Pervirtiendo a Livia: Cap. 29 y 30
Livia está siendo contaminada por todos los flancos, y no hay nada que Jorge pueda hacer al respecto.
29. NOCHE BUENA
JORGE SOTO
Sábado 24 de diciembre
21:17 hrs.
El invierno estaba pegando brutal en Monterrey. De hecho en todo México ese diciembre se estaba descubriendo como uno de los más gélidos de los últimos años. Muchas ciudades estaban en estado de alarma por las fuertes nevadas o fríos intensos que afectaba no sólo a las metrópolis importantes del país, sino también a las zonas rurales.
Hago esta aclaración porque, sin importar el frío de esa noche, me tomó por extraño que Livia se pusiera un vestido largo de color negro tipo sirena, completamente destapado de la espalda desde la parte posterior del cuello hasta el inicio de sus nalgas, que le ceñía su hermosa y esbelta figura, remarcándole sus protuberantes pechos aún si no tenía escote, y engrandeciendo sus caderas y su voluptuoso culo. Es cierto que se colocó un abrigo, pero sabía que cuando llegáramos a la Mansión Abascal se lo iba a quitar y Raquel se escandalizaría.
Su cortina de chocolate caía como cascada por los costados, y el maquillaje y labial rojo de sus labios le concedían a su rostro un magistral deje de seducción.
No le dije nada en el camino, pues temía hacerla enfadar si le externaba que, aun si el vestido era muy elegante, me parecía inapropiado para una cena de navidad. Además, todavía estaba nervioso por lo que me habían contado esos putos ingenieros respecto al Bisonte y la mujer que se había follado en los baños del bar, cuyas características eran semejantes a las de Livia. No quise pensar en ello porque no tenía sentido: era impensable que mi novia hubiese estado con él y con Leila al mismo tiempo. Además, sabía que insinuar mis sospechas a mi novia sería tanto como ofenderla y provocar que terminásemos la noche terriblemente mal.
Por si fuera poco, el infiltrado que iba con todas contra Aníbal ahora me estaba acosando a mí y yo estaba asustado. ¡Me quería chantajear! De no ser así, ¿por qué me había dejado esa caja blanca en mi cubículo en cuyo interior yacía la fotografía impresa de Olga Erdinia que yo mismo había editado de broma, mostrándola desnuda y en una posición bastante obscena? Pensar que la doctora Erdinia podría estar al tanto de esa imagen y del autor me aterrorizaba. Esa mujer imponía, rompía esquemas y alborotaba voluntades por donde pasaba. Su rectitud, principios y poderío la hacían la mujer más exitosa, empoderada y peligrosa de cuantas conocía…
—¿Qué opinas de los tatuajes, cielo? —me preguntó Livia mientras nos dirigíamos a la cena.
—Que son horripilantes, asociados a los delincuentes, drogadictos y a las prostitutas —comenté asqueado—; que las personas que se los ponen no tienen respeto por su cuerpo y por tanto no pueden exigirlo de la sociedad.
Ella no me miraba, sino que se entretenía conversando por alguien a través de whatsapp.
—¿En serio?
—Sí, claro —admití seguro de mis convicciones—, y, según entiendo, mi ángel, creo que tú tienes una opinión mucho peor que la mía respecto a los tatuajes, ¿verdad?
—Pues la verdad es que no tanto. —Su respuesta me contrarió. Ella siguió escribiendo en su chat.
La miré de reojo. Estaba sonriendo mientras leía.
—De hecho he visto por ahí a una chica que llevaba una mariposa en la espalda baja y me gustó —comentó con naturalidad.
—Estás de coña, ¿verdad, Livy? —forcé una sonrisa.
—Para nada, mi Joli hermoso. De hecho Leila tiene uno y…
—¡Ah! ¡Ya! ¡Ya! —dije hastiado—. De nuevo esa loca metiéndote esas absurdas ideas en la cabeza.
—No la culpes —defendió a su amiga—, que mis gustos no tienen nada que ver con ella.
—¿Tus gustos? —dije atónito, acelerando más al volvo—. A ver, Livy, ¿desde cuándo tienes esos gustos tan nacos y tan vulgares?, ¿o qué es exactamente lo que me estás insinuando?
—No, nada, bebé, nada —me dijo con una sonrisa nerviosa—, mira, ya llegamos—. Suspiré.
Los jardines y la enorme edificación estaban repletas de adornos y luces navideñas; al entrar fuimos inspeccionados por los hombres de Aníbal para corroborar que no llevábamos armas y luego el mayordomo nos condujo al interior de la elegantísima casa hasta una gran y distinguida sala de estar, donde, para mi gran sorpresa, yacía Renata Valadez, la hija de doña Priscila y don Humberto, éste último dueño de la farmacéutica Valadez. Resoplé asustadísimo.
Livia al ver a doña Priscila, intuyó enseguida que aquella preciosa muchacha de 21 años de cabellos recogidos de color granate, vestido plateado y mirada dulce (que la acompañaba) era la chica que, había dicho mi hermana, “seguía enamorada de mí”. La sentí tensa pero no se doblegó. Además de la familia Valadez, allí también estaba Lola y Ezequiel, dos diputados y sus esposas, tres empresarios de alto prestigio y don Valentín Russo (padre del Bisonte, que para mi gloria estaba ausente) y su joven esposa Amatista.
Aníbal, al vernos llegar, centró su atención en Livia, tratándola con las más remilgadas maneras y nos invitó a pasar. Le dio un par de besos en las mejillas antes de indicarnos dónde sentarnos. Raquel me llenó de besos al verme, saludó a mi novia con desprecio y miró de soslayo hasta donde estaba Retana Valadez mirándome con una sonrisa. Entendí que la había invitado para molestar a Livia y me sentí mal. Me sabía terrible que las dos mujeres más importantes de mi vida no se quisieran. No obstante, en ningún momento solté a Livy de mi mano, no fuera que se sintiera desplazada. No cometería el mismo error de la última vez.
Buena parte de la noche se habló de negocios, política y religión, y constantemente Raquel hacía comentarios sobre mi infancia y cómo ella había creído que “Renata y yo” hacíamos bonita pareja. Vi que Aníbal constantemente echaba a mi hermana miradas de reproche, en tanto Livia tenía el mentón levantado con perfecta altanería, aunque podía notar su incomodidad.
A las 10:30 de la noche pasamos al enorme comedor, donde se sirvió la cena, cuyos asientos quedaron estratégicamente acomodados para que Livia quedara en mi lado derecho y… Renata en mi lado izquierdo. Menos mal mi ángel no había hecho por quitarse el abrigo, y eso que la calefacción en la mansión estaba a todo lo que daba. A lo mejor había entendido que un vestido con semejante abertura por la espalda era indecoroso para una noche donde había genta muy importante.
Raquel presidió la oración de Nochebuena, dio gracias a Dios por el año trascurrido y Aníbal la secundó hablando sobre los valores cristianos y la importancia de preservar las buenas costumbres en las familias. A la hora de servir la cena, Livia se puso de pie para recibir nuestros platillos, el suyo y el mío, diciéndole a la mujer del servicio “Yo le ayudo”, justo al tiempo que todos en la mesa la miraban como si hubiera dicho una barbaridad.
—Livy, por Dios, que para eso hay gente del servicio —le dije en un susurro que escuchó mi hermana, que estaba en la punta de la mesa cerca de donde nosotros nos encontrábamos.
—Déjala, querido —dijo Raquel—. Ella no tiene la culpa de haber sido criada con tendencias… serviles.
Livia ladeó la cabeza hacia donde estaba Raquel mientras ponía nuestros platillos en la mesa, y le dijo con serenidad y una sonrisa monstruosa:
—Se llama educación, señora; no sé si le suene de algo. Además, Jorge y yo no estamos acostumbrados a que nadie nos sirva, así evitaremos convertirnos en unos inútiles en el futuro. —Su comentario ocasionó ciertos rumores.
—No estarás acostumbrada tú, querida —respondió Raquel apretando los dientes—, pero mi niño creció así, siendo servido como el señorito que es.
—Con razón a veces no sabe ni siquiera agarrar una cuchara —murmuró Livia mientras Aníbal reía.
Y como para salvar una confrontación, fue mi propio cuñado quien se puso de pie, diciendo:
—Bueno, pues yo iré por las botellas, que es tradición que el anfitrión vaya por ellas.
—Le acompaño, Aníbal —se ofreció Livia para sorpresa de todos—, que ya ve que fui criada con “tendencias serviles”.
La sonrisa de mi cuñado fue extrema, casi victoriosa. Se dirigió con premura hasta el costado de la silla de mi novia y la recogió con su brazo llevándola consigo hasta la vinatería, que estaba en el salón contiguo. Mi hermana y Lola los miraron con cierto recelo… y me pregunté por qué de la actitud de ésta última.
Todo el mundo continuó hablando sobre temas sin importancia, mientras yo intentaba rehuir a las conversaciones que la preciosa Renata intentaba abordar conmigo para evitar darle motivos a Livia para que se molestara o se pusiera celosa si nos sorprendía platicando.
—Así de traje te ves guapísimo —me dijo Renata sonriéndome con delicadeza. Toda ella era delicadeza y lindura. Menuda, fina y blanca como la espuma de mar—; y esa camisa azul contrasta muy bien con tus ojos grises.
—Tú también luces preciosa, Renata —reconocí.
—Como que ya se tardaron, ¿no? —me susurró Renata refiriéndose a mi prometida y Aníbal, mientras sus padres continuaban entretenidos con mi hermana—, ya pasaron casi veinte minutos, y nadie se da cuenta porque están en el chisme: ah, mira, ahí vienen. Por cierto, tu novia es preciosa.
—Gracias.
Al volverme hacia el umbral del salón comedor, vi que Aníbal y Livia aparecían entrelazados del brazo, cada uno con una botella en su mano libre, y mi novia riendo a carcajadas, seguido de mi cuñado que la miraba en lateral mientras avanzaban a la mesa con solemnidad. Lo más extraño fue que esta vez mi novia ya no llevaba el abrigo puesto. ¿Dónde lo había dejado?
—Vaya, cachorrito, la suerte que tienes de tener una chica tan espontánea, ocurrente y perspicaz como ella —me dijo Aníbal cuando la dejó a mi costado—. ¿Vino o tequila para brindar? —preguntó a los comensales.
—Vino —dije, casi al mismo tiempo que todos los presentes me imitaban, excepto Livia, que prefirió tequila.
—Para acompañar a la dama —anunció Aníbal—, yo también brindaré con tequila.
Entonces Raquel comentó:
—Para Jorge y para mí tráenos una botella de vino tinto sin alcohol, que luego nos ponemos mal de los nervios.
—Raquel, el vino sin alcohol no es vino —le dije.
—Tomarás lo que yo te diga —me ordenó ella con arrojo—, que lo hago por tu bien, querido.
—Si Jorge quiere vino con alcohol —intervino Livia devolviéndole a Raquel una hipócrita sonrisa—, entonces vino con alcohol tomará.
Raquel iba a replicar, pero Aníbal la detuvo con una mirada determinante.
—Vamos, mujer, deja que el cachorrito tome lo que quiera, que tú sigues viendo a tu hermanito como un chiquillo y ya es un hombre, sólo que a veces le cuesta trabajo comportarse como tal y por eso se te olvida.
Ante esto, Livia no dijo nada, y yo sólo quería cagarme de la vergüenza, pues todos los presentes, incluida Livia y Renata, estaban viendo cómo Aníbal y Raquel me trataban como un monigote al que manejaban a su antojo.
Brindamos, y luego nos dispusimos a comer. Cuando volvimos a pasar a la sala, dijo Raquel:
—He llegado a la conclusión de que la gente de las zonas indígenas tienen una tendencia a ser más criminales que nosotros, la gente normal. Ellos tienen la culpa de todas las vergüenzas a las que somos expuestos como país de forma internacional: por su culpa los extranjeros creen que todos los mexicanos nos la pasamos saltando muros de forma ilegal, cuando la realidad es que si se largan del país sin documentos, es porque son gente ignorante y sin estudios que no quieren ganarse la vida de forma honrada. En México tenemos trabajo, nosotros, los que tenemos más, les tendemos la mano, pero ellos prefieren la vida fácil. La culpa la tienen los izquierdistas, como Erdinia, que quieren darle a esos hasta la comida en la boca y los mal acostumbran.
El rostro de Livia fue de pasmo brutal.
—¿Tú no estás de acuerdo, querida? —preguntó mi hermana intentando dejarla en ridículo ante una congregación de conservadores extremistas.
—Por supuesto que no —respondió mi novia—. Y de hecho, si en mi decisión estuviera, yo no aspiraría a ser alcaldesa de Monterrey, sino gobernadora del Estado de Nuevo León o Presidenta de la Republica entera; así endurecería las penas y las multas a los racistas y clasistas de porquería cuya capacidad cognitiva no da para pensar fuera de su pobre cerebrito de rata.
—¡Madre mía! —se escandalizó la esposa de uno de los diputados estatales.
Todos los presentes se movieron en sus asientos, incómodos, mientras Livia resplandecía con una gran sonrisa, diciendo:
—¿Alguien sabe si hicieron tamales?
Yo no sabía si reír, mandarla callar o salir corriendo de la mansión. Preferí quedarme allí como pasmarote, esperando el momento en que Raquel se pusiera a gritar como una desquiciada por la ofensa implícita que le había tirado Livia. No obstante, Aníbal, que estaba en los sofás de en frente, observaba a Livia con fascinante admiración, a veces sin parpadear. La elegancia de ese hombre deslumbraba a través de sus ojos azules. Me pregunté qué pensaba de ella y por qué la miraba tanto. ¿De qué habían hablado a solas en la vinatería y, lo más importante, dónde carajos había dejado ella su abrigo?
Cuando todos conversaban, pregunté a mi novia sobre lo que había hablado con Aníbal, y ella me platicó que habían sido sobre cosas casuales, como el hecho de que, por el momento, ella no quería tener hijos (pese yo habérselo insistido, pues para mí un hombre no era hombre hasta no procrear), pues prefería desarrollarse profesionalmente antes de esclavizarse criando un bebé. Aníbal, por el contrario, le contó sobre su deseo incumplido de tener un hijo varón, aunque reconoció que sus gemelas lo hacían el hombre más afortunado del mundo. Luego le contó a mi novia sobre sus días como militar, bajo las órdenes del padre de Valentino y demás gestas heroicas en sus compañas militares.
Livia terminó la narración con una voz que denotaba admiración y dicha por la “valentía” y “seguridad” de Aníbal, según sus propias palabras.
A medianoche nos dimos el abrazo y nos repartimos los regalos: Livia obsequió a Aníbal y a Raquel un pay de queso, frutas y mermelada a cada uno que hizo especialmente para ambos por mi recomendación, ya que, como ella decía, era complejo obsequiar algo a los ricos.
Aníbal recibió su postre con escandalosa alegría, mientras que a Raquel se le cayó el pay al suelo “accidentalmente” e hizo un gesto de verdadera tristeza que nadie creyó. A Livia no le importó, y eso que mi hermana “olvidó comprar un obsequio para ella”. Sentí pena, pero al menos el nuevo teléfono que había comprado para mi chica lo tenía envuelto en casa para cuando llegáramos.
Al poco rato nos despedimos, y Aníbal nos acompañó a la puerta mientras Lola nos observaba con acritud. Allí, en la puerta de la mansión, recogió el dorso de Livia para besarlo a modo de despedida, y en seguida extrajo de su bolsillo una cajita de terciopelo que le extendió. Ella, asombrada, recibió el obsequio en su mano derecha, y al abrirlo por poco se desmaya al encontrar una preciosa gargantilla de pedrería brillante a la que le colgaba un valioso dije de oro puro.
—Por tu trabajo, tu compañía… y para compensar un poco los desprecios con los que la desequilibrada de mi esposa ha intentado ofenderte, sin éxito.
—Pero… Aníbal —se sorprendió mi prometida—; no se hubiera… quiero decir; no te hubieras molestado, la gestión del volvo ya era demasiado, y ahora con esto…
—Anda, mujer, déjame ponértelo. El dije es un laurel de oro, como el que usaba la poderosa “Livia Drusila”, la primera emperatriz consorte del imperio romano. Que este laurel signifique el poderío más alto y excelso que es a donde tú llegarás, si es que te dejas guiar por mí.
Como si yo no existiera, Aníbal me hizo a un lado y rodeó el cuerpo de Livia hasta posarse detrás de ella, y casi estoy seguro que le restregó toda la bragueta sobre el culo, con la justificación de colgar con delicadeza sobre su cuello aquella gargantilla. Y mi novia se dejó hacer, ladeando el cuello hacia la derecha fascinada por tales atenciones.
Cuando ya volvíamos a casa en el auto, de buenas a primeras Livia (mientras acariciaba esa preciosa joya que le había obsequiado mi cuñado) me dijo con severidad:
—Jorge, ahora soy yo quien te lo pide: defiéndete, plántate como un hombre frente a tu hermana y todos esos que intentan humillarte; dame seguridad y sé fuerte, porque tú eres mi ancla, y si te debilitas... yo no sé qué es lo que pasará con nosotros después.
- SUMISIÓN
Livia Aldama
Tiempo atrás
Viernes 9 de diciembre
20:49 hrs.
—¿Ya te quitaste las braguitas? —me preguntó el vejete motero.
—No.
—Pues quítatelas, que no sé qué estas esperando.
Tenía mi teléfono en altavoz, colocado entre mis dos calientes pechos. Mis pezones estaban como piedras entre las puntas de mis dedos y mi cabeza echada completamente sobre una almohada, con mi larga cabellera desparramada en mis costados, recién salida de bañar.
Levanté un poco mis caderas y con dificultad deslicé el elástico de mis braguitas color vino y las escurrí entre mis muslos, piernas y pantorrillas hasta que quedaron colgando en la punta de mi pie derecho.
—Ya —informé al viejo como si fuese un deber inaplazable.
—¿Ya? — dudó
—Sí.
—Huélelas.
—¿Qué?
—Tus braguitas, huélelas.
—No… que asco —me quejé, poniéndolas sobre mi seno izquierdo.
—Olerán a ti, mami, a tu chocho caliente y mojado. No hay nada raro en eso, anda, gatita, huele tus braguitas mojadas.
Yo no entendía qué estaba haciendo nuevamente allí como una idiota; desnuda, echada en mi cama, jugando a ser una zorra mientras un viejo repulsivo y obsceno me decía qué hacer. Sentía vergüenza, ultraje… abominación por mis actos. Pero me dejaba hacer.
—Huele las putas bragas, gatita. —Fue determinante en su petición.
Por impulso las palpé con mis dedos hasta sentir la llanura de la seda y los relieves de los encajes. Las levanté sobre mi cara y las puse lentamente en los poros de mi nariz, aspirando un intenso olor a sexo; a lujuria, a pecado. Me sorprendió que estuviesen empapadas producto de la secreción de mis paredes vaginales. Producto del morbo que me daba comunicarme con un insolente viejo que me había restregado su paquete en las nalgas la noche del bar y me había tratado como una cualquiera.
Llevaba semanas hablando con él por mensaje de texto y por llamadas telefónicas, en horarios precisos que le había autorizado, masturbándome en el baño del Departamento de Prensa cada vez que él me erotizaba con palabras, susurros o creando atmósferas sexuales que sólo podían ocurrir en mis fantasías.
Yo no lo veía mal, aunque lo fuera, pues Felipe representaba para mí el contexto porno con el que Jorge solía masturbarse cuando yo no lo veía.
Es verdad que no era lo mismo una actriz porno a un hombre real que conocía por casualidad, pero ambas cosas quedaban equilibradas por el simple hecho de saber que Felipe era un hombre al que nunca iba a volver a ver. Ambos éramos inaccesibles. Sólo existía en la ambigüedad de mis secretos. Un hombre ficticio con voz. No hacía daño a nadie con eso. No alteraba mi relación con Jorge porque no había nada físico con él. Todo era etéreo, impalpable, fantasioso. Visceral.
Y, sin embargo, las cosas iban progresando, pero evitando rebasar los límites impuestos: contacto físico entre los dos. Recuerdo que su influencia en mi despertar sexual fue vital. Por ejemplo, una noche en que me quedé bebiendo de más en una cena en que acompañé a Valentino, Felipe me escribió; me puso cachonda, y me obligó a ir al baño donde le conté dónde estaba y con quién. Mientras me masturbaba le conté cosas, fantasías. Situaciones con mi jefe y lo que me hacía poner excitada. El alcohol me soltó la lengua y le reproduje cosas que no debía y de las que me arrepentí después. Esa misma noche llegué tan tarde a casa que Jorge ni siquiera notó mi ebriedad.
Ahora, cada vez que hablaba con Felipe, me pedía detalles de mis andadas. Más secretos. Más fantasías. Más pecados. Felipe constituyó para mí un diario personal al que le contaba esas cosas que no podía contar a nadie. Ni siquiera a Leila. Desde aquél beso, ya no me fiaba de ella. Me incomodaba su presencia, y mi amiga lo notaba, pero no podía hacer nada al respecto.
Y es hora que no logro comprender por qué confiaba en el viejo y no en Livia, si a él no le conocía de nada. Ni siquiera me acordaba ya tanto de su cara, pero sí de su voz, la cual podría identificar incluso en un estadio lleno de gente. Sería la seguridad que me había inspirado al pasar los meses y saber que él continuaba allí, como un “pepe grillo” que se limita a escuchar y aconsejar a la portadora de su alma. Y que no me amenazaba; no me exigía verme. No me pedía nada más salvo continuar con nuestros encuentros telefónicos.
De niña contaba mis miedos, ansias y travesuras al ángel de mi guarda, como me habían enseñado las monjas: ahora de adulta se las contaba a Felipe. La diferencia radicaba en que el motero era un ángel caído, y hacía algo que el ángel de mi guarda no: responderme. El motero opinaba, me instaba, influenciaba, y, hasta puedo decir, que me regañaba cuando creía que hacía algo mal.
Mi relación con él era extraña; no era mi amante, tampoco era mi amigo. Ni siquiera puedo decir que lo odiaba, pues él era para mí una entidad demoniaca que sólo aparecía en mis momentos de ardor. Además, con Felipe no siempre todo era de sexo, sino también de filosofía. Vida. Política. Religión. A veces era un viejo pervertido asqueroso, y en otras tantas un hombre culto amante de las motos y la adrenalina.
Lo mío con Felipe no era una falta, un desliz ni un error pasajero, porque no era una infidelidad consumada; ni siquiera planificada. Lo mío con Felipe era una simple inventiva surreal… que no existía en mi entorno verdadero. Sí. Eso era. Felipe era para mí un Hombre-No-Real.
Aun así, confieso que en algunas ocasiones vi en él a la figura paterna que me faltaba; pero claro, con un padre convencional jamás hablaría sobre sexo, ni me masturbaría para él, ni me dejaría decir todas esas léperas palabras con las que me tentaba para caer en embaucamientos indecorosos.
Supuse que el vejete sería un hombre casado, porque casi nunca me hablaba de noche ni los fines de semana (salvo en raras ocasiones), lo que me suponía un gran beneficio para evitar problemas con mi novio.
Felipe, pues, era como ese amigo imaginario de los niños que realmente no existe, pero con el que convives cual si fuese real, hablando y jugando con él hasta que desaparecía con la misma inmediatez con la que surgía.
Cuando recordaba al Hombre-No-Real me daban escalofríos. No era un hombre apuesto ni mucho menos: tampoco era galante ni atlético como Aníbal o Valentino, sino todo lo contrario: era de piel rosada, enorme, barbudo y descuidado, incluso con panza. Pero limpio; su aroma a hombre bravío brotaba en mi nariz cada vez que lo traía a mi memoria. Era la clase de hombre con la que yo nunca podría estar. Y no precisamente porque fuera poco agraciado, sino porque su entorno y civismo chocaba con mis ideales. Y es que no importa la belleza de las personas, sino lo que te hagan sentir. Y el motero me hacía sentir…
—Ufff.
Y ahí estaba yo, recostada en mi cama, mientras Jorge permanecía en la casa de Fede buscando la reparación de un viejo celular donde tenía guardadas muchas fotos.
Quise recordar a la Livia afable e inocente que le causaba repeluznos hablar de sexo y pornografía, y sólo podía encontrar a esa chica que estaba recostada con los pechos de fuera, cayendo pesados por los costados, con las bragas vino en la nariz, una mano hurgando dentro de su encharcada vagina y con la otra pellizcándose los pezones.
¿Cómo puede cambiar tanto una mujer en pocos meses a causa de la lujuria?
—¿Ya lo hiciste? —me preguntó el motero.
—¿Qué?
—Lo de tus braguitas, que si ya las oliste.
—Ah, eso, bueno. Sí.
—¿En serio ya las oliste, gatita?
—Sí —insistí.
—Pues ahora ya sabes cómo huelen las gatas en celo —Y escuché sus obscenas carcajadas.
—¡Eres un puto cerdo! —exclamé sintiéndome humillada, agarrando mis bragas con los dedos y tirándolas lejos de la cama, cabreada.
—Ah, mira, muy bien, muy bien gatita —me felicitó como si hubiese hecho un acto heroico—, después de tanto, al menos ya hemos conseguido que digas “puto”. ¿No estás contenta? Has roto la barrera de las buenas costumbres.
—Cállate: eres un cerdo y…
—Y tú una cerdita cachonda.
—¡Vete al demonio!
Felipe volvió a echarse a reír con ganas.
—Ahí viene la parte donde dices que soy un viejo rabo verde, un asqueroso degenerado, y que me vas a denunciar a la policía por acoso, y yo me pregunto, ¿por qué si tanto asco te causo… continúas respondiendo a mis llamadas, eh?, ¿por qué no me has vuelto a bloquear? ¿Por qué no has cambiado de número de teléfono a uno donde me sea imposible localizarte? Yo te diré la respuesta: en el fondo eres una hipócrita con una falsa moral impuesta: una mujercita reprimida que se moja el chocho cada vez que un “viejo rabo verde” le habla de sexo y le pide que se toque el coñito y diga guarradas. Guarradas que, por lo que he oído, apenas comenzarás a decir.
No respondí. Suspiré hondo a medida que mi agitación se volvía densa.
—Pero ya, no seas tan aburrida, mami. Mejor dime, ¿ya tienes el plátano cerca?
—Sí —respondí en lugar de mandarlo al infierno.
Pero eso siempre ocurría. Estábamos bien, luego él me humillaba, yo me enfadaba, le despotricaba una letanía de insultos y luego le perdonaba sus faltas. Total, era un Hombre-No-Real.
—Quítale la cáscara.
—Ya se la quité —dije al momento, y esta vez fui yo quien se echó a reír—, ¿ahora te pone caliente que me coma un plátano a mordidas? Fetiches de viejos ridículos.
Él no contestó nada a mi burla, sino que continuó con lo suyo:
—Pon la punta del plátano en el inicio de tu chochito húmedo.
—¿Perdona?
Al ver por dónde iban los tiros, no pude sino estremecerme. ¿Ese… idiota… tenía la intensión de que yo me metiera esa… enorme banana en mi…?
—¡Pero es que tú estás súper loco.
—No seas tan pesada y has lo que te digo. Coloca la punta de la banana en la entrada de tu coñito, como si fuera un pito que quiere cogerte.
¿Qué tienen las palabras de alto voltaje para que te hagan calentar hasta las médulas aún si son tan sucias? ¿Es la destrucción de una falsa moralidad que te permite acceder a un espacio alternativo amurallado por los hipócritas, como me había dicho el vejete?
Cuando Jorge las decía me provocaban repeluznos, me sentía incómoda. Y quizá era porque él siempre había sido un chico con doble bandera: en el día diario se resolvía como un joven conservador, incapaz de trasgredir más allá de sus códigos morales; no obstante, en la intimidad perdía toda credibilidad cuando quería que rompiéramos los esquemas que él mismo quería imponerme sobre lo que era la buena conducta. Pero ahora, con Felipe… no sé, algo me pasaba. Algo raro. Extremo, inentendible. Él era así, sin códigos ni hipocresías.
Tragué saliva y sentí caliente mi pecho. Estudié el plátano y sólo entonces fui consciente de las verdaderas intenciones del motero degenerado; quería que jugara con una fruta con apariencia fálica. Sí, ahora entendía su “consigue un plátano no tan maduro, grande y grueso, que en veinte minutos te llamaré para hacer cositas.”
Y ahí estaba yo, consiguiendo un plátano sazón, para “nuestras cositas.”
—Yo no me voy a meter esa cosa por ahí —advertí al motero de forma severa—, entre otras cosas, porque no me cabe.
El viejo se echó a reír.
—Mándame foto del plátano, gatita.
—¿Para qué?
—Quiero ver si es tan grande como pienso.
Arrastrada por sus incitaciones hice lo que me pidió y se la envié. Cuando el vejete miró la foto se echó a reír como un estúpido.
—¿Qué te causa tanta gracia, vejete ridículo?
—¿Cuánto le mide la polla a tu novio?
—¿Qué?
—Que cuanto le mide la polla a tu novio.
Sentí un escalofrío que me dejó con la boca seca.
—Qué te importa.
—¡Ese puto plátano ni siquiera está tan grande, preciosa! ¿Y tienes miedo de que no te quepa en el coñito? ¿Pues a qué clase de pito te tienen acostumbrada? Pobre vato ridículo, con razón esa noche que te vi exudabas calentura, ¡estabas en brama! Debe de tener una pollita —Sus carcajadas me hicieron odiarlo de verdad.
—¡La polla de mi novio es grande!, ¿qué digo grande? ¡Es grandísima! —dije encolerizada.
—¡Otra palabrota en un solo día, gatita! ¡Has dicho polla! Bendita seas, cosita rica, ¡”puto” y “polla”! Esto debería de quedar asentado en las efemérides para la posteridad.
Gruñí como una leona y le grité:
—¡Si vas a seguir con tus tonteras voy a colgar! Lo que sí te digo es que no me meteré esa cosa.
—Nadie ha dicho de meterla, gatita. Anda, ya no enojes y golpea tus labios vaginales con la punta, poco a poco… ¿lo harás? Anda, belleza, te gustará.
Si accedí a hacerlo fue porque me dio la gana: porque quería experimentar lo que se sentía rosármela allá abajo. Porque quería sentirme viva. Y vaya si lo sentí. El frío tacto con la punta del plátano en mi vulva me hizo exhalar un gemido y vibrar.
—Ufff…
—Muy bien, cosita hermosa, muy bien: ahora empuja la punta hacia la abertura de tu coñito, pero sin llegar a meterla. —Hice lo que el enfermo ese me pedía y cerré los ojos para sentir más. Él debió de saber que estaba siguiendo sus órdenes por mis frágiles jadeos, porque continuó—: Presiona sin meterla y luego sácala. Muy bien…, así… que rico gimes, gatita…: otra vez, golpea la entrada de tu almejita y luego separa.
El cosquilleo y ardor que sentí al entreabrir mis acuosos pliegues vaginales e insertar un poco la superficie del plátano fue involuntario. Los gemidos también. Era la sensación impúdica de estar rodeando la enorme circunferencia del plátano e imaginar que era… el de él, aun si el suyo era mucho más grande que el plátano.
Puse otra vez la punta de la fruta en mi vagina y presioné hacia adentro, sintiendo una calurosa sensación al estar siendo invadida por esa cosa.
Llegué a la conclusión de que un pene con el grosor y longitud de Valentino Russo, que era mucho más grande que el plátano que tenía entre las manos, me destrozaría la vagina nada más rozarla. Ni pensar meterla y… penetrarme. ¡Dios mío! Concluir en ese pequeño detalle me llenó de miedo y calentura. De hecho, sólo pensarlo me hizo derramarme.
Imaginarme abierta de piernas para él, con mi estrecho y escurridizo chochito expuesto frente a su enorme miembro me puso como loca; me dio terror y al mismo tiempo me hizo empapar por dentro. La calentura ascendió a mi cuerpo y casi estuve tentada a meter esa banaba hasta lo más hondo de mis entrañas para corroborar por mí misma qué se sentiría ser cogida por un rabo semejante, ¿qué se sentiría? ¿De verdad me desgarraría? ¿Me provocaría más placer al constreñirse dentro, propiciando que mi angosta vagina lo apretara y su estimulación fuera mayor al llegar a sitios nunca antes explorados?
Era ignorante en esas cosas y sentía curiosidad: una obscena y lujuriosa curiosidad.
No sé en qué momento llevé el plátano a mi boca y comencé a chuparlo como si fuese algo que debiese de mamarse antes de morder. Apenas me cabía, y casi pude sentir cómo mis comisuras se me estiraban; su grosor era importante, y mi boquita ya no era tan grande como parecía. No llevaba ni la mitad del plátano metido dentro cuando noté que me ahogaba. ¡Jesús!
Encima, no me había dado cuenta que el sabor del plátano era diferente porque la punta había estado impregnada de mis propios flujos sexuales.
—Te estás acordando de él, ¿verdad, niñata sucia? —me acusó Felipe de repente, luego de bastante silencio. De hecho había olvidado que él estaba en el teléfono, sobre mi pecho—, de tu jefecito, del que me hablas, ¿te acordaste de él?
No contesté, entre otras cosas porque seguía chupando la circunferencia del plátano y la sensación de tener esa cosa tan grande en mi boquita me tenía ardiendo.
—¿Qué estás haciendo?
Me saqué la banana para responder.
—Chupándola —respondí con cinismo.
—¡Ohhh! —rompió en risotadas—, ¡la niña buena caprichosa está mamando un plátano a falta de una buena polla! ¿Se la mamas seguido a tu noviete? —Negué con el plátano en la boca—, es más, ¿tu novio tiene pito?
—¡Claro que tiene! —me cabreé, sacándome el plátano de la boca de tajo—, ¡y si no se la he chupado es porque no he querido! No me siento capaz de hacerlo; me da un poco de… asquito. ¡Por ahí orinan los hombres!
—Tranquila, mojigatita hermosa, que ya entrada en ello ni sientes, pues no sólo te comes la polla, sino que también te tragas los mecos.
—¡Eres un asqueroso!
—Y tú una mojigata; dices que te gusta el chocolate, ¿no?, pues ahí está, tontita, compra un frasco con chocolate líquido y embárraselo en lo poco que tenga de pito tu cabroncito. Así podrás dejar de ser tan ridícula y chuparás una polla real (por más minúscula que sea la de tu noviete) y no un puto plátano.
—¡A ti que te importa! —grité, sacándome el plátano de la boca definitivamente para tocarme un poco la vagina, que estaba chorreando en exceso.
—¿Te sigue poniendo cachonda?
—¿Mi novio? ¡Obvio!
—No, él no, tu jefe, el de la verga de anaconda.
—Ah…
—¿Te sigue poniendo cachonda?
—No sé.
—¿Ya te lo follaste?
—No…
—¿Estás segura?
—Sí…
Suspiré hondo cuando vi de nuevo en mi memoria su falo… su brillante, moreno, venoso y colosal falo.
—¿Entonces? — me siguió hostigando.
—¿Entonces qué?
—¿Te pone cachonda tu jefe?
—Un… poco…
—¿Vas a… dejarte hacer lo que te hizo esa noche…?
—¿Qué…?
—En ese aparcadero, dentro de su carro, lo que te hizo.
Me estremecí al recordarlo, al tiempo que mi oxígeno se condensaba en los pulmones.
—No fue nada —suspiré, cogiendo de nuevo la punta del plátano para frotarlo de nuevo entre mis carnosos pliegues. Me sentía inundaba, caliente… entregada.
—¿Que no? —Y se echó a reír el asqueroso, y de nuevo maldije la hora en que decidí hacerlo mi confidente y contarle todas mis tonteras.
—No…
—Si tú lo dices —se siguió burlando —, al menos dime si tu jefecito te sigue provocando celos.
—Él no me provoca celos…
—¿Y por eso te cabreaste tanto con él cuando lo viste magreando aquella noche en la salida a esa mujer que tanto dices que te odia?
Catalina… ¡Catalina! ¡Catalina!
Era una buena estrategia no darle a Felipe nombres ni lugares específicos para evitar que descubriera mi verdadera identidad, aunque a veces dudaba si en verdad la desconocía.
—¡Yo no me he cabreado con nadie!
—¿Aceptarás su propuesta… del 31?
—No…
—¿Por qué no?
—Porque esa noche es para mí y para mi novio.
—¿No quieres ir por respeto a tu novio o porque sigues encabronada con tu jefe por los celos que te provoca?
—¡Ya te dije que no estoy cabreada con nadie!
—Pero sí celosa.
—¡Se cela a quien se ama, y mi jefe es un patán como tú que sólo piensan que por tener poder y una gran verga tiene derecho de…!
—¿De frotarte el culo con su paquete a la menor provocación? ¿De sacarse la polla y masturbarse delante de ti mientras viajan en la parte trasera de un auto y en tanto un chofer discreto conduce sin mirarlos? ¿De tocarte las tetas por encima de la blusa mientras hablas por teléfono con tu novio? ¿De…?
—¡Basta! ¡Basta! —la cabeza estaba estallándome—. ¡Tú… y él se pueden ir mucho a la mierda!
—No te has dado cuenta de que estás a punto de caer en tentación, ¿verdad gatita? Sabes la clase de perro que es tu jefe, asechador, viril, semental, alfa… y aun así tú no te vas, no te alejas de él (así como conmigo), sigues allí… te gusta sentirte expuesta, deseada, porque crees que esto no pasará de flirteos, roces e insinuaciones…
—¡Pues es la verdad, viejo chismoso! ¡No pasará de flirteos, roces e insinuaciones!¡Yo jamás seré infiel a mi novio! ¡Yo jamás…! ¡No he cometido infidelidad y nunca lo haré…!
—¿Ah no? ¿Entonces qué es para ti infidelidad? ¿Qué te la metan por todos tus agujeritos? Eres una estúpida, y es precisamente por esa ingenuidad que me encantas, gatita. Aunque… no sé hasta qué punto eres ingenua o cínica; en el fondo creo que eres cínica. Tú sabes bien cuáles son los límites de la infidelidad pero finges no saberlo para seguir zorreando.
—¡Tú no sabes nada, viejo asqueroso!
—¿Y qué hay del otro que me dijiste aquella vez? El mayor… el más peligroso; porque, a lo que me cuentas, ese sí que es un experto en domar putas reprimidas como tú. Pero es diferente. Tiene clase, tiene estilo… tiene poder, seguridad, y eso te moja las bragas…
—¡Vete a la mierda! —Finalmente le colgué—. Felipe… Valentino… Y Aníbal: el peor de todos…
JORGE SOTO
25 de diciembre
3:17 am
Sólo llegar al apartamento en la madrugada del veinticinco de diciembre, Livia se apoderó de mi boca y comenzó a lamerla, dándole ligeras mordidas a mis labios mientras gemía con su lengua metida casi hasta la garganta.
Cerré la puerta, tiramos nuestros regalos en la entrada y la intenté conducir a la habitación, donde teníamos la calefacción, pues ansiaba despojarla de su vestido negro y hacerla mía.
—¡NO! —gimió ella desesperada, mientras me seguía chupando las mejillas, el mentón, los labios y el cuello. Ah, el cuello, qué increíble sensación—. ¡Cógeme aquí! —dijo de forma procaz, señalando la alfombra del pequeño recibidor—. Quítate el pantalón y los bóxer, pecosito, mientras yo te quito el saco, la corbata y la camisa. —Sólo se separaba de mi boca para ordenarme cosas—. No, no, aún no me quites el vestido, papi, aún no…
Livia estaba desatada, caliente, y nada más despojarme de mi ropa, quedando solo en calcetines, ella se separó de mis labios, miró hacia mi entrepierna con curiosidad y posó sus delicadas manos sobre mi polla empalmada antes de comenzar a masajearla, desde los testículos hasta la punta de mi pene.
—Ay Dios —jadeé a su contacto, mientras frotaba mi miembro ahora con sus dedos índice, medio y pulgar—, ahhh, Livy… —Me sentía expuesto ante esa extraordinaria mujer, que todavía vestida con ese elegantísimo vestido ceñido a su cuerpo con abertura en la espalda, y de pie sobre unos enormes tacones de aguja me hicieron sentir pequeño—, Livy… no metas tus dedos en mi… prepucio… que la fricción con el glande me duel…. ¡Ay, mierda, mierda, mierda! ¡Livyyy!
Caí de rodillas en el suelo cuando los dedos de mi novia se introdujeron completamente entre el cuero que recubría mi capullo. Livy se echó a reír al verme desfallecido sobre sus pies. Al mirar hacia arriba sólo pude ver a un tremendo mujeron, de mirada imponente, hambrienta de polla, cachonda, con una sonrisa burlona que esbozaba desde sus gruesos labios cuyo labial se había esparcido por las comisuras.
—Qué poco aguantas, Jorgito —se burló de mí sonriéndome abiertamente—, no, no, bebé, no te levantes, que los bebés no saben caminar. Ahí te quedarás, bebé, en suelo, frente a mí.
Su actitud me tenía desconcertado, pero a la vez bastante encendido. Mi pene quería penetrarla ya.
—Pero quiero levantarme para besarte los labios, Livy —le pedí casi como una súplica.
—Y claro que me los vas a besar, cariño —Su nueva sonrisa demoniaca me dejó atónito.
Livia dio un medio paso hacia adelante, me acarició la cabeza como si yo fuese un perro que ha encontrado en la calle y luego, encogió sus dejos a manera de garras sobre el vestido y éste se levantó lo necesario para que cupiera mi cabeza por debajo de él.
—Anda, cielo, besa mis labios… pero esos de allí abajo... que ya me están chorreando.
Su sola propuesta me puso como una moto.
—Por Dios Santo, mujer —dije cachondísimo—, ¿quién eres tú y dónde dejaste a mi novia?
—Me la comí —me sonrió seductoramente—, porque me estaba causando grandes inconvenientes en mi proceso de maduración como mujer fortalecida. Anda, bebé, métete debajo de mi vestido pero no me lo vayas a romper, que me queda muy ajustado. Y bésame ahí abajo… bésame y mete tu lengüita como tú sabes.
Y lo hice como sumisamente. Apenas meter mi cabeza allí debajo de su prenda aspiré un penetrante aroma a sexo: a mujer cachonda, a lascivia. Metí mis manos allí debajo y acaricié sus potentes piernas, sobre la seda de sus medias. Me fue imposible rodear mis manos en sus muslos, así que sólo fui capaz de frotarlos de arriba abajo, con ansiedad, rosando su liguero, mientras poco a poco ingresaba en el interior de su vestido y le lamía una pierna, luego otra, y ascendía mis manos hasta posarlas sobre su enorme y duro culotote, amasándolo una y otra vez, al tiempo que mi boca llegaba a sus braguitas que, para mi gran sorpresa, estaban empapadísimas, estilando de su néctar.
Entre la oscuridad allí dentro del vestido, pude imaginar su carita de viciosa mientras le daba lengüetazos a sus mojadas braguitas, justo en el centro de su jugoso monte venus. Ella posó sus manos sobre mi cabeza por arriba de la tela y me obligó a hundir mi boca sobre su escurridizo coñito. Una mano continuó estrujando una de sus nalgas, y con la otra me ayudé para hacer a un ladito su braguita para meter mi lengua en su carnuda y ardiente vagina.
Los chapoteos de mi boca dentro de su babeante caverna, intentando devorarla, chuparla, meter mi lengua hasta donde topaba y absorberla hasta beberme los fluidos que estilaban por allí, fueron sepultados por los gemidos de mi novia, que comenzaba a estremecerse producto de los escalofríos que me producía mi comida de coño.
—¡Ahhh! ¡Mmmm! ¡Así! ¡Así…!
Al poco rato me obligó a salirme de allí abajo, y me pidió que la besara, pues quería probar sus propios fluidos vaginales. Como un autómata me puse de pie y la besé con pasión, aunque ella más que beso parecía querer devorarme.
Luego, entre jadeos de lascivia, la despojé del vestido hasta dejarla en lencería, concediéndome unas vistas brutales. Ella solita se quitó las copas plegables de sus pechos, y estos cayeron pesados y turgentes con los pezones apuntando hacia arriba.
—Quítame mis braguitas mojadas con los dientes, bebé —me instó con una voz casi perdida. Y yo lo hice, aunque con trabajo, pues sus caderas eran tan anchas que bajarle los elásticos con mi dentadura me demoró un poco de tiempo.
Después, cuando la ayudé a recostarse sobre la alfombra del recibidor, poniendo un cojín sobre su cabeza mientras ella abría las piernas para recibirme cuando volví de nuestro cuarto con un condón que me puse, intenté quitarle la gargantilla que le acababa de regalar Aníbal del cuello, pues ella ya se había quitado los aretes que yo le había obsequiado el año pasado, pero ella me lo impidió:
—No —murmuró—, quiero que me la metas con la gargantilla puesta.
—Livy, se te puede romper —insistí, poniéndome de rodillas en medio de sus muslos.
—Como si me lo hicieras tan duro —se burló.
Me sentí un poco dolido por su comentario, pero estaba tan excitado que lo dejé pasar.
—Ya sé… que no te lo hago tan duro, pero así como estamos en la alfombra se podría friccionar tu cuello y la gargantilla podrí…
—¡Fóllame con la gargantilla puesta, guarro, anda…, a lo tuyo, que estoy calientísima!
No sé qué clase de fetiche sería ese, pero ella me estaba cumpliendo el mío de cogérmela con las medias, los tacones y el liguero puesto, así que yo no puse más objeciones. Si se rompía la porquería esa, mejor para mí. No me gustaba nada que un hombre que no fuera yo le regalara cosas tan costosas que, ni trabajando en varios meses seguidos, podría comprarle yo.
Le pregunté si podía chupármela de nuevo, pero ella se negó argumentando que no teníamos chocolate líquido a nuestro alcance, que era de la única forma en que me la podría seguir mamando en el futuro hasta que llegara a acostumbrarse al sabor natural del pene. Un poco resignado, suspiré hondo, llevé mis caderas hasta su pubis e hice lo mío. Su coñito estaba tan inundado y caliente que mi pene entró de un tirón, deslizándose hasta adentro sin ninguna dificultad, aún si estaba estrechita. Y comencé mis vaivenes lentos, adentro, afuera, adentro, afuera, sintiendo que mi polla nadaba en un mar espeso y apretado.
Y ella cerró los ojos y se empezó a estrujar sus preciosos senos de aureolas grandes, en tanto yo continuaba con lo mío. Me sentía muy excitado, pero no podía darle más fuerte, como era costumbre.
—¡Opérate Jorge! —gritó ella de repente—, ¡porque quiero que me des duro!
—¿Qué? —le pregunté, intensificando mis embestidas lo más que pude, evitándome dolor.
—¡Duro! ¡Duro! —decía ella, moviendo las caderas con ímpetu, en tanto yo intentaba bombearla hasta donde mi dolorosa tortura producto de la fimosis me podía dar. Pero no podía, y ella quería más.
—¡Sí! ¡Sí…! ¡Ya te dije que… este año entrante…!
—¡No! ¡No! ¡Opérate ya, quiero que me des duro, durísimo, ya! ¡Quiero sentir!
—¿A caso no sientes?
—¡Sí, pero quiero más…!
Sus movimientos de caderas me estaban matando de placer, pero ella no parecía satisfecha.
—¿No te gusta cómo te lo hago, Livy? Nunca antes tuviste queja de mí.
—Sí… me gusta, pero… quiero más, quiero sentir más.
—¿Entonces no te gust…?
—¡Que te operes tu puta polla y ya no preguntes! —gritó en pleno furor.
En ese momento sentí que mi pene se encogía dentro del condón y, al advertirlo, un terror anudó mis entrañas con frialdad, diciéndome que sus palabras habían escapado de su boca en un momento de fiasco y producto del tequila.
“No, no, no… ponte dura… ponte dura… ponte dura.” Pero todo fue en vano.
Cuando finalmente mi falo perdió mi dureza sentí que los huevos se me subían a la garganta. ¡No me podía estar pasando esto a mí! ¡No era posible!
Miré a Livia, recostada como una diosa, con sus tetas desparramadas hacia sus laterales, con sus pezones gloriosos. Toda ella gloriosa. Y yo allí, con el pene flácido, incapaz de satisfacerla como ella quería por mi puta patología de mierda.
—¿Qué paso? —me preguntó decepcionada, abriendo los ojos.
—Na…da —dije, saliéndome de su vagina y quitándome el condón.
Sentí la cabeza caliente y ganas de dar de puñetazos a la pared. No podía ser posible.
—¿Un… gatillazo? ¿A tu edad? —que me lo dijera ella era humillante, vergonzoso.
—No pasó nada —repetí, resollando fuerte, escondiendo mi polla flácida con mis manos.
—¿Es… por algo que dije? —preguntó asustada, volviendo a la realidad.
—¡Que no pasó nada, Livia, carajo! —grité sin poder controlarme, cuando me levanté.
Ella me observó, resollando, hambrienta, insaciable, incorporándose, mientras yo suspiraba hondo. Livia todavía estaba sentada, abierta de piernas, con hilos de agua resbalando por su coñito, resplandeciente, con sus enormes nalgas estrujadas contra la alfombra y sus senos brillando.
—Perdona… —dije tragando saliva—, no quise gritarte.
Después de quitarse los tacones, Ella se arrastró hasta el muro para ayudarse a levantar, pues se negó a que yo la levantara.
—Livy, en verdad perdóname.
—¿Qué te perdono? —me dijo con crueldad, cuando ya estuvo de pie, con el vestido en sus brazos—. ¿Qué continúes callado mientras tu hermana me insulta y avergüenza delante de sus invitados, llegando al extremo de invitar a una estúpida chiquilla a la cena que se la pasó toda la noche intentando llamar tu atención?, ¿o quieres que te perdone que, por enésima vez, no has sido capaz de hacerme correr, y todo por tu miedo y egoísmo al negarte ir a un maldito hospital?
Con frustración vi cómo se dirigía a nuestro cuarto a grandes zancadas, y luego a la ducha, mientras yo me quedaba en el recibidor, con la polla flácida y un condón en la mano.
El domingo transcurrió con la monotonía de cuando no ha pasado nada. No hablamos sobre el desastre de la madrugada, mi vergonzoso gatillazo ni su acusación implícita de que follándome ya no sentía nada, (o al menos eso había percibido en su comentario), sino que convenimos, sin expresarlo en voz alta, que debíamos continuar y perdonarnos. Juntos hicimos el aseo de la casa, y más tarde nos pusimos a ver películas en netflix. Como a eso de las ocho de la noche nos acurrucamos en nuestro sofá, y Livia se quedó dormida allí, conmigo, envueltos en mil cobijas por el puto frío, acaramelados, de vez en cuando un besito, y “te Jolis” de mi parte.
JORGE SOTO
Lunes 26 de diciembre
18:46 hrs.
En otro momento todos estaríamos disfrutando de las vacaciones de las navidades, pero por el asunto de la campaña teníamos que estar en La Sede, excepto los que, como Pato, habían solicitado licencia para faltar.
Fede no cabía de la felicidad porque Leila lo había perdonado después de lo ocurrido del día del accidente: y claro, quizá también haya influido el Iphone de vanguardia que mi amigo le obsequió.
Pato y sus novias, tras haber encontrado cerrado el club swinger en Linares al que habían pretendido ir, se habían ido a un chalet que había alquilado con en Arteaga (a poco más de una hora de Monterrey en auto), un destino turístico situado en las cumbres boscosas de la sierra, donde se habían decidido pasar la semana aprovechando las recientes nevadas que habían tapizado de nieve la localidad.
Ya estaba apagando mi computadora de escritorio pues ya casi era la hora de salida, cuando recibí un mensaje de mi novia en mi whatsapp que decía:
Livia
Bebé, no quiero que te enfades, pero Valentino me acaba de avisar que hoy iremos a una cena de negocios a San Pedro Garza García, para cerrar un trato de financiación para Aníbal. Y pues mira, sé que esto será difícil para ti, pero tienes que saber que esta noche no llegaré a dormir a casa. Al ratito lo hablamos. Sé maduro. 6:55p.m**