Pervirtiendo a Livia: Cap. 3 y 4

A Livia nunca le interesaron las pollas grandes: o quizá era porque no las conocía y la única referencia que había tenido de ellas era la de su novio. Para terror de Jorge, hay un evento que le hace pensar que Livia podría estar comenzándose a interesar en esa clase de... enormidades.

  1. CONVERSACIONES AJENAS

JORGE SOTO

Miércoles 21 de septiembre

13:20 hrs.

Livia era una dulce niña que, además de ser preciosa, era muy alegre. Los hoyuelos que se figuraban en sus mejillas cada vez que sonreía le ofrecían a su semblante un aire coqueto e inocente que me producían enormes deseos de querer comérmela a besos. Su risa daba vida a nuestro pequeño apartamento cuando abundaba la sobriedad, y su voz cantarina solía animar los momentos tensos de nuestra relación. Muy pocas veces nos habíamos enfadado por algo, y en las ocasiones que habíamos discutido, había sido por mis constantes reproches hacia su pasividad a la hora de defenderse ante sus tías, madre o compañeros de trabajo.

El amor de su vida, además de mí, era un horroroso y enorme gato negro que un día había traído Livia de la calle porque la había seguido, hambriento. En realidad se le había pegado como una bacteria, y por ese motivo yo lo había llamado tal cual: Bacteria. Livia no estuvo de acuerdo con el nombre, pero al final terminamos llamándolo así después de una discusión de una hora en que ella se encaprichó con él y se echó a llorar cuando quise sacar al felino del apartamento.

—A duras penas cabemos nosotros dos en esta ratonera, Livy —la había intentado entrar en razón—, ¿y tú quieres que nos quedemos con este gato horroroso?

—¡Por favor, por favor, por favor! —se había echado a llorar mi novia como una niña a la que no le quieren cumplir un capricho, restregándoselo en sus grandes senos mientras el gato chantajista maullaba con ella como si supiera que yo lo quería echar fuera del apartamento—. ¡Por favor, por favor, déjame quedármelo, por favor, por favooor!

Y bueno. Yo era débil, y nunca había sido capaz de negarme a un capricho de mi novia sobre todo si la veía llorar. Me partía el alma. Y ahora ahí estaba el estúpido gato llamado Bacteria, un orgulloso felino que amaba a Livia y que a mí me odiaba con la misma intensidad con que lo odiaba yo a él. De hecho, todos los días me rasguñaba cuando me tumbaba en el sillón por el simple hecho de joder.

Pero como digo, yo no podía negarle nada a mi novia. Ella también era de la clase de chicas que nunca solía decir “no” a un favor que le pedían, aun si eso estaba fuera de su alcance o la obligaba a permanecer despierta toda la madrugada haciendo trabajos que no le competían (y encima tener que trabajar al día siguiente).

Por lo demás, teníamos una relación prácticamente serena, rosa y sin mayores exabruptos. Livia (además de los gatos) amaba los pasteles de chocolate, los dulces de chocolate (el chocolate en general) y solía reír con ingenuidad como cuando una chiquilla es sorprendida haciendo travesuras.

Cada mañana me dejaba un mensaje bonito en el espejo del baño con uno de sus labiales rosas, (adornándolo con un beso dibujado en el cristal con sus propios labios que, encima, eran carnosos y mullidos) mismo que yo leía al levantarme mientras ella preparaba el desayuno.

Sin embargo, desde la noche anterior la noté más callada y seria que antes. Pensé que esta actitud se debía a la frustración que le suponía saber que había posibilidades de que otra tipeja estuviera a punto de robarle un puesto que mi novia se merecía.

Era injusto que Livia, con su profesionalismo y cualificación, no tuviera un mejor cargo desde que estuviera trabajando en La Sede, y en mi caso, era una verdadera burla que, pese a tener una carrera profesional, además de haber tomado un curso de diseño gráfico, (y siendo el cuñado de uno de los dirigentes del partido), continuara ejerciendo como el secretario del secretario de la secretaria.

Pero bueno.

El próximo año, después de las elecciones de junio, Livy y yo teníamos proyectado casarnos, y mi meta era tener una casa propia en la que pudiéramos comenzar nuestra nueva vida, (estaba harto de vivir en ese asfixiante apartamento que, además de estar lejísimos de La Sede, era tan grande como una ratonera. Encima ahora tenía que soportar a Bacteria). Pero con nuestro sueldo no podíamos pagar algo mejor.

Estábamos ahorrando entre los dos para cumplir nuestros objetivos. Es así como funcionan las parejas y como progresan, teniendo ideales en común y trabajando juntos por ello. Livia llevaba la administración de nuestros ingresos, y los racionaba de tal forma que, pese a nuestros míseros sueldos, lográbamos llegar a fin de mes con todas nuestras facturas pagadas y dándonos ciertos lujitos de vez en cuando (y cuando digo lujitos me refiero simplemente a la posibilidad de poder ir a un bar, cine o restaurantes de vez en cuando).

Además, en ocasiones me era posible ganar dinero extra cuando hacía los vergonzosos trabajos sucios que mi cuñado Aníbal me pedía. Me refiero a hacerle coartada ante mi hermana Raquel cuando él tenía que salir de viaje o cuando ocupaba de mí para persuadirla en algo que ella sólo aceptaría si se lo pedía yo.

Aquello no era algo de lo que me sintiera orgulloso, pues amaba a mi hermana desmedidamente (sobre todo sabiendo su problema de los nervios que la aquejaba desde hacía muchos años) y me sabía mal que por mi culpa Aníbal pudiera salirse con la suya (follándose a cuanta amante se le atravesara) mientras Raquel tenía que contentarse con estar encerrada y medicada todo el tiempo en su mansión. Pero a veces tu pretensión de querer vivir de mejor manera y darle a tu novia una vida más digna te hace hacer cosas que, de otra manera, jamás accederías.

Me dije que las cosas tenían que cambiar, y durante toda la mañana me la pasé ideando formas para conseguir que nos ascendieran o, de perdis, que nos dieran mejores puestos de trabajo de acuerdo a nuestros perfiles profesionales. Desgraciadamente, pese a que Livia se opusiera, sabía que la mejor manera de hacerlo sería pidiéndoselo a Aníbal. Y me convencí de que tendría que hablar con él tan pronto llegara del viaje que había hecho a la capital.

Aníbal, a sus cuarenta y tantos años, era un tipo bastante apuesto, regio y fornido, que llamaba la atención de todas las mujeres que gustaban de tipos como él, tanto por su apariencia varonil, como por su dinero. Por supuesto, este zorro viejo se follaba a quien se le metía entre ceja y ceja. Y donde ponía el ojo, ponía la bala. O más bien el rabo. No había culo femenino del que se encaprichara que se le fuera vivo y sin reventar si se lo proponía.

Maldita la hora en que mi hermana se casó con ese cabrón.

Raquel le suponía un obstáculo para que él pudiera seguir con sus andadas, follandóse a cuanta mujer se le antojara, y dado el problema de depresión que padecía mi hermana, estuve seguro que sería muy peligroso (casi mortal) si ella se llegaba a enterar que Aníbal Abascal, su marido, se acostaba con todas las hembras de las que se encaprichara.

Suena horrible (incluso pareceré un hijo de puta) pero, haciéndome de la vista gorda, prefería cubrirle las espaldas al adúltero de mi cuñado, antes que permitir que mi hermana cometiera una locura si se enteraba de las constantes infidelidades de su marido. No me perdonaría si Raquel cometía una locura por tal razón.

Cabe destacar que Livia desconocía que yo me prestaba a los juegos macabros de Aníbal, de manera que él pudiera ponerle los cuernos a mi hermana… a cambio de ciertos favores. Si ella se llegaba a enterar, seguro me arrancaría los huevos con una sierra.

«Favor con favor se paga» pensé. Y Aníbal tenía que hacerme el favor de que mi prometida y yo pudiéramos prosperar en La Sede.

Durante la mañana hice los reportes de proyecciones electorales estatales que Lola, la secretaria de Aníbal, me había solicitado a través de su secretario. Lola se había marchado con Aníbal a la capital para realizar las diligencias.

Yo trabajaba en el departamento de Gestión de recursos públicos de La Sede, como ya dije antes, ejerciendo del secretario del secretario de la secretaria de Aníbal, y aunque mis funciones aún no las tenía muy claras (después de tantos años en la oficina), me limitaba a realizar con eficacia lo que me encomendaban.

—Jorge, Leila me dará su número de teléfono, al fin, esta tarde —me dijo Fede, mi compañero de oficina (el único compañero de trabajo que tenía en esa pequeña área de cubículos y que estaba frente al mío). Fede era un tipo menudo y gordito de mi edad que estaba locamente enamorado de una de las mayores zorras que había en La Sede, una chica que, por cierto, era compañera y amiga de mi novia.

—Mira, Fede, no es por desanimarte, pero la última vez que Leila te dio su número de teléfono, terminaste llamando a los bomberos —le recordé la mala broma que esa arpía le había jugado.

Mi pobre amigo era un nerd informático que se encargaba de resolver todos los problemas de red y códigos de nuestro departamento. Había un informático para cada área, pero, por fortuna, nosotros teníamos al mejor. El problema es que lo que tenía de inteligente lo tenía de ingenuo para sus relaciones amorosas.

Todas las mujeres solamente lo utilizaban para que les hiciera favores. Le hablaban por conveniencia, y no les importaba si lo ilusionaban y luego le daban una patada en las nalgas. Y una de ellas era Leila que, por cierto, me caía como un grano en el culo. No me gustaba nada la influencia que ejercía sobre Livia.

—No se lo tengo en cuenta, Jorge —me dijo el gordito sumamente ilusionado. Hasta sentí pena por él—. Leila es así, bromista, independiente, divertida, rebelde, y, sobre todo, preciosa, ¿has visto qué guapa ha venido el día de hoy con esa faldita negra y blusa color perla que le acentúan sus pechos y asentaderas?

—No, no la he visto, pero seguramente tú sí —lo acusé—, que te encanta espiarla cada vez que sales de la oficina. Ya pareces un psicópata detrás de ella. Si supiera que la vigilas en sus redes sociales y te mantienes al tanto de todo lo que hace, seguro te denunciaría a la policía por acosador.

Fede se echó a reír. Puesto que Lola y su secretario, y Aníbal y su asistente se habían ido a la Ciudad de México, Fede y yo estábamos solos en el departamento, y el gordito no tenía nada mejor que hacer que mirar el instagram de aquella sensual pelinegra.

—No me lo reproches, Jorge, que tú haces lo mismo con Livia.

—Sí, pero da la casualidad de que Livia ya es mi novia, ¿qué digo novia?, ¡mi prometida! Y Leila de ti no es nada, ni siquiera tu amiga. Sólo te busca para que le hagas favores y luego se olvida de ti. Y tú ahí, como tonto, detrás de ella.

—Es que Leila es tan bonita. Sus ojitos verdes, su carita de ángel, su cuerpecito de ninfa. Su piel tan clara, tan fina, tan sedosa. Sus labios tan … tan… tan…

—Ya, ya, párale, que pareces campana. —Me asqueó escucharlo hablar así de una chica que no lo merecía y que, por donde le viera, no valía la pena. Porque sí, lo admito, Leila era una belleza andante, pero su hermosura quedaba invalidada por su carácter burlón, extravagante, y por ser tan interesada y de moral cuestionable—. Lo que no me explico es por qué quieres que te dé su número de celular si tú ya lo tienes, ¿acaso no accediste (ilícitamente, por cierto) a él, y no dudo ni un poco que también hayas intervenido su teléfono para mirar sus fotos… íntimas?

Fede, que era bastante rubio, se puso rojo como un tomate.

—Es verdad que tengo su número, pero ella no lo sabe. Y si no quiero que me dé una patada en el culo, es mejor que me pase su número ella misma antes de mandarle mensaje. Y con lo otro pues no, te equivocas. No he visto sus fotos de nada de nada. Yo mismo me encargué de cifrarle su teléfono para que no pueda ser intervenido por nadie. Incluido yo.

—Muy raro, ¿no? —lo cuestioné, mientras enviaba al correo electrónico de Lola las proyecciones del día—, ¿por qué una chica como Leila que trabaja haciendo notas de prensa, como mi novia, querría que le cifraran su teléfono? Ni que fuera una mujer tan importante a la que le pudieran robar información confidencial. A Valentino, su jefe, te lo creo, ¿pero ella?

—Sus razones tendrá, Jorge —me contestó mirándome con asombro—. No me explico cómo puedes sentir tanta aversión por una de las mejores amigas de tu novia.

—Pues precisamente por eso, Fede. Mira, no me lo tomes a mal, pero Leila es una chica bastante… promiscua (lo dicen todos) y a mí no me gusta que Livia tenga esa clase de amistades, ni que la relacionen con ella. Es vergonzoso.

—Leila no es como piensas, Jorge —la defendió Fede haciendo una mueca—. Ella misma me ha dejado claro que esos rumores son simples difamaciones de mujeres que la envidian y de hombres que han intentado pasarse de listos con ella, mismos que ha rechazado. Y yo la creo. Y pues nada… es cierto que tiene una peculiar forma… atrevida de vestir, pero eso no define su conducta ni su ética. Además es joven y puede lucir cualquier cosa que se ponga. Leila es una buena chica, y por eso la amo. Un día me darás la razón, mi querido pelirrojo.

Puse los ojos en blanco. ¿Ingenuidad o estupidez?

Me pregunté qué clase de favor le había pedido Leila a Fede para haberlo ilusionado otra vez.

Pobre de mi amigo: al parecer tenía esa clase de engrudo en los ojos que no le permitía ver la fichita que era Leila. Federico Ruelas siempre iba a justificar todas y cada una de sus inmoralidades con tal de no desilusionarse de ella. Él era una buena persona, y no me gustaba que todos abusaran siempre de su buena voluntad. Quizá me sabía mal que se aprovecharan de él porque me recordaba a Livia, que padecía del mismo problema de ingenuidad. Menos mal ella me tenía a mí. Pero Fede solo tenía su suerte… y al parecer no le era de mucha ayuda.

—Pues suerte con Leila —le dije resignado, acomodando las cosas antes de salir.

—Gracias, pelirrojo.

A las dos de la tarde era la hora de la comida, y todos los empleados teníamos derecho de salir un par de horas de La Sede y volver a las cuatro de la tarde. Livia y yo teníamos una rutina precisa que constaba de encontrarnos todos los días en el Lobby del enorme edificio de cristal que albergaba La Sede del partido político para irnos a comer.

Ese miércoles, en particular, terminé mis pendientes veinte minutos antes de lo previsto, por lo que tuve tiempo de salir del edificio a comprar una caja de chocolates para Livia en una tienda de conveniencia que estaba cerca de La Sede. Como dije, la notaba un tanto angustiada y estresada, por eso quería darle una de sus mejores alegrías: el chocolate.

Cuando volví a La Sede me di cuenta que todavía faltaban diez minutos para que mi novia saliera de su departamento, así que decidí darle la sorpresa y esperarla en las inmediaciones del pasillo donde yacía su cubículo.

Fui al ascensor y subí al tercer piso, al área de prensa, donde estaban las empleadas (entre ellas Catalina, una mujer madura y rubia, atractiva, seria, de pelo corto muy estilizado, que siempre vestía trajes sastres muy elegantes que hacían juego con sus maneras refinadas). Vaya si Catalina era atractiva: lo curioso es que sin ser tan descarada como Leila, algo debía de tener en su fuerte personalidad para que el cabrón de Valentino quisiera robarle el puesto a mi novia para dárselo a ella.

—Qué tal, Jorge —me saludó Jovita sonriendo. Ella era la afanadora del departamento de prensa—. La señorita Livia está en el baño de chicas, con la señorita Leila.

—Gracias por el dato, Jovita —le dije a la sesentona mujer, que era una de las mujeres de aseo más serviciales y jocosas del edificio.

Escondiendo los chocolates en mi portafolio, me dirigí al pasillo izquierdo, al área de baños de mujeres, dispuesto a sorprender a mi Livy cuando saliera. Pero el sorprendido resulté yo cuando me acerqué lo suficiente a la puerta para escuchar unos cuchicheos que tenían la cadencia de la dulce voz de mi novia y la extravagante tonalidad de su “amiguita” Leila.

Livia estaba conversando con Leila en los lavamanos de los baños. Se miraban la una a la otra a través del enorme espejo que cubría toda la pared (o al menos esa visión tuve los únicos dos segundos en que me asomé).

Leila llevaba puesta una pequeña faldita negra que la hacía lucir espectacular, con sus largas piernas doradas, y sus cabellos cobrizos al ras de sus pequeños pero turgentes pechos, ocultos por una blusa perlada que, de tan ceñida, parecía a punto de reventar.

Livia, en cambio, tenía trenzados sus largos y preciosos cabellos castaños (casi como el color brillante de las avellanas), y sus enormes caderas, pechos y nalgas estaban ocultos debajo de un holgado saco beige que le llegaba a las rodillas. De todos modos, su hermosa carita fina y sus ojos color miel con chocolate la hacían lucir impresionante.

Tenía sus gruesos labios rosados apretados; sus pómulos perfectos yacían tensos, y su ceño permanecía fruncido.

—¡Par favaaar, mi cielaaa! —escuché que le decía Leila a mi novia en tono de reproche, con aquél acento desgarbado de niña fresa (presumida) que yo tanto aborrecía—, deja de sentirte preocupada por algo de lo que ni siquiera tuviste la culpa.

—¡Tú no me entiendes, Leila! —se quejó Livia con su particular tono de angustia—. ¡Ni siquiera puedo mirar a Valentino a la cara!

¿Valentino? ¿Livia había nombrado a Valentino? ¿Por qué no podía “mirarlo a la cara”?

Sentí un retorcijón en la panza.

Valentino Russo, con apenas 32 años (sólo cinco años mayor que yo), además de ser el jefe del departamento de prensa (y futuro jefe de campaña de mi cuñado, en caso de que éste último saliera victorioso en las elecciones internas del partido), era el mejor amigo de Aníbal, y tenía fama de ser tan mujeriego e hijo de puta como él.

De hecho era su réplica exacta (en el sentido de personalidad) pero en más joven.

El cabrón era un chulito y presuntuoso guaperas que se sabía atractivo y se aprovechaba de ello para conseguir lo que quería. De piel tostada, Valentino tenía la cabeza rapada, musculoso como un luchador profesional al muy estilo de La Roca. Gustaba de presumir sus gustos caros, de vestir siempre a la moda, y era de la clase de tipos que suele colgar en instagram todas las estupideces que hace durante el día. (Solo le faltaba anunciar cuando estaba cagando).

Su última novedad excéntrica había sido subir un “en vivo” de la realización de un tatuaje de la Piedra del Sol (popularmente llamado calendario azteca) en uno de sus enormísimos y fornidos brazos. Yo no lo vi, por supuesto, pero los chismes de las niñas calentonas de La Sede se corren rápido y me enteré. Así debía de ser su ego para pensar que el mundo entero estaba pendiente de lo que hacía.

—Tú no hiciste nada, mi cielaaa —continuó Leila en lo que pensé, era un nuevo intento por animarla por lo que sea que estuviera padeciendo mi novia—. Es Valentino quien debería de sentirse avergonzado por lo que hizo y no tú. Yo siempre te dije que era un degenerado… aunque…. Ufff, querida, no me vas a negar que es un semental que está para comérselo a lamidas. Todo un macho alfa. ¿Has visto el pedazo de culazo que tiene ese machote? Con cualquier pantalón que se ponga se le ve prominente, ¿y que me dices del paquete que se le insinúa por delante? Es todo un papacito.

—No inventes, Leila, que no es momento para tus bromitas —le reprochó mi novia.

—No son bromitas, Livia. Es una verdad universal que Valentino es de la clase de hombres por la que todas las mujeres perdemos la cabeza. Todas deberíamos de ser reventadas alguna vez por un machote como él, lo dice la biblia.

—Ashhh —se quejó Livy.

—Ya no te comas la cabeza, mujer, que ya te dije que la culpa la tuvo él.

—¡Pero es que ni siquiera es así, Leila! Literalmente la culpable soy yo. Ay, dios mío, me da tanta vergüenza. —Livia estaba angustiada de verdad. Yo conocía ese color de voz y me preocupé.

—A ver guapa, que tampoco te tienes que poner sulfúrica. Tampoco es para tanto. Al contrario, me das una envidia que no te cuento.

—Pues ojalá tú hubieras estado en mi lugar, Leila. Para mí fue demasiado… demasiado… bochornoso.

¡Joder! ¡Joder!¿De qué carajos estaban hablando? ¿Qué había sido eso “demasiado… demasiado… bochornoso” para que Livia estuviera tan mortificada?

La boca se me secó, el oxígeno se me fue por el culo y el corazón retumbó dentro de mi pecho con tal potencia que podía escuchar los latidos en mis orejas.

—Ni siquiera sé si debo de contárselo a Jorge.

—¿Estás loca, Livy? —la reprendió Leila como si mi novia hubiera dicho una barbaridad. Por cierto, odiaba que esa loca llamara “Livy” a mi “Livy”, pues aquél era un cariño que sólo empleaba yo—. Si tu zanahorio se entera, el lío que te va armar.

Ah, sí, la muy estúpida me llamaba zanahorio “por el color pelirrojo descolorido” de mi pelo, en sus propias palabras.

—¡Yo no tuve la culpa, Leila! —insistió Livy.

—Tampoco la tuvo nuestro jefe, y ya está. Lo que pasó pasó y ya no hay nada que puedas hacer al respecto. Anda, vámonos de aquí, prometo que cuando vuelvas de comer seguimos conversando.

Cuando las escuché venir hacia donde yo estaba escondido, huí del pasillo y me dirigí al Lobby del edificio, donde siempre solía esperarla.

¡Carajo! ¡Carajo! Con un punzante dolor en mi cabeza, suspiré hondo, imaginándome un montón de cosas que me dejaron angustiado el resto del día.

  1. SOSPECHAS

JORGE SOTO

Miércoles 21 de septiembre

14:35 hrs.

Livia se apareció en el Lobby a la hora acostumbrada. Me dio un beso en las mejillas y nos dirigimos en silencio a nuestro auto amarillo (que habíamos comprado hace un año de segunda mano) que ella había nombrado “pollito”. Fuimos a comer a una fonda que estaba a cinco minutos de La Sede. Nos sentamos frente a frente en una pequeña mesa cuadrada y, como desde el día anterior, seguí notando a mi novia retraída, nerviosa y hasta un poco molesta por algo que intentaba ocultarme mientras pedíamos al mesero un par de órdenes de enchiladas suizas.

—¿Te ocurre algo, princesa? —le pregunté, ahora sintiéndome nervioso yo.

Concluí en que todo lo que había escuchado a hurtadillas en los baños tenía que tener una explicación.

—Estoy… un poco nerviosa. Es todo, bebé. —Livia no me miró a la cara cuando me respondió.

—¿Nerviosa por qué? —quise saber.

—Por nada.

—Livy —insistí.

—No me lo tomes en cuenta, cielo —intentó sonreír, mirándome a los ojos por primera vez. Joder, ella era tan bonita—. Ya sabes, me sigue preocupando bastante el tema de Catalina.

No, no, no. Mi novia no podía irse por la tangente. Ella y yo sabíamos que su preocupación esta vez no era por el asunto de Catalina. Esta vez se trataba de Valentino. Se lo había dicho a Leila. Y su preocupación a mí me preocupaba también.

¿Qué carajos había pasado entre ella y él?

Mi confianza en Livia era plena; indudable. Ella era una niña buena, ni niña. Era ingenua, inocente, incapaz de faltarme al respeto de ninguna forma. Livia era Livia. Ella… no tendría el valor para… ¡Mierda! Incluso pensar lo que estaba pensando era absurdo: ilógico, ¡una estupidez!

¿Entonces?, ¿de qué se trataba todo esto?

—¿Pasa algo con Valentino? —le pregunté sin rodeos.

Livia abrió los ojos como platos y la vi palidecer.

—¿Cómo dices? —me supo mal verla tan asustada. No me gustaba tener que ponerla en esta situación.

—Valentino, Livy, que si pasa algo con Valentino.

Ella sonrió. Tragó saliva, negó con la cabeza y se echó sus largas trenzas hacia delante, para después beber agua de su botella.

—¿Qué tiene que ver Valentino en todo esto?

“Es lo que quisiera saber, princesa.”

—Es que —intenté arreglar mi comentario—, cada vez que estás nerviosa… es por algo que él te hace. Me refiero a trabajo extra… presiones, no sé, algo así. Valentino es causa de muchos de tus problemas últimamente, Livy.

—Ah —musitó, como sintiéndose aliviada. Meditó una reflexión interna un par de segundos y me sonrió. Esta vez su sonrisa fue casi natural. Como el de una niña traviesa que intenta redimirse—. Pues sí, bebé; sin duda Valentino otra vez es la causa de mis problemas.

—¿Y…? ¿Qué pasó ahora?

Livia volvió a sonreírme con inocencia, remarcándose sus bonitos hoyuelos en las mejillas. Sus hermosos ojitos, coronados con unas pestañas largas, negras y espesas, me robaron el aliento momentáneamente, antes de responderme:

Cuéntamelo, Livy, por favor, cuéntamelo… dime la verdad de lo que te pasa.

—Mi jefe ha decidido que a partir del próximo lunes 26 de septiembre, será indispensable que todas las mujeres del departamento usemos faldas tipo sastre arriba de la rodilla, pantimedias, tacones de aguja y blusas de oficina.

¿What The Fuck?

Tragué saliva; aunque Livia no se hubiera atrevido a contarme la verdad respecto al tema que tenía con Valentino, este nuevo código de vestimenta de oficina que el cabrón estaba implementando para el departamento sí que me sacó de quicio. El asqueroso pervertido ese quería saciar sus fetiches vistiendo a todas las mujeres como a él le gustaban.

Así que de momento dejé de insistir con mi novia respecto a lo otro (esperé que Livia tuviera la confianza para revelarme lo que había ocurrido entre ella y su jefe) y el resto de la comida la pasamos conversando sobre el dinero extra que sacaríamos de nuestros ahorros para que ella pudiera renovar su guardarropa a fin de complacer al hijo de puta de su jefe.

JORGE SOTO

Miércoles 21 de septiembre

21:15 hrs.

Esa noche quise consentir a mi novia haciendo la cena para los dos. Y también lo hice porque necesitaba distraerme y pensar en otras cosas. Me exigí a no continuar comiéndome la cabeza pensando babosadas que no venían al caso.

El asunto de Valentino y Livia debía de tener una explicación coherente y estuve seguro que ya habría tiempo para aclararlo todo.

Mi hermosa novia, feliz con mi propuesta gourmet, aprovechó para ducharse y luego ponerse a trabajar un rato en la computadora portátil que compartíamos los dos, acompañada de Bacteria. Ya era una laptop vieja (que había comprado yo en mi época universitaria) pero, por ahora, no había modo de hacernos de una nueva.

Cuando terminé de hacer los hot cakes y un delicioso licuado de fresa con leche deslactosada (ya que padecía de gastritis), fui a nuestro cuarto a avisar a Livia sobre la cena. Como dije antes, nuestro apartamento era tan grande como una ratonera, así que la habitación la usábamos como dormitorio, biblioteca y despacho.

—Cielo, la cena está list…

Livia pegó un grito de susto de muerte cuando entré, y en seguida cerró el portátil en un ipso facto. La noté tremendamente nerviosa. Allí, sentada, (con el gato echado en sus pies), todavía con el pelo mojado y la toalla rosa enrollada en el cuerpo, mordiéndose su labio inferior, ella me miró con inquietud y forzó una sonrisa.

—Pasa algo, ¿Livy? —le pregunté con sospechas, todavía con mi ridículo mandil de concina atado en mi cuello y cintura.

—Nada —dijo, con sus ojos color chocolates bastante entornados—, bueno, creo que el mandil te queda mejor que a mí, pecosín.

Dicho esto, Livy se levantó en seguida, como un resorte, se acercó a mí y comenzó a besarme como no lo había hecho en mucho tiempo. No, no; como no lo había hecho nunca, bajo ninguna circunstancia.

—Princesa… la cena —dije al tiempo que su aliento se enterraba en mis entrañas y sus carnosos senos se aplastaban contra mi pecho.

—¿Crees que la cena pueda esperar? —me preguntó coqueta mientras metía sus manos debajo de mi camisa, por mi espalda, y comenzaba acariciarme, al tiempo que mi polla se inflamaba y palpitaba dentro de mi pantalón.

—¿Y si se enfría la comida? —le pregunté mientras su lengua húmeda reptaba dentro de mi boca con intensidad.

—¿Y si me enfrío yo? —me preguntó con una voz sensual que nunca le había escuchado emplear.

—Mejor que se enfríe la comida —admití con morbosidad, súbdito de su belleza.

Nos separamos un momento para quitarme el mandil, y luego Livia volvió a besarme con intensidad. Ya empalmado, la tomé de las manos y la tumbé en la cama, que estaba muy cerca del escritorio. Intenté quitarme el pantalón mientras ella me miraba con curiosidad, hasta que me dijo:

—Ven, bebé, yo te ayudo.

—¿En serio? —le pregunté incrédulo.

Jamás le había dado por quitarme la ropa. En realidad nunca lo había hecho. Nuestras relaciones se limitaban a desvestirnos cada cual por su lado, (salvo excepciones en que me había dejado desvestirla) y luego acostarnos sobre la cama para comenzar con los preliminares, que tampoco eran excesivos.

Livia frunció los labios, con una media sonrisa. Desabrochó el cinturón y luego el pantalón, el cual cayó por el peso de la hebilla.

Mi bóxer enseñaba una protuberancia producto de mi calentura. Ayudé a Livy a quitármelo y mi pene apareció delante de su cara, duro e inhiesto. Ella lo observó con las cejas enarcadas.

—¿Esto… es tu pene? —dijo, con los ojos enormes.

Estaba ruborizada. Miró mi polla con atención desde diversos ángulos. Luego la tomó con las manos y sonrió. Nunca la había agarrado con sus manos. Ni siquiera para masturbarme o ayudarme a metérsela en su vagina.

—Vaya —murmuró, aunque no supe interpretar su gesto ni palabras. Ella continuó mirándola, mientras la recorría con los dedos lentamente, de la base a la punta, pues no tenía hecha la circuncisión. Mi polla palpitó y se puso más dura.

La verdad es que me estaba poniendo nervioso. Ella nunca me la había visto con tanta atención como esa noche. ¿Qué le ocurría?

—¿Te gusta? —le pregunté para romper el hielo.

—Es bonita —respondió.

Tragué saliva. Supongo que esperaba cualquier otra respuesta, no un “está bonita”. Pero vale.

—Anda, guapa, que se me va a desinflar, que me pones nervioso.

—¿Por qué? —quiso saber, todavía asombrada.

—Es que… actúas como si nunca me la hubieras visto —determiné.

—Sabes que, literalmente, nunca te la había visto. O al menos no así, bebé, sin condón.

—¿Dos años y nunca me la habías visto con tanta atención? —dudé—, ¿ni siquiera a hurtadillas?

Livia reflexionó sobre lo que le decía.

—Bueno sí… te la habré visto alguna vez, pero no así, con tanto esmero como ahora.

—¿Y por qué te ha dado por inspeccionarla? Y no es que me moleste, todo lo contrario. Pero es raro.

—Por curiosidad. —Sus pequeñas y cálidas manos rodearon la base de mi tronco y con sus dedos acarició su mediana longitud.

Me estremecí como un idiota: que unas manos tan suaves y abrasadoras como las suyas te acaricien la polla siempre es motivo para que se te ponga dura. Mi chica era como una niña curiosa con un juguete nuevo. No paraba de mirarlo, apretarlo y asombrarse.

—¿Curiosidad de qué? —le dije, quitándole la toalla que llevaba encima.

—De ver… cómo es. De tocarla… con mis manos.

Livia se veía preciosa desnuda, allí sentada en el borde de la cama, con sus muslos juntos, sus caderas anchas dando figura a su hermosa y delgada cintura, su abdomen plano y sus enormes senos brillantes, turgentes, colgando excelsamente sobre su pecho, con sus pezones duros, inflamados, rositas, como un par de pálidas fresas que exigen que te los lleves a la boca y los lamas.

—¿Alguna vez me lo chuparás? —le pregunté, mientras ella continuaba acariciando mi miembro.

—¿El qué? —me preguntó extrañada.

—El pene, Livy —sonreí, al tiempo que estiraba mis manos hacia ella para estrujar sus esféricas montañas de carne.

Ufff. Se sentía tan bien.

—¿Con la boca? —me preguntó con ingenuidad, ruborizándose, estirando, juguetona, mi prepucio.

—¿De qué otra forma se chupan los penes, princesita? —me reí.

Gimió cuando me prendé de sus pezones con los dedos y los estiré. Luego volví amasar sus redondos melones y mi pene se puso más duro que antes.

—Bobo, que nunca he chupado uno —dijo entre jadeos, entrecerrando sus ojos. Le estaba tomando el gusto a mis estrujadas de tetas.

—¿Y no te gustaría chuparlo, Livy?

—No sé…

Sus dedos continuaron sobándome la polla, mientras con sus dedos libres volvía a estirar mi prepucio como intentando mirar más de cerca mi glande. Yo estaba caliente a más no poder.

—Una vez te lo propuse, mi ángel —le recordé—, y me dijiste que te daba asco.

—Pues… ¿cómo no?... —sus ojitos estaban perdidos en el limbo. Mis manos la amasaban, la acariciaban. Sus pezones estaban más duros e hinchados que antes, y ella removía su pelvis, sentada, sobre la cama, como si estuviera sentada sobre una polla y la quisiera enterrar hasta sus entrañas—, mira si no me iba a dar asco la sola idea de chupar… un órgano por donde se orina.

—¿Por eso nunca me has dejado hacerte un oral?

—¿Qué?

—Chuparte… tu vulva. He tenido muchas ganas de hacerlo, Livy, comértela hasta que te chorrees.

—¿A ti no da asco, bebé?

—No, al contrario, Livy, huele muy bien. A veces, cuando te beso los muslos y tus nalgas, te la he podido oler. La tienes muy limpia y aseada. Tu rajita es rosita, y me gusta mirarla, a través de tu fino vello castaño… observar cómo se dilata mientras te meto mis dedos y cómo me los mojas cuando estás demasiado cachonda.

Livia se mordió el labio inferior, dejándose llevar por mis caricias. Echó la cabeza hacia atrás y relució su fino cuello color nácar, como toda su piel. Le seguí apretando sus blandas carnes redondas, intentando exprimírselas como si fuese a darme leche de sus pezones. Y de pronto me dieron ganas de meterle el pene en su boca. Pero no, no quería arruinarlo todo. No ahora que, sin planearlo, habíamos logrado avanzar en algo: Livia me estaba acariciando mi falo por primera vez.

—Me daría vergüenza, bebé —me dijo con la voz entrecortada—, de que… me chuparas ahí y que… pues… luego sintiera ganas de… orinar, como anoche, y que… ¡Ay, no, Jorge, de solo pensarlo me muero de la pena! Ufff… me encanta cómo me las… acaricias nene.

—A mí no me importaría que me orinaras la cara, Livy, que me orinaras mi pene, mis testículos, mis dedos, mis brazos, mi pecho… mi cuerpo entero. Todos los fluidos que emanes y me rocíes encima me serían muy placenteros. Me gustaría beberme tu néctar, princesita. Me gustaría comerme todo de ti. ¿Me dejarás?, ¿me dejarás chuparte tu rajita?

—Así… como lo dices… suena muy bien.

No sé cómo fue que de pronto Livia comenzó a jalarme el cuero del pene de arriba hacia abajo, con movimientos de masturbación. Joder, joder.

—Y sentirás mejor, Livy. He visto películas, he leído cosas… y sé que las mujeres sienten llegar a la gloria. ¿Puedo chuparte tu rajita, mi amor?

—Sí, sí, pero hoy no. Quiero primero estar preparada, leer yo también un poco sobre eso.

Con su cabeza todavía echada hacia atrás, sus ojitos cerrados, sus labios mordiéndose, mis manos amasándole sus tetas y ella masturbándome lentamente, mi capullo comenzó a palpitar debajo de mi cuero. Era una pena que el cuero que cubría la sensible cabeza de mi pene no se pudiera retraer. No obstante, un hormigueo me ascendió hasta mis piernas y luego hacia mi polla que empezó a latir con fuerza.

Joder. Lo que estábamos haciendo era algo nuevo para los dos, será por eso que sentí que en poco tiempo me iba a correr.

—Y… ¿alguna vez… tú… te atreverías a…? pues… a eso, Livy… a chuparme ahí.

Ella continuó exhorta, pero asintió.

—A lo mejor sí. Seguro que sí. Déjame prepararme para esto, bebé, ¿quieres?

—Esperaré lo que necesites, cielo.

—Gracias, Jorge.

Livia comenzó a jadear al tiempo que mis manos le exprimían las tetas y le retorcía con cariño sus pezones. Y ella continuó masturbándome ¡carajo!, mi inocente novia me estaba masturbando. ¿Cómo y cuándo había aprendido hacer eso?

—Livy… para, cielo, para… por favor, que me corro.

Ella se incorporó de nuevo, me miró a los ojos con una sonrisa inédita y maliciosa y luego puso atención a cómo se estaba enrojeciendo la punta de glande en medio del prepucio, a medida que ella me la sobaba de arriba abajo. Vio el líquido preseminal que se formaba en la punta de mi glande y lo frotó con su dedo, provocándome un punzante dolor y placer que me hizo saltar.

—¡No! ¡No!¡No haga…as… eso! ¡Li…vy! ¡Soy… muy sensible de ahí porque no estoy circuncidado!

Livia era una niña muy traviesa. Lo supe porque a medida que le exigía que parara, ella me frotaba con más vehemencia e intención mi capullo. Por la ridícula forma en que me estremecía delante de ella, mi novia sabía lo que me provocaban sus fricciones y no estaba dispuesta a parar.

Probablemente había descubierto una nueva forma de excitarme, y no la dejaría pasar de largo.

—Livy ¡joder! ¡joder! ¡no sigas! ¡Nooo!

Me estaba retorciendo allí de pie como un pollo al que han echado en una cacerola con aceite. Me pregunté cuán patético y risible era mi apariencia ahí temblando como idiota. Y ella sonriendo, feliz de tenerme bajo su dominio.

Ay, mi dulce niña malvada.

—¡Li…v…i…aaa!

¡Joder! ¡Joder! ¡Sus dedos metidos en el prepucio, acariciando mi glande y estrecho frenillo me estaban matando de placer y estremecimiento!

—¡Livy! ¡Livy! ¡Me corrooo!

Ya no pude soportar más. Un fuego ardiente me llegó a la punta de la polla y me hizo estallar de gozo. Dos chorros potentes de semen chocaron contra los enormes senos de mi novia, mojando también sus manos con las que me había masturbado.

—¡Carajooo! —exclamé, cayéndome de rodillas y con mi cabeza sobre sus piernas.

Me asusté horrible al pensar que Livia se enfadaría conmigo por lo que podría haber considerado algo asqueroso. Pero no, cuando levanté la vista, atisbé su mirada infantil observándose sus tetas llenas de mi leche.

¡Joder! Esa vista me volvió a estremecer: era un morbazo indecible ver a una linda niña e inocente como ella experimentando la sensación de tener sus grandiosas tetas llenas de lefa, y que de sus dedos estilaran pequeñas gotas que, a su vez, caían sobre sus muslos.

—Qué… caliente se siente —dijo con una sonrisa, como si se sintiera orgullosa de estar embarrada de mi semen—, esto… es tuyo, Jorge… —me dijo, pasando sus largas uñas perladas sobre los chorros de lefa que se resbalaban por sus pezones—, es producto de lo que yo te provoco, y ahora está impregnado en mi piel.

Me dio bastante vergüenza haberme venido antes de incluso penetrarla. Pero a ella no pareció importarle. Así, con sus dedos llenos de semen, acarició mis mejillas (y aspiré de cerca el aroma de mi propia leche), y luego me comió la boca con un prolongado beso que me dejó sin aliento.

—¿Por qué… tu glande es tan sensible? —quiso saber mientras yo aún me estremecía en el suelo.

—Padezco de fimosis, Livy —intenté explicarle por primera vez—; la fimosis es una afección que impide que la cabeza de mi pene se descubra naturalmente pues mi prepucio es demasiado estrecho. Por eso mi glande es… tan sensible. De hecho, como habrás notado, durante la intimidad el ritmo de mis penetraciones es lento, para evitar que me cause dolor o que en determinado momento provoque sangrados al rasgarse si lo fricciono con bastante rapidez.

Livia enarcó las cejas, asombrada. Me sentía raro estar hablando de algo tan íntimo con mi novia, tras dos años de coitos.

—¿Se puede curar la fimosis? —quiso saber.

—Sí, sí, sólo necesitaría extirparme el prepucio por medio de una circuncisión y listo.

—¿Y por qué no lo haces?

—Ay, Livy, tú sabes lo miedoso que soy para esas cosas. Además me daría vergüenza que gente extraña mirase mis genitales.

—¿Entonces prefieres sentir dolor durante el coito en lugar de envalentonarte y programar la cirugía?

—Bueno, mi ángel: te prometo que luego me lo pienso. Mientras tanto, te Joli.

—Yo también te Joli —me dijo, sonriéndome—, de hecho, te Joli más que tú.

Livia pronto se separó de mí, se mordió el labio inferior y volvió a mirarse sus grandiosas tetas impregnadas de mi simiente. Finalmente se levantó y vi cómo meneaba su potente culo mientras se dirigía a la ducha para bañarse otra vez. Cuando ella volvió, yo me metí a la ducha, y al regresar al cuarto me di cuenta que ya estaba dormida.

Vaya nochecita. Ni siquiera cenamos.

Al amanecer no la encontré en la cama. La escuché en la cocina y concluí que estaba haciendo el desayuno. Esa noche dormí como un angelito. Fui al baño y noté que mi glande todavía estaba rojo. Reí y me puse cachondo al recordar la locura que había hecho mi novia al masturbarme.

—Carajo, Livy; ¿dónde aprendiste eso?, ufff, cuánto te amo —susurré.

“Eres el hombre que da sentido a mis días. Te Joli. ATT: Tu Livia”, leí el mensajito matutino que me había dejado en el espejo del baño ese día.

Miré en el lavamanos el barniz rosa que había usado para escribirme el mensaje, y me dirigí a nuestra portátil para escribirle en la pantalla una respuesta al mismo. Estuve seguro que por la noche cuando la abriera lo encontraría y se pondría feliz.

Me senté frente al escritorio, tras quitar a Bacteria de la silla, y abrí la laptop; no obstante, me di cuenta que Livia no había cerrado su sesión. Aunque usábamos la misma computadora, cada uno tenía su propia cuenta para tener cada quien en orden nuestros documentos. Entonces recordé que la noche anterior ella había cerrado con urgencia la computadora portátil y, ahora que veía el post que Livia había estaba leyendo, me di cuenta de la razón.

Se trataba de una página femenina, en específico, un artículo dedicado a… ¡el tamaño de los penes!

—¡Joder! —exclamé sintiendo un vuelco en el corazón.

Miré hacia la puerta del cuarto, nervioso, experimentando una punzada en el estómago, y escuché a mi novia maniobrar las cacerolas de los huevos fritos en la cocina.

Tenía tiempo suficiente para revisar su historial de búsqueda y darme una idea de lo que Livia había estado investigando.

Pulsé en la opción de “historial” en el navegador de google chrome que usaba mi prometida, y por poco me caigo de culo al leer las últimas búsquedas que había realizado durante la noche anterior.

“Masturbación masculina”

“Tamaños de penes”

“Tipos de glandes”

“¿Cuál es el tamaño promedio de un pene?”

“¿Qué tanto duele la penetración de un pene grande en una vagina estrecha?”

“¿Cómo hacer una felación a un gran pene?”

“Imágenes de penes enormes”

—¡Por Dios! —exclamé horrorizado, sintiendo un vuelco en mi alma y un temblor que me sacudió el cuerpo entero.

No, no; la información sobre “penes enormes” que ella estaba buscando con tanto interés en internet no estaba relacionada con el mío: de hecho cuando contempló mi pene la noche anterior ella ya había consultado estos datos desde antes, ¿era posible? ¡Qué puta vergüenza, carajo! Livia recién había visto imágenes de penes enormes para luego encontrarse con el mío, que no debía de ser más grande de los 15 cm. Y si bien no lo consideraba pequeño (sino más bien normal) mi pene sí que era todo, menos enorme, en comparación con esos rabos que me aparecieron en la pantalla y que mi novia había mirado.

Y ella me lo había comparado con todas aquellas pollas grandes que había encontrado en la red. ¡Carajo! ¡Carajo! ¡Qué vergüenza, Dios mío, qué puta vergüenza! ¿Cómo se habría reído de mí en silencio, mientras las comparaba? ¿O será que se había decepcionado de mí? Sí, la palabra correcta es decir “decepcionado”, porque Livia sería incapaz de burlarse de mí por algo como eso. Ella no era Leila. Livy era diferente. Y me amaba. Y me comprendía.

No obstante, me siguió preocupando que ahora mi novia hubiera abierto los ojos respecto a ello; que tuviera nuevas referencias y hubiera descubierto que había pollas mucho más grandes y gruesas que la mía.

¿Por eso había observado mi pene a detalle con tanta minuciosidad? Pero entonces, ¿por qué había buscado sobre “tipos de glandes”, incluso antes de haber mirado el mío, si por mi fimosis mi capullo ni siquiera era visible? ¿Por eso me había extendido tanto mi prepucio, pues pensaba que con sólo estirarlo como elástico hacia abajo saldría la cabeza y al fin luciría como las que aparecían en esas obscenas imágenes que había visto?

¡Joder!

A partir de esto… ¿cambiaría algo la forma en ella que veía nuestra sexualidad? ¿Cambiaría la forma en que me veía a mí como hombre ahora que había hecho semejantes descubrimientos?

Lo que más me torturaba era ignorar cuál había sido la razón por la que mi futura esposa había tenido que recurrir a internet para investigar estos detalles. Estoy seguro que Livy nunca antes se había molestado en preguntarse por los tamaños de otros penes porque no había tenido motivos para hacerlo, pero ¿entonces?, ¿por qué ahora tanto interés? ¿Qué la había motivado para ello o qué finalidad había para que…?

¡Carajo! ¡Carajo! ¡Joder!

De pronto recordé a Valentino Russo, y esa extraña conversación que había escuchado entre Leila y mi novia en los lavamanos de los baños.

¿Qué tenía que ver el jefe de mi novia en todo esto?

Continuará…