Pervirtiendo a Livia: Cap. 5 y 6

Aníbal Abascal y Leila Velden nunca se han hablado; de hecho, casi no se parecen en nada, salvo en que ambos son dos bombas sexuales. Aunque cada quien vive en su mundo, los dos poseen secretos inconfesables que podrían repercutir en la vida de los demás".

5. ASUNTOS PELIGROSOS

ANÍBAL ABASCAL

Jueves 22 de septiembre

12:26 hrs.

Estaba comenzando a fastidiarme el hecho de estar rodeado de verdaderos inútiles en mi equipo de colaboradores; gente incapaz de agilizarme la vida o sacarme de apuros. Empezando por el paquidérmico de Federico, que se supone era un informático incomparable, ¿y qué decir del imbécil de Jorge, mi cuñado?, quien, a pesar de que sus funciones eran mínimas (mantener a la loca de su hermana tranquila) aún así solía decepcionarme.

—Vaya parvada de idiotas tengo por equipo —murmuré mientras la lengua de mi amante repasaba mis bolas.

¿En serio tenía que hacerlo todo yo? ¿Para qué pitos tenía empleados, entonces, si ninguno iba a darme resultados?

¡Lo único que quería es que me contactaran con una persona! ¡Una puta persona! Y era hora que ninguno de los idiotas a los que había encomendado la tarea (pues era un trabajo confidencial, de un contacto confidencial… para un asunto confidencial) lo había conseguido.

—De no ser porque me estás mamando la verga de puta madre —dije a la mamona que seguía comiéndome la polla con una habilidad irreprochable—, te juro que ya les habría reventado las cabezas a todos esos pendejos.

Llevaba tres días en la agitada capital del país, gestionando la partida de ingresos correspondientes que destinarían al partido político que representaba: Alianza por México (Améx), el Movimiento progresista de la Nación (como rezaba el slogan).

—Ya deja de quejarte, papi —me dijo mi zorrita con voz cachonda—, y cómeme el coño, anda, hagamos un 69.

Llevábamos tres elecciones seguidas en las que nuestro partido político no ganaba ni siquiera regidurías. Y en esta ocasión, ya estábamos pendiendo en el hilo. Según las políticas del Instituto Nacional Electoral, si en esta nueva contienda, nuestro partido no ganaba la presidencia de Monterrey, era casi un hecho que el partido (al menos en el ámbito local) desaparecería.

—Te voy a comer ese coñito chorreante que tienes, preciosa, pero primero quiero que me sigas comiendo la verga y los huevos. Anda, sigue, sigue, como sólo tú sabes, que me encuentro estresado.

El próximo año, pues, nos estaríamos jugando la última carta: sí o sí teníamos que obtener la presidencia. Y para ello se tenía que elegir al mejor candidato para lograrlo, uno que pudiera dar batalla a nuestros opositores, que eran fuertes.

Monterrey no sólo era la cabecera de una metrópoli de casi cinco millones de habitantes, sino una de las ciudades más ricas no sólo de México, sino del continente americano.

Monterrey siempre ha sido el pavo gordo de la política, y era imperativo gobernarlo.

El problema es que en el partido aún no habían elegido a un candidato oficial (aunque se sabía que yo era el favorito), y dado la importancia que suponían las elecciones del año entrante, el comité había decidido que se tenía que elegir al candidato democráticamente.

Y en la contienda estábamos dos: la orgullosa de Olga Erdinia (una tipa gorda a la que en secreto llamaba Cerdinia, que se sentía infalible y con la verdad absoluta) y yo: el carismático y mejor estratega; Aníbal Abascal.

—Ah, puta… que rico me la chupas —dije a mi zorrita, cogiéndola del pelo para empujar su cabeza hasta que mi glande le tocara la garganta.

En medio de un ahoguío, tosió, escupiendo saliva. Pfff. Se veía tan bonita, allí en la cama, echada en medio de mis piernas, comiéndome el rabo.

Era septiembre, y las elecciones internas se llevarían a cabo en enero del próximo año. Aún quedaba tiempo (casi cuatro meses) para demostrar a los militantes que yo era la mejor opción para ser el candidato del partido, por encima de la loca de Cerdinia, como la llamaba yo en secreto. Sabía que ambos pondríamos nuestras mejores cartas para ser elegidos, no obstante, estaba casi seguro de que el ganador sería yo: sobre todo porque era más reconocido en la agenda pública, más carismático y afamado que esa cara de culo fruncido.

—Ufff, zorra, no me muerdas el rabo tan fuerte. Chúpalo, pero no uses los dientes —le exigí a mi hembra.

Tan seguro estaba que me elegirían a mí como el candidato de Alianza por México, que ya tenía a mi gente de confianza negociando con empresarios (y gente de perfiles pesados) para que se unieran a mi campaña.

Por todos era bien sabido que para ganar la presidencia iba hacer falta más que el presupuesto oficial destinado por el gobierno federal para financiar mi campaña política. Y por eso estaba convencido de que también tendría que recurrir a la obtención de recursos ilícitos para asegurar mi triunfo el día de las elecciones en junio próximo, y para eso se requería de cuidadosas negociaciones por debajo del agua, pues ser descubierto con este tipo de prácticas, no sólo implicaría un gran delito que me podría llevar a la ruina, sino también a prisión por muchísimos años.

—Anda, abre la boca, preciosa, y saca tu lengua de mamona, que quiero escupirte.

Había alguien que me interesaba contactar más que a nadie. De hecho, más que a todos. Era ese hombre al que ninguno de los tres idiotas a los que les había dado la tarea habían podido localizar: un mafioso estadounidense texano podrido en dinero que tenía diversos clubes en Monterrey y en la ciudad de Linares (que empleaba de fachada para desempeñar sus verdaderos negocios turbios).

Heinrich Miller era un antiguo camarada mío, de esos que te presenta el conocido del conocido del conocido, y que al final terminas envolviéndote en sus negocios hasta que se vuelven colegas.

Eso era el cabrón afroamericano para mí: un antiguo aliado y colega de negocios que me ayudaría en mis asuntos políticos con su pasta.

Hacía un par de años que no lo veía, desde nuestros últimos negocios, pero sabía por Ezequiel, mi asistente y empleado de confianza, que el afroamericano estaba en Monterrey de vacaciones por un par de días.

Mi proyecto era claro: contactarlo, reunirme con él y pedirle que me financiara parte de mi campaña a cambio de facilitarle sus oscuros negocios sin obstáculos durante mi gobierno (en caso de que llegara a la presidencia de la municipalidad).

No obstante, aunque esa era mi propósito ideal, al parecer era arriesgado hacer tratos con el negro, según me aconsejaba mi asistente, pues decía que tener de mi lado a Heinrich implicaría hacer enfadar a otros peces gordos de la ciudad (dedicados a los mismos negocios que él) que podrían volverse contra mí.

Y creía a las palabras de Ezequiel.

Y es que Ezequiel, antes de ser mi secretario, asistente y lugarteniente, había trabajado como policía en la academia municipal de Monterrey. Pero un día, sujeto a sus principios, detuvo al hijo pijo de una familia adinerada por golpear a un indigente y, extrañamente; días después fue despedido.

Entre sus colegas le aconsejaron a Ezequiel que era mejor que aceptara la renuncia sin poner ninguna pega, a no ser que quisiera meterse en problemas gordos.

Y desde hacía un año que Ezequiel trabajaba para mí, tras la aparatosa muerte de mi ex asistente en un trágico accidente. Lola, la esposa de Ezequiel, era la mejor amiga de mi fastidiosa mujer, y prácticamente por su insistencia es que lo había contactado para entrevistarlo.

Ezequiel me había demostrado fidelidad, eficiencia y respeto: tres actitudes que debía de tener la gente que trabajaba para mí, y, lo que más me gustaba de él, era su discreción no sólo para hacerme coartada con mi mujer (ocultando a mis amantes en turno), sino que se había adaptado muy fácilmente a los asuntos turbios que los políticos tenemos que tratar.

La mafia, por ejemplo.

Entre otras cosas, más que por la insistencia de Lola, su mujer, yo contraté a Ezequiel como mi guardaespaldas y consejero porque sabía que él (gracias a su anterior empleo como policía) conocía a gente barriobajera, a pequeñas células de cárteles que distribuían droga en sus diferentes plazas, y personas con las que, en determinado momento, yo me debería relacionar para fines de sana convivencia o favores.

Así es la política, ¿qué le vamos hacer?

Y ahí estaba yo, apunto de follarme un rico coño encharcado de una elegante trigueña de treinta y cuatro años de edad (aun si mis favoritos eran los de las veinteañeras), mientras discurría en la disyuntiva de hacerle caso a las advertencias de Ezequiel, o desoírlo y dejarme llevar por mi ímpetu y contactar a Heinrich para negociar una posible financiación a mi campaña, arriesgándome a que grupos criminales adversarios… se volvieran contra mí si descubrían nuestra alianza.

—Señor Aníbal —exclamó Ezequiel, desde afuera de la habitación de mi suite—, ¿quiere que insista preguntando a los muchachos si ya pudieron contactar con… el objetivo?

El objetivo era Heinrich.

—Esperemos un rato más, Ezequiel —Tenía que elevar mi voz unas cuantas octavas para que mi asistente pudiera escucharme con claridad—, mientras tanto, continúa esperando allí, por si lo llegan a contactar me informes de inmediato. Ah, y dile a Jorge y Federico que accedan a mi agenda electrónica que dejé en mi oficina. Allí deberían de encontrar los datos que necesito.

—Como diga, señor Abascal. Esperaré aquí hasta que me den una respuesta.

Ah, Ezequiel. Un gran aliado. Como un perro fiel. Mi asistente estaba muy agradecido conmigo no sólo porque lo había contratado cuando más lo necesitaba, sino porque había contratado también a su mujer, la grandiosa Lola, como mi secretaria particular en la oficina. Y esto último fue gracias a la intercesión de la pesada de mi esposa.

La parejita eran mis empleados: Ezequiel mi asistente de asuntos personales, y Lola mi secretaria para mis asuntos públicos y de oficina.

Por ejemplo, ya que en esa ocasión mi viaje a la capital requería de una secretaria que se encargara de los papeleos en mis gestiones, pedí al feliz matrimonio que viniera conmigo. Necesitaba de Lola para tales diligencias, y Ezequiel sin duda siempre, siempre… siempre, tenía que ir conmigo a donde quiera que yo viajara. Como digo, él era mi lugarteniente.

—Por cierto, Ezequiel, ¿sabes dónde está tu esposa en este momento? —pregunté a mi hombre de confianza para disimular, mientras Lola me chupaba cada una de las  bolas con un afán irreprochable.

—Seguramente debe de estar en la convención, señor Abascal, donde la envió esta mañana. ¿Quiere que la contacte?

—No —contesté, pensando en lo sospechoso que le parecería a mi asistente que de pronto el teléfono de su mujer sonara en mi habitación—, no la molestes, seguramente no tardará en contactarse contigo para informarte que ya ha hecho las diligencias que le pedí. El mismo chofer que la llevó a las oficinas de gobierno, también la traerá de vuelta —mentí, mientras su esposa volvía a ensalivarme la verga antes de metérsela hasta la garganta.

Lola era una mujer muy eficiente no sólo en su trabajo en mis asuntos públicos, sino como puta en mis asuntos privados.

—Como usted ordene, señor —me dijo Ezequiel con ese tono de obediencia que siempre me gustaba oír de mis empleados.

Mientras tanto, su mujer continuó mamándome la polla con irreprochable religiosidad. Los dos estábamos postrados en una inmensa cama de cara a un enorme ventanal que daba a la famosa avenida Reforma, donde una hilera de rascacielos de cristal iluminaba la suite por los reflejos. Aquella era una cama que, aun con su conmensurable espacio, no nos ajustaría para follar como tenía pensando hacerlo esa mañana.

—Prepárate, zorrita, que te voy a romper el orto a pollazos —le advertí.

Ella sacó su lengua, ansiosa, y siguió en lo suyo.

Era curioso que la confianza que Ezequiel tenía depositada en su esposa fuera tal que ni siquiera sospechara que llevaba culeándomela desde hacía casi ocho meses.

Pero es deber del cornudo vivir en la ignorancia.

Además también ayudaba la facilidad que yo tenía para administrar los tiempos de Ezequiel y Lola, asignándole tareas al primero para que no interfiriera mientras yo me follaba a su mujercita.

Ser un hombre poderoso tiene ciertos privilegios que beneficiaban de vez en cuando.

Me gustaba tener el control de todo y, por qué no; también la oportunidad de saber que, inconscientemente, podía intervenir y dominar las vidas ajenas.

A decir verdad, era casi irrisorio y ridículo que un hombre de la edad de Ezequiel (45 años, contra los 34 de Lola) con inteligencia, sagacidad, experiencia y astucia hubiese sido incapaz de, por ejemplo, notar que el chofer que yo había enviado esta mañana a su habitación por su mujer (los había hospedado en un edificio aledaño al mío) no la hubiera llevado precisamente a las oficinas de gobierno donde supuestamente me representaría en una reunión de trabajo (era lo bueno de que Ezequiel no conociera completamente mi agenda de actividades y se dedicara completamente a las tareas específicas que le asignaba), sino que la hubiera traído a mi suite.

—Mándalo por un café o algo —me susurró Lola poniéndose repentinamente nerviosa. Por el ruido de la televisión (lo tenía en un canal de música) era imposible que Ezequiel pudiera identificar su voz, a menos que gritara—. Me siento incómoda estando en esta situación mientras Ezequiel está del otro lado de la puerta, escuchándonos.

—Él ya debería de estar acostumbrado a escuchar mis jaleos con mis amantes en turno —le recordé—. No es la primera vez que tu marido se queda afuera escuchando cómo me follo a un zorrón como tú.

—Pero sí sería la primera vez que te escucharía follándome a mí —apuntó.

Lola tenía sus cabellos oscuros y rizados atados en una cola de caballo, y vestía lencería negra que hacía juego con el traje sastre que había llevado puesto minutos antes y que ahora permanecía desperdigado al costado de la cama; también portaba medias de seda que llegaban a la mitad de sus gordos muslos, ligueros que sostenían los encajes a sus caderas y una tanga que le partía el culo por mitad.

—A ver, Lola, que tampoco es la primera vez que te cojo —le recordé, quitándole el sostén a fin de que se derramaran en su pecho ese par redondas tetas de tamaño mediano.

Todas las mujeres tienen en su cuerpo protuberancias que destacan más que otras. O son culonas o son tetonas, nunca suelen lucir las dos cosas al mismo tiempo a menos que estén operadas. A Lola le destacaba más el culo que las tetas, pero eso no quitaba que sus pezones fueran oscuros y duros, digna inspiración para ser retorcidos por los dedos.

—Pero sí la primera vez que tienes a mi pobre marido tan cerca —se lamentó, escupiendo el capullo.

—Para lo que me importa.

—No seas cabrón, Aníbal, que podría reconocer mis gemidos… ¡podría advertir el tono de mi voz!

—Pues no grites tanto —la alenté, conociendo lo gritona que era.

—Con semejante pollón —me reclamó, como si yo tuviera la culpa de calzar grande—, ¿pretendes que me quedaré muda cuando me la metas?

—Yo no tengo la culpa de que seas tan gritona.

—¡Ni yo de que tengas ese pitón entre las piernas!

—Gajes el oficia, reinita. Ahora cállate, que tu boca se ve más bonita cuando tiene mi verga dentro.

Lola se terminó de quitar el sostén y respondió, mirando a la puerta angustiada:

—Por favor, Aníbal, no seas cruel: dile a Ezequiel que se vaya. Mándalo a algún sitio. No lo disfrutaré sabiéndolo tan cerca. Dale una tarea, por favor, te lo pido.

—Su obligación es estar al pendiente de mis necesidades, Lola, que para eso le pago.

—¿Y tu necesidad ahora es que se quede oyendo del otro lado de la puerta cómo follas a la puta de su mujer?

—Si te digo la verdad, a mí me da un morbazo que no te cuento —me sinceré—. ¿A ti no?

—¡Claro que no! —tragó saliva, mientras quitaba con sus dedos un puente preseminal que se había formado de su boquita a mi capullo cuando reanudó la mamada—. A mí… no me gusta la idea. ¡Me da pena! No me siento bien así. Una cosa… es que follemos tú y yo de vez en cuando, y otra muy distinta que disfrute… humillando a mi marido. Eso no me gusta ni me causa placer. No me siento bien faltándole al respeto de esta manera.

Por poco me echo a reír. Ay, estas mujeres tan descaradas y doble moral.

—No seas ridícula, Lola, que tú le faltaste al respeto a tu marido desde la primera vez que te dejaste meter mano aquella noche en tu casa, ¿te acuerdas?, en el cumpleaños de Ezequiel. Ya sólo quedábamos Raquel y yo en tu casa, y me pediste que te acompañara a la cocina por cervezas para tu marido que, por cierto, ya estaba más borracho que tú y yo juntos, mientras mi mujercita dormitaba en el sillón de al lado.

—No fue premeditado, Aníbal, y lo sabes. Lo cierto es que… desde hacía mucho tiempo que teníamos una tensión sexual que… esa noche, no pudimos contener. Fue una locura…

—Claro que fue una locura: te dejaste masturbar por tu jefe, por el jefe de tu marido, ¿qué te digo, guarra pervertida?, ¡por el marido de tu mejor amiga!

—¡Cállate, por Dios, Aníbal!

Tantos años conteniéndonos el uno al otro, observándonos desde lejos en fiestas ocasionales o encuentros fortuitos, respetándonos por la amistad que existía entre ella y mi esposa, simulando indiferencia cuando la realidad era que la atracción existía entre los dos desde siempre, impulsada por miradas traviesas, palabras enviciadas, roses intencionados, sonrisas cómplices, no podía haber terminado de otra manera sino así, revolcándonos como un par de cerdos colmados de lascivia reprimida a la primera oportunidad.

Y ahí estábamos desnudos por enésima vez, Lola Fernández con su sensual y “recatado” rostro delante de mi falo, que ya goteaba brasas de placer, y yo con ansias desmedidas de enterrarme dentro de ella, mientras esperaba que mis colaboradores contactaran a uno de los miembros de la mafia más temibles de la zona, arriesgando mi carrera política y hasta mi vida y la de los míos en caso de que mi “jueguito” fuera descubierto por Los Rojos, el cártel  más sanguinario y salvaje de la región, y no sólo me mutilaran, sino que hicieran estallar una guerra brutal y encarnizada en el territorio.

Le sacudí mi hiniesta barra de carne en su cara asustada a ver si se callaba y volvía a lo suyo de una puta vez.

—Sólo te estoy recordando, Lola, que, luego de tantas folladas, creo que ya no estamos en posición de hacernos los moralistas ni de que tú sientas pena por el cornudo de marido.

—Tampoco lo llames cornudo —me reclamó.

—Eso es lo que es —afirmé encogiéndome de hombros.

—¿A caso tú no sientes respeto por él?

—A lo mejor no me crees, Lola; pero te aseguro que Ezequiel es el mejor colaborador que tengo actualmente y lo respeto como tal. Es bastante eficiente, incluso más que tú, y lo estimo. Pero, en estas cosas, zorrita, no se pueden mezclar las relaciones personales con el trabajo. Y aquí el hecho es que me gusta follarte y me vale una mierda si eres esposa de mi mejor empleado, mi mejor amigo, mi peor enemigo o del presidente mismo.

—Eres un cabrón cínico —me acusó, mirándome con sus ojos negros que denotaban lujuria y pena a la vez.

—Y tú una cabrona calentona mentirosa que, de los dientes para afuera, te haces la remilgada y ofendida porque tu esposo está afuera del cuarto: sin embargo, sigues con tu mano rodeando mi verga y tu boquita empapada de saliva de mis fluidos, esperando que te la meta por el coño y por el culo.

—De acuerdo, también soy una hija de puta. Pero que sepas que yo amo a mi marido.

—Sí, sí, claro. Tú síguelo amando, pero, mientras tanto, lo que quiero que ames es mi polla. Anda, móntame, que te la voy a meter.

—Por favor  —me suplicó de nuevo, echando un vistazo a la puerta otra vez—, dile a Ezequiel que se vaya.

Bufé.

Levanté su carita mortificada y le planté un lametazo.

—¡Ezequiel! —grité a mi asistente, y Lola casi suspiró aliviada, pensando que me había convencido de mandarlo a realizar una tarea.

—Diga, señor Abascal —gritó mi obediente asistente desde afuera.

—Te necesito atento —le dije—, porque a lo mejor en unos minutos voy a requerir que llames a tu mujer para que le preguntes una información que no tengo a la mano.

—Como usted ordene, señor.

El rostro desencajado de Lola me hizo cagarme de la risa. Era todo un poema.

—¿Qué coño te pasa, Aníbal? —me susurró endiablada, dándome un golpe en la pierna.

—Si no quieres que cumpla mi amenaza, entonces abre las piernas y ensártate en mi verga —le dije perdiendo la paciencia—, y por favor deja de protestar, que tu voz me gusta más cuando gritas como puta que cuando comienzas de fastidiosa. Para cansinas ya tengo a Raquel.

Lola cogió pronto su teléfono celular y lo puso en vibrador, por si acaso su marido llegaba a marcarle el sonido de entrada de la llamada no se oyera en la habitación

—Anda, Lola, que quiero agujerarte el coño.

—¡Te ruego que no hagas eso…!

—¿El qué?

—¡Que no me llame, por favor, Aníbal, no seas cabrón! ¡Respeta un poco nuestra institución matrimonial!

“Vaya respetito tenía Lola para su institución matrimonial. En fin.”

—Está bien, Lolita, no te sulfures. Debiste ver tu carita de puta asustada.

—¡Aníbal!

—Ahora pórtate bien; cállate y móntame.

Y ella lo hizo. Aunque estaba asustada, también se percibía caliente y con ganas de polla. Yo no dudaba que amara a su marido. Pero a veces el amor no es suficiente para saciar un deseo sexual.

Por consideración, tuve una última conversación con mi asistente:

—Ezequiel, espero que no te incomoden los ruidos causados por el fornicio; pero, como te conté antes de que vinieras, tengo una putita en mi cuarto que me ayudará a calmarme el estrés.

Su mujer y yo escuchamos cómo el pobre se reía, admirado, como siempre, de mi capacidad para poder tener a la mujer que yo quisiera. Ezequiel también merecía follarse a la puta que él deseara; no obstante, era demasiado estricto y fiel a Lola para aceptar una cosa así, por eso siempre había rechazado a las mujeres que le había conseguido en algunas noches de juerga donde me acompañaba. En fin. Allá él.

—Descuide, jefe, ojalá que… su amiguita lo satisfaga muy bien —contestó el marido de Lola muy animado—, usted póngase a lo suyo sin cuidado, y páselo bien, que yo estaré aquí afuera para lo que necesite.

Ah, mi fiel vasallo. Ojalá todos mis empleados fueran igual de eficientes que él.

—Ya oíste a tu marido, putita —le dije a Lola sujetando su mentón para que me mirara a los ojos—, tienes que satisfacerme bien.

Lola ya no protestó. Me regaló una sonrisa nerviosa, resignada a mis caprichos, y antes de ponerse a horcadas encima de mí volvió abrir la boca para comerme la verga.

Sus labios estaban babosos y acuosos, le salía saliva y líquidos pre seminales por  las comisuras, y el rojo intenso que había tenido antes en sus esponjosos labios ahora había manchado la circunferencia de su boca y de mi tronco.

—Mírame a los ojos cuando me la mames, perra —le dije, dándole un bofetón que ella recibió con orgullo. Le gustaba la sumisión y a mí dominarla. En realidad me gustaba someterlas a todas. Fetiches sexuales—. ¿Te gusta que te traten como perra, mi amor?

—Uhhh. Gorg, gorg, gorg —respondió Lola sin parar de mamar.

Al cuarto de hora de mamadas, en las que Lola se desvolvió como toda una prostituta, se puso a cuatro patas esperando que la penetrara. Me parecía inaudito que una mujer tan decente y respetable como ella, defensora de los derechos humanos y la igualdad de género, se convirtiera en toda una putona cuando estábamos en la cama.

Y no, no, no, que nadie me salga con que yo era un misógino. Yo siempre fui un fiel admirador de las mujeres. Las respetaba, pero en los momentos sexuales, me valía un cuerno el estatuto moral.

Su enorme culo estaba respingado y apuntaba hacia mi polla, un tremendo fierro venoso, gordo y largo que brillaba inhiesto y mojado con el glande enrojecido, rozando los pliegues hinchados y jugosos del coño de la mujer de mi asistente.

—Voltéate, Lola, ya te dije que quiero que me montes, anda; móntame y ponme las tetas en mi cara.

Me hizo caso, con sumisión.

—¡Ay, papi, papi! —comenzó a sollozar cuando se abrió de piernas, se hizo a un lago el hilo de la tanga y puse el glande sobre su abertura vaginal, de modo que se la comencé a enterrar centímetro a centímetro mientras se sentaba sobre mí—, ¡ay, que gruesa, Dios mío… que gruesa!

Y así le fui enterrando y desenterrando mi gran trozo de carne, ese que ella tanto adoraba, profanándole los pliegues mojados de una Lola que no dejaba de ser bombeada con enérgico poder. Con un cigarro en mis labios que recién había encendido, al fin tuve las manos libres para coger sus pezones oscuros y retorcérselos a conciencia. Luego estrujé con mis largos dedos esas grandes tetas e hice como si fuesen las ubres de una vaca que intentaba ordeñar.

—¡Así, papi, así, así! —chillaba ella al ritmo de las embestidas—. ¡Métela, duro, duro, duro!

—Eres una puta —rugí excitado al ver cómo las tetas de Lola se bamboleaban con rapidez y su culo rebotaba sobre mis piernas—. Móntame como sabes, putita, móntame como sólo tú sabes, mi reina.

Yo era un tipo de al menos 1.90 metros de estatura, atlético (aunque ya querría tener el cuerpo de mi gran amigo Valentino), de piel blanca, vello en pecho y un par de ojos azules que miraban a profundidad. O eso decían.

Estaba acostumbrado a follarme a la mujer que me daba la gana. Tenía el dinero, poder y apostura de un macho que exuda testosterona para hacerlo sin problema. Atraía a las mujeres con facilidad, y no importaba si eran casadas, viudas, divorciadas, jovencitas o maduras (aunque siempre preferí a las jovencitas), y prácticamente donde yo apuntaba el ojo, ahí apuntaba la bala. Es decir, hembra que me quería follar, hembra que me follaba.

Desde luego que me gustaban las chicas como Lola, (decentes en la calle y sucias en la cama), sin miedo a experimentar. Pero también me gustaban las mujeres más… inocentes, que me supusieran un desafío. Amaba los retos, entre más complejos mejor para mí. Yo era un gran guerrero cuando se trataba de competir por conseguir algo que ambicionaba. Eso era interesante.

Con dos movimientos, puse a Lola a cuatro patas, cual perra en celo. Ella abrió con sus manos el excelso culo oscuro de trigueña, y la tanga se enterró entre los bordes de su ano. De nuevo hice a un lado el hilo de la tela y pronto la penetré sin decir agua va.

La empotré a lo macho, Lola de perrito, y yo con mis manos hundiendo su nuca en la almohada, mis pies sobre el colchón, al costado de las pantorrillas de mi hembra, y mi torso flexionado de tal modo que pudiera bombearla sin dificultad.

—¡Así, papi, asíiii! ¡Dame por el culo, cabrón, anda! —gritó Lola cuando le introduje uno mis dedos en el ano, al cual recién le había echado un escupitajo.

Tuve que subir el volumen del televisor para evitar que Ezequiel reconociera la voz de su esposa. Aunque a Lola le hubiera hecho creer lo contrario, la verdad es que sí me interesaba que mi asistente continuara en la completa ignorancia respecto a la relación que yo mantenía en secreto con su esposa. Ezequiel era un gran elemento que me negaba a perder por mis calenturas.

—Hoy por el culo no, putita —le informé a Lola para que supiera que era yo quien siempre dominaba la situación y no ella—, sólo te acariciaré el esfínter con mis dedos y con eso te conformarás.

Y le metí un dedo, y luego dos. Al tercer dedo dentro de su ano y mi verga rellenando su inundada vagina ella comenzó a gritar.

—¡Anda, guarra, grita, que te escuche tu marido! —le dije, arrancándole la tanga con mis enérgicas manos para metérsela a la boca.

En esa situación y con el volumen de la música que provenía de la tele era imposible que Ezequiel la identificara, pero me causaba morbo saber que cuando Lola se desataba, perdía al conciencia y le importaba una mierda si su marido nos descubría o no.

Y la seguí bombeando y bombeando, dándole de cachetazos en el culo, hasta que se enrojeció, en tanto ella gritaba con la tanga dentro de su boca para evitar ser escuchada y esconder sus decibeles.

—¡Señor! —gritó de repente Ezequiel desde afuera, justo cuando me vaciaba dentro de la vagina de su esposa con grandes chorros de semen—. ¡Ya el joven Federico ha podido contactar a Heinrich Miller!

A Lola le temblaban las piernas tras sufrir un potente orgasmo casi al mismo tiempo que yo. Cansada, se dejó caer en la cama y cerró los ojos, todavía temblando de placer.

—Perfecto, Ezequiel, contacta a Valentino y dile que se comunique con míster Miller. Él ya sabe lo que tiene que hacer.

El reto de tratar con la mafia estadounidense en territorio mexicano, que es el epicentro de los cárteles más poderosos del mundo, estaba por comenzar.

6. EL HOMBRE

LEILA VELDEN

Jueves 22 de septiembre

13:11 hrs.

Livia siempre me pareció una mujer hermosa, dulce, amigable y de maneras afectadas. Incluso tenía gracia hasta para parpadear. Su forma de caminar era naturalmente refinada, grácil, fascinante. Me encantaba mirar su inocente expresión cuando pensaba en silencio, reflexionando sobre repercusiones del pasado, objetivos del presente, e ilusiones para el futuro, creyendo quizás que nadie la estaba observando.

Sobre todo amaba cómo se ruborizaba cuando le hacía comentarios de índole sexual.

“Tan inocente, Livia.”

Siempre agradecí la atención que me ponía cuando le contaba mis cosas, la mayoría de las veces sin juzgarme, por más soeces o insignificantes que estas fueran, interesada en cada detalle y acontecimiento que yo le reproducía. Sus ojos parecían de cristal cuando me observaba, matizados por un par de iris que emulaban dos gotas de chocolate derretido mezclado con avellana y miel.

Pero lo que más me fascinaba era escucharla hablar; la forma en que movía los labios cuando lo hacía, dependiendo del impacto que quería tener en cada una de sus palabras según las opiniones o advertencias que pretendía darme. La modulación en la entonación de su voz también era parte de la maravilla de ser “Livia”; podía ser tan dulce y siniestra como se lo propusiera.

Ella era la única persona que podía influirme de verdad, pero nunca se lo decía por temor a que hiciera de mi confesión un arma para dominarme.

Envidiaba de ella su irreprochable capacidad para trasmitir sosiego y armonía con sólo sonreír o mirar, así como ese don innato que tenía para expresar la palabra exacta en cada conversación. Adoraba el sonido de su risa, que parecían campañillas de castañas haciendo ecos en un claro nocturno y silencioso.

“Livia, mi querida Livia…”

¿Qué ocurriría el día que Livia abriera los ojos y se diera cuenta de la poderosa mujer que era, y de lo que podría hacer con el mundo entero si se empeñaba en emplear todas esas armas cognitivas y físicas de las que era dueña para someter a los hombres y mujeres, cumpliendo así su voluntad?

Livia pues, era perfecta. Su único defecto era el odioso de su Zanahorio descolorido: un tipo acomplejado que solía manipularla a su antojo para tener el control sobre ella. Y lo peor, para separarla de mí. ¿Cómo una mujer tremenda como Livia se había podido fijar en un monigote como él? Era denso y cansino por donde se le viera, y por eso me caía mal.

Desde que mi madre me echó de casa en mi adolescencia, por revelarle que el cabrón de su nuevo marido me acosaba sexualmente y ella me descreyera, mi vida se convirtió en una odisea digna de una mala película hollywoodense. Dos días dormí en la calle, sobre unas bancas de metal cerca del centro de Monterrey. Después, cuando dos mendigos comenzaron a hostigarme, me escondí una semana entera en el interior de una iglesia hasta que un asqueroso sacristán me lo prohibió.

Esos días apenas comí con el dinero que le había robado a mi madre cuando me echó. Mamá nunca me dijo quién había sido mi papá, y yo no tenía más familia en Monterrey que un tío solterón de cuarenta años llamado Andrés al que casi nunca veía.

Al final me fui a vivir a la casa de un hombre que no conocía de nada pero que me recogió una noche que me encontró desmayada afuera de una farmacia. Con mi depresión no quería comer y me estaba consumiendo por el rencor y odio que sentía hacia mamá. El hombre no me preguntó quién era yo, ni yo le pregunté por él. No había tiempo para protocolos estúpidos cuando el hombre me estaba dando de comer.

Aunque él debía doblarme casi tres veces la edad, me había salvado y no me importaba más. Si hubiera querido matarme o violarme lo habría hecho desde el primer día. Así que con el paso del tiempo me sentí en confianza con él.

Vivía solo en un pequeño apartamento de una zona barriobajera y, por lo que supe después, era dueño de un taller mecánico donde ganaba muy bien y hacía que viviera con lo necesario.

Todas las noches llegaba oliendo a gasolina y aceite, pero una vez duchado, se convertía en el tipo más limpio que conocía.

Hablábamos poco, pero nos mirábamos mucho. Tenía la impresión de haberlo visto alguna vez aunque mi él siempre lo refutó. Me hizo un espacio en su casa, y me dio toda la privacidad que una mujer de mi edad debería de tener. Todas las mañanas me dejaba dinero para que me fuera a la escuela seguramente pensando que no volvería. Pero siempre volví, hasta que me titulé como licenciada en relaciones públicas.

Él nunca me lo pidió, pero yo le ofrecí mi cuerpo, como agradecimiento a su protección. Además… me faltaba cariño, y en cierto modo me sentía atraída por él aun si era mayor que yo y no me resultaba tan atractivo. Las primeras veces me rechazó, pensando quizá que sería un aprovechado si accedía a mis insinuaciones. Después de todo, para él yo debía de ser una chiquilla que ni siquiera era mayor de edad.

Pero yo no claudiqué e insistí ofreciéndomele desnuda muchas veces, y él resistiéndose con fuerza de voluntad: hasta que una noche, en que lo encontré borracho (aunque no lo estaría tanto ya que su erección era tremenda) hice añicos su perseverancia.

Al día siguiente parecía disgustado, furioso, gritándome lo estúpida que había sido “Esto ha sido un gravísimo pecado, niña, un pecado mortal e irremisible”.

Pero yo me reía por dentro. Ya se le pasaría y continuaríamos cogiendo. Ahí entendí que la primera vez que tienes sexo con un hombre prohibido puede ser un desliz. La segunda vez ya es putería.

Y dicho y hecho. Desde esa ocasión pasamos muchas noches follando a mansalva, hasta altas horas de la madrugada. Él era huraño y torpe mientras me cogía, pero lo hacía bien. Eso nunca lo discutiré. La gente del barrio nos veía como un par de degenerados, pues él, que hablaba poco con los vecinos, alguna vez me presentó como su hija: una hija a la que por las noches hacía bramar de placer.

Cuando me titulé, dos años atrás de donde sitúo esta narración, él me dio la libertad. Más bien me echó de casa como una vez lo había hecho mamá.

“Vive tu vida, Leila, que a mi lado sólo te harás vieja y mediocre. Además… no quiero que por mi culpa vivas en un pecado mortal constante.

“Pero ya soy mayor de edad” recuerdo que le recriminé dolida en esa ocasión, “¿acaso es pecado tener sexo con un hombre que triplique tu edad, siendo yo mayor y teniendo ambos nuestro consentimiento?”

Y su respuesta fue una que todavía persiste clavada en mi pecho.

“Lo que es pecado es que padre e hija tengan sexo sin pudor. Ahora recoge tus cosas, que mi misión de cuidarte y hacer una mujer de bien está cumplida. Lárgate de aquí y, por el bien de ambos, sobre todo del tuyo, Leila, no quiero volverte a ver nunca más.”

Nunca supe si lo que me dijo era verdad o era mentira, lo que sí es que se aseguró de darme una buena cantidad de dinero y de que yo tuviera un trabajo fijo. No sé cómo lo hizo, pero por él me aceptaron en La Sede. Desde entonces no lo volví a ver, aun si sabía dónde vivía y muchas veces me tentaran los deseos de encontrármelo.

Me costaron lágrimas desprenderme de su protección pues le tenía cariño y bastante devoción. Pero también sentía asco. Asco por sus mentiras. Asco por su traición.

Con mi libertad me volví promiscua. Amaba follar con hombres mayores que conocía de una sola noche. Incluso uno de ellos se convirtió en mi sugar daddy, y fue él quien me puso el apartamento en el que actualmente vivo. Sin ataduras ni sentimientos, cogí con muchos hombres. A mis veinticuatro años ya había hecho orgías, tríos y toda clase de perversidades. Tuve tres novios formales a los que fui incapaz de amar, salvo al último (que más bien fue enculamiento) que terminó por mandarme a la mierda cuando se hartó de mí.

Desde entonces amaba la soledad, pero seguía extrañando una buena compañía o, al menos, una amistad sincera que me hiciera sentir viva.

Y conocí a Livia… y mi proclividad a la soledad se esfumó, pues amaba su compañía.

Como dije, aunque ella era perfecta, su mayor defecto era el inmaduro de su “princesito” que me aborrecía por considerarme una mala influencia para su novia. El muy cabrón no podía obviar que a mi lado estaba más segura que con él: yo le brindaba la posibilidad de volar, mientras que él sólo le ofrecía los pequeños confines de una jaula gris donde la tenía confinada.

En bastantes ocasiones la había encontrado llorando en los baños de mujeres de nuestra área, y aunque algunas veces las culpables eran su madre y sus tías, la mayor parte del tiempo era Jorge.

Por eso decreté que si el Zanahorio no cambiaba su actitud machista hacia mi amiga (y la hostilidad hacia conmigo) no me quedaría más remedio que intervenir para rescatarla de sus garras, esas que la estaban llevando a la mediocridad.

—Ya basta de hablar tanto de esa tal Livia —me había dicho Xavier (ese ex novio infiel con el que solía quedar de vez en cuando, sobre todo cuando mi vagina ardía y me exigía una polla dentro) la noche anterior mientras volvíamos a follar en mi apartamento—, hablas tanto de la tal “Livia” que hasta parece que estuvieras enamorada de ella.

Su comentario me supuso una impresión bastante fuerte que me sacó de quicio.

—¡Cállate, pendejo! —lo abofeteé mientras me tenía ensartada con mi espalda pegada a la pared. La sensación de sentir mi espalda apoyada sobre un áspero muro mientras un macho como Xavier me follaba era algo apoteósico—. ¡No vuelvas a decirlo nunca! —le grité, al tiempo que él me cogía del cuello y me lo apretaba fuerte, con odio y placer, mientras me embestía y yo rodeaba su torso con mis piernas quedando colgada de su cuello—. ¡Jamás vuelvaaa…s a… decirl…o, pendejo!

La voz se me atoró en la garganta por la presión que Xavier ejercía sobre mi cuello. De no ser porque estaba acostumbrada a que me violentara con esa parafilia suya de hipoxifilia, habría creído que intentaba asfixiarme.

—¡Suéltame, cerdo! —le escupí cuando apretó más, sintiendo arcadas.

Le rasguñé la espalda mientras su mano izquierda me seguía apretando: sus caderas continuaron envistiéndome, y yo me convertí en un péndulo humano que se meneaba hacia adelante y hacia atrás en tanto el salvaje ese me reventaba. Mi orgasmo se estaba formando dentro de mi vientre, como un poderoso fuego que parecía estar traspasándome la piel.

—¡La amas, guarra! —me recriminó Xavier soltándome del cuello y cogiéndome del pelo para jalarme la cabeza hacia atrás—. ¡Pero también te amas mis pollazos, zorra degenerada!

Patalee de odio y placer, pero me fue imposible no continuar colgada en su cuello mientras me penetraba hasta que ambos nos corrimos en dos potentes orgasmos.

Y ahora allí estaba yo, de pie en el umbral de la cafetería, desde donde pude observar cómo Livia y su princesito esperaban sus bandejas. Ah, sí, porque el Zanahorio hasta eso me había quitado ese jueves (que eran los días que Livia comía conmigo). Me la había robado porque decía… que quería hablar algo muy serio con ella. Livia me pidió que no me molestara, y aunque fingí no hacerlo, la verdad es que estaba ardiendo de cólera por dentro.

Saludé a mi amiga con la mano, fingiendo una sonrisa inocente, y luego me senté en una mesa contigua, sabiendo que esta acción molestaría a su novio. Al poco rato la mesera les llevó dos platos con pollo dorado y yo aproveché para ponerme los auriculares, para simular estar escuchando música cuando mi verdadera intención era oír la conversación de esos dos.

Miré hacia su mesa de soslayo y vi que Jorge tenía una cara de funeral. ¿Se habría enterado ya sobre lo que había ocurrido entre de Livia y Valentino? Por la forma en que ella sonreía supuse que no.

Volví la vista hasta mi teléfono simulando mirar mis redes sociales, mientras pensaba que Livia era demasiado para él. De hecho… Livia  era demasiado para todos… incluso para mí. Pero el peor de todos era él… Jorge Soto. Su verdugo y opresor.

—Ahora sí, Livia  —dijo Jorge en un susurro casi inaudible—, anoche descubrí algo… que quiero que me aclares ahora mismo. Y sin mentir.

Suspiré hondo imaginando lo que se venía.

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Continuará el día 26 de diciembre, que a donde me voy a pasar las fiestas no puedo llevar mi computadora.

¡Les deseo una Feliz Navidad, y abrazos a todos!