Pervirtiendo a Livia: Cap. 27 y 28

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27. INFILTRADOS

Jorge Soto

Viernes 23 de diciembre

17:52 hrs.

—¿Qué hago, Jorge, qué hago? —me preguntó Fede con los ojos saltados y las mejillas azafranadas, empujándome hacia el corredor que había antes de llegar a nuestra área de trabajo.

Había rumores por todos lados; hombres trajeados caminando de un lado a otro, una camilla y enfermeros que entraban por el gran vestíbulo de la torre de cristal de La Sede, guiados por mujeres en tacones que los dirigían al ascensor, cuchicheando; gente del servicio lustrando suelos y limpiando ventanas, mirándose entre sí. Y por último Fede y yo, cerca de una maceta con bromelias descoloridas.

—¿Qué haces de qué?  —mi voz temblaba, y casi puedo jurar que mis mejillas estaban más rojas que el betabel, mi corazón palpitando fuerte, esperando que Fede me dijese lo peor, algo sobre Livia… sobre esa chica en los baños, sobre ese hombre al que le habían estado devorando el rabo… ¡sobre la ambulancia que se oía afuera y la camilla!—¿Qué carajos es esa ambulancia, Fede? ¿Se trata de Livia?

De pronto un hueco frío en la boca del estómago me provocó un vacío; la sensación del pecho oprimido me produjo que la respiración me faltara y que mis manos comenzaran a temblar.

—Se trata de Leila —comentó angustiadísimo, y para mi sorpresa, un enorme alivio rellenó el hueco de mi panza—. Se golpeó la cabeza al resbalar mientras huía de mí. Fui a preguntarle sobre los rumores… de la chica del baño que dicen que le estaba chupando el pene a un hombre. Ella se dio por aludida, se ofendió, me empujó, me echó del pasillo a gritos y, ante mi negativa de irme, ella corrió hacia el ascensor, y mira, que cayó de nuca. ¡Sentí que me moría, Jorge! Te digo que parece que está bien, pero Livia pidió llamar a los paramédicos antes de echarme a gritos.

—¿Livia…? ¿Livia te echó a gritos? —No me lo podía creer—. A ver, Fede, explícame bien qué de ciertos son esos rumores sobre… la mamada en los baños del departamento de prensa; es que mira que cuando me enteré por poco se me sale el corazón por el pecho, ¡ahí trabajan nuestras mujeres!

—¿En serio no te enteraste? ¡Llevamos horas con eso!

—Voy llegando a La Sede —le recordé—, apenas vengo de las oficinas municipales a las que me encomendó Pato, y cuando llegué fui a buscar a Joaco, el rubito ese achichincle de Valentino, para entregarle una USB que me dio mi cuñado para ellos. ¡Y mira con lo que me encuentro, Fede! Donde me tarde más se cae la torre.

—Pues ya te digo, pelirrojo; dicen que los rumores son ciertos. El problema es que borrarán los videos del baño donde pasó todo, pues en la constitución de Los Estados Unidos Mexicanos se considera delito contra la intimidad del individuo.

—¿En el baño hay cámaras? —No lo sabía.

—Tal parece, y es delito. La cosa está en que yo quiero acceder a ellas, pero el security general ya las ha intervenido por orden de la Dirección. Es un escándalo en La Sede, Jorge, pues, como te imaginarás, en este partido tan conservador, temen que el futuro candidato se ensombrezca si se llega a infiltrar la información a la prensa amarillista, por eso han decidido destruir toda clase de imágenes. Eso que pasó en los baños podría pasar por normal en cualquier otro país, ¡pero no en el nuestro, por Dios! Ya ha habido una reunión urgente de comité con el propósito de deslindar responsabilidades. Estuve presente, por ser uno de los encargados de los circuitos cerrados. Allí Abascal exigió que se sancionase a la mujer que hubiese protagonizado esos actos inmorales; Erdinia, por su lado, consideró de machista y misógino el comentario de Aníbal, argumentando que la exposición pública de una mujer por ese “delito” (sin la sanción del hombre que había recibido la mamada) no sólo es una ilegalidad, sino un atentado contra la integridad moral de una fémina en detrimento del varón. Al final se resolvió que las cámaras tenían que ser intervenidas, y el contenido destruido cuanto antes, manteniendo en anónimo a los “susodichos.”

—Mierda… pero… pero… —No sabía si sentirme aliviado o frustrado—, ¿tú por qué quieres acceder a las cámaras, Fede? ¿Qué es lo que quieres encontrar?

—Tengo un mal presentimiento, pelirrojo, no me preguntes más.

Sí, en definitiva supe por dónde iban sus tiros. Pero yo me sentía igual. Lo peor es que me sentía como un rastrero, un perfecto estúpido, por pensar que… Por pensar que…

—¿Se sabe algo más, Fede, sobre quiénes podrían haber sido ese hombre y esa mujer? —intenté indagar.

Miré a mi alrededor, por si alguien me observaba con escarnio. Una burla, una mirada indiscreta, un cuchicheo que estuviese dirigido a mí… Pero, de momento… nada.

—Sólo intuiciones, Jorge… —me dijo un tanto afectado, suspirando hondo. En sus miedos me vi reflejado. En sus inseguridades y en sus ojos aguados me vi manifestado—. Dicen que era Leila —La voz se le quebró y sentí alivio y lástima a la vez. Alivio porque nadie sospechaba de mi novia (y tenía que ser cierto) y lástima porque Fede no merecía una humillación así—. Pero la acusan por hablar —la justificó el pobre inocentón—: dicen que por su mala reputación y que quién sabe qué tanto. Pero ella me ha dicho que no; de hecho me ha dado una bofetada en presencia de Livia cuando se lo comenté (antes de que ocurriera su accidente). Y, luego… Livia misma me tildó de “insolente, patán y cabrón” Y me corrió del pasillo, por eso me vine.

—¿Livia… te dijo… ella te…? —No me lo creía. Livia no era así. ¡Jamás había empleado la palabra “cabrón”! Además, ella jamás intervenía en esos temas. Era como suiza, ni de aquí ni de allá.

—Sí, pero no se lo tomes en cuenta, Jorge. Livia quiere a Leila, es lógico que la defienda de lo mal que me porté… Yo ofendí a Leila sin querer, por mi culpa se golpeó la nuca… pero es que me volví loco cuando me enteré de lo que había pasado en los baños, Jorge. Es que… como Leila tiene tacones negros, y la tal Jovita, la intendenta que la vio por debajo de la puerta, dice que la mujer tenía tacones negros, pues…

Tacones negros… tacones negros…

Me quedé en silencio. Fede se sentía como yo con Livia; la enfrentaba, le exigía respuestas, pero luego nos sentíamos culpables cuando nos daban la vuelta a la tortilla. No obstante, desde la distancia… mi amigo me parecía patético, ¿yo también era así de patético? Mierda.

—Pero no era mi bonita esa chica de los baños, Jorge… esa mujer de tacones negros no era mi bonita. Aunque era el departamento de prensa… pudo ser alguien más. Leila… estaba trabajando. La misma Livia me ha asegurado que ambas estuvieron juntas toda la mañana.

Tacones negros… tacones negros…

—Pues… si Livia lo dice es porque es verdad, Fede —quise darle ánimos, aunque me habían vuelto las inseguridades. No sería la primera vez que entre amigas se taparan cosas—. Mira, gordito, no te hagas películas que no son. Con todo el respeto que te mereces, a mí tu patas de Campamocha ni me va ni me viene, y si no fuera porque es tu novia, te juro que pasaría de ella.

—Lo sé, pelirrojo, y por eso te lo agradezco. Tú sí me respetas, no como Pato, que siempre me dice cosas entre líneas respecto a Leila.

—Hey, no, hermano —defendí a nuestro amigo el hipster—, ni siquiera por un momento pienses que él lo hace por maldad. Pato sólo quiere ayudarnos, siempre. Es el más espabilado de los tres y siempre va de frente. Por cierto, ¿dónde está?

—Con Lola, haciendo unas diligencias en Palacio Municipal de Monterrey. Pero… volviendo al tema de los videos… pelirrojo, ¿crees que hago mal si…?, si por alguna razón… logro encriptar algunos videos y evito que se borren por completo del sistema general.

Miramos hacia todos lados, como si hubiese micrófonos en las paredes, y bajamos el volumen de nuestra voz.

—¿El ingeniero Fabián se podría dar cuenta? —quise saber, cuando repentinamente me entró la curiosidad por yo también mirar esos videos… y saber quiénes eran esos que se habían encerrado en el baño para hacer sus… cositas.

—No si lo hago con… cuidado. Es decir, podría encriptarlos, pero mirarlos hasta después, cuando ya se hayan olvidado de ellos. Aunque es arriesgado. Me juego muchas cosas.

Tacones negros… tacones negros…

—¿Entonces en el fondo sí desconfías de Leila, Fede? —No me explicaba otra razón para que su interés por descubrir las identidades de esos dos fulanos fuera en aumento a medida que pasaban los segundos.

Fede exhaló, me miró a los ojos y me dijo:

—Ya no sé ni qué pensar. Ella ha sido sincera siempre conmigo, Jorge, a pesar de lo que tú crees. Leila siempre me ha dicho que le inspiro ternura, confianza, que la divierto; que le gusto porque soy diferente a los otros hombres. Que le gustan mis ojos… y mi boca. Pero… que no está enamorada de mí… sino de alguien que no la puede corresponder.

—¿Qué dices, Fede…? —No me creía que mi amigo tuviera tan poca dignidad—. ¿Cómo…? ¿Cómo puedes estar con una mujer que no te ama? No me explico… Yo no podría…

—Ya ves —sonrió avergonzado—, pese a todo he tenido suerte, y me conformo con quererla yo, pelirrojo. Es como cuando un pordiosero recibe por error un taco sin merecerlo y…

—El taco eres tú —dijo Pato, que se apareció por nuestras espaldas, con una mochila artesanal colgando de su hombro derecho. Lola me saludó desde la distancia y se dirigió al pasillo que llevaba a nuestras oficinas—, un taco con mucha carne y chile, por cierto. Y Leila es el pordiosero que te recibió por error.

Fede medio sonrió, dándole un codazo amistoso. Como Pato era el más alto de los tres, lo miramos hacia arriba, mientras él nos echaba un brazo a cada uno y nos empujaba a nuestros cubículos.

—Ámense, cabrones —nos instó—; no se dejen tirar al suelo para que otros los pisoteen. La gente que se deja caer se convierte en la alfombra de los poderosos. Un poco de amor propio no le viene mal a nadie. Vivan y sean felices, pero sin conformarse, porque nos volvemos mediocres. Ni las mujeres ni la fortuna son tan certeras como lo es nuestro amor propio. Las primeras nos corrompen; con lo segundo vivimos.

Tacones negros… tacones negros…

Dejé los folders que traía en mi escritorio, suspiré hondo y creí que sería oportuno llamar al número de mi prometida, para externarle (al menos de forma simulada) mi preocupación por Leila y saber cómo iba todo allá arriba.

Como a mi celular se le había acabado la pila por las llamadas que había realizado en mis diligencias mientras estuve fuera de La Sede, me dispuse a llamarla desde el teléfono de mi escritorio. Sonaron un par de tonos, hasta que por fin mi novia me respondió con una voz un tanto brusca y angustiada:

—Ahora no, por favor, que ya te dije que mi amiga tuvo un accidente y, además, hoy ya me dejaste bastante cansada.

—¿Livia? —pregunté consternado y un tanto confundido producto de su incoherente respuesta.

¿Qué yo la había dejado cansada…? ¿De qué?

Se me fue el aire por un largo lapso de tiempo y luego aspiré con ganas.

Tacones negros… tacones negros…

—¿Jorge? — me preguntó, y puedo jurar que su voz tenía un matiz de sorpresa y susto tras haber escuchado mi voz y no la que esperaba.

Porque estaba claro que ella no había reconocido el número por el que la había llamado, ya que pocas veces lo había hecho por allí; pero, si no sabía que era yo, ¿entonces a quién le había dirigido esas extrañas palabras?

—¿De qué te dejé cansada? —fui directo, sintiendo que mi pecho remecía.

Un silencio prolongado. Largas respiraciones del otro lado del teléfono. Leila quejándose. Voces de enfermeros. Pasos… y Livia en silencio. Cada segundo que se quedó callada fue para mí una puñalada en el pecho.

—¿Livia? —insistí.

—Perdona, bebé, que estoy contrariada, ¿qué quieres?, que estoy por recibir informes de Leila, para ver si tendrá una recuperación ambulatoria o tendremos que llevarla al hospital.

Me importó una migaja de mierda bien hecha cualquiera que fuera el destino de Leila; así que volví a insistir.

—¿De qué te dejé cansada, Livia?

—¿Qué?

—Tú dijiste, que te dejé cansada, ¿o será que la llamada no era para mí?

—¿De qué estás hablando, Jorge? —se mostró  confundida, como si de veras no supiera de lo que le estaba hablando.

—¡De que te dejé cansada! ¡Dime! ¿De qué carajos te dejé cansada?

Otro silencio. Alboroto, pisadas y voces amontonadas.

—¡Mira, Jorge, que estoy desvariando; entiende que estoy preocupada por Leila y no sé ni lo que digo!

—¡Pero dijiste que te había dejado cansada, Livia! Sólo dime cansada de qué.

La verdad es que no esperaba que me fuera a responder de forma tan a la defensiva como lo hizo:

—¡Cansada me tienes ahora, justo ahora! ¿Qué parte de que Leila se ha golpeado la cabeza no has entendido? Y todo por culpa de otro tóxico igual a ti.

—¡A ver, Livia, que no estoy hablando de eso, sino de que…!

—¡Deja de fastidiar, egoísta desconsiderado! —concluyó, cortando la llamada.

Sus palabras me dejaron seco. Horrorizado.

Miré a mi alrededor y Fede y Pato tenían sus ojos enterrados en mi cara, indiscretos, con las cejas alzadas. Se habían dado cuenta de mi discusión con Livia por el volumen de mi voz. Sentí vergüenza, pero, aun así, me dije que tenía que llamarla otra vez; y si no me respondía, iría al área de prensa para dejar zanjado este temita.

En eso estaba cuando Aníbal me mandó llamar a gritos desde su despacho. Primero Livia y luego Aníbal. ¡Malditos putos gritos de mierda!

Mis amigos me observaron de nuevo pero esta vez atribulados; mas ninguno de los dos estaba más atribulado que yo. Había vivido tantos años bajo la patria potestad de Aníbal, que la verdad es que no me sorprendían ya sus arranques de ira. Y luego decía que la loca era Raquel.

Me encogí de hombros, mirando a mis tres compañeros, me puse de pie y arrastré mis pies hasta la oficina de mi cuñado.

Allí estaba Joaco, el rubito amigo y lugarteniente del Bisonte, y Aníbal, que me observaba con una monstruosa mirada de cuyos ojos azules parecía querer lanzarme cuchillos en cualquier momento. Sobre su escritorio había un montón de hojas desperdigadas, y me sorprendí, pues Aníbal era el tipo más ordenado y limpio que conocía.

—¿A quién chingados le diste la puta USB, pedazo de imbécil? —me gritó mi cuñado golpeando la mesa con el puño. Me sobresalté, y por instinto retrocedí.

—Pues a él —señalé a Joaco, que me miraba nervioso. Me sorprendió bastante el tono de voz tan alterado con que Aníbal me estaba hablando.

¿A hora qué cabrones había hecho mal?

—¿Y antes de Joaquín a quién más se la diste o enseñaste? —me preguntó Aníbal de nuevo, cada vez más encolerizado.

—¿Cómo que a quién más, Aníbal? A nadie, sólo a Joaco, tú me dijiste que él se la entregaría a Valentino. De hecho, no hace menos de veinte minutos que le di la USB, ¿no es así, Joaco?

—Sí, bueno… creo que sí —respondió el rubito con la voz temblando.

A todo el mundo, hasta Valentino mismo, se le aflojaban las piernas cada vez que a Aníbal Abascal lo dominaba la furia. Por eso no me extrañó la actitud cortada de ese enorme y musculoso rubito. La verdad es que ya no parecía intimidante ahora que Aníbal estaba delante de nosotros como alma que se lleva el diablo.

—¿Qué pasa? —quise saber para poder defenderme—. ¿Qué necesidad tienes de gritarme e insultarme así? No te pases, Aníbal.

Mis palabras parecieron combustible para mi cuñado, a juzgar por la grita que me puso después:

—¡Pasa que nuestros informantes de La Sede me acaban de entregar todos estos documentos que ves aquí impresos! ¡Documentos que estaban en poder de la Cerdinia esa, mi rival, mi enemiga!

—¿Qué…? —Por poco me revienta el corazón en el pecho—. ¡A ver, Aníbal! ¿No estarás pensando que yo le di la USB a gente de Erdinia para que…?

—¿Sabías tú, pedazo de inútil, que estos documentos son confidenciales? —me volvió a gritonear—. ¡Aquí está toda la información de nuestra campaña; nombre de gente importante, benefactores, bitácoras, estadísticas, proyecciones y nuestras propuestas, mis propuestas, aunado a la información que tu novia investigó para mí!

Nuevamente un estremecimiento me hizo tambalear sobre el suelo.

—¿Información que Livia… investigó para t…?

Pero Aníbal no me dejó terminar la pregunta y continuó ladrándome como perro rabioso:

—¡En estos documentos está toda nuestra estructura de campaña, hijo de la chingada! —En esta ocasión, tiró los papeles en el suelo barriéndolos con sus manos y luego rodeó su escritorio para posarse frente a mí, desde donde me cogió de la corbata para sacudirme con fuerza—. ¡Lo que quiero que me digas es cómo llegaron estos documentos en poder de la Cerdinia esa!

—¡Yo no sé! —intenté liberarme de sus garras, pero él estaba demasiado exaltado.

—¡Señor Abascal! —intervino Joaco de forma timorata para que Aníbal me soltara, pues en su estado podría darme una arrastrada por toda La Sede—. ¡Tranquilícese, por favor!

—¡Tú sabías lo importante que esto era para nosotros, Jorge, porque yo te lo dije! —continuó mi cuñado acusándome—. ¿Cuánto dinero te ofreció esa pendeja, baboso? ¿Cuánto o qué privilegios te prometieron ella y su gente?

—¡Nada! ¡Aníbal! ¡Nada! —Por fin me pude librar de sus manos y retrocedí, verdaderamente impresionado por lo que estaba sucediendo—. ¡Busca en las cámaras, Aníbal, y verás que entre el lapso de tiempo en que me diste la USB para llevársela a Joaco y mi estancia dentro de La Sede, yo ni siquiera subí a la oficina de la doctora Erdinia!

—¿Cámaras? ¿Quieres que vea las cámaras? ¡¿No te has enterado que han intervenido desde la mañana todas las cámaras del edificio para evitar que se infiltren imágenes a la prensa sobre esa puta parejita de mierda que se metió a los baños ha hacer sus porquerías?!

—¡Yo sería incapaz de traicionarte, Aníbal, y que lo pienses sí que me ofende! —contesté, siendo mi turno para elevar mi voz—, ¡pues tú mismo me criaste bajo estrictos códigos morales, ¿ya se te olvidó?! ¿Cómo mierdas puedes acusarme de algo así, cabrón? ¡Si tú eres como mi padre!

Yo no sé cuáles de mis palabras lo afectaron más, porque cuando terminé de defenderme, mi cuñado entrecerró los ojos, dio un nuevo puñetazo sobre el escritorio y miró el reguero de hojas en el suelo.

—¡A lo mejor deberías de buscar al infiltrado en la gente que de verdad se relaciona en tus negocios —continué para finalizar, pensando exactamente en Valentino y el mismo Ezequiel—, y no conmigo, que ni siquiera sabía que habías asignado un trabajo especial a mi novia!

En eso entraron de prisa Valentino y Livia, la primera detrás del segundo... haciendo sonar sus tacones negros. Tragué saliva y sentí un vuelco en el corazón. Mis fuerzas estaban llegando al límite.

Valentino se apareció allí porque Aníbal lo había mandado llamar con urgencia para este asunto tan grave, y Livia porque quería avisarme que se llevarían a Leila a revisión al hospital y que se iría con ella a acompañarla.

—¿Qué son esos gritos, macho? —preguntó Valentino con severidad, que, al pasar por mi costado, me empujó hacia aún lado como si yo fuese un estúpido pino de boliche y él la poderosa bola que las tumba con ensañamiento.

Aníbal, al ver a Livia (que me había cogido por el brazo, asombrada por los recientes acontecimientos), respiró hondo y cambió su puta actitud severa y monstruosa de antes por una más relajada, aunque estaba claro que seguía enfadado.

—Pasa lo que nunca creí que pasaría, Lobo —le explicó a su coordinador de campaña—: o alguien ha logrado hackear nuestros sistemas y redes de mi campaña… o tengo muy cerca de mí a un traidor.

La tensión fue brutal, casi asfixiante. Y la densidad empeoró cuando Aníbal contó a los recién llegados lo que había pasado con la información de la USB, dejando entrever que el culpable era yo, aunque esta vez no lo dijo tan directo como antes.

—Jorge es inocente —escuché la determinante voz de mi prometida, que se aferró aún más de mi brazo; segura de sí misma, erguida, con la mirada taxativa—, y si alguien en este despacho duda de su palabra entonces ni él y yo tenemos nada más que hacer en La Sede y ahora mismo entregamos nuestra carta de renuncia.

Negociante, diva, de pocas palabras; capaz de dejar en silencio a una habitación gobernada por dos avasalladores machos alfa, Aníbal y Valentino, y un servil, Joaco, siendo todos mayores que yo en cualquiera de los conceptos.

Después de sentirme tan apocado, criminal y degradado, una emoción muy caliente ascendió hasta mi pecho y me inflamó luego de haber escuchado la forma tan rotunda en que me había defendido mi prometida. Mi amada Livia.

No, ella no había sido la chica de tacones negros que había mamado el rabo a Valentino en los baños, imagen que me había acribillado desde que me enterara de los rumores. Sí, ella simplemente había desvariado al responderme por teléfono a causa de la conmoción de ver herida a su amiga.

Livia. Mi Livia

Valentino me observó con odio; Joaco con sorpresa; y Aníbal… Bueno, él ni siquiera me veía a mí, sino que sus ojos estaban posados en Livia, y cuando ladeé mi mirada hacia mi novia, vi que ella también le miraba a él con extraña admiración.

—Yo no acepto renuncias de nadie —comentó Aníbal con ambas cejas enarcadas—, mucho menos de ti, señorita Aldama.

Valentino giró su rostro hacia mi cuñado y casi me pareció que lo pulverizaba con la mirada. La tensión volvió.

—Tenemos que hablar, entonces, macho —determinó el enorme Bisonte, ajustándose el saco sobre su gran musculatura. Luego, el muy cabrón, con toda la altanería e insolencia del mundo, me observó de arriba abajo, se plantó delante de mí, como si quisiera que Livia comparara incluso las diferencias abismales que había entre él y yo, desde nuestras estaturas y hasta nuestras complexiones. Entonces Valentino me dijo—: ¿podrías dejar que los grandes resolvamos los problemas? Te invito a que cierras la puerta por fuera.

Nunca había estado tan cerca de ese cabrón: nunca la repugnancia y el odio que le tenía me salió tan bien de los ojos como ese día. Estaba claro que yo tenía razones para aborrecerlo, por él no, salvo el hecho de que yo era el novio de la chica a la que gustaba mirar las tetas y el culo a la menor oportunidad.

—¿Entonces también te sales tú? —le pregunté con ironía—: digo, por aquello que dices de que aquí sólo se quedan los “adultos”.

Valentino bufó como un toro antes de cornear; su porte era viril, déspota y arrollador mientras me estudiaba. Lo vi allí trajeado, delante del sanitario, vistiendo ese impecable traje negro mientras su rabo salía por el hueco de su cremallera, sosteniéndola con ambas manos, en tanto Livia permanecía sumisa, de rodillas frente a él, hambrienta, con sus tacones sobresaliendo por debajo de la puerta y sexual, muy cachonda y sexual, con enormes tetas en el aire y su nariz respirando su polla, antes de metérsela toda a la boca. El cuerpo me tembló de furia.

—Me quedo yo, y también se queda tu novia —me sonrió el Bisonte con maldad, arrebatándome a Livia de mi brazo en tanto ella se dejaba llevar, ahora sin mirarme—. Anda, pequeñuelo, que tendrás muchos formatos de gobierno que bajar, ¿a que sí?

Sus palabras eran claras, y su intención para humillarme delante de mi novia también. Por lo que había oído de Aníbal, Livia también trabajaba para él, y yo no lo sabía. ¿Desde cuándo y por qué? ¿Cómo se comunicaban? ¿Todo era a través de Valentino? ¿Por teléfono? ¿O de qué manera? Porque de lo que sí estoy seguro es que Livia pocas veces solía ir por allí, salvo aquél día en que agradeció a mi cuñado personalmente por lo del volvo… en más de una hora encerrada con él en su oficina.

Eso significaba que ellos ya habían trabajado juntos desde antes, ¿se habrían reunido y yo sin enterarme? Después de todo, desde que Livia se convirtiera en asistenta de Valentino ella solía salir constantemente de La Sede, y últimamente ni siquiera me enteraba.

También se ausentaba Aníbal de la oficina todos los días, a veces solo y otras veces con Lola.

¿Sobre qué había investigado mi novia?, ¿por qué Livia jamás me había dicho nada sobre ese tema? ¿Por qué carajos sentía que me ocultaba cosas? Muchas cosas. ¿Se excusaría de nuevo con esos putos contratos de confidencialidad? ¿Pero acaso no era yo su pareja? ¿A caso tanto desconfiaba Aníbal de mí que ni siquiera me había comentado que mi prometida estaba colaborando con él?

—Ya te abrí la puerta —dijo el Bisonte sardónicamente. Si los leones hablaran, me dije que tendrían la rugiente voz de Valentino.

Livia se había sentado delante del escritorio de Aníbal, recta, soberbia… mientras este le sonreía. Y yo estaba ahí, mirándola de lejos, sin que ella volviera su mirada hacia mí; hacia el novio a quien había defendido antes… El mismo novio que estaba a punto de ser echado de la oficina por su jefe inmediato.

Si de por sí ya era vergonzoso tener que aceptar una orden del puto Bisonte, mucho más lo fue cuando él mismo abrió la puerta para que me saliera.

—Con permiso —dije al salir.

El único que respondió con un “adelante” fue Joaco.

—¡Ojalá metieran a ese hijo de puta en un cañón y saliera volando hasta el otro lado del mundo y cayera de cabeza en algún lugar de Las Palmas de Mallorca! —exclamé cuando volví a mi cubículo y Lola se hubiera encerrado con ellos en el despacho de Aníbal.

Me pregunté dónde carajos estaba Ezequiel. ¿Qué encomienda le había dado Aníbal? Como dije antes, el marido de Lola casi nunca se despegaba de él. De hecho, creo que pasaba más tiempo con mi cuñado que con su propia esposa. En fin.

Les hice una seña a mis amigos para que supieran que cuando no hubiera pájaros en el alambre los contaría lo que había pasado allá dentro. Los pájaros en el alambre eran dos tipos del estilo del Bisonte, aunque menos corpulentos y altos.

Valentino los acaba de contratar —me dijo Fede por mensaje de texto—, son ingenieros en sistemas, por lo que he oído. Miedo me da que me corran, Jorge.

Tranquilo, serán para el departamento de prensa, no para aquí —lo intenté tranquilizar.

En realidad ya no supe a qué hora se llevaron a Leila, pero cuarenta minutos después, Livia y Valentino salieron del despacho de Aníbal.

—Te espero en mi despacho, guapa —le dijo el cabrón de su jefe a Livia, cuando esta, sin inmutarse, se acercó a mí para decirme que se iba.

—Valentino ya me ha dejado salir, bebé. Iré a casa por ropa… cómoda y en seguida me iré con Leila. Me mandó algunos mensajes y al parecer se quedará en el hospital toda la noche. Me quedaré con ella por lo que pueda pasar. No es nada grave lo que tiene pero los doctores han querido tenerla en observación.

Iba a decirle que no me parecía en absoluto que tuviera que quedarse esa noche fuera de casa, pero Fede me interrumpió cuando le dijo que lo mantuviera informado de todo.

—Mejor que ni te pares en el hospital, Federico —le dijo Livia con dureza, echándose su larga cabellera hacia la espalda—, que lo último que quiere Leila es verte la cara.

—Livia… —susurré a mi novia a manera de reproche. Ella suspiró, me miró con una media sonrisa y me dio un beso en la mejilla, cuando me dijo que se iba—. Te joli —le dije, sintiendo un vacío en mi corazón.

—Yo también…

Fede, Pato y yo vimos cómo aquella imponente mujer de tacones negros desaparecía por el pasillo.

  1. INTUICIONES

Jorge Soto

Viernes 23 de diciembre

19:11 hrs.

Un poco después de las siete de la tarde, cuando recogía mi portafolio para ir a casa, Aníbal salió del despacho; elegante, poderoso, imperturbable. Se acercó a mi cubículo y me palmeó la espalda, diciéndome casi en un susurro:

—No me tomes en cuenta lo que te dije allí dentro, estaba encabronado y no me di mis palabras. —Él nunca se arrepentía. Nunca pedía perdón. Por eso me extrañaron sus palabras—. Los espero mañana en casa, para la cena de nochebuena.

Asentí con la cabeza. Él no sonrió, pero sentí una extraña mirada de lástima y piedad hacia mí. Me sentí incómodo y luego lo vi partir.

Yo sólo esperaba que el ensañamiento de mi cuñado no explotara contra el pobre de Fede, pues, prácticamente, mi amigo estaba contratado por Aníbal para evitar esta clase de ataques a nuestras redes. Cuando salíamos al aparcadero, me pregunté por enésima vez si Federico sería capaz de intervenir el teléfono de Livia si yo se lo pedía.

—Pedí permiso para faltar mañana… y de hecho toda la semana hasta antes de año nuevo —dijo Pato, cuando llegó a su Aveo negro—, así que, cabrones, si ya no los veo, Feliz Navidad. El abrazo de año nuevo se los daré en vivo cuando venga. Me pasaré las fiestas en Linares, con Mirta y Valeria, que dicen que hay un club swinger llamado Babilonia, aunque quién sabe si esté abierto, pues dicen que lo habían cerrado.

—Pobres chicas —sonrió Fede, aunque seguía afectado por lo de Leila—, que tú no dejas de darles caña todo el día, y ni siquiera en las fiestas las dejas descansar.

—Yo con una apenas puedo —confesé antes de dirigirme al volvo de mi novia. Aunque Livia, mi Livia, fácilmente tenía la belleza y el cuerpo de mil mujeres—. No me imagino cómo puedes sobrevivir con dos al mismo tiempo.

—Hazlas reír para que se les olvide que eres feo y te amen—bromeó Pato, dándonos el abrazo de navidad.

—Serás cabrón —dijo Fede—, que tú eres el más carita de los tres.

Nos despedimos, prometiéndonos que al entrar el año volveríamos a decretar los jueves como los días de amigos en casa de Pato, como en los viejos tiempos.

Jorge Soto

Viernes 23 de diciembre

20:41 hrs.

Apenas pude beberme un vaso con leche y unas galletas de chispas de chocolate, las favoritas de Livia, antes de ir al cuarto para ducharme y luego dormir. Pensar que Livia no estaría a mi lado esa noche me descompensó y me puso primero triste y luego de mal humor.

Últimamente se había hecho más frecuente encontrarme a solas con Bacteria, en las ausencias de Livia en sus “cenas de negocios”, y ni siquiera por eso el muy cabrón gato daba indicios de quererme.

—Que te jodan —le dije cuando intenté tomarme una selfie para mandársela a Livia con un enunciado que dijera “te extrañaremos”.

Me metí a la ducha y luego, enrollado en una toalla, me desplacé hasta el armario para encontrar un pijama para dormir. Al buscar entre mis prendas vi que los cajones de ropa interior de Livia estaban entreabiertos. Por curiosidad fui a ver y noté que todo allí dentro estaba revuelto; sus tangas, sus cacheteros, sus braguitas… incluso el área donde ponía sus nuevos vestidos de salir y también el cajón inferior donde guardaba sus tacones. Era extraño, porque Livia, como Aníbal, también gozaba de un impulso desmedido para tener todo en orden.

Me pregunté que habría estado buscando en eso cajones que había dejado todo echo un desastre.

Ya que la última vez le había arruinado su ropa y un par de tacones que metí en el horno de microondas, me dije que aquella era mi oportunidad para exculparme ante ella y enmendar mi inmadurez, así que me puse a doblarle sus prendas y acomodarle sus zapatos en su lugar.

Por desgracia, cuando tocó arreglar el cajón de ropa interior, no pude evitar empalmarme cuando comencé a observar los modelitos que se había comprado recientemente. Aunque ya no tenían etiqueta, sabía que estaban sin estrenar porque nunca se los había visto puestos antes. Esa manía de las mujeres de tener un montón de prendas y no usarlas, caray.

En el cajón sobre salían bastantes tangas y cacheteros de encaje que, sin ser experto, sabía que eran de marcas finas y, por lo canto, caras, que en otra época no se habría podido comprar, lo que me parecía absurdo, porque, a menos que tuviera por pareja a un hombre que se preocupara por las marcas finas de ropa interior, yo no le veía el caso. A mí me daba igual si era ropa fina o de tianguis. En fin.

“Las tangas son para que no se noten las costuras de las bragas en los vestidos o faldas más ajustadas al cuerpo” me había dicho juna vez que le pregunté sobre… sus nuevas adquisiciones, pues para mí las tangas sólo las utilizaban las actrices porno y las prostitutas. Y las de Livia eran así: tanguitas minúsculas, algunas de seda, otras de algodón. Suaves, sexys, minúsculas, preciosas.

¿Cuándo iba a imaginarme que un día Livia sería capaz de comprarse esta clase de lencería, cuando la última vez que se lo había sugerido, meses atrás, por poco me había tildado de “degenerado”?

Y ahí estaba yo, caliente, maravillado, imaginando cómo le quedaría aquella tanga roja que sostenía entre mis dedos, cuyo delgadísimo hilo quedaría enterrado entre sus dos potentes nalgotas, mojándose con su rajita.

Cuando menos acordé, ya tenía mi rabo de fuera, de cuya punta colgaba un espeso hilo de líquido preseminal; miré hacia mi costado y cogí unas braguitas negras del cesto de ropa sucia, mi fetiche oculto (uno que era incapaz de revelar a Livia por lo vergonzoso que me parecía) y me las llevé a la nariz como un enfermo. Olían a hembra, a una Livia cachonda, ávida, insaciable: a su rajita mojadita, esa que tantas noches me había comido antes de dormir. Tan sólo oliéndolas se me puso más dura y me la comencé a masajear.

Hacía mucho tiempo que no me masturbaba, por órdenes de mi chica, y aunque ya no necesitaba sentir esa sensación de alivio sexual (pues el sexo con Livia era uffff), de vez en cuando me apetecía masajearla. Masturbarse es algo tan íntimo como personal. No obstante, yo evitaba hacerlo para no contrariarla ya que, por alguna razón, ella intuía que cuando me masturbaba, mi desempeño sexual era inferior al habitual. Y yo le creía.

Pero esa noche Livia no estaba, y en ausencia de su culo, de su coñito húmedo, de sus tetazas, me dije que tenía que contentarme con sus tangas usadas. ¿En serio se las había puesto para ir a trabajar, con lo minúsculas y… sexys que eran? Vaya incomodidad padecería todo el día.

Y me masturbé, con una tanga negra de encajes enrollada en mi pene, olorosamente sexy, por cuya minúscula abertura en forma de triángulo invertido debían de verse sus tenues vellos púbicos cuando se la ponía.

Mientras me pajeaba, recordé sus senos carnosos rebotando en cada embestida, sus enormes aureolas sonrosadas, y los duros pezones que los coronaban: recordé la forma en se me había puesto en cuatro, enseñándome su coñito empapado, y su ano virgen, lubricado con su propia saliva cuando, una noche, sin mediar y con la sorpresa plasmada en mi cara, se metió dos dedos a su boca, empapándolos con abundante saliva, y luego los llevó al cóncavo que había entre sus dos nalgas, y en cuyo centro relucía su florecido ano, al que humedeció ¡Dios santo!

Recordé la magistral chupada con chocolate, y ese “quiero mamarte la verga, papi” que me enloqueció. Éste último recuerdo fue el que me hizo correrme hasta jadear de placer. Limpié mi desastre con la prenda de Livia y la volví a echar al cesto, ya habría tiempo de lavarla mañana.

La cama se veía tan grande y tan vacía sin ella a mi lado… que me remoliné. Esa noche no pude dormir. Volvía a estar preocupado... por ella, por Valentino, por Aníbal. Por lo que había estado pasando últimamente. ¿Cómo habían llegado esos putos documentos a la oficina de Olga Erdinia?

Jorge Soto

Viernes 24 de diciembre

11:11 hrs.

Livia me habló temprano desde casa de Leila. Me informó que a la mitad de la madrugada la habían dado de alta y que se habían ido a dormir a su casa. Me encantó poder escucharla, pero al mismo tiempo padecí un poco de dolor al saber la pobre no había dormido casi nada; se le oía bastante cansada e ida. Eso de cuidar enfermos no debe de ser fácil.

Al parecer llegó a casa a las nueve de la mañana, cuando yo ya estaba en La Sede, en donde laboraría al menos mediodía. Por suerte, el cabrón de Valentino le había dado el día libre a mi novia, así que podría descansar durante un buen rato para que estuviese en espléndidas condiciones durante la cena de Navidad con mi cuñado y hermana. Y claro, como el muy hijo de puta del Bisonte era un inútil sirve para nada, al saber que la chica que resolvía todos sus problemas no iría a trabajar, él también decidió ausentarse ese día.

Aníbal tampoco llegó: de hecho tampoco Lola, ni mucha gente de La Sede. Al parecer sólo estábamos en el edificio los más imbéciles. La fiesta navideña que organizaban a los trabajadores del partido se había suspendido ese año por motivos de la austeridad de frente a la campaña.

Para colmo, ni siquiera Fede ni Pato estaban. Como no había nadie a quien rendirle cuentas, me la pasé divagando por la mañana en la cafetería de La Sede, pero antes del mediodía volví a mi escritorio, cuando Aníbal me instruyó por teléfono para que estuviera al pendiente de los ingenieros que había contratado Valentino, pues intervendrían las computadoras de mi área para un nuevo código de conexión que había creado Fede durante los últimos días.

Fui en calidad de supervisor, y por primera vez me sentí alguien importante en la efímero encomienda de manda más que me había puesto mi cuñado.

Me senté el sofá donde esperaban las citas de Aníbal y me puse a mirar mi celular. Los amigos de Valentino estaban carcajeándose, cuchicheando. Luego se percataron de mi presencia y se callaron. Levanté la vista y asentí con la cabeza, diciéndoles con que no pasaba nada, que mientras movieran las manitas y no dejaran de trabajar, podían seguir conversando.

Hablaban de un exclusivo bar situado en las inmediaciones colindantes que dividían a Monterrey de la millonaria ciudad de San Pedro Garza García, al que habían ido la noche anterior invitados por Valentino.

Se regodeaban de las mujeres que habían cazado, las dos buenorras, una rubia y la otra pelirroja; al parecer eran maduras, elegantes y de cuerpos extravagantes. Al poco rato me vieron sonreír y me incorporaron a su conversación. Me recomendaron el sitio; discreto, finísimo, y con “hembras de calidad”. Me interesé por saber más sobre el círculo social en el que andaba Valentino. Esos tipos eran iguales a él. Idiotas, presumidos y siempre pensando con la polla. Les reía sus gracias más de fuerzas que de ganas, y de vez en cuando les decía una que otra palabra divertida para intentar entonar en su grupito.

—Pero el que se llevó el premio gordo de la noche, sin duda fue Valentino —continuó Roberto, refiriéndose al Bisonte—, porque ese mujerón estaba que se caía de buena, la cabrona. Pero ya dicen que esas son las peores…

—¿Cuáles? —me interesé en saber en qué tipo de mujer había llevado el presumido del jefe de mi novia a ese dichoso bar.

—Las que tienen cara de niñas pero cuerpo de zorrones —intervino Adán.

El pecho me cimbró cuando le oí decir aquello. Por una extraña razón, esas descripciones me hicieron recordar a Livia, y no por lo de zorrón, sino por lo de niña buena.

—Por eso digo que Valentino se llevó el premio gordo  —insistió Roberto.

—¿Por qué Valentino? —quise saber, emitiendo una sonrisa que me costó un huevo y la mitad del otro. Suspiré hondo, guardé mi celular e hice como que estaba tranquilo.

—No mames, pelirrojo, que la hembra que llevaba era un bombonazo que te mueres. Cabellos a la altura de las nalgas, achocolatados, y con señoras tetotas: era un zorrón con un culo que si se sienta sobre tu cabeza te ahogas. La neta que hasta daría gusto morir asfixiado por ese pedorrón. Hermosa, no cabe duda que esa mujer era hermosa.

Aquella era la descripción de mi novia. O casi parecida.

¡No podía ser posible!

¿Livia? ¿En verdad se refería a Livia? ¿A caso Livia no había estado esa noche en el hospital cuidando a Leila... después del accidente?

Me temblaron los labios y un poco el ojo derecho.

—Sería su amiga —dije nervioso, intentando ahondar en más detalles.

—O su puta de turno —convino Adán—, sobre todo por el cómo le restregaba el paquete en el culo mientras bailaban y cómo ella le devoraba la boca a la menor oportunidad, como si se lo quisiera tragar.

—¿El Biso… Valentino… le restregaba… el…?

—Paquete, el bulto. Ya habrás oído que ese cabrón está mejor dotado que un burro —se echó a reír Roberto, que manipulaba mi computadora sin dejar de hablar, entretenido.

Adán, aunque más discreto, también sonreía, desde la computadora de Pato.

—Pero el que se llevó el premio gordo, sin duda, fue Valentino —dijo el madrileño.

El pecho me cimbró cuando le oí decir aquello.

—¿Por qué Valentino? —quise saber, emitiendo una sonrisa que me costó un huevo y la mitad del otro.

—No mames, pelirrojo, que la hembra que llevaba era un bombonazo que te mueres. Un zorrón con un culo que si se sienta sobre tu cabeza te ahogas. La neta que hasta daría gusto morir asfixiado por ese pedorrón.

¿Livia? ¿Se refería a Livia?

—Sería su amiga —dije nervioso.

—O su puta —convino Julio—, sobre todo por el cómo le restregaba la polla en el culo mientras bailaban.

—Sin duda, esa mamacita era un tremendo zorrón  —convino Roberto, de nuevo.

¿Roberto sabría que “el zorrón” que estaba con Valentino era Livia, mi Livia? ¿Sabrían que ella era mi novia? ¿Se estaría cagando de la risa por dentro, burlándose de mí, sabiendo que mi chica había pasado la noche con Valentino? ¿Cómo sacarles información sin humillarme?

Evidentemente… no podía ser así, ¡Livia no era de esas! Livia era Livia, mi Livia. Tenía claro que todo se trataba de coincidencias: a lo mejor Valentino verdaderamente se sentía brutalmente atraído por mi prometida y, al saber que Livia era una mujer de altos códigos morales, fiel y de sentimientos nobles, no le había quedado más remedio que buscarse amiguitas con las características de mi chica. Menudo cabrón.

—Sería alguna de sus amigas frecuentes —ataqué de nuevo, con la garganta rasposa, seca, amarga.

—Qué va —comentó Roberto—, si a Valentino le van las rubias. Por eso me sorprendió que anoche el zorrón que lo acompañaba tuviera el pelo castaño.

—¿Es necesario decirle zorrón, a la chica?

No fui capaz de contenerme.

—No veo otro adjetivo para describirla y entiendas lo provocativa que iba —mencionó.

—¿Muy provocativa? —quise saber, recordando cómo había hallado de removido el interior de sus cajones, lencería y… vestidos de noche…

A medida que más avanzaba la conversación, más caliente sentía la cabeza.

—Estaba sentada muy pegadita de Valentino, por lo que vi, y llevaba un vestidito que te mueres.

—¿Y de qué color era el vestido? —pregunté, como si el color fuese importante para descubrir algo que se me pasaba de la vista.

—La neta no me acuerdo —dijo Roberto—, pero creo que era negro, brillante, ajustado, y tenía una abertura en forma de rombo del cuello a más arriba del obligo que Ufff, pelirrojo, ¡ufff! Brutal. ¡Se le venían la mitad de las pinches tetas!

Eso me sobresaltó y tranquilizó a la vez. Livia no tenía ningún vestido con esas características; de hecho, por más que fuera más asidua a usar ropa provocativa, ese vestido que describía Roberto quedaba fuera de su rango, nivel y estilo. Eso sólo lo usaría una vil puta.

—Dices que no te acuerdas del color del vestido, pero ahora hasta describiste su forma —intenté actuar como si no pasara nada, mis piernas estremeciéndose.

—Me acuerdo más de sus piernas y de su culo que de otra cosa —aseveró el tal Roberto—. Cuando llegué al bar, ellos estaban de espaldas, en la barra, de pie. Valentino tenía su mano en el culazo del zorrón y ella estaba recargada en su hombro, como una enamorada.

El pecho me palpitó. Aunque supiera que aquella no fuera Livia, de todos modos esos detalles me dolían, y mucho.

—¿Así? —pregunté nervioso—, ¿y estás seguro que no conocías al “zorrón” de antes…?

—Qué va —respondió Roberto—, si Adán, nuestras potras y yo estábamos sentados en una mesa de atrás, pues ellos querían su privacidad. Lo que sí es que era preciosa, y traía el pelo suelto, le llegaba al culo.

—¿Y todo acabó allí? —quise saber.

Adán y Roberto se miraron con complicidad, y empezaron a reír.

—El comienzo acabó en el baño —dijo Roberto, haciendo un gesto de admiración hacia su amigo—, los cabrones estaban tan calientes que se fueron a follar al baño, o al menos eso fue lo que nos dijo el Lobo. Y después, cuando se fueron, ¿tú qué crees?, el semental ese debió de haberse ido por ahí a destrozar a esa zorra por todos sus agujeros.

Zapatillas negras… zapatillas negras…

Ya luego hablaron de otra cosa, para mi disgusto. Quería indagar, pero ya no podría. A lo lejos les escuchaba murmullos sobre una carrera de autos, en nochevieja. Algo sobre orgías, desmadres, sexo, alcohol. Pero no puse demasiada atención. Yo me sentía nervioso, asustado, con el pecho oprimido.

—Pues ya quedó, amigo —me dijo Roberto al pasar un buen rato, metiendo sus herramientas en una valija negra—, por cierto, pelirrojo, puse tu caja de regalo abajo del escritorio, para no arruinarlo.

—¿Caja de regalo? —dije frunciendo el ceño.

—Bueno, sí, la caja que estaba encima de tu escritorio.

—Que yo recuerde, no había ninguna caja de regalo en mi escritorio —me encogí de hombros.

—Ah, pues entonces quién sabe, lo mismo te la trajo una admiradora secreta o no sé. Igual te la puse ahí —señaló la parte inferior de mi escritorio mientras se marchaba con Adán—, nos vemos luego, pelirrojo.

Me despedí con desgano de los dos mini Valentinos. Pobres imbéciles. En efecto, al acercarme a mi escritorio me encontré en el suelo una pequeña caja blanca con un listón rojo, en cuya superficie destacaba una tarjeta blanca cuya dedicatoria hecha a computadora decía:

Para Jorge

Feliz navidad

Nada más abrirla, la caja terminó estampada contra el suelo, mientras mis cienes comenzaban a palpitar, siendo víctima de una horrible taquicardia que por poco me lleva al suelo también.

—¡Mierda! —exclamé horrorizado.

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¡Nos vemos en unos días, que no creo pasar de la siguiente semana, en cuato se resuelva el asunto que ya saben!

Gracias por leerme, amigos,.