Pervirtiendo a Livia: Cap. 11 y 12

Leila Velden tiene una forma muy particular de querer a Livia. Y Livia, una forma bastante receptiva de aceptar a Leila. De la unión entre un ángel y un demonio no puede salir nada bueno.

11. NUEVAS SENSACIONES

LIVIA ALDAMA

Días antes.

Martes 13 de septiembre

21:35 hrs.

No recuerdo haber sentido nunca esa clase de hormigueo en el interior de mi vulva fuera de mi lecho marital (si se podía llamar así al lugar sagrado donde compartía intimidad con mi amado Jorge); ni de haber experimentado ese fuego ardiente y desmedido que se anida en tus entrañas y se proyecta por todo tu cuerpo cuando estás apunto de hacer el amor con el hombre que amas.

De hecho, no recuerdo haber sentido jamás esa sensación explosiva y caliente ni siquiera mirando una escena erótica, o leyendo un libro como los que me había regalado mi novio últimamente con la intención de que experimentara nuevas sensaciones en el ámbito sexual.

Para mi mala fortuna, no recuerdo haber sentido jamás esa sensación ni siquiera con Jorge, que era el chico del que estaba perdidamente enamorada. Y esto último fue lo que más me asustó.

Lo que ocurrió esa noche en La Sede fue extremadamente inesperado para mí. No sabía cómo procesarlo ni mucho menos digerirlo. Incluso cavilé sobre si sería correcto contárselo a Jorge o quedarme callada. Mi pecosín era muy aprensivo, y las preocupaciones le ocasionaban migraña. Y yo no quería ser la responsable de que la pasara mal por mi culpa.

¿Qué se hacía en estos casos?

“Livia, respira hondo, por favor, respira hondo y ya no pienses en eso. A ti no te afecta. De hecho no te puede afectar” me dije por enésima vez cuando mi novio y yo terminamos de hacer el amor.

Vi a mi hermoso pelirrojo dormido como un bebé de dos años, satisfecho, mientras yo me remolinaba en la cama pensando en lo… otro.

Jorge y yo habíamos salido juntos de La Sede ese martes un poco después de las siete de la tarde, como todos los días, y lo hicimos tan aprisa que olvidé mi bolso en mi cubículo, en el departamento de prensa, donde yo era una simple redactora de notas.

Nuestra urgencia para salir del edificio se debía a que Jorge quería alcanzar la función de cine de una película de acción que ansiaba ver pues aquella era su última semana en cartelera.

Teníamos un menesteroso auto amarillo de segunda mano (al que apodábamos pollito) que compramos entre los dos para podernos desplazar en una metrópoli caótica y siempre estresante como lo es Monterrey, en el que nos fuimos disparados hasta el cine con el tiempo exacto.

Y fue justo cuando volvíamos al apartamento, casi dos horas después, que me di cuenta que había olvidado mi bolso en la oficina, cuando quise ver la hora en mi teléfono y no lo hallé por ningún lado. Angustiada, se lo comuniqué a Jorge.

—Tranquila, Livy —me dijo mi novio con la paciencia y parsimonia que un hombre enamorado siempre tiene para su mujer—, no pasará nada si tu bolso se queda allí hasta mañana.

—¡Ahí tengo mi teléfono, bebé! —le dije—, Además, allí está también mi cartera. No tengo mucho dinero, y tampoco es que desconfíe del personal que hace el aseo, pero me sentiría mejor si tuviera mi bolso conmigo.

—Pero Livy, ¿has visto la hora que es?, casi son las 10:00 de la  noche.

—Tan poco es tan tarde, bebé —dije a Jorge haciendo el puchero de niña buena al que él nunca decía que no—. Anda, sólo entraré por el bolso y regreso pronto. Te prometo que cuando sea rica te compensaré comprándote la moto tanto quieres.

Jorge se echó a reír.

—Lo dirás de broma, Livia, pero a lo mejor pronto me das ese regalo.

—Para eso debo tener un mejor puesto, cariño, y, a como van las cosas, dudo que pase pronto.

—Eso tú no lo sabes, Livy. De algo debe de valerme ser el cuñado de Aníbal Abascal —me recordó—, que es uno de los dirigentes principales de La Sede y, estoy seguro, el futuro presidente municipal de Monterrey.

—Sabes bien que ese hombre nunca me ha dado buena espina, así que no, Jorge, te prohíbo terminantemente que Aníbal Abascal se involucre con mi ascenso.

—Pero Livy…

—Por favor, mi pecosín. Escucho rumores sobre él y la verdad es que miedo me da.

—¡Es mi cuñado!

—Y también tu jefe y el hombre que, según tú mismo me lo has dicho, ha mantenido sedada a tu hermana durante años. A lo mejor tengo una mala impresión de él porque no lo he tratado personalmente, por el asunto ese de que tu hermana no me quiere y no podemos asistir juntos a tus reuniones familiares. Pero de ser cierto eso de que Aníbal es bastante… mezquino, no me explico cómo es que lo defiendes, pero bueno. El caso es que no, gracias. Ya veré cómo me las arreglo yo sola para defender mi derecho de causa.

Jorge accedió a llevarme al edificio de La Sede y me esperó afuera. Comuniqué al vigilante mi propósito para ingresar a la edificación, después de identificarme y enseñarle mis credenciales que me acreditaban como parte de la plantilla laborante del lugar, y me dejó pasar. Cuánto odiaba que, después de cinco años, el vigilante nocturno no se acordara de mi cara.

Los cubículos del departamento de prensa estaban en el tercer piso, (lamentaba que el cubículo de mi novio estuviera en el primero y no pudiera mirarlo durante el día como quería).

Los pasillos se exhibían silenciosos y semioscuros, y de noche me parecían mucho más anchos y largos de como los recordaba. Mis zapatos de suela de goma no hacían ruido al caminar, y eso me asustaba. El silencio me producía vértigo. Veía sombras por mis cuatro puntos cardinales y figuras fantasmagóricas que sólo eran capaces de reproducirse en mi mente. Por un momento estuve tentada a regresarme corriendo por donde había entrado y pedirle a Jorge que me acompañara. Pero no. Me dije que por una vez en mi vida tenía que hacer algo por mí misma. Era una jugada sencilla: sólo iría a mi cubículo a recoger mi bolso y me largaría.

Me metí en el ascensor y después me encontré con dos hileras de cubículos, unos en el lateral derecho y otros en el izquierdo, así como un amplio pasillo en el centro por donde se podía acceder a ellos. Caminé rápido hacia el cubículo ocho, que era el mío, y justo cuando me disponía a recoger el bolso rosa que estaba justo en la superficie de mi escritorio, me detuve en seco y miré hacia el fondo: y es que de pronto me paralizó el nítido sonido de unos jadeos masculinos procedentes de la oficina de mi jefe.

“Por Dios.”

La puerta de la oficina de Valentino Russo estaba semiabierta. Mi corazón retumbó con ahínco y la respiración se me condensó a medida que aquellos resuellos varoniles se hacían más graves y rasposos allá dentro. ¿Estaría Catalina con él? ¿Estarían haciendo… aquello que yo me imaginaba? De ser así, ¿entonces por qué a ella no la escuchaba?

Es hora que no logro comprender por qué hice lo que hice si yo era tan miedosa: me refiero al hecho de tragar saliva y acercarme a hurtadillas para saber lo que estaba ocurriendo allí dentro.

La verdad es que no sé exactamente qué era lo que pretendía hallar, pero sin duda ninguna de mis especulaciones se acercó siquiera a lo que en realidad me encontré en el interior.

Valentino Russo no estaba en su escritorio, situado al fondo de la gran oficina, sino en el sillón lateral que yacía apenas a algunos cinco pasos de la entrada, por lo que mi vista hacia él era perfecta. Delante de mi jefe lucía una mesita sobre la que estaba posicionada su iPad, donde, por lo que escuché después, deduje que estaba teniendo videollamada con una mujer.

Mi jefe siempre portaba trajes finos, elegantes y con estilo, y aquella vez no fue la excepción. Lucía un chaleco y pantalones grisáceos, de tonos eléctricos, que se adherían perfectamente a su cuerpo, combinando muy bien con la camisa de raso negra abotonada hasta su pecho que intuía una monumental musculatura, con la corbata morada torcida hacia el lateral derecho, y el saco a juego acomodado en su costado. Valentino Russo estaba sentado a sus anchas en el sofá de piel, con sus pantalones puestos. Lo único que me llamó la atención fue… esa cosa grande y gruesa que sacudía con sus dos manos y que estaba a la altura de su bragueta, sobresaliendo en medio de su cremallera desabrochada.

El aire se me fue, y el corazón comenzó a temblarme. Leila siempre lo comparó como el típico macho semental “moja bragas” cuya voz gruesa, áspera, ronca y seductora, era capaz de provocarte los mejores orgasmos con sólo susurrarte cosas en el oído.

En mi opinión ella exageraba: o tal vez no tanto.

Hay rostros, como el de mi adorado Jorge, que te inspiran confianza, comodidad y hasta diversión. Hay otros, como el de Valentino Russo, que te intimidan por la estructura de sus facciones tan rígidas y pronunciadas. Jorge, a simplemente vista, se le notaba que era un chico muy dulce, cariñoso, sensible y servicial. Valentino proyectaba virilidad, dominio y barbarie.

Mi jefe era un hombre de piel bronceada, cabeza rapada, de cuerpo hercúleo, brazos fuertes y bíceps que parecían querer reventar sus camisas de lo ajustadas que le quedaban. Había rumores de que tenía tatuajes en uno de sus anchos brazos. Además, sus piernas parecían potentes robles, y sus nalgas eran duras y redondas (a juzgar por cómo lucía los pantalones que usaba en el diario). Sin duda poseía la facha de un impresionante luchador profesional tanto por su aspecto fornido, como por su gran altura y por su penetrante mirada salvaje.

Y ahora él estaba allí, en una situación en la que jamás imaginé encontrarlo.

Encima fijé más la vista hacia adentro, y sólo tuvieron que pasar un par de segundos para darme cuenta de que eso que sostenía con sus grandes manos era… ¡su pene! ¡Un enorme y grueso pene!

“Por Dios Santo” exclamé en mi fuero interno.

¿C…óm…o era posible…?

Mis dudas se disiparon cuando Valentino Russo liberó ese colosal miembro para acomodar su Ipad sobre la mesa utilizando sus dos manos.

Por lo que pude deducir, se lo estaba enseñando a la mujer de la pantalla en una especie de sexting , (misma que por la posición del aparato yo no podía ver) en tanto ella le mostraba sus pechos.

No sé por qué me quedé paralizada allí, mirando ese gordo y largo falo que no era el de mi novio, (estoy consciente que tuve que haber salido corriendo enseguida) pero seguro mi estadía en ese lugar fue por la impresión que tuve al repasar con mis incrédulos ojos las obscenas vistas de su tamaño.

¿Era posible?

Tíldeseme de ingenua o estúpida, pero yo jamás había visto un pene que no fuera el de Jorge: de hecho yo tenía la absurda idea de que la apariencia y tamaño del sexo masculino sólo variaba en el color, según la tez de piel, no en el grosor y longitud.

Y aunque ya consideraba el pene de mi novio como algo normal y agradable a la vista por su forma y color: ahora… que veía el de Valentino, no sólo lo encontraba diferente, sino hasta extraño.

El miembro de Jorge era de color sonrosado, del tamaño de las zanahorias de tamaño promedio que solía comprar para los caldos. El de Valentino era cobrizo, y parecía más un enorme y gordo plátano macho que una zanahoria… De hecho, poniendo mayor cuidado, en su longitud descubrí que tenía relieves que más bien resultaron ser venas inflamadas que decoraban su miembro por todos lados.

El pene de mi novio era delgado y recto, como una vela de parafina, y siempre lo había considerado grande… hasta ahora. El de valentino, en cambio, era mucho más grueso y largo. Además, tenía una curvatura que apuntaba hacia el cielo, parecido a una enorme serpiente que está punto de atacar.

Lo más extraño no fue la inferioridad del miembro de Jorge en comparación del de mi jefe, que podría ser casi el doble de largo y grueso, sino la forma que tenía la punta. El miembro de mi novio finalizaba con lo que, según había aprendido en el colegio de monjas, era el prepucio, mismo que cuando el pene se ponía erecto ese cuerito se tensaba.

No obstante, el falo de Valentino Russo, en lugar de lucir ese cuerito que cubre la punta, le sobresalía una hinchada cabeza en forma de hongo que destacaba por su color moratado y su enormidad, ¿qué diablos era eso, por Dios?

Aunque me pareció totalmente diferente al tipo de pene que yo conocía, ahora reconozco que esa noche la estética de esa cabeza (que después pude llamar glande) era visiblemente… atrayente.

Un torrente sanguíneo bastante caliente ascendió hasta mis mejillas y después descendió hasta anidarse en mi palpitante entrepierna, cuyo cosquilleo me hizo estremecer de arriba abajo.

De pronto, la prominente mano izquierda de mi jefe rodeó toda la circunferencia de su descomunal pene y comenzó a masajearlo muy despacio de arriba hacia abajo, sacudiéndolo, meneándolo de un lado a otro mientras le decía algo a la chica del video que, francamente, no entendí. Yo estaba distraía observando lo que hacía con su virilidad, intentando en vano, que mis músculos y sentido común reaccionaran y me obligaran a salir huyendo de allí.

No sé si fue por la distancia o producto de mis alucinaciones, pero juro que después de los primeros frotamientos su miembro se hinchó aún más.

“Madre mía.”

De un momento a otro aquél hombre se echó hacia atrás, apoyó su cabeza en el respaldo y empujó su pelvis hacia adelante, sobresaliendo aún más esa barra de carne que me dejó sin aliento.

Cuando menos acordé el aire me faltaba, una electricidad abrasadora se proyectó por todo mi cuerpo y, lo peor; sentí mi vulva palpitante, tras lo cual, en un par de segundos se desbordó desde mis entrañas un intenso flujo de agua muy caliente que inundó mis bragas, como si me hubiera orinado.

“Ay… Diooos…”

El picor y cosquilleo que sentía en mi vulva fue tal que hasta tuve enormes deseos de meter mis dedos en mis pliegues, así como lo hacía Jorge a veces, aunque con torpeza. Y me asusté. No era normal haberme humedecido mirando el comportamiento descarado de un irreverente hombre que se estaba masturbando en su oficina cuando creía que no lo veía nadie.

Mi cuerpo no respondía a ninguna orden, solo tenía esos insanos deseos que me estaban exigiendo bajarme el pantalón ahí mismo para introducirme los dedos. No sé si fue mi jadeo o un acto reflejo de mi jefe lo que hizo sacudirse su miembro con intensidad al mismo tiempo que giraba su cabeza clavándose justo en la abertura de la puerta, por donde yo estaba mirando a hurtadillas.

“Me vio” fue lo primero que pensé, sintiéndome aterrada. Acto seguido, salí de transe, me dirigí a mi cubículo, tomé mi bolso y me fui corriendo por el pasillo, sintiendo cómo el charco que se había acumulado en mis bragas estilaba entre mis muslos y mis piernas. Ni siquiera tomé el ascensor y tampoco le dije nada al vigilante cuando salí del edificio. Cuando llegué al auto, me metí enseguida, esperando que no se notara tanto la humedad en mi pantalón. Jorge me preguntó el porqué de mi tardanza, así que yo le inventé cualquier excusa y me quedé en silencio durante todo el trayecto a casa.

12. CONSEJOS INMORALES

LIVIA ALDAMA

Días antes.

Miércoles 14 de septiembre

1:25 hrs.

Amanecí con un deje de culpabilidad que no me dejó en paz en mucho tiempo; una dolorosa y traicionera culpa como si hubiese sido infiel a mi novio sin ninguna contemplación. No me pude quitarme esa absurda angustia de la cabeza en toda la mañana. Apenas si pude mirar a Jorge a la cara en el desayuno y no sabía si sería capaz de mantener una conversación coherente con él a la hora de la comida.

Sentía mis ojos sucios tras haber visto esas obscenidades que seguían tatuadas en la cabeza: sentía  mis manos enmugradas de tanto haberme frotado mi viscosa vulva durante la madrugada. Había descubierto el placer de acariciar mis genitales con mis dedos… removiéndolos por dentro, estimulando fibras nerviosas inexploradas que me llevaron al éxtasis, sobre todo cuando descubrí ese botoncito duro allí abajo del que ignoraba su existencia.

Había hecho el amor intensamente con mi novio pensando en el inmenso miembro de mi jefe. Le había abierto las piernas a mi amado Jorge, ofreciéndole mi empapado monte venus aun si esa humedad era producto de mis pensamientos pecaminosos y no por obra de lo que mi novio creía ser responsable.

“Eres sucia y traicionera, Livia” me decía mi inconsciente “eres una maldita niña mala que se está portando mal al pensar con lascivia en otro hombre que no es tu futuro esposo.”

Mientras se me revelaba en la mente aquella bestial longitud de Valentino, yo había restregado la enormidad de mis cálidos pechos sobre Jorge, presa de un vehemente hormigueo en mi sexo que me había arrancado infames gemidos desde lo más hondo de mis cochambrosas entrañas, con mis pezones erectos hundiéndose en su tersa piel y mis piernas rodeándolo para sentir esa sensación de pertenencia hacia mi hombre en tanto su miembro se removía dentro de mí.

Leila, que tenía su cubículo del lado lateral derecho del mío, notó mi zozobra desde primera hora de la mañana, enviándome mensajes de whatsapp preguntándome sobre mi fatal estado de ánimo.

“Si te hizo algo tu princeso, Livia, te juro que lo mato” me había escrito.

“Con Jorge todo bien, Leila, como siempre; pero sí, hay algo que me está perturbando, por lo que te llamé anoche. Pero al rato te cuento” le respondí.

Valentino nos saludó con la deferencia natural de un jefe hacia sus empleadas como todas las mañana. Al verlo aparecerse por ahí mi corazón comenzó a temblar intensamente. Él se dirigió a su oficina sin mirar a nadie, como solía hacerlo, y se encerró en el despacho sin denotarme ninguna mirada especial que me hiciera pensar que me había descubierto espiándolo.

Vi que Catalina (que estaba en mi lado lateral izquierdo) suspiró a su paso, mientras que Leila, Margarita y Nadia bajaban sus ojos hacia ese prominente trasero que a diario lo hacía lucir exquisito por el tipo de corte que usaba en sus pantalones.

Yo me limité a tragar saliva, pensando que en cualquier momento Valentino Russo me mandaría llamar a su oficina  para darme mi carta de despido por andar fisgoneándolo en su oficina en horarios fuera de lo laboral. Y en lo único que podía pensar era en cómo se lo diría a Jorge, sobre todo ahora que el dinero nos estaba haciendo falta.

Pero pasó la mañana y parte del medio día sin exabruptos y él salió de la oficina hacia una reunión que su secretaria personal, Nadia, le había agendado sin mayores novedades. Suspiré aliviada.

Al mirarlo pasar de nuevo no pude evitar sentir un retorcijón en el estómago y ese extraño cosquilleo en la entrepierna muy parecido al que experimenté cuando lo descubrí la noche anterior en su oficina.

Pensar que estaba caminando junto a mi escritorio el hombre al que le había visto su colosal virilidad por casualidad me ruborizó las mejillas. Y por qué no decirlo… me llenó involuntariamente de una clase de morbo que jamás había experimentado.

Me costaba reconocer que mi jefe era un hombre bastante apuesto y varonil. Sí, era muy guapo, y odiaba tener que admitirlo. Me reproché lo incorrecto que era pensar en él de esa manera sabiendo que yo tenía un compromiso con un buen chico llamado Jorge al que le debía respeto y abnegación, así como la obligación de no admirar la apostura de otros hombres que no fueran él.

Pero fue casi imposible negar que Valentino era… atractivo, aunque justifiqué mi culpa al entender que quizá no sólo me parecía atractivo por su irreprochable físico y apariencia, sino porque siempre me sentí atraía por los hombres mayores que yo; y Valentino ya tenía treinta y dos años contra mis veinticuatro.

De hecho siempre pensé que terminaría casada con un hombre de treinta y tantos o cuarenta años, y cuando se lo contaba a Leila solía decirme que mi gusto por los hombres mayores se debía a la ausencia de cariño paternal que padecí toda mi vida. Y solía rematar con un “Ay, Livia, si te contara yo.”

—Fuuuf —resoplé apenas en un ligero audio cuando Valentino desapareció por el ascensor.

Intenté calmar mis hormonas y pensar en Jorge. Me sentía mal por no haberle contado anoche la verdad y, encima, me sentía doblemente fatal por estar faltándole al respeto pensando en un hombre que no era él.

“Eso no es pecado, Livia, eso no es pecado. La de pensamientos ilícitos que habrá tenido tu pelirrojo al toparse con alguna chica guapa como Leila o Catalina, y eso no lo hacía una persona horrible.”

Ya que sentía mi cabeza bastante pesada por estar cargando yo sola con la bochornosa experiencia del día anterior, me convencí que, con todo y la vergüenza que me supondría, tenía que contárselo a mi única confidente: Leila Velden.

—¡Oh maigatos! —exclamó ella maravillada en el baño cuando se lo conté.

Estuvimos conversando un buen rato sobre ello, y ya por la tarde, en un descanso que nos dimos, fuimos a la cafetería de La Sede donde pudimos reanudar la conversación.

—Pues el tipo actúa de lo más normal contigo, Livia. ¿Estás segura que no te vio?

—No sé, creo que no. O tal vez sí. No sé, no sé. O sea, miró hacia la puerta y yo corrí afuera, pero no sé. Pensé que él me había visto, y por eso estaba nerviosa. Pero ya ves, Valentino no me ha dado indicios de nada.

Leila, aunque no tenía un gran busto, lo sabía lucir perfectamente con las blusas escotadas y apretadas que usaba, juntando en exceso la concavidad que separa cada uno de sus senos. Era muy bonita de cara, destacando sobre él sus bonitos ojos verdes. Casi siempre llevaba sus cabellos marrones sueltos (que concordaban con su tono apiñonado de piel) ofreciéndole a su apariencia un toque salvaje y sexy. Aunque algo menuda, sus piernas eran torneadas y largas. Le ayudaba mucho la estrecha cinturita que solía presumir con su ropa ajustada. Con mis 1.71 de estatura, yo era por mucho más alta que ella, no obstante, su personalidad efusiva e intensa producía que me sintiera inferior a su lado.

—Oye, Livia, desde hace rato te he querido preguntar algo que no me deja estar tranquila —me dijo Leila en voz baja y con un gesto pícaro que no podía con él—. ¿Era grande?

—¿Qué cosa?

—Su verga, ¿era grande?

Sentí que la sangre me ascendía a las mejillas al sentirme expuesta por tener que responder a esa pregunta tan… bochornosa. No era la clase de conversaciones que habituaba con Leila aun si ella no paraba de contarme sus léperas aventuras. Y me sentía incómoda.

—No inventes, Leila, que no quiero hablar de eso ahora. Me incomoda.

—No seas egoísta, cabrona, que quiero saberlo. ¿Crees que me cabría su verga en mi pequeña boquita? —continuó, y simuló con su mano derecha estar rodeando la base de un pene de gran grosor que se llevaba a sus labios con movimientos bruscos y obscenos, mientras su boca se hacía grande y con su lengua frotaba una de su mejillas por dentro emulando un oral.

Su gesto me hizo reír con la misma intensidad que me provocó escalofríos y vergüenza.

—Por tu salud mental y por respeto a mi dignidad, Leila, no te voy a responder a eso.

Leila rompió en carcajadas como una loca. Por fortuna no había casi nadie en la cafetería o ya nos habrían mandado callar.

—Livia, por favor, déjate de santurronerías baratas y respóndeme de una puta vez si su verga era grande como me la imagino, o su cuerpo de hércules erótico es lo único bueno que tiene. Ya ves lo que dicen de los musculosos; que entre más fornidos… menos rabo tienen.

Ay, amiga, si supieras.

—Leila… ya basta, ¿quieres?

—Por favor —me convenció apretando mis puños, que estaban puestos en la mesa—, mira que te  has puesto colorada, picarona.

Suspiré hondo, me mordí los labios y respondí;

—Pues… sí, Leila, era grande. Y la verdad no creo que te cupiera en la boca. ¿Contenta?

Por alguna razón me sentí liberada al decírselo.

—¡Oh maigatos! —exclamó mi amiga aplaudiendo—. ¡Lo sabía, ese machote era obvio que tenía que tener un trozo de carne inmenso! ¡No te lo puedooo!

—¿Te quieres callar? —me morí de la pena mirando a mi alrededor—, que nos van a oír.

—Pero dime más, Livy, dime más —me importunó, cada vez más interesada.

Nos callamos cuando la mesera nos acercó las bebidas: un chocolate caliente y espumoso para mí y un cappuccino moca helado para mi acompañante.

—¿Cómo que más? —le pregunté cuando la mesera se marchó—. Ya te dije que sí era grande, no sé qué más quieres saber.

—Pero esa no es una respuesta satisfactoria, Livy.

Levanté las cejas al tiempo que mi vulva comenzaba a cosquillearme otra vez.

—¿Entonces “qué sí es una respuesta satisfactoria”? —le pregunté, dando un trago a mi chocolate espumoso para intentar que las propiedades del cacao fundido me relajara.

—Sé imaginativa, Livia: no sé, emplea algún adjetivo para definirla.

—¿Para definir qué?

—Su rabo, Livia: emplea un adjetivo.

Me sentí estúpida intentando encontrar algún adjetivo que pudiera describir esa cosa... pero sólo se me vino a la cabeza una palabra:

—Pues… la definiría como monstruosa.

—¿Monstruosa? —bramó oyéndose en toda la cafetería. Le eché una mirada acusadora y ella rompió en risotadas—. ¡Por el prepucio de Cristo, mi amoraaa! ¿Me lo juras? ¿Era monstruosa?

Sí, era monstruosa, pensé. Otro cosquilleo ahora venido desde mi vientre me volvió a incomodar.

—Pues supongo que sí.

—¿Cuánto le medía? ¿20 centímetros? ¿25? ¿Menos? ¿Más?

Puse los ojos en blanco.

—Perdóname, Leila, por no habérseme ocurrido entrar a su oficina para medírselo.

Leila continuó con sus carcajadas.

—Déjate de ironías, mi amoraaa, y no te me sulfures. Al menos dime si su verga es comparable con alguna otra que hayas visto antes.

Cuando me preguntó tal cosa sentí que me atragantaba con la espuma del chocolate.

—Ay, Livia, que tontonaza eres. Si te atragantas con un simple chocolate caliente, ¿te imaginas lo que ocurriría si te metes ese rabonón en la boca? ¡Te mueres, querida!

Inexplicablemente, imaginarme una situación semejante me hizo humedecer las bragas. Lo noté cuando experimenté la misma sensación de que algo tibio descendía de mi útero. ¡Era imposible que una cosa así me cupiera en mi boquita! ¡Imposible!

—¡No inventes, Leila! Déjame de decir tus bobadas y mejor dime a qué te refieres con si es comparable a otra que haya visto antes.

—Pues sí; ¿qué tan grande es su verga en comparación a otras que te hayas comido? Y ni siquiera me menciones la polla de tu princeso el Zanahorio, que él no cuenta. Con su cara de lerdo una se da cuenta que no calza grande.

—¡Leila!

—¿Estoy mintiendo?

—Pues… mira... Yo… —La verdad es que no supe que decir. No le iba a dar a Leila un nuevo motivo para que molestara a mi novio—. ¿Yo cómo voy a saber si el miembro de Valentino es comparable con otros que no sea el de Jorge?

—¿Cómo que cómo? Pues así, comparando.

—¡Es que yo no he visto otros… penes… diferentes a los de Jorge! —Tener que reconocer mi escasa experiencia en esos temas me hizo experimentar sentimientos encontrados: por un lado me sentía orgullosa pues eso hablaba de que yo siempre había sido una chica decente: pero por otro lado me daba vergüenza ser tan ignorante y presa fácil de las ironías de mi amiga.

Como era de imaginarse, Leila lo tomó de la peor manera. De hecho por poco me escupe en la cara el trago de cappuccino que se había tragado, para después mirarme como si yo fuese la reencarnación de Santa Teresita del Niño Jesús.

—¡Par favaaar mi cielaaa! —exclamó con ambas palmas pegadas en la cara, haciendo un gesto de extrema sorpresa—.¡No te lo puedooo…! ¿Estás tratando de decirme que Jorge ha sido el único hombre en tu vida?

—Pues sí.

—¿Pues sí?

—¿Por qué pones esa cara, Leila? —Me molestaba que me hiciera sentir inferior a ella por mi inexperiencia en las relaciones con los hombres. Odiaba sus ínfulas de superioridad. Era mi amiga y la quería, pero eso no implica que de vez en cuando me molestaran sus actitudes para conmigo.

—¿En qué puto mundo vives, Livia Aldama?

—En el mismo que el tuyo, Leila Velden; está claro, pero con más decencia.

—No, mi reina; en mi mundo una mujer no puede asegurar que ama a su novio con locura y que es el hombre de su vida sin haber probado otras pollas.

—Estás loca.

—A lo mejor Loca, sí, pero nadie me puede acusar de estar mal follada.

—¡Leila, por Dios!

—Deja de ser tan mustia, Livia, que por eso te tratan como pendeja.

—¿Ahora tengo la culpa de que me traten como “pendeja” por no ser una zorra?

—Si intentas ofenderme, mi amoraaa, no lo conseguirás —me respondió peinándose sus cabellos con los dedos—. Digo que eres pendeja por vivir en una burbuja de la que parece que no quieres salir. A ver, Livy, que eres una mujer hermosísima, con un cuerpo espectacular (si de veras lo presumieras). Si yo tuviera tus tetazas, (que se te caen de buenas) y tu culotote, (que seguro rebotaría muy rico sobre un semental como Valentino) ahora mismo sería la Primera Dama de México. ¿Sabes lo que podría lograr si yo fuera tú? Pero es que tú eres tontonaza del culo. El problema contigo es que no has vivido nada. De hecho, como ya te he dicho anteriormente, tú eres muy joven para pensar en casarte. Tu princesito el Zanahorio no es para ti.

—¿Ya vas a comenzar atacar a Jorge?

No había nada que me disgustara más que cuando Leila ofendía a mi novio y viceversa.

—Es que no son compatibles. El Zanahorio es demasiado soso para ti. Mira, Livia, con tu carácter de mosca muerta tú necesitas un hombre más macho... más viril, con más carácter, que te encienda, que te convierta en fuego, que te haga llegar al límite. Ahora mismo me cuestiono si padeces de anorgasmia. A ver, mi amoraaa, de verdad no me puedo imaginar lo denso que debe ser la convivencia con un lerdo como tu princeso.

—Jorge no es ningún lerdo —lo defendí.

—No, no, Lerdo no; es lerdísimo. No sale con los demás chicos de juerga. Ni siquiera juega fútbol con los demás hombres de La Sede los jueves después de la oficina. No se relaciona con ningún buen mozo de aquí, siempre anda detrás de tus faldas. ¿Estás segura que no es maricón y que sólo te está usando a ti como pantalla para ocultarlo?

—¡Basta, Leila! —respondí indignada dando un puñetazo a la mesa—. O dejas de insultar a Jorge o me levanto y me voy. No te voy a consentir que le faltes al respeto a mi novio. Tanto como no me gusta que él te irrespete a ti, como tampoco me gusta que tú lo irrespetes a él. De todos modos te voy a responder, ya que es precisamente porque Jorge es un niño que se entrega completamente a mí la razón principal por la que lo amo. No es un borracho ni mujeriego, ni mucho menos un jugador que siempre pone a sus amigos y el fútbol por encima de su mujer. No, Leila, estás muy equivocada si piensas que cometo un error al estar con Jorge.

—¿Sabes cómo se obtiene el conocimiento, Livia? A base de prueba y error. En tu caso, mi amoraaa, estás en un mundo completamente desconocido, sólo en la prueba, que no quiere admitir el error.

—Y, según tú, ¿cuál es mi error?

—Creer que Jorge es el amor de tu vida sin siquiera haber podido tener ocasión de compararlo con otro.

—¡Es el mejor hombre que he conocido!

—¿Y sabes por qué es el mejor hombre que has conocido, Livia Aldama? ¡Porque es el único que has conocido!

Sentí un nudo en el vientre y un frío helado que me recorrió la espalda cuando, al menos en eso, admití en mi fuero interno que tenía razón.

Leila continuó:

—Yo también creí que el lambrusco era la mejor bebida que había tomado en toda mi vida, hasta que conocí el tequila y todo cambió.

—¿Qué estás tratando de decirme? ¿Que tome tequila en ligar de lambrusco?

Leila puso los ojos en blanco.

—Estoy diciendo, Livia, que por tu bien y el del mismo Jorge, tienes que usar el método heurístico de prueba y error.  Y experimentar ahora que puedes. Háblalo con él, dile que estás confundida, que necesitas probar otros hombres antes de decidir que es con él con quien quieres compartir tu vejez.

—¡Es que yo no estoy confundida, Leila, sé perfectamente lo que Jorge significa para mí! Yo jamás… jamás le diría cosa semejante, ¿cómo se te ocurre? ¿Experimentar yo? ¡En mi vida haría sufrir con esa saña al hombre que más he amado en mi existencia!

—¿Sufrir por qué?, ¿por pedirle tiempo para que tú puedas vivir tu vida sin él, y comparar, para que el día de mañana no te des la arrepentida de tu vida? Aunque claro, existe el divorcio, pero qué flojera padecer todo eso si ahora mismo puedes salir de dudas respecto a tu amor por él. ¡Pídele tiempo, que te deje salir con otros hombres!

—¡Ya parece que le pediré cosa semejante y que él me dejará sin rechistar!

—Si te ama tendría que hacerlo, Livia. Supongo que tu novio ya ha sabido lo que es estar con otras mujeres, en cambio tú no has tenido oportunidad de tener otros hombres. Vamos, mi amoraaa, tú eres una diosa bellísima que tiene derecho a salir en búsqueda de la verdad, y si tu novio se rehusara a ello entonces estaría siendo el tipo más egoísta del mundo.

Me quedé callada. No quise tomar postura en ese tema. Me parecía insólito lo que Leila me pedía.

—Porque Jorge ha tenido otras novias aparte de ti, ¿cierto, Livia?

—Sí.

—¿Cuántas?

—Tres, creo.

—¿Y tú, tontonaza?, ¿cuántos novios tuviste antes de Jorge?

Sabía que mi respuesta sería otro motivo para que mi “mejor amiga” se burlara de mí. No entiendo cómo es que podíamos ser compatibles si, en lo ordinario, éramos completamente diferentes en todo.

—Pues… he tenido varios amigos que…

—Dije novios, Livy, no amigos, a menos que hubieran sido amigos con derechos.

—Pues no, nunca tuve otros novios —admití al fin—: Ya te he contado cómo es que son mis tías y mi madre, y la influencia que ejercían y siguen ejerciendo sobre mí. No me dejaban ni asomar la cabeza afuera de la ventana. Mucho menos tener novio. Por eso odian a Jorge. Piensan que él no es para mí.

—Pues al menos en eso último sí que estoy de acuerdo con tu madre y tus tías —afirmó con seriedad por primera vez—, el Zanahorio no es para ti. Con tu personalidad tan pasiva, amiga, a lo mucho tienes que tener a tu lado un tipo más activo que te impulse e inspire propósitos para la vida. Jorge es como tú, y las relaciones así no funcionan. Tienes que encontrar una balanza, un hombre que te acelere el pulso con solo mirarlo; alguien que sea completamente opuesto a ti. Ya sabes; los polos opuestos se atraen.  Pero, por otro lado, Livia, ¿te das cuenta de algo?

—¿De qué?

—Que tú te dejaste llevar por los impulsos solamente para escapar de tu casa; te hiciste novia de Jorge porque en él encontraste la puerta de escape a esa vida reprimida que te estaba dando tu familia, esa vida que te tenía hastiada, harta...

—No, no, eso sí que no. En Jorge encontré amor, cariño, comprensión. Me gusta cómo me ama, cómo me abraza, cómo me besa… Me gusta cómo me hace el amor. En él encontré paz…

—Y también encontraste la oportunidad para escapar de casa, no me lo niegues.

—Estás equivocada, Leila —comenté, sintiendo que poco a poco se me estaban terminando mis municiones de defensa.

—Pero sígueme contando, Livy; dices que Jorge ha sido el único novio en tu vida, pero también me has dicho que sí que tuviste algunos amigos.

—Sí, claro, amigos hombres.

—Y dime, querida; ¿cogiste con esos amigos?

—¡Obvio no!

—¿Con ninguno?

—No, no, con ninguno, ¿pues quién crees que soy?

—Ya te dije que te tranquilices y no te sulfures.

—¡Pues fíjate lo que me preguntas!

—A ver, Livia: ¿los besaste al menos?, a esos amiguitos que tuviste.

—No.

Leila se echó una palma a la frente y comenzó a negar con la cabeza, como si estuviera decepcionada de mí.

—¿Dices que Jorge te ama?

—Sí.

—¿Pero nunca has sabido cómo podría amarte otro hombre?

No respondí. De hecho me sentí contrariada.

—¿Dices que te gusta cómo te besa, cómo te abraza, cómo te hace el amor, pero nunca has sentido los labios, los brazos y la verga de otro hombre con el cual hayas podido comparar?

De nuevo pensé en Valentino y la fiebre me quemó por dentro. Me sentí mal otra vez. Jorge era el amor de mi vida, de eso no tenía ninguna duda. Tragué saliva y miré con reproche a Leila Velden. Me estaba fastidiando de verdad.

La miré con aversión, pero no dije más.

—Anoche viste la verga de Valentino, Livia, y miénteme si quieres, pero sabes bien que tú no te puedes engañar a ti misma: al verle ese trozo de carne colgando entre sus piernas te mojaste, estoy segura que te chorreaste. Que dejaste empapadas tus bragas. Sentiste un cosquilleo en la entrepierna, ¿a que sí? Alguien como tú que nunca vio algo diferente a lo de su novio, no pasa desapercibido algo así. Estoy segura que tu cuerpo reaccionó poniéndote cachonda por el morbo que te trajo al espiar a un hombre que no era el tuyo. Y tan es así, que otra en tu lugar en cuando lo vio con la polla de fuera habría salido corriendo como alma que lleva el diablo. Pero, por lo que me cuentas, tú te quedaste allí. Porque te gustó lo que viste. Y ahora te sientes culpable por creer que estás siendo infiel a tu novio al menos de pensamiento.

¿Tan predecible era como mujer que incluso Leila parecía haber adivinado mis sentires?  Sus aseveraciones me pusieron nerviosísima, pues era tal cual como había ocurrido y tal cual como me sentía.

—Pero tranquila, querida, que no es pecado nada de lo que sientes. Al contrario, es una reacción natural al erotismo de ver a un hombre semidesnudo. Valentino es guapísimo, sexy, con un cuerpo que te mueres. ¿De veras no te imaginaste lo que sería ser follada por semejante rabo, Livia? ¿Lo que sería que unos brazos poderosos como esos te rodearan y todo ese cuerpazo musculado y pesado estuviera encima y dentro de ti?

Sentí que mi vulva vibraba y volví a odiar a Leila por recordarme ese impúdico suceso que sólo había conseguido estimularme de nuevo. Un fuego electrizante y profuso brotó justo en mi clítoris y se esparció por todos mis tejidos vaginales. Sentí una comezón intensa en el interior de mi sexo que me despertó el sucio instinto de quererme introducir de nuevo los dedos para caldearme, frotar las paredes acuosas de mi cavidad para erotizarme y friccionar con la punta de mis yemas ese botoncito endurecido que me originaba la principal fuente de placer.

¡Maldita sea! ¿En qué diablos estaba pensando? “Sucia, Livia, eres una maldita niña sucia”. Encima mis vellos se me erizaron en los brazos y en la coronilla de mi cabeza, y los pezones se me pusieron duros como un par de piedras, palpitando sobre mi brasier.

—Pues ese ya ha sido un primer ejercicio, Livia; porque inconscientemente has comparado a Valentino con el escueto de tu novio.

Continué callada, recobrando la respiración, concentrándome en mi próxima boda con Jorge para que mi excitación y calentura aminorara. No iba ser esa tarde el día que, por caliente, dejara plantada a Leila allí en la cafetería para dirigirme al baño con el propósito de masturbarme hasta que grandes flujos de agua pegajosa inundara mi vagina y escurriera por mis mulos y piernas. ¡Por Dios, nooo! ¡No podía estar sintiendo esto! ¿Y sólo por haber visto un pene ajeno que no era el de mi amado?

Para qué me engañaba, si no sólo había sido el hecho de mirar un enorme pene ajeno, sino el morbo de saber que pertenecía a un hombre prohibido que no sólo era mi jefe, sino el mejor amigo del cuñado de mi prometido.

¡Livia, contrólate, contrólate… contrólate!

—Pero, además, Livia —continuó aquella chica que parecía habérsele escapado al diablo—: quiero que como tarea esta noche busques en google imágenes de penes, de preferencia “penes enormes”. Compara, querida, y míralos bien. Fantasea con ellos, ¿te cabrían en tu chocho? ¿Podrías metértelo en tu boca? ¿Qué sensación crees que sentirías al sentir que una verga de esas magnitudes te rellena el coño? Porque como bien dices, querida, en tu vida has sentido una polla así. No pongas esa cara, Livia, y haz ese ejercicio, si te parece muy fuerte imaginar una barra de carne así de grande como la de Valentino dentro de tu chocho, al menos imagínatela mamándola, porque supongo que eso sí sabes hacer, ¿no?, supongo que al menos a tu novio si se la has mamado, ¿verdad? —Si tú supieras, Leila—. Y luego compara todas esas pollas con la de tu princeso. Y ya me dirás.

—Estás… completamente loca —dije al fin, con la boca seca.

—Sé que te sienta mal todo lo que te he dicho, Livia, pero es por tu bien. Espero de verdad haber sembrado al menos esa espinita sobre ti. Al final me lo agradecerás.

—Que Jorge no te caiga bien no te da derecho a meterme ideas como estas en la cabeza para que yo lo abandone. Porque, si te soy sincera, Leila, hagas lo que hagas, me digas lo que me digas, no te funcionará.

—Tú no has entendido nada, Livia. Esto no lo hago porque tu Zanahorio me caiga bien o mal, sino por ti, porque te quiero, y quiero tu felicidad. Eso hacen las amigas de verdad, aconsejar. Al final tú eres la que decide. ¿Te has dado cuenta lo que pasaría si te casas con Jorge y en algún momento, en el futuro… aparece otro hombre del que quedes prendada? Ahí sí que le harías daño.

—Eso no pasará nunca —afirmé.

—Eso tú no lo sabes, Livia, y no sabes lo terrible que sería para ti estar en una situación así.

—Yo amo a Jorge con locura  —insistí.

—Y lo harás sufrir si, estando casada, te enamoras de alguien mejor que él.

—¡No hay nadie mejor que él! —estallé dolida.

No entendí que estaba llorando hasta que sentí caer lágrimas en mis ojos. Mi cabeza estaba completamente revuelta. Sí, sí, Leila lo había logrado. Me había hecho pensar en muchas cosas que antes no había previsto. Pero mi amor por el chico de mi vida era mayor. Estaba segura de que Jorge era el hombre para mí. Nos íbamos a casar y seríamos felices.

No obstante… el miedo me invadió, y no pude dejar de pensar en cada palabra que Leila me había dicho esa tarde.

—Tampoco es para que te pongas así, Livia —intentó consolarme con sinceridad. Estiró su brazo, y con su dorso acarició una de mis mejillas con cariño—. Si quieres no hagas nada de lo que te digo, pero… si en algún momento lo quieres intentar… compara. Pero compara de verdad. Confía en mí y haré de ti la mujer más poderosa del mundo; dominarás con tu belleza y sexualidad a cuanto hombre y mujer te propongas. Ascenderás a lo más alto del departamento de prensa, o incluso en la política misma. Tendrás excesos hasta saciarte, y comenzarás a vivir: y cuando te pierdas, Livia, porque también te perderás, ahí estaré yo para rescatarte. Y al final estaremos juntas, pues siempre nos tendremos la una o a la otra.

Tomé sus palabras como si éstas fuesen proféticas. Y tuve miedo; miedo de verdad. No por Leila en sí, sino por mí, por lo que podría hacer si me dejaba llevar.

Ese día fue un antes y un después en mi vida como Livia Aldama.

Después… ya nada fue igual.