestia. Ese ronroneo gutural y salvaje que hacen las fieras antes de abalanzarse sobre algo o alguien. La sangre latió en mi cerebro y un sudor frío bajó por mi espalda. Me recordé que era sólo un sueño, pero entonces lo olí. El olor de bestia, de zoológico, de animal. Mi nariz no podía estar soñando. Miré aterrorizado a mi alrededor. La luz de la luna iluminaba toda la habitación, con excepción de una zona oscura junto al closet. Miré hacia allí, casi esperando que el monstruo tomara forma entre la negrura y saltara para comerme. Me obligué a recodar que debía respirar. Cerré los ojos, seguro de que al abrirlos todo habría pasado.

Cuando los abrí, a los pies de mi cama estaba la bestia mirándome fijamente. El hocico abierto, las patas sobre mi edredón y la luz de la luna se reflejó en una hilera de filosos y puntiagudos dientes. Por si aun pensaba que se trataba de un sueño, aulló salvajemente al tiempo que saltaba sobre la cama y yo sentí morirme en ese mismo instante de puro y absoluto terror.

El miedo me paralizó. Tal vez otro hubiera saltado, gritado, corrido, o se hubiera cagado de la impresión. Yo me quedé tieso, respirando atropelladamente, mientras trataba de racionalizar que en plena ciudad, en mi propia recámara, estuviera una bestia como aquella. Se acercó lentamente. Su peluda cabeza olisqueando mi miedo. Sus dientes y su aliento sobre mi cara. Su garra destrozó la sábana que me cubría, sin lastimarme. Desnudo, bajo su enorme cuerpo supe que me iba a destrozar, pero en vez de morderme comenzó a oler todo mi cuerpo. Mi cuello, mis axilas, mi vientre y, finalmente, mi sexo. Su nariz estaba fría, pero su lengua no. Comenzó a lamerme las piernas, los muslos, subiendo, subiendo. Mi verga, con el miedo estaba encogida, lo mismo que mis huevos, y empujando entre mis piernas, me obligó a separarlas. Su larga lengua entró entre mis piernas, lamiendo la zona bajo los huevos. Yo esperaba el mordisco en cualquier momento, y rezaba por morir rápidamente y no sentir cuándo me devorara.

De pronto gruñó salvajemente. Me mantuve quieto, tratando de que no se alterara. Caminó sobre mi, manteniendo mi cuerpo entre sus poderosas patas. Se dio la vuelta y volvió a ponerme entre sus patas, justo en la posición conocida como 69. Miré hacia arriba. Un enorme y rosado sexo asomaba de un peludo capuchón. Jamás había visto la verga de un animal, y me sorprendió lo parecida que era, salvo por el color, a la de un humano, aunque era bastante más grande y remataba en una extraña forma. Distinta al glande de los humanos. La bestia volvió a gruñir, al tiempo que bajaba la parte trasera de su cuerpo, acercando su horrible pene a mi cara. El olor de su sexo me hizo sentir arcadas de asco. Era algo primitivo, salvaje y puramente sexual. La verga rosada, casi púrpura se acercó hasta tocar mi cabello. Voltee la cara, tratando de alejarme de su penetrante aroma. El enorme lobo gruñó de forma amenazadora. Mi verga estaba a escasos centímetros de sus afilados colmillos, y de alguna forma comprendí lo que pretendía. Enderecé el rostro. La verga rozó mis labios. La punta viscosa y húmeda me llenó de asco, pero abrí la boca, porque al parecer eso quería que hiciera. Comencé a mamar, sin saber si lo hacía bien o si por el contrario, me ganaría un mordisco y moriría desangrado en mi propia cama. El enorme apéndice se puso duro entre mis labios, y la sustancia siguió manando, obligándome a tragar de vez en cuando para no morir ahogado.

Pasé un largo rato así. Descubrí la forma de hacerlo bien, pues los gruñidos se volvieron ronroneos de innegable placer. Ahora mi propia verga se había enderezado. La lengua del lobo, rasposa y caliente, era una estimulación que nunca había sentido, y la habitación entera parecía haberse erotizado con aquel enorme animal obligándome a hacer cosas que jamás había imaginado. Finalmente la bestia se apartó. Volvió a la posición inicial. Su aliento rugiendo en mi cara cada vez más fuerte. Sus ojos amarillos, violentos y salvajes me hicieron incorporar. Me empujó con el hocico. Entendí lo que pretendía. Asumí la posición y me quedé a gatas, sobre mi propia cama, por increíble que pareciera, mientras el lobo olisqueaba entre mis nalgas y aquella maldita lengua se metía entre mis piernas, lamiendo desde la base de mis huevos hasta la parte baja de mi espalda, humedeciendo en el camino mis nalgas completamente.

Sus enormes patas sobre mi espalda. Ya no había escapatoria. La extraña verga, rosada y gruesa, hurgando entre mis nalgas. El dolor lacerante, la entrada en mi ano. Todo eso era la pesadilla. Solo que ahora no era una pesadilla. Estaba sucediendo en realidad. Creí que me desgarraría, que me moriría con aquella asquerosa verga metida en mi culo, pero no fue así. El lobo me montó como si ya lo hubiera hecho otras veces. Como si conociera mi cuerpo y supiera las cosas que me hacían gozar. Porque estaba gozando, y no había forma de poderlo negar. Desde sus embestidas, un calor por adentro parecía irradiar hasta cada zona erógena de mi cuerpo. Lo sentía desde los huevos hasta la punta de mis pezones. Me ardía la piel, transpiraba de placer, y sólo deseaba que nunca terminara. La verga entraba y salía, con un conocido sonido de chapoteo. Tenía el culo hecho agua y el lobo sabía hacerme aullar de placer. Comencé a boquear desesperado. Me restregaba contra su hirsuta piel, su lengua lamía mi nuca y el peso de sus patas sobre mi espalda y cintura me hacían sentirme clavado a la cama, clavado por él y aquel pistón de carne que parecía taladrarme sin cansancio y sin fin. El orgasmo pareció llegarme desde el centro mismo de mis huevos. Mi verga explotó mojando mi cama, y la bestia continuó sin que eso le importara, montándome, cogiéndome, violándome, metiéndome en el culo su verga incansable hasta que no pude distinguir si lo tenía dentro, fuera, o si mi destino era vivir con el culo pegado a aquella bestia hecha para coger.

Me despertó el sol entrando por la ventana. Me estiré de placer, pues por primera vez en mucho tiempo había dormido sin tener pesadillas. Me sorprendió encontrar la cama tan deshecha, pues generalmente suelo dormir sin tirar las almohadas y sábanas por el piso, pero no le di mayor importancia. Me levanté al baño y el espejo me devolvió la imagen de mi cuerpo desnudo y una enorme erección. Orgulloso, me acaricié la verga, dura y tiesa, y me extrañó encontrar pegotes de semen seco en el glande y en los pelos del pubis. No le di mas vueltas al asunto y me duché. Ya bañado y aun desnudo me dirigí a la cocina a prepararme un café. Jorge estaba preparando el desayuno. Me paré en seco.

Qué haces aquí? – pregunté estúpidamente.

Primero ponte algo – dijo señalando mi cuerpo desnudo.

Apenado, busqué algo que echarme encima, y lo primero que encontré fue la bata de Isabel, que había olvidado en su última visita. Jorge se me quedó mirando detenidamente, hasta casi hacerme sentir incómodo.

Escúchame bien – dijo Jorge – ponte cualquier cosa, menos esa bata.

No entendí su comentario, pero algo en sus ojos me hizo dejar la bata y buscar rápidamente alguna otra prenda con que cubrir mi desnudez.

Altair7@hotmail.com

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