Pervirtiendo a Livia: Cap. 19 y 20

Una morboso y pérfido plan se urde en un despacho solitario, cuyo propósito es emputecer a Livia. Ya no hay vuelta atrás.

19. LA FIESTA

VALENTINO RUSSO

Sábado 1 de Octubre

23:17

Desde el primer momento que la vi de espaldas la imaginé a cuatro patas como perra en celo sobre mi cama, con el culo en pompa, separándose ella sola sus grandes carnes con el propósito de enseñarme ese coñito que, por su color de piel, debía de ser sonrosado, el cual ansiaba acariciar.

Ya lo había notado desde antes, que esa chica tenía buenos atributos, aunque no fue hasta que implementé el nuevo código de vestimenta en las secretarias de mi departamento que confirmé mis sospechas cuando comenzó a llevar faldas y blusas más ajustadas. Esa hembra era una diosa. Menos mal que la tal Leila había hecho caso a mis recomendaciones a la hora de solicitarle… ciertos tipos de faldas y prendas para su amiguita.

“Ufff. Estás riquísima” dije para mis adentros.

No había forma de concentrarme desde que aquella tetonuda y culoncita se hubiera presentado ante nosotros hacía un buen rato ya.

Mis ojos la acechaban entre el gentío a donde quiera que se desplazaba del brazo de aquél cuello de ganso que no parecía asumir que por una puta vez en su vida estaba siendo la envidia de muchos hombres, pues fuera de su novia, el pobre diablo no tenía una sola cosa de la cual jactarse.

Aunque en aquél coctel del lunes me dije que no me interesaría tener nada fuera de lo laboral con aquella muchacha aburrida e inocentona aun si lucía divina, esta noche cambié de parecer.

Es de sabios cambiar de opinión.

En la fiesta de Aníbal, mientras observaba a esa nalgona con cara de niña buena, ideé mil formas de arrancarle el vestidito y las minúsculas bragas que debía de estar portando, para después ponerla contra la pared, separar sus piernas con mis rodillas y entreabrir sus dos nalgas a fin de enterrar mi polla muy dentro de su útero, hasta hacerla gritar de placer y pronunciar mi nombre entre jadeos y soplidos una y otra vez.

¿Cómo mierdas había hecho el lerdo de su novio para conseguir una hembra como esa? Por como todos los hombres la miraban a su paso, deduje que yo no era el único imbécil asombrado con su belleza y curvas. Y ella actuaba con inocencia, nerviosa, como si no se diera cuenta del impacto que estaba causando en las pollas de los comensales.

Mientras conversaba con Heinrich, no pude dejar de mirarla a hurtadillas, fantaseando con lo que sería encajar mi cabeza entre su majestuoso culo, ¡venerable y señor culo!, al tiempo que ella me aplastaba la cara con sus nalgas y yo me comía un chocho que, aun sin conocerlo, pude imaginarlo acuoso, carnudo, caliente y encharcado.

Y estrechito, claro que sí, muy estrechito, pues nadie con el cuerpo, personalidad y cara de ese pobre Ganso podía tener una polla capaz de reventarle el coño a su novia con las perforadas que merecía. No, no. Así que deduje que el coñito de esa niña debía de estar cerradito, listo para desvirgarlo de verdad.

Apenas bebí unos cuantos tequilas pues quería estar en mis cinco sentidos cuando tuviera que negociar con Heinrich respecto al financiamiento que estábamos pidiéndole para la campaña. Era mi oportunidad para demostrarle a Aníbal que no se había equivocado al elegirme como prospecto a jefe de su campaña una vez que saliera victorioso en las elecciones internas del partido.

Rato después vi bailando a la culoncita de mi secretaria con el torpe de su Ganso pelirrojo (éste último con sus dos pies izquierdos). La dulzura que ella esparcía al mirar y sonreír, corrompía mis pensamientos de manera infame y ruin, impulsándome ideas enfermas con las que podía pervertirla hasta convertirla en mi zorra personal.

Mis fantasías sexuales para con ella se activaron de inmediato y consistieron en lo que sería verla usando provocativa lencería de encajes, sostenes que apenas le cubrieran sus pezones, permitiendo que sus esféricos melones carnosos se desbordaran por su minúscula tela.

En aquella culoncita idealicé a una mujer lujuriosa, pervertida, adicta al sexo, traviesa, juguetona, que cachondeara con otros, que los excitara y que quisiera coger con ellos en cualquier momento y lugar que yo dispusiera.

Esa niña tenía una carita inocente que me ideaba mil formas para deformar. Y su boquita, ¡pfff! Con esos labios tan carnudos y esponjosos que sin duda debían de chupar la verga de manera gloriosa.

Sí, aunque la novia del Ganso ese (a pesar de llevar puesto ese minúsculo vestido negro) exudaba decencia, castidad e ingenuidad, algo dentro de mí me decía que con un empujoncito podría convertirse en una mujer lasciva, sucia y adicta al sexo.

—Se te salen los ojos, Lobo —me dijo Aníbal que llegó por mi costado derecho interrumpiendo de esa forma mis fantasías sexuales para con esa culoncita, justo después de que Heinrich se hiciera a un lado a fin de recibir a dos preciosuras que uno de sus hombres le había llevado esa noche bajo estrictos códigos de seguridad, ya que la presencia de Heinrich Miller en esa mansión era un secreto.

Todos los presentes sabían que estaba prohibido tomar fotografías dentro de la mansión (aunque ellos atribuían el motivo a cuestiones de seguridad para la propia familia Abascal).

—Lo que se me va a salir es la verga si no dejo de mirarla —le confesé, tragando saliva—. ¿Por qué no me habías dicho que esta diosa tan buena era tu concuña? Por un momento olvidé que el Ganso, quiero decir, el novio, era hermano de tu esposa.

Aníbal volvió sus ojos hasta donde estaba aquella mujer bailando con el Ganso, y pude notar la extraña forma en que la visualizaba: no supe describir si la miraba con lasciva o admiración

—Porque ni siquiera yo lo sabía —aseveró, bebiéndose un trago de tequila sin dejar de observarla. Luego apartó la copa unos centímetros de sus labios y relamió los bordes con su lengua—. Pero no puedo negar que… es… fascinantemente adorable y hermosa.

Asentí con la cabeza, dándole la razón.

—Lástima que sea tu concuña —me burlé, sabiendo lo prohibido que aquella mujer era para él.

—Pues también es una lástima que sea tu secretaria y la futura esposa de mi cuñadito —me contraatacó él, riéndose.

No es que hiciera falta verla desnuda para saber la clase de potra que era, pues tenerla allí, bamboleando esas ubres y nalgas mientras bailaba, bastó para fantasear con lo que sería tenerla empalada, con sus dos grandes nalgas rebotándome en los huevos.

—¿Qué quieres decir con eso, Aníbal? —le pregunté asombrado por lo raro que se me hizo su comentario, pues lo sentí como si implícitamente me estuviese pidiendo que pusiera tierra de por medio entre ella y yo—. Te recuerdo que tú mismo me la has impuesto como mi asistenta, cargo que tomará en un par de días.

—Sí, lo hice —reconoció bebiéndose otro trago—, pero… tú sabes, yo no sabía cómo era ella. Es decir, conociendo al cachorrito me imaginé que su novia sería tipo Betty la fea. No obstante, mira la sorpresa que me he venido a llevar.

—Pues sigo sin entender tus advertencias, macho —insistí, perdiendo la paciencia.

—No hay mucho que entender, mi querido Lobo; a esa dama la dejas fuera de tus garras.

Así que esas teníamos, ¿eh?

—¿La quieres para ti? —fui directo, fingiendo serenidad—, ¿y no la quieres compartir conmigo?

—No se trata de eso, Lobo. Ya sabes que incluso nos hemos prestado a nuestras “amiguitas” en común. El problema es que ella es la novia del cachorrito, y no quiero problemas de faldas en la familia.

Aníbal continuó observando a la culoncita con verdadera expectación y yo resoplé. De momento no insistiría. Mandé llamar a Joaco, un rubito de mi estatura y edad que hacía las veces de mi amigo, chofer y guarura, y lo envié al aparcadero por los documentos que firmaría Heinrich en nuestra negociación.

—A juzgar por cómo la mira, al parecer nuestro querido Heinrich también está muy interesado en la mujer de tu cuñado —advertí a Aníbal riéndome, observando cómo el mafioso afroamericano de vez en cuando repasaba el culo de mi secretaria mientras daba indicaciones en inglés a su lugarteniente sobre algo.

—Y no lo culpo —reconoció Aníbal—: Una mujer así no pasa desapercibida ante nadie. No puedo creer que semejante mujerón sea novia de Jorge.

—Tuvo suerte —dije entre dientes.

“O mala suerte” pensé en mi fuero interno con una nueva sonrisa maliciosa.

Permanecí en mi sitio notando cómo la culoncita de vez en cuando miraba hacia donde yo me hallaba. Como estaba de perfil, no estuve seguro de si me estaba mirando a mí, a Aníbal o a ninguno de los dos, pero de que notaba que su cabeza constantemente giraba hacia nuestra zona sí que era verdad.

Cuando invité a Leila y a la culoncita para que aceptaran ser mis madrinas en mi próxima carrera de autos el 31 de diciembre en el evento anual “Fire Car Monterrey”, lo hice por el simple hecho de romper el hielo en lo que se había convertido en una aburrida reunión de trabajo en un ordinario Starbucks, después de que ese par de chicas se la hubieran pasado por horas renovando sus guardarropas.

Cada cierto tiempo se organizaban carreras clandestinas de “rally” en alta velocidad donde, además de la adrenalina y diversión que implicaba dicho evento, estaban en juego miles de dólares. Mi pasión eran las carreras de autos, en las que había ganado un chingamadral de dinero durante los últimos años, ya fuera apostando o como piloto, y se había convertido en una tradición que cada piloto fuera acompañado durante la competición por dos madrinas, que se sabía, fuera cual fuera el resultado, terminarían follando con él en un glorioso trío durante la fiesta posterior que se organizaba en la mansión de Tiberio Lugo, el organizador del evento.

A veces, incluso, las cosas se salían de control por el consumo de las drogas y el alcohol, y pilotos y madrinas terminaban dando rienda suelta en brutales bukkakes, orgías y hasta ganb bang donde las mujeres eran las grandes protagonistas.

Mis dos secretarias apenas si sabían lo que implicaría asumir el honor de acompañarme en las carreras en caso de aceptar, y eso era lo que me daba aún más morbo. Únicamente me limité a ofrecerles mil dólares por su compañía esa noche si aceptaban las dos. “O las dos o ninguna” les dije.

Puteila aceptó de inmediato, pero la Culoncita tuvo el puto orgullo de pedirme tiempo para pensárselo. Me quedó claro que ninguna de las dos no tenían idea de lo famoso que yo era en ese tipo de competiciones, pero si aceptaban, estuve seguro que terminarían asombradas del religioso trato que mis colegas y admiradores me darían.

Generalmente las madrinas solían ser mujeres del mismo ambiente, amantes de las carreras y admiradoras de pilotos. Aunque uno podía conseguirlas de la forma que hiciera falta, todo valía. Por ejemplo, frecuentemente yo había apostado con colegas o amigos a sus propias hermanas, novias o esposas: si yo perdía (que era muy raro) les daba una cantidad de dinero previamente acordada; en cambio, si yo ganaba, ellos tenían que ofrecerme a sus mujeres como mis madrinas en las próximas carreras que se organizaran, sabiendo que cuando el evento terminara ellas terminarían siendo mis putas personales por una noche entera.

Pfff. Miré hacia donde estaba la Culoncita y advertí que estaba susurrándole algo a Puteila.

Leila  era una muchacha poseedora de un rostro brutal. Sus ojos verdes solían devorarme con la mirada ignorando que yo me daba cuenta; su expresión coqueta, seductora e insinuante me la ponía dura, ¿y qué decir de su exquisito cuerpo?, que aun si no era de muchas carnes, no tenía desperdicio. Constantemente entraba a mi despacho bajo cualquier pretexto por más absurdo que este fuera, contoneando sus nalguitas o acomodándose las tetas en mi delante para deslumbrarme.

Solía eludirme temas sexuales constantemente, buscando que yo le siguiera el juego quizás para llevármela a la cama.

Con su fama de putona no me habría costado ningún trabajo romperle el culo a la primera oportunidad. Ella quería que me la cogiera y casi casi sólo le faltaba decírmelo a la cara como último recurso para yo acceder. Pero, la verdad, es que yo prefería cogerme a mujeres que me implicaran desafíos y morbo. Encima, Leila tenía una forma de actuar demasiado indiscreta, sin contar con lo rimbombante y cansino de su forma de hablar.

Sí, estaba buena y me gustaba, pero yo prefería un tipo de mujer mucho más interesante que ella.

En cambio la Culoncita, aun si me parecía aburrida a primera instancia, no parecía ser tan predecible como la otra. Y ahora que la veía mejor, pude comprobar que su educación era delicada y distinguida. Incluso en la forma de mover sus brazos al hacer un movimiento corporal era refinado. Y a mí me enloquecía el refinamiento de las mujeres, pues en cierto modo me recordaba un poco a mi joven madre que murió en un accidente aéreo cuando iba a encontrarse con mi padre, el general Valentín Russo, que en ese momento se encontraba en un viaje de Estado.

Fui criado bajo estrictos códigos morales en un colegio militar que dirigía mi padre y donde intentaron erigirme como un hombre digno a base de palizas y malos tratos. Esa puta crianza la mandé a la mierda cuando me vi incapacitado para competir contra mi hermano mayor, que era el favorito de mi padre porque el pendejo, a diferencia de mí, nunca tuvo personalidad y siempre fue un títere sin mando de mi progenitor, por eso siempre rivalicé con él.

Pero bueno, esa ya es otra historia.

Llegado el momento organizamos mi encuentro a solas con míster Miller para negociar los puntos fuertes de nuestro contrato de financiación, por lo que Aníbal mandó llamar a don Cornudo, el esposo de Lola, para que nos escoltara hasta su despacho. Ezequiel estaba en una esquina mirando con cautela hacia los cuatro puntos cardinales; siempre severo, discreto, enigmático, silencioso pero atento a todo. ¿De veras no sabía que Aníbal se cogía a su mujer casi en sus putas narices? A veces lo dudaba, y no era la primera vez que desconfiaba de su lealtad “incondicional” hacia Aníbal.

“Un día este cabrón te va a traicionar, Aníbal” solía decirle a don Bravucón, aunque él era escéptico a mis sospechas. Abascal era muy diestro, inteligente y astuto para unas cosas, pero muy pendejo para otras.

—Ezequiel —le dijo al gorila cuando éste se presentó ante nosotros—, en cinco minutos míster Miller y Valentino negociarán en mi despacho. Asegúrate de que todo sea discreto y luego te quedas afuera por si el Lobo necesito algo de ti.

—Sí, señor —dijo el gorila con un asentimiento, observándome con desdén. No era un secreto para nadie que don Cornudo no me tragaba ni siquiera con dulce. Pobre imbécil, como si me importara.

—Prefiero que Joaquín se quede afuera —le dije a Aníbal. Prefería tener a mi amigo Joaco cuidándome los flancos que a don Cornudo.

—Como quieras, Lobo —me concedió—. Ah, Ezequiel, también hazme el favor de adelantarte al despacho y de quitar todas las fotografías donde aparezcan Roxana y Vanessa,  que no quiero que ese puto negro las morbosee ni siquiera por un instante con la mirada.

Aníbal tenía tapizado su despacho personal y su oficina en La Sede con retratos de sus preciosas gemelas. Él nunca lo expresaba, pero todos sabíamos que las echaba en falta desde que las hubiera enviado a Inglaterra a estudiar la universidad. Pero era inevitable. La política es una mierda, y con tal de debilitar a un opositor pueden incluso atentar contra tu familia.

Aunque Aníbal me tenía cierto cariño, no me podía imaginar lo que pasaría si un día se enteraba que me había follado a sus dos gemelitas días antes de que se marcharan… Pfff.

—Míster Miller, sígueme, por favor —dije a Heinrich en inglés minutos después. Joaco ya se había ido a arreglar los asuntos del despacho en compañía de don Cornudo.

Con sus hermosas putonas en sus costados, el imponente mafioso de poco más de dos metros estatura me siguió detrás de mí.

Mi padre Valentín Russo, un general de la milicia jubilado, (que era un fiel admirador de las políticas conservadoras de Aníbal), tenía de su brazo a mi joven madrastra llamada Amatista, que lucía un impresionante vestido tinto y largo que le marcaba sus curvas. Estaba conversando con tres regidores de la actual administración cerca de una barra donde ofrecían frutas con chocolate fundido.

Mi hermano mayor Horacio y su esposa Sofía estaban en su costado, como dos estúpidas macetas de corredor que sólo sirven para adorno.  Al pasar junto a ellos, ni mi padre, ni mi hermano ni mucho menos mi cuñada Sofía me saludaron, aun si me habían visto desde lejos.

Entonces recordé las palabras que mi padre me había expresado la noche anterior, durante la cena familiar en que conmemorábamos el aniversario luctuoso de  mi madre, cuando le comuniqué con orgullo que Aníbal me había propuesto como su jefe de campaña:

“No esperes que te felicite, Valentino: mejor demuéstrame que vales la pena y hazme el chingado favor de hacerme sentir orgulloso por una puta vez en la vida. Dios quiera un día aprendas algo de la astucia de tu hermano y merezcas mi respeto…  porque ahora mismo lo único que me provocas es vergüenza.”

Apreté los dientes, rabioso, y pasé de largo junto a ellos percibiendo al menos la inclinación de cabeza de la mujer de mi padre. Si algo aprendí de él es que nunca se le debe de negar una sonrisa a quien te saluda: mucho menos si es una mujer a quien has rellenado por todos su agujeros. Por eso sonreí a mi madrastra con un discreto y cómplice asentimiento.

En el camino mis ojos tropezaron también con la hermosa Culoncita, cuya mirada apenas pudo sostener la mía por dos segundos, casi al tiempo que tres pares de ojos hostiles y retadores procedentes del imbécil del Ganso (que a mi paso rodeó de la cintura a su mujercita) del paquidermo de Fede (¿Leila estaba de su brazo? ja, ja, ja), y de Patricio Bernal (acompañado de sus dos putitas, perdón, noviecitas) cuyo estilo lo hacía parecer un pordiosero de mierda.

Hice todo lo posible por caminar junto a esos tres fracasados con un gesto despreciativo, sobre todo a mi querido y antiguo amigo “Pato” con quien tenía una historia del pasado bastante engorrosa que aún estaba sin saldar.

Cuando míster Heinrich y yo entramos al ascensor, ambos volvimos a clavar la mirada en la Culoncita, que meneaba el culo con mayor ímpetu.

Y encima ahí estaba el Ganso regodeándose de tener a la mujer más hermosa y buena de la fiesta. De vez en cuando el idiota tenía el valor de mirarme burlón, moviendo sus caderas de pollo mojado como un perfecto imbécil, sin son ni cadencia “ridículo”, mientras Heinrich y yo aguardábamos a que se cerrara el ascensor cuyas puertas últimamente habían dado demasiados problemas a Aníbal.

Mientras esperábamos que se cerraran, el Ganso dijo algo al oído a la Culoncita, e hizo un movimiento con ella que me permitió tener las mejores vistas de su culo, mientras lo contoneaba con impetuosidad, brío y atrevimiento. La verga se me puso dura al imaginármela follando, en tanto el Ganso me observaba disimuladamente con una sonrisita babosa en que me restregaba a la cara el cuerpo de su novia, insinuándome que era suya y que no había nada que yo pudiera hacer al respecto.

“Pobre pendejo, si supieras que si yo quisiera no sólo sería capaz de quitártela, sino de hacerla mi puta y de la de mis colegas.”

No pude evitar sonreír mientras las puertas del ascensor se cerraban y mis ojos daban una última repasada a las enormes nalgas de una Livia que, si me daba la gana, pronto rebotarían sobre mis huevos.

20. PERVERTIR A LIVIA

Jorge Soto

1 de octubre

23:39

—Mueve las nalgas y las caderas —pedí a mi novia en un susurro en la oreja cuando el Bisonte rapado pasó por nuestro lado con la actitud de un cabrón que piensa que el suelo no lo merece.

Lo había descubierto mirando el culo de mi novia disimuladamente y ahora que pasaba no iba a perder la oportunidad de restregarle en la cara que esa chica hermosa que tantas miradas le había arrancado sólo era mía. Únicamente mía.

—Vamos, Livy, mueve las nalgas y las cadenas.

—Pues las estoy moviendo —me dijo ella cuyos mojitos, su nueva bebida favorita, la había desinhibido un poco.

—Muévelo más —insistí.

A Valentino lo acompañaba un hombre moreno muy alto que no conocía de nada, llevando de su brazo a dos mujeres con cuerpos bastante protuberantes.

—¿Para qué?

—Nos están viendo, Livy.

—¿Quiénes nos están viendo?

—Bueno, te están viendo a ti. A decir verdad, lo que los tiene apendejados es tu culo. Muévelo.

—No inventes, Jorge, ¿me están viendo el culo y tú no les dices nada?

Sonreí. ¿Cómo iba a decirles algo si era exactamente lo que quería? Porque sí, Valentino no era el único baboso al que la baba le escurría.

—Tú mueve las caderas y deja que me envidien —sonreí, en tanto la música sonaba más alto.

Toda esa bola de machitos mediocres solían regodearse de las impresionantes mujeres con las que ligaban o se tiraban los fines de semana, alabándose entre sí por tener tanta suerte. Se envidiaban entre ellos y hasta se elogiaban unos a otros por la calidad de hembra en cuestión.

Y yo era el único imbécil al que nunca habían dicho un solo halago sobre Livia. Ya fuera porque era mi novia o simplemente no les llamaba la atención su forma de ser o de vestir.

Tampoco es como si me hubiera gustado que la halagaran. No, no, pero al menos por una noche, quería ser la envidia de toda la jauría de machos de la Sede. Que el lunes hablaran de mí, de lo buenaza que estaba mi chica, y de lo hermosa que era a comparación de las suyas.

Livy se separó un poco de mí, justo cuando las puertas del ascensor se cerraban, desapareciendo por ahí el musculitos, el moreno gigante y sus dos acompañantes.

—Un hombre normal le daría un puñetazo al tipo que se le quedara viendo a las nalgas de su mujer —razonó.

—No me compares con otros mi lo digas en ese forma porque me haces sentir mal, Livia “un hombre normal”, ¿pues yo qué soy? —le reclamé—, ¿un hombre de plastilina?

—Yo solo digo que no me gusta sentir que me utilizas para fines macabros.

Suspiré.

—Vamos a sentarnos —le dije. Al menos ya mi propósito lo había cumplido.

—¿No querías que moviera las caderas y las nalgas? —dijo, separándose de mí para girar bruscamente.

—Basta, Livia, que tus comentarios despectivos me encabronan.

—¿Comentarios despectivos? ¿Yo?

—¡Me encabrona que me compares!

—Ah, ya. Así como ayer te pusiste furioso cuando… ya mejor no digo nada.

Nos quedamos callados, pero entendí su referencia.

—Dilo —le pedí disgustado—, cuando sugeriste que el paquete de ese chulito era más duro y grande que el mío.

—Tus cambios de humor me tienen hastiada, Jorge.

—¿Cambios de humor?

—Te molestas conmigo cuando no eres capaz de sobrellevar tus propios jueguitos. Quieres que les mueva el culo a tus amigos y ahora que lo estoy moviendo así —dijo, contoneándose de forma grotesca—, te pones odioso.

—¡No me he puesto odioso porque muevas el culo a esos cabrones presumidos, sino porque…

Me quedé callado cuando vi que Lola y mi hermana Raquel se acercaban a nosotros. Venían acompañadas por otras tres mujeres de su misma edad que desbordaban elegancia. Lola lucía un vestido color petróleo hasta los pies, con un bonito moño en la parte posterior de la cabeza y su maquillaje resaltaba su preciosa carita. Raquel, mi hermana llevaba sus cabellos rojos ondulados y un maquillaje igual de tenue que el de su amiga. Puesto que era un poco más embarnecida, solía usar siempre vestidos negros. Las otras tres mujeres lucían vestidos a las rodillas con colores granates.

Raquel dejó a sus amigas detrás de sí y se acercó a mí para abrazarme, empujando a Livia de mi lado en un aparente movimiento accidental. Después me tomó de la mano y me llevó hasta las tres mujeres de color granate, pasando totalmente de Livia.

Lola estaba un poco nerviosa y a la expectativa de lo que pudiera pasar; sabía que las reacciones de mi hermana eran impredecibles y que solía explotar de un momento a otro si algo le parecía mal.

—Queridas, él es mi hermano Jorge Enrique Soto, ¿no está hecho un pincel? —me presentó a las mujeres de color granate con orgullo. Ellas me saludaron con dos besos en las mejillas—: Jorge, ella es Maricarmen Buendía, señora de don Gilberto Estrada, director general del Hospital Santa María —extendí mi mano a la más gordita—. Esta otra es Margarita de Altamira, dueña de la multinacional “Margaalt”, una marca de alta costura líder en toda América y quien ha diseñado nuestros vestidos para esta noche. —Hice lo propio con la mujer más alta—. Y esta de acá es Priscila de la Olla, señora de Valdez, el dueño de la farmaceuta Valadez y cuya hija menor continúa enamorada de ti.

Sentí una punzada en el pecho y miré de reojo a Livia para estudiar su reacción. Estaba serena, pero con los dientes apretados.

—Y bueno, ni para qué presentarte a Lola si ella ha sido como nuestra hermana desde hace mil años.

De todos modos extendí mi mano para saludarla. Segundos después, cogí del brazo a mi novia y la atraje hacia a mí, al tiempo que Raquel (que la había dejado desplazada), la observaba con desdén:

—Bueno, queridas, ella es Livia Aldama —dijo Raquel bruscamente, señalándola con la mirada, sonriendo con falsedad—: pero no crean que de las Aldama de Mansiones del Pedregal o Aldama de alguna familia de alta sociedad. No, no. Ella más bien procede de una familia de bajos recursos, de allá por la zona del bajío, cuya madre y tías al parecer se dedican a la costura, pero desde luego que no de la alta costura como tú, Margarita, que vistes estrellas y mujeres de clase. Las tías y madre de Livia más bien visten a la plebe, por eso no se me hace raro que la señorita mi cuñadita traiga puesto este vestidito tan corrientito y bastante vulgarcillo. Pero no se lo echemos en cara, queridas mías, que a lo mejor mi cuñadita se confundió y le dijeron que la fiesta se llevaría a cabo en un burdel y no en una casa decente.

Sentí que los pelos se me erizaban en la nuca y que un frío muy helado surgía en mi vientre. Sujeté más fuerte el brazo de Livy para mostrarle mi apoyo moral, mientras estudiaba su avergonzada expresión y mirada de humillación.

—Raquel, por favor —susurró Lola a mi hermana mirando a Livia con verdadera pena.

—Tranquila, Lola, que la muchacha no se avergüenza de sus humildes orígenes, ¿verdad? —dijo Raquel a Livia con la misma sonrisa falsa.

—Por supuesto que no —respondió Livia con las lágrimas en el borde de sus ojos—: yo no me avergüenzo de mis “humildes orígenes”. Yo más bien me avergonzaría de ser una clasista hipócrita doble moral que ante las cámaras clama igualdad y por las sombras se regodea de su mezquindad.

—¿Cómo has dicho? —apagó la sonrisa mi hermana abruptamente, irguiendo la espalda.

Miré con terror a Lola para pedirle que se la llevara. Ambos sabíamos que Raquel era una bomba de tiempo y que podría explotar en cualquier momento.

—Vámonos, Jorge —me dijo Livia con la voz casi destruida. Por supuesto que era hora de irnos.

—Bueno, sí, tenemos que retirarnos, señoras —dije apenado con una sonrisa nebulosa—, un place…

—¡Repite lo que has dicho, Livita, que no escuché! —exclamó Raquel deformándosele la cara. Livia también se irguió pero miró hacia otro lado—. Te estoy hablando, malcriada.

—Raquel, ven querida, que tu marido te está llamando —dijo Lola asustada, arrastrándola hacia ella.

Las mujeres de vestidos granate se miraron entre sí con vergüenza ajena, e intentaron sonreír, mientras Lola se llevaba a Raquel con Aníbal, que estaba muy cerca de nosotros conversando con el coronel Russo y su familia. Las mujeres las siguieron.

—Livia… perdónala, no sabe lo que dice —le dije, con la vergüenza pintada en mi cara.

—Lo sé —respondió ella por fin con una lágrima en sus mejillas—, pero es que no me acostumbro a que me humille de esta manera y que tú ni siquiera me des mi lugar.

—Entiéndeme, Livy, ella está enferma de los nervios; además padece distimia.

—No inventes, Jorge, que yo soy tu prometida; prácticamente tu mujer, porque ya vivimos juntos. Creo que merezco respeto y que tú…

—¿Todo bien? —preguntó Aníbal acercándose a nosotros, con un gesto severo y de furia contenida. Al parecer Lola lo había informado de cómo Raquel había tratado a Livia y venía para asegurarse que todo estuviera bien—. Señorita Aldama, le ofrezco la mayor de las disculpas si acaso mi esposa la ofendió. Tenga la seguridad de que será la última vez. De nuevo, en su nombre me disculpo.

—No pasa nada —Livy intentó sonreír, aclarándose la garganta—, en verdad, señor Abascal… Es mi culpa, por venir y…

—La culpa es mía —dijo Aníbal, recogiendo las manos de mi novia con las suyas y mirándola a los ojos con extraña atención—, por no haberla protegido de las descortesías de Raquel, pero descuide, que ya la he reprendido. Le prometo que no volverá a ocurrir algo parecido nunca más. La mansión Abascal estará siempre abierta para usted. Jorge le dará mi número personal y esperaría que me llamara cuando necesite cualquier cosa en que considere que yo la puedo ayudar. Y entienda bien cuando le digo que estoy a su entera disposición.

Livia, asombrada por las galantes atenciones de mi cuñado, no pudo sino atinar a sonreír con verdadero agradecimiento. Por impulso mi novia se puso de puntas para darle un beso en la mejilla. El corazón me saltó de repente pero lo vi normal. Incluso Aníbal pareció sorprendido por el gesto de Livy, pero sonrió complacido. Yo también agradecí el gesto de Aníbal y nos despedimos de él.

Leila se acercó con Livia para informarla que se quedaría con Fede, cosa que me desagradó. Al poco rato se acercó mi amigo y me lo dijo también:

—Jorge, ella me ha dicho que pasará la noche conmigo —me susurró con una cara roja de incredulidad. Su gran sonrisa me enterneció, pues parecía no caber de la felicidad—. ¡Creo que estoy soñando! ¿Te das cuenta? ¡Leila quiere que la lleve a casa y me ha dicho que me quede con ella!

Le di unas palmadas al mi amigo y se fue de nuevo con Leila, que seguía susurrándole cosas a Livia. Pato se acercó a  mí y me dijo, meneando la cabeza en forma de desaprobación.

—Esa Leila se la ha pasado restregándome el culo toda la noche en la entrepierna mientras bailamos, cuando Fede no la ve o Mirta y Valeria van al tocador. ¡Me ha estado coqueteándome todo el puto rato y ahora resulta que se va con Fede! ¿Qué clase de pinches vieja es esa? Lo hablaré con Fede.

—No, no —lo detuve—, mírale la cara, el pobre nunca estuvo tan feliz. Déjalo que se vaya con ella y a lo mejor… pues… se acuesta con él y Fede cumple su sueño.

—No seas ingenuo, Jorge —me regañó—: esa sólo lo va a utilizar y lo tirará a la mierda. Si nuestro pobre amigo ya estaba enamorado de esa loca, si de verdad Leila se acuesta con él, Fede terminará completamente apendejado y loco por ella.

—Pues ya veremos qué hacer —le pedí—, mientras, creo que debes dejarlo. Lo merece.

Patricio torció un gesto de enfado y me dijo:

—En tu responsabilidad queda cuando esa cabrona le parta el corazón.

Suspiré.

VALENTINO RUSSO

1 de octubre

23:45

Heinrich Miller estaba frente a mí en un amplio sofá. Yo estaba sentado en la poltrona que de Aníbal, y me hizo sentir poderoso por un instante. Con sus putonas en sus costados y una copa del mejor tequila reposado del país, hablé con él abiertamente sobre nuestro interés de que financiara parte de la campaña de Aníbal, a cambio de ofrecerle vía libre de tránsito con sus negocios turbios durante su gestión como presidente de Monterrey en caso de que llegara a ganar.

Le expliqué que no habría reembolso de recursos si perdía las elecciones, pero le aseguré que si eso llegaba a pasar, Aníbal se comprometía a invertir una buena cantidad de mi patrimonio en el negocio que él decidiera.

En la segunda ronda de tequilas, firmamos nuestro contrato de confidencialidad para evitar que nada de lo allí dicho se filtrara fuera del despacho. Hice alarde de mis negocios y los de Aníbal y le dejé claro que no correría ningún tipo de riesgos.

Sin embargo, al poco rato me advirtió con eufemismos sobre las trágicas consecuencias que acaecerían sobre nosotros si jugábamos a doble bando con él y con algún otro grupo de la mafia que pusiera en riesgo sus intereses.

Pensé en el Tártaro y el sanguinario cártel de los Rojos, que sí o sí Aníbal tenía planeado contactar después de Heinrich, y procuré no denotar preocupación en mis expresiones faciales, así que me limité a tomar un largo trago.

Renovando de nuevo mi propuesta para que me financiara la campaña, el enorme negro no puso pegas, sobre todo cuando le leí el listado de la totalidad de beneficios que obtendría de nuestra parte cuando Aníbal tomara la alcaldía.

No obstante, cuando parecía que todo había quedado dicho, me dijo que me pusiera cómodo, pues quería pedirme un favor adicional antes de firmar nuestro convenio final.

Asentí con la cabeza para aceptar su petición y crucé una de mis piernas.

—Pues tú dirás, Heinrich. Sabes que si está en mis manos, con gusto accederé a lo que pidas.

—Estoy seguro que sí estar en tus manos, camarada —sonrió con malicia. Luego comenzó hablarme en inglés—, pero mientras negociamos esto, anda, Pamela, acércate al  Lobo, como lo llama Aníbal, y cómele la polla. Y tú, Lucía, cómemela a mí.

No sentí ninguna clase de pudor desabrocharme la bragueta y sacarme el rabo mientras la pelirroja de cuerpo voluptuoso de nombre Pamela se acercaba gateando hasta mi entrepierna. Puesto que había participado en orgías, sexo voyeur, etcétera, estaba habituado a estar desnudo ante otros.

—¿Y bien, Heinrich Miller? — lo insté mientras la jovencita de pechos grandes, cabellos rizados y piel mediterránea llamada Lucia, sacó de la bragueta el tremendo rabo del negro y comenzó a devorarlo como si en ello le fuera la vida.

También entre machos podemos ser capaces de admitir cuando otro tipo tiene unas dimensiones más largas que las tuyas, y mira que mi rabo medía más de 20cms. Pero el de Heinrich era una cosa aparte.

—Quiero a la chica — me dijo en inglés.

—¿Cuál chica?

—A esta chica —dijo, enseñándome desde el sofá donde estaba sentado su teléfono. A pesar de la distancia pude reconocer a esa mujer, ya que aparecía en primer plano sosteniendo el brazo del Ganso: pasó a otros fotos donde había acercamientos de su cara, de su culo, de sus caderas, piernas y, sobre todo, tetas… muchas fotos de sus tetas.

Tragué saliva y luego me eché a reír, mientras la pelirroja comenzaba a comerme el rabo con la maestría que sólo una prostituta puede hacer.

—Imposible, negro. Esa chica no —di el tema por zanjado, pensando en lo que me había dicho Aníbal respecto a que no quería problemas de faldas en su familia.

Una cosa es que la quisiera de madrina en el evento anual de carreras, (que francamente yo aún estaba escéptico de que ella aceptara) y otra muy distinta era entregársela a Heinrich Miller, cuyos fines para tenerla consigo ya eran ligas mayores.

—No es una pregunta, camarada —me dijo inescrutable, mientras cacheteaba con su verga las mejillas delgadas de la mediterránea, a quien le había escuchado acento peninsular y no americano, quien puesta de rodillas sumisamente continuaba como perra delante de él—, es una afirmación. Quiero a esa chica.

La pelirroja comenzó a pajearme el rabo mientras utilizaba su húmeda lengüita para comerme las pelotas.

—Hay miles de chicas en la fiesta entre las que podrías escoger —pensé de inmediato en Leila—, de hecho hay una por ahí que probablemente se ajuste más a tus estándares de putas.

—Quiero a esa — insistió determinante.

Me eché a reír aunque no me daba nada de gracia lo que el negro me estaba pidiendo. No por mí, que podría hacer con la Culoncita lo que le diera su chingada gana. Más bien me preocupaba por Aníbal.

—Pero ¿por qué quieres a esa, cabrón? La que te digo yo es más… suelta, más zorra.

Precisamente, míster Russo, yo quiero a una niña inocente a la cual depravar. Y esa chica que te digo, tiene cara de niña buena. Me excitan las zorritas que tienen esa carita. Las buenitas son las más perras a la hora de follar.

—Claro, no te quito razón —jadee cuando la puta volvió a devorarse mi gorda polla hasta que mi glande tocó su campanita—, pero mejor elije a la otra que te ofrezco: ya mismo te consigo sus datos, o incluso ahora mismo te la presento y te la llevas. Es que la chica que tú quieres es la prometida del hermano de la esposa de Abascal.

—¿Y? —dijo ahora en español—, no me digas que tú ahora ser moralista, Lobo.

Me carcajeé sin tener un motivo aparente.

—¿So…?

—Aníbal no quiere broncas con la familia, míster Miller.

—Escúchame bien, camarada; yo darte los dólares que tú necesitar para la tuya campaña de míster Abascal, incluso el doble, ¿oyes bien?, el doble. Pero tú quiero que ofrecerme esa linda niña.

Pasé por alto la estúpida estructura que Heinrich tenía para construir frases en castellano y suspiré.

—Déjame pensarlo —preferí responderle en inglés.

—No lo pienses mucho, porque quiero la respuesta ahora —contestó de nuevo en su lengua vernácula—, justo ahora. Piensa si te conviene hacer un esfuerzo para entregármela o prefieres buscar pasta para tu campaña en otro lado.

Maldito negro hijo de puta. Así que ya estaba con chantajitos.

—Está bien —respondí en automático. Para llegar al éxito uno tiene que tener sus prioridades sacrificando lo que hiciera falta—. Di cuándo y dónde la quieres, pero quiero que éste sea un trato entre tú y yo, dejando a Aníbal fuera de esto.

—Palabra de honor —sonrió malignamente.

—Por cierto —le dije—, ella se llama Livia Aldama y te advierto que, por lo que sé, es más santurrona que la madre Teresa de Calculta, así que no accederá bajo ninguna circunstancia ninguna de tus proposiciones. Así que sólo se me ocurre que podríamos drogarla, te la follas y ¡zas! Se acabó el puto problema.

—No, no; tú no entiendes, Lobo. Drogarla sería tanto como quitarle el morbo al asunto. La quiero espabilada, despierta, en sus cinco sentidos, al menos la primera vez. Que ella quiera mi verga, que acceda a que la folle por deseo, en sus cinco sentidos, no estando drogada. Quiero que me suplique que se la retaque por la vagina y el culo .

—Woow, wooow, tranquilo, negro, tranquilo —bramé, en  tanto me retorcía por los fascinantes lengüetazos que me estaba ofreciendo la pelirroja, que seguía en lo suyo en medio de mis piernas.

Quiero que acceda a que le rompa el coño cuantas veces quiera, míster Russo —me comunicó.

—A ver, Heinrich, que yo creí que la querías para una noche y ya. ¿Pues cuántas culeadas pretendes darle?

Todas las que me den la gana, hasta que me harte de ella.

Me eché a reír por lo problemático y, a su vez, morboso del asunto.

—Imposible —le fui sincero—, completamente imposible. A una mujer modosita como ella no se le puede emputecer en un par de días, ¡que no son palomitas de maíz, cabrón!

Esta vez fue el Heinrich quien se carcajeó.

—Yo no he dicho que la quiero ahora, Lobo.

Al menos esto me tranquilizaba.

—¿Entonces?

Estamos a primero de Octubre, Lobo, en poco tiempo volveré a Texas y no volveré a Monterrey hasta abril, y es preciso que para esas fechas esa zorrita esté lista para mí.

Bueno, bueno, bueno. Viéndolo así, no era tan complicado como parecía.

—Defíneme “lista para mí” negro.

—Me llevaré a esa nena un mes entero a Los Ángeles, Lobo.

No supe si el estremeciendo que sentí fue por la mamada que me estaba dando aquella puta, o por lo que implicaba que míster Miller quisiera llevarse a la Culoncita un mes entero sin pensar en las consecuencias de lo que diría Aníbal. Porque sí, un mes entero sí que él se enteraría.

—¿Qué chingados estás diciendo, Heinrich? —dije en español, pues en inglés no hallé las palabras adecuadas para decirle lo que me estaba saliendo de los huevos—. No mames, cabrón, yo pensé que te la querías coger y ya.

—Ya te dije que la culearé hasta que me harte: Me la llevaré un mes convertida en toda una putita. La llenaré de lujos, que eso es lo que les gustan a las putas, y, si se me da la gana, también la prostituiré con mis colegas.

Ni siquiera fue la deliciosa mamada lo que me provocó el tremendo deseo de correrme, sino lo morboso que sonaba que mi querida y virginal secretaria pudiera ser convertida en una tremenda putona, al grado de ser prostituida por Heinrich en Estados Unidos.

Tienesprácticamente medio año para trabajarla, Lobo: en todo caso, para corromperla, y que acceda a ser mi puta durante un mes entero. Tú sabrás cómo la emputeces (fóllatela, contrátale un gigoló o usa los recursos que necesites) pero en medio año la quiero lista para mí.

—Eres un puto degenerado —le dije al negro incapaz de responderle otra cosa—, pero dinero es dinero, míster Miller —Sonreí.

Yo a partir de ahora comenzaré a enviarte algunas maletas con fajas de dólares, y así te las haré llegar mensualmente a cambio de que me muestres avances de mi futura putita. Todo es simple, míster Russo, mientras preparas la precampaña, y luego el próximo año la campaña de Abascal, estoy seguro que tendrás tiempo para un trabajo adicional que será el de pasar tus días… pervirtiendo a Livia.

En ese momento cinco potentes chorros de esperma colisionaron en la carita de aquella grandiosa pelirroja mamadora. El morbo de la situación me hizo eyacular con tal fuerza que hasta vi estrellitas y se me estremecieron las piernas.

—Trato hecho —dije a Heinrich intentando coger aliento, manteniendo la cabeza de la pelirroja clavada en mi verga.

—Una última cosa, Lobo —me dijo el negro mientras su españolita se enterraba en su rabo de ébano—, he pedido a tu asistente que me recomiende un buen detective. Estoy buscando a una persona desde hace tiempo. Te dejé con él un folder con sus datos, pues me enteré que está en Monterrey. Si acaso sabes algo sobre ella me lo informas, pues estoy ofreciendo una gran recompensa.

—¿Cómo se llama esa persona, míster Miller?

—Lorna Patricia Beckmann —contestó mientras el culo de la españolita rebotaba sobre sus muslos—, y la quiero encontrar.