Pervirtiendo a Livia: Cap. 1 y 2
Cuando la inocencia se convierte en pecado, no queda más remedio que convertir esa inocencia en una dulce perversión.
- MI AMOR POR LIVIA
Jorge Soto
Martes 20 de septiembre
23:25 hrs.
Lo que más me gustaba de Livia era su forma de gemir cuando hacíamos el amor, aun si lo hacía con timidez tras cuatro años de noviazgo y dos de vivir juntos. Era como si a Livia le pareciera un pecado mortal gritar y jadear como respuesta al hormigueo que sentía justo en el interior de su encharcada vagina cada vez que la penetraba o acariciaba su clítoris con mis dedos o mi lengua.
—Gime, cielo, gime —le pedí, removiendo mi pene dentro de su sexo—, no te cohíbas, mi ángel, los gemidos y los gritos son expresiones naturales del placer. —Ella suspiraba, agitada, emitiendo soniditos cachondos que, por el contrario, no lograban convertirse en gemidos—. A veces se grita y se llora de dolor y de tristeza, Livia; en el sexo se grita de placer.
Livia estaba sentada sobre mis testículos, con mi pene encajado dentro de su estrecho coñito, donde lo removía como si fuese una cuchara meneándole a la olla. Con sus piernas rodeaba mi columna lumbar, de donde se aferraba cada vez que subía y bajaba. Sus uñas se enterraban en mi espalda y sus labios me comían por poco la oreja izquierda, donde tenía su cabeza, presa de la excitación, sollozando.
—Ahhh… por Dios… Jorge… —logré que al menos evocara esas palabras.
A Livia le daba vergüenza expresar sus excitaciones durante el sexo. Apenas hablaba y, cuando lo hacía (a duras penas), era porque estaba verdaderamente caliente, como esa noche… que estaba cachonda de manera inusual.
—Gime más, mi ángel, suéltate… dime guarradas —la insté, sintiendo cómo sus músculos vaginales se contraían y apretaban mi trozo de carne a través del condón.
Aquella era una sensación delirante, casi inédita para mí. ¿Por qué Livia estaba tan mojada esa noche? ¿Qué había de diferente en esa ocasión a las otras para que incluso el obsceno sonido de los chapoteos (resultado de la abundante humedad en su vagina) a través de las embestidas fuera tan sonoro e impúdico? Muy pocas veces la había hecho humedecerse tanto como esa noche. De hecho, hasta donde recordaba, Livia jamás se había mojado en abundancia.
Por eso, aprovechando su predisposición para su entrega durante el sexo, insistí en que gimiera; que gritara, que me dijera lo mucho que le excitaba que la penetrara. Pero, al parecer, ahí sí que continuaba intransigente.
—No puedo… —lloriqueaba, apretando la mandíbula en tanto el chapoteo de nuestras penetraciones se dejaba oír en nuestro cuarto.
—¡Dime que te gusta que te meta el pene hasta el fondo, Livy!
—¡Ay, por Dios… Jorge!
—¡Vamos, mi Livy! ¿Sientes la humedad de tu chochito? ¡Estás apunto de correrte, cielo! ¿Lo sientes? ¡Por fin estás apunto de correrte!
—¡Para, Jorge, para… por favor! —comenzó a lloriquear, empleando esos quejidos y lamentos semejantes a las asiáticas de las películas porno.
—¡Dime que te lo haga más duro! ¡Dime que te gusta cómo te lo hago! ¡Dime guarradas…! —insistí, mientras ella aceleraba las cabalgadas en cada segundo, aun si continuaba con su petición de parar, cuando era ella la que había tomado el control de la situación.
El sonido de sus nalgas chocando contra mis muslos en cada embestida era lo que más morbo me estaba generando en ese momento.
Y volví a sentir esa humedad caliente que me mojaba. ¡Carajo! ¿Eso sería un orgasmo? ¿Por fin Livia estaría experimentando un orgasmo, su primer orgasmo? Pudiera ser. Aunque no tenía mucha práctica en esos temas (mi lista de experiencias sexuales con féminas se reducía a tres), yo sabía que los orgasmos femeninos se notaban cuando la chica en cuestión convulsionaba y, si la excitación era tal, hasta podía llegar a producirse una eyaculación femenina, los famosos squirt que, para entonces, sólo había podido mirar en los videos porno.
¡Pfff! ¡Joder!
¿En verdad aquella mujer tan chorreante era Livia, mi Livia, mi inocente e inexperta Livia?
Acaricié su espalda y la empujé aún más hacia mi pecho, de manera que sus hermosos senos se aplastaran contra mí. Sentí sus duros pezones calientes sepultarse en mi piel, y de nuevo sus uñas arremetieron contra mi espalda.
—Ay, bebé, bebé, mi cielooo —gemía.
Estábamos bañados en sudor, y los sonidos de nuestros cuerpos desnudos restregándose entre sí era un casi apoteosis.
—¡Oh, sí, mi Livy, aprieta más mi pene, apriétalo más con tu coñito mojado, así como te estás contrayendo!
—Por Dios… Jorge… —gimoteó en mi oreja como si se estuviese desvaneciendo—, para… por favor… para… siento que…
No sé cómo conseguí sujetarla de sus poderosas nalgas (si era un tanto escuálido), a fin de levantarla y ser yo quien la penetrara durísimo desde mi posición. La penetré lo más fuerte que pude, pues mi problema de fimosis no me dejaba acelerar como quería; y ella gimoteó. Quería que explotara en un orgasmo y gritara de placer. Mi mayor fantasía era que detonara un chorro de fluidos vaginales y me empapara las piernas y los huevos.
—¡Es un orgasmo, pequeña… lo que estás apunto de sentir es un orgasmo… no te contengas!
—¡Jorge, para, por favor… siento… como si…. Quisiera hacer… pipí… como si quisiera orinar…!
—Libérate, Livy, suelta tu cuerpo, déjame a mí, pequeña… déjame a mí.
Mi pene debajo del látex del condón estaba tan sensible y encantado de esconderse dentro de sus acuosos y carnudos pliegues, dentro de su caverna caliente y estrecha, que estuve seguro que en cualquier momento iba a eyacular.
—¡Jorge… Sácamela, por favor, Jorge…!
—¡Ahhh! ¡Livy! ¡Ahhh!
—¡Jorge, para… no quiero… siento… un fuerte hormigueooo… ganas… de orinar…!
Las piernas me vibraron, y pronto sentí un cosquilleo intenso que fue ascendiendo hasta mi pene.
—¡Córrete, cielo… córrete, Livy, eso es un orgasmo…!
—¡Me da vergüenza, no puedo, no puedo…!
—¡Suéltate… estás muy mojada… tu panochita está vibrando! ¡Suéltate, Livia, suéltate! ¡Mójame los muslos, las piernas! ¡Córrete, princesa!
El coño de Livia comenzó a palpitar como nunca antes lo había hecho: vibraba de forma intensa sobre mi falo (que de por sí ya casi tenía todo mi semen en la punta del glande) al tiempo que sus piernas se sacudían y de su garganta escapaba un ligero bramido.
—¡No! ¡No! ¡NOOO! —gritó al fin.
Justo en ese momento Livia se echó hacia atrás, emitiendo un fuerte sollozo, saltó sobre la cama y se posicionó en el otro extremo, al tiempo de que yo me corría en el condón. ¡Diablos! Livia había decidido quitarse antes de que su orgasmo llegara.
¡Carajo! ¡Carajo! Casi lo habíamos logrado, su eyaculación femenina, ¡casi habíamos conseguido que mi Livia explotara en un fascinante squirt ! Pero ella había tenido miedo, vergüenza… otra vez, como siempre.
Menos mal yo había logrado correrme… pero ella no, si lo estaba disfrutando, porque estoy seguro de que lo estaba disfrutando, ¿por qué se había apartado?, ¿por qué se había negado al placer?
—Lo siento, bebé… pero no pude —me dijo con la voz temblando, escondiendo su cara con una almohada.
Y se echó a llorar.
—Hey, hey, preciosa, tranquila, ¿qué ocurre?
—Te defraudo, siempre te defraudo.
—¡No, mi ángel! ¿Cómo puedes decir algo así? —intenté consolarla—. ¿Has visto cómo me he corrido? ¡Me pones cachondísimo, mi amor! ¡Es una locura sentir tus nalgotas rebotando contra mis testículos y mis piernas!
—Sí, pero yo…
—Pero tú no quisiste terminar —me lamenté, rodeándola con mis brazos. Atraje a Livia, poniendo su esbelta espalda sobre mi pecho, y con mis manos acaricié las enormidades carnosas de sus senos. Livia acomodó su gordo culo sobre mi polla (que se había desinflado dentro del preservativo) y allí se acurrucó, dejando caer su cabeza junto a mi cuello, triste—. Ese es el problema, mi ángel, que nunca te permites… llegar hasta el final. ¿Por qué no te das la oportunidad de sentir esa experiencia? ¿Has visto cómo te has mojado hoy, cariño? ¡Ha sido bestial, cachondísimo! ¡Nunca te habías mojado tanto como esta noche!
—Lo sé… —dijo con un tono de asustada, todavía lloriqueando—, no lo entiendo. Ha sido muy raro. Nunca… me sentí tan… así.
Acaricié su cabello color chocolate y besé sus hombros. Estaba tensa. Desde esa noche en que Livia volvió a la oficina por su bolso estaba seria, tensa, nerviosa. Por suerte durante el sexo se había comportado de una manera inusualmente receptiva, pero ahora que todo había terminado, la volvía a sentir rara.
—¿Hay algo por lo que estuvieras más cachonda que otros días, Livy? —quise saber—. ¿Leíste alguna de las novelas eróticas que te regalé?
Aquella había sido una idea que se me había ocurrido para promover que Livia perdiera el miedo al sexo, regalarle una novela romántica (sí, porque ella era muy romántica) con tintes eróticos (de momento una trama erótica ligera). Me dije que si le tomaba el gusto a esta clase de historias, con el tiempo, a lo mejor, querría replicar conmigo algunas escenas.
—Bueno —murmuró ella un poco intranquila—, pudiera ser que haya influido la lectura de ese libro.
—Debe ser así, Livy, porque, en serio, nunca te habías mojado tanto como hoy.
Ella emitió un último gimoteo.
—¿Me contarás qué fue eso que leíste que te puso tan… cachonda?
—Jorge, por favor —sorbió la nariz—, me da pena hablar de esas cosas contigo.
—Está bien, Livy, no me lo digas si no quieres. Pero, por favor, síguelo leyendo, que mira tremenda noche hemos tenido.
—Pero no lo hice bien, al final lo arruiné todo —se volvió a entristecer.
—Lo hiciste maravilloso, mi ángel —volví a besar sus hombros mientras mis manos acariciaban sus dos enormes pechos y los amasaba.
¡Joder! Eran tan carnudos y grandes, que la polla me volvió a palpitar.
—Lo único malo fue que te diera miedo correrte, princesita.
—Es que me da mucha vergüenza, Jorge… —se sinceró lloriqueando de nuevo como una niña. Y quizás sí, lo era, a sus escasos veinticuatro años, ella lo era, una pequeña e inocente niña con cuerpo de mujer, expuesta a las insanas fantasías de su novio. Yo era mayor que ella apenas con tres años—. Creí que me orinaría encima de ti, bebé, y se me fue el libido.
—¿Cómo dices, Livy?
—Pues eso, bebé; que sentí un hormigueo intenso dentro de mi… sexo, que se extendió sobre mi vientre, mulsos y mis piernas. Y de pronto sentí como si fuera a explotar por dentro, como si un chorro de orina fuera a escapar y… me asusté: eso propició que toda la calentura que llevaba dentro se apagara como por un interruptor. ¿Tengo algo malo en mí, Jorge? —me preguntó llorando—, ¿acaso seré frígida?
—No, no, Livia —sonreí—. Si fueras frígida no podrías siquiera mojarte. Y tú te mojaste hoy en exceso. Y cuando estás caliente los pezones se te ponen duros —me prendé de sus pezones sonrosados con las puntas de mis dedos y los estiré hasta que emitió un sexy gemido—. Yo siempre he dicho que eres una mujer muy cachonda, pero con miedo a liberar tu sexualidad.
—¿Y… cómo se hace eso… de liberar tu sexualidad? —quiso saber, removiendo su culo sobre mi entrepierna para acomodarse mejor.
El movimiento me puso duro otra vez. Ufff, Livia.
—Dejándote llevar, mi Livy, olvidándote de prejuicios absurdos que sólo provocan que sientas que tener sexo es malo, como te hicieron creer las amargadas de tus tías y madre. Mira, mi ángel, tienes que tenerme confianza. Llevamos cuatro años de relación, dos viviendo juntos, y precisamente dos años cohabitando. Si todo marcha bien, el próximo año nos vamos a casar (para que tu madre deje de odiarme por lo que considera que es, tenerte viviendo en amasiato), y por tal razón es momento de que nos redescubramos ambos sexualmente. Como ves, yo tampoco es que tenga mucha experiencia, pero aprendo cosas viendo películas… de esas que tú odias que yo mire. Pero ya ves que, si bien no son un manual de sexo, al menos me dan ideas para implementarlas contigo.
”Claro que no tengo valor para proponerte todas ellas, porque no quiero forzarte. Pero, estoy seguro, que en algún momento podremos experimentar. La innovación en el sexo es un gran aliciente para evitar caer en la rutina y monotonía, mi ángel.
—Tengo miedo de que me dejes por otra, Jorge…
Tal despropósito de su parte me hizo reír a carcajadas. ¿Cómo se le ocurría cosa semejante?
—¿Con lo que me costó conquistarte, mujer?, ¿con lo que me costó convencerte de que yo era un muchacho digno para ti?, ¿con lo que me costó que te fijaras en este pelirrojo pecoso y horrendo que ni en sueños creyó que una mujer como tú se fijaría en él? Estás loquita, mi preciosa.
—Eres un pelirrojo guapísimo —dijo, girando su cabeza para darme un besito—, por eso me da miedo que me dejes, por no cumplir tus expectativas.
—¡Primero me entierro clavos al rojo vivo en cada una de mis pecas antes que cambiarte por nadie, mi ángel! ¡Eres una diosa en todos los sentidos! Además de hermosa, eres muy cariñosa, afable, simpática, trabajadora. ¿No lo ves? Y, como digo, la cereza del pastel: tienes un cuerpo glorioso. ¡Todos querrían tener en sus manos ese enorme trasero que posees! ¡Todos quisieran comerse tus pechos!¿Cómo puedes decir eso? ¡Nunca te dejaría por nadie, ¿oyes bien, Livy?! ¡Jamás! Y con mi aspecto de lerdo tampoco es como si tuviera oportunidad.
—Tampoco digas que todos quieren comerme…—sonrió al fin, limpiándose las lágrimas e incorporándose. Livia era una mujer espectacular—. En La Sede yo siempre he sido un cero a la izquierda para todos, tanto como profesionista como también como mujer.
Livia y yo trabajábamos desde hace cinco años en un partido político (donde nos conocimos), al que llamábamos La Sede; el núcleo principal de un partido conservador. Livy entró de becaria a La Sede en el área de prensa (haciendo notas publicitarias que su primer jefe se adjudicaba) y, cuando se licenció de la carrera de relaciones públicas, fue contratada formalmente aunque quedó en el mismo miserable cargo; la única diferencia es que ahora le pagaban y antes no.
Yo no tenía un mejor puesto que ella, pues me desempeñaba como el secretario del secretario de la secretaria de mi cuñado Aníbal (que estaba casado con mi hermana mayor, Raquel) que fungía como uno de los dirigentes del partido político, y que ahora mismo se destacaba por ser uno de los dos aspirantes en las primarias internas para ser elegido como el candidato para contender a la presidencia municipal de Monterrey, Nuevo León, el próximo año.
—Es que soy bastante ordinaria y sin gracia, Jorge —suspiró.
—Pero ¿tú qué dices, mujer? —me molestaba su falta de autoestima.
Su madre y sus solteronas tías se habían encargado de mermar el carácter de mi novia. La habían sobreprotegido demasiado, sesgando su personalidad; reprimiendo su temperamento, con el único propósito de convertirla en una réplica exacta de ellas mismas; amargadas, con complejo de inferioridad y con rencor hacia los hombres.
Mi suegra solía culpar a mi prometida de que su padre las hubiera abandonado, recordándole cosas horribles como “tu padre quería un varón, pero naciste tú Livia, y no lo pudo soportar, por eso nos dejó”. Luego estaban las dos tías cotorras sesentonas, la señorita Angustias y la señorita Caridad (de esas mujeres mal folladas que se la pasaban de argüenderas todo el día mirando a la gente desde el balcón) que no se cansaban de decirle: “las mujeres sólo venimos a sufrir a este valle de lágrimas, Livita: nunca esperes nada bueno de este mundo”, “Nunca confíes en los hombres: ellos sólo te quieren para perderte, robar tu virtud y dejarte.”
Todas estas situaciones habían convertido a Livia en una chica frágil a la que le daba miedo enfrentarse a la vida. Y ahí estaban las consecuencias: una mujer tímida, retraída e incapaz de defender sus derechos laborales en el departamento en el que se desempeñaba.
Por fortuna, allí había aparecido yo: Jorge, su Jorge, su pecosín; un hombre que, aun si no era tan rebelde o severo, (más bien idealista y romántico) había conseguido rescatarla del túnel de la mediocridad en la que la habían mantenido enterrada esas odiosas mujeres, razón de más para que ellas me odiaran con todas sus fuerzas y yo no las tolerara.
—Livia, ¿en qué quedamos?, en que te ibas a dar tu lugar como mujer.
—Eso hago, mi pecosín.
—No es cierto: ahora mismo te has demeritado. Has dicho que eres ordinaria y sin gracia.
—Pues es verdad —dijo, poniéndose en pie para meterse a la ducha. Habíamos quedado sudados y necesitábamos lavarnos—. En el departamento, es hora que nadie ha valorado mi trabajo. Y con lo otro… tú dices que soy una diosa, Jorge, pero nunca, jamás de los jamáses nadie me ha mirado como tú crees. O al menos no me miran con la morbosidad con que miran a la alzada esa de Catalina Ugarte.
Catalina era una mujer voluptuosa y guapa de algunos treinta y muchos años, (no más guapa que mi linda niña, por supuesto) con cara de sexosa y pervertida que, sin embargo, era muy elegante y aparentemente íntegra.
—¿O sea que te gustaría que te miraran con morbosidad? —le pregunté con curiosidad, viendo cómo su estrecha cintura se contoneaba a fin de que sus dos enormes nalgas chocaran una contra la otra mientras se dirigía a la ducha.
—No, no —intentó componer su respuesta—, quiero decir que…
—¿A ti te gustaría ser parte de las fantasías eróticas de nuestros compañeros de La Sede? —En verdad que estaba pasmado.
—¡Por Dios, Jorge…!
—¿A ti te gustaría que se masturbaran hasta correrse pensando en tu culo y tus tetas?
—Basta ya —dijo abriendo la regadera.
Salió a los quince minutos, oliendo deliciosamente a jabón y champú de flores y la continué atosigando. No me podía creer lo que Livia había dicho.
—¿Entonces, Livy?, ¿a ti te gustaría que te miraran con la morbosidad con que miran a Catalina Ugarte?
—Por supuesto que no. Si serás enfermo, Jorge —me recriminó, tirando la toalla y contoneándose desnuda por la habitación en busca de sus cremas de noche.
Verla así de buena cerca de mí me puso caliente otra vez, pero ella era de las que evitaba tener sexo después de ducharse. Me quité el condón, fui al baño y me duché. Luego volví al cuarto.
—Enfermo no, Livy, pero es que, en serio, estás mal si piensas que nadie te mira… teniendo la belleza y cuerpo que tienes. Además a la mayoría de los hombres les gusta la carne fresca… y tu edad es la ideal.
- MI AMOR POR JORGE
Livia era dueña de unas facciones muy finas; nariz pequeña y recta, ojos color chocolate claro, pestañas abundantes y espesas que ofrecían a su mirada una inocencia diabólica: tenía labios mullidos, carnosos, que contrastaban violentamente con la pequeña dimensión de su rostro. Poseía un cuello esbelto y elegante.
De sus ojos chocolates irradiaba una tenue luz de encantadora inocencia, que lo mismo traslucía paz como sensualidad.
Aunque Livia era toda una mujer, exteriorizaba involuntariamente una expresión aniñada que la hacía lucir extrañamente obscena. Sin darse cuenta solía morderse su carnoso labio inferior cuando estaba nerviosa o ávida de algo, ignorando el efecto lascivo que causaba en los hombres. Mi joven novia venía de una familia de clase media, extremadamente religiosa y conservadora (como ya dije antes), criada en un colegio de monjas donde había aprendido que el sexo era cosa del diablo y que únicamente debía ejercerse para procrear, no para satisfacción personal.
Si de por sí había supuesto para ella un verdadero pecado venirse a vivir conmigo sin habernos casado, mucho más lo fue cuando comenzamos hacer el amor. Era hora que no me dejaba penetrarla a pelo, pues decía que ese sería lo único sacro que nos quedaba para la noche de bodas. Así que me tenía que conformar con el condón.
Por fortuna aparecí en su vida para contradecir su ridícula teoría, y aunque ahora era más suelta y menos quisquillosa para follar, todavía le faltaba mucho por aprender (y no es que yo fuera un experto en las artes amatorias, pero al menos era capaz de tener muy claro lo que quería experimentar).
Yo también era tímido y tranquilo, pero en menor medida. Al menos entre uno de los dos debía de caber la prudencia.
Livia, pues, era un ángel proveído por deliciosas e inmodestas curvas que cuando estaba desnuda hacía que la sangre ascendiera hasta mi polla y se pusiera más dura que un mástil. Y es que era un hecho sumamente paradójico saberla tan recatada, con un rostro seráfico, infantil y tierno, y que al mismo tiempo poseyera un delicioso culo, redondo, enorme y señorial, como obsequiado por el mismo Asmodeus, el demonio de la lujuria y la perversión; su culo era de esos culos grandes que son potentes, carnosos, duros y que te aplastan los testículos cada vez que la penetras hasta el fondo, de esos culos que de tan grandes y carnosos hacen que tu polla parezca del tamaño del dedo meñique.
Caderas anchas, en las que podías pasar tus manos toda la noche y no terminar de acariciarla.
En mis fantasías solía verla con zapatillas altas de plataforma, vestiditos cortos, escotados y con trasparencias, embutidos en su voluptuoso cuerpo, que apenas le cubrieran las nalgas y los pechos.
Y presumirla, sí; que los hombres me envidiaran y se masturbaran pensando en ella, odiando, a su vez, que fuese yo el único que se la comiera, de pies a cabeza.
En Livia idealicé una a mujer lujuriosa, pervertida, adicta al sexo, traviesa, juguetona, coqueta, y que siempre estuviera dispuesta amarme. A mí. Sólo a mí. Siempre a mí.
También codiciaba con recelo admirarla usando un par de diáfanas medias de red o de seda negras o rojas que se enfundaran en sus torneadas pantorrillas, piernas y voluminosos muslos; y también portando unas diminutas bragas, cacheteros o tangas que de tan delgadas sólo cubrieran con finura la parte central de su rajita.
Pero no tenía el valor para proponerle ninguna de mis fantasías. Al menos no las más fuertes. Livy me tenía por un muchacho cauto, prudente, serio, respetuoso y discreto; “un caballero” decía ella. Por eso se enamoró de mí, no se cansaba de decírmelo. Y aunque últimamente me había envalentonado, comiéndole el coco, metiéndole ideas más o menos… atrevidas para el sexo, también comprendí que debía desenvolverme con inteligencia antes de que ella terminara pensando que yo era un enfermo mental, como a veces me lo decía en broma, y considerara que yo no era el hombre que buscaba para su vida.
Estaba enamorado de Livia hasta la médula, y me habría dolido que me mandara al carajo.
El problema desde que nos hicimos novios fue que Livy vestía de forma bastante recatada. Y cuando digo recatada es recatada, en exceso. Su culo y tetas estaban ocultos debajo de pantalones y blusas holgadas que impedían exhibir ese exuberante cuerpo natural que solía ejercitar por las noches en nuestra casa con duros ejercicios.
—Las mujeres que tienen una relación no pueden andar por ahí pavoneándose ni enseñando algo que sólo es de su pareja —me había dicho una vez.
—Pero yo no quiero que te exhibas, Livy, sólo que reformes tu guardarropa para que puedas causar una mejor impresión. Como te ven te tratan, y estoy seguro que si mejoraras un poco tu forma de vestir, no sólo te tomarían más en cuenta en el departamento, sino que te admirarían.
Livia comenzó a untarse crema humectante en todo su cuerpo. Era un espectáculo contemplar su preciosa desnudez. Sus largas y gordas piernas, sus corpulentas nalgas y ese par de grandiosos melones de carne que solían bambolearse cada vez que ella se movía para echarse crema en la piel. Sus aureolas eran enormes, como un par de salamis sonrosados que claman ser devorados.
—¿Qué me admire quién, si nadie me mira? —insistió.
Yo era un tipo medianamente celoso. Por supuesto: una cosa es que Livia luciera su cuerpo, y otra muy distinta que coqueteara. Lo que yo quería era trabajar sobre su amor propio. Que se sintiera digna y empoderada. Que pudiera sobresalir sus dotes profesionales sin vergüenza.
—Tu problema es tu falta de autoestima, Livy. ¡No me cabe en la cabeza que una mujer con tu hermosura y cuerpazo se sienta retraída y tímida ante los demás! Quiero que te sientas orgullosa de ser quien eres; de presumir tus tetazas, tu culo… ¡tus piernas, que son maravillosas y torneadas!
—Me da vergüenza, Jorge.
—Y por eso piensas que otras mujeres son mejores que tú, y no es así.
—¿Entonces qué quieres que haga, pecosín? ¿Que me vista de zorra como Catalina para que sea por mi cuerpo por el que me valoren y no por mis capacidades?
Técnicamente eso es lo que quería... pero sin que paciera una zorra. Siempre un término medio.
Y es que Catalina era una mujer bastante sensual; era la compañera de trabajo de Livia y, con menos de un año en el departamento de prensa y relaciones públicas, había rumores que decían que se quedaría con el próximo puesto vacante de la actual asistente de su jefe: un puesto que por méritos y antigüedad lo merecía mi novia y no ella.
Pero claro, Catalina, una casi cuarentona, sabía explotar su sensual figura con inteligencia, por lo que su supuesto ascenso, (en caso de que fuera cierto el rumor) no se debía precisamente a su intelecto, sino a su actitud audaz, descarado y atrevido para con Valentino (jefe del departamento y mejor amigo de mi cuñado Aníbal) que estaba pudiendo más que su cualificación.
Desde luego yo no quería que Livia llegara a semejantes extremos (porque algo que yo nunca permitiría era que Livia se insinuara a Valentino o que él pudiera proponerle ciertos “favores” a cambio de ella pudiera tener un mejor puesto). No obstante, sí que añoraba que la respetaran y la admiraran, valorando su trabajo.
Legalmente, el ascenso lo merecía Livia (no Catalina, por más buena y seductora que ésta última fuera) no sólo por su innegable eficiencia y antigüedad; sino porque mi novia había luchado por ello con desvelos y esfuerzos desde hace años.
Y si para lograrlo Livia tenía que cambiar sus atuendos y, sobre todo, adoptar una actitud mucho más temeraria y determinante, yo tenía que hacer todo lo posible para que ocurriera, así hiciera lo que tuviera que hacer.
—¿Qué tiene Catalina que no tenga yo? —solía decir Livia enfadada—, ¿fama de zorra?
Pues al parecer sí: “fama de zorra”. Y es que a la mayoría de los hombres nos sentimos atraídos por las “zorras”, pero sólo en el ámbito sexual, jamás para una relación formal.
Livia era toda una dama, y en mi cuenta iba a correr que mi novia consiguiera el ascenso que tanto anhelaba, ayudándola a como diera lugar.
—Gracias por todo el apoyo que me ofreces, Jorge —me dijo mi novia abrazándome después de ponerse la pijama—. Te Joli —me dijo.
Mi prometida y yo éramos tan cursis que habíamos inventado nuestra propia forma de decirnos “te amo”: Te Joli, pues “Jo” eran las iniciales de Jorge y “Li” de Livia.
—Yo también te Joli, princesita.
Por inercia metí mi lengua en su boca y bajé mis dedos a su entrepierna, ¡y cuál sería mi sorpresa al descubrir que Livia estaba mojada otra vez! Los finos vellos de su vulva estaban mojados también.
¡Joder!
¿Sería posible que… después de casi dos años de actividad sexual… Livia quisiera hacer el amor por segunda vez en una sola noche?
La respuesta la obtuve en seguida, cuando ella comenzó a besarme el cuello, con los ojos cerrados, y, en menos de lo que canta un gallo, sacó un condón de mi buró, me lo entregó y ella se recostó sobre la cama cual diosa griega observándome con una inusual mirada diabólica mientras se abría de piernas para mí, enseñándome una rajita sonrosada visiblemente inundada, con su vello pélvico mojado y sus pezones erectos apuntando hacia el cielo.
—Ven, cariño —me invitó con una sonrisa lasciva que nunca le había visto—, quiero que me hayas tuya otra vez.
Algo en Livia acababa de cambiar.
Algo mínimo, pero sustancial.
Livia Aldama
Martes 20 de septiembre
23:59 hrs.
Todavía sentía un ardor por dentro cuando salí a llenar la jarra de agua a la cocina después de entregarme a mi novio por segunda vez en la noche. Dejé a Jorge acostado, satisfecho, dormitando, mientras yo me acomodaba los pechos dentro del sostén, pues mis esféricas carnes se desbordaban por los lados como si fuesen dos enormes sandías que intentan esconderse dentro de un par de minúsculas telas.
Nunca entendí por qué me habían crecido tanto, si mi madre a duras penas tenía senos. De hecho, durante la adolescencia la enormidad de mis pechos representó para mí una de las peores épocas de mi vida, pues todos los chicos del colegio se burlaban de lo que yo pensé era una “deformación”, apodándome “ubres de vaca” o “Livia tetotas”. La mayor parte del tiempo de los recreos la pasaba dentro del salón y en los baños, donde no tuviera contacto con ninguno de esos crueles chiquillos que no se cansaban de burlarse de mí. No me gustaba que me dijeran esas cosas horribles, y quizá desde entonces opté por usar grandes chalecos o abrigos que me ocultaran mis senos para evitar tales escenas de bullying.
Encima, con el tiempo mis caderas comenzaron a ensancharse y mis glúteos a crecer de una forma desproporcional, creándome nuevos motivos para las bufonadas. Mi madre decía que era una “gorda tragona”, e inútilmente dejé de comer durante mucho tiempo para evitar que mi cuerpo continuara desarrollándose así, hasta que me dio anemia.
Muy tarde comprendí que aquello no era por la comida, sino por un desarrollo natural producto de las vitaminas que mi madre me hacía comer desde pequeña por lo enfermiza que había sido al nacer.
Y ahora estaba allí, en la cocina, acomodándome aquellos enérgicos senos que se derramaban por los costados de mi sujetador como dos bolas de masa. Todas las noches hacía ejercicios que había encontrado en tutoriales de Youtube para evitar que se me colgaran cuando fuera mayor, y por tal motivo ahora eran duros, turgentes y estaban erguidos. No obstante, eso no evitaba que, según el sostén que me pusiera, los pechos no se me acomodaran bien.
Una vez logrado mi cometido suspiré, extraje mi teléfono del bolso de mi pijama y busqué el número de Leila. Lo hice con torpeza, pues aún mi mente permanecía en estado de shock.
Marqué al número de mi única amiga, aunque no sabía si era la mejor, y esperé. Jorge la aborrecía, y viceversa. En cambio, para mí ella era mi único escape en tiempos de asfixia. Y esa noche no podía más. Tenía que contárselo a alguien.
Marqué una vez y el teléfono me mandó a buzón.
—Leila, contesta —susurré, mirando hacia la puerta desde la cocina. Nuestro apartamento era bastante pequeño. Por fortuna mi amado gato estaba maullando pidiéndome comida, lo que me beneficiaría para esconder el volumen de mi voz.
Volví a marcar a Leila Velden tres veces más hasta que me contestó:
—Carajo, Livia, ¿tanta es tu urgencia por hablarme que ni siquiera me dejas follar a gusto? —la escuché agitada, por Dios.
Oí ruidos extraños del otro lado procedentes de la garganta de mi promiscua amiga. Gemidos, chapoteos, ¿y también jadeos masculinos? Madre mía.
—Leila… ¿estás…?
—Sí, ahhh, ahhh, follán…dooo… y no sabes… el pollón… que tiene… este sementaaal.
El aire se me fue. Los obscenos gemidos continuaron del otro lado y sentí que mis mejillas se ponían bastante calientes. No me lo podía creer.
—Perdona, creo que hablo en mal momento —determiné, tragando saliva, volviendo los calores que hace rato me había hecho calmar el agua fría de la ducha.
—No, no, dime.
—No, Leila, mejor mañana.
—¡Por Dios mi cielaaa, que ya me interrumpiste cuando estaba a punto de correrme! Así que ahora me cuentas o me dejas como estaba. Anda, Livia, si te molestan mis gemidos mientras cabalgo pues ya, me desensartado y mejor se la chuparé mientras me dices lo que sea que me querías decir.
De nuevo una oleada de vergüenza me recorrió todo el cuerpo.
—Por Dios, Leila… ten un poquito de respeto.
—¿Respeto yo? Respeto tú, amiga —me acusó riéndose—, que fuiste tú la que me interrumpió en pleno polvo.
Suspiré de nuevo y escuché ahora las risas masculinas de su amante en turno. La verdad es que sigo sin entender cómo podía ser amiga de Leila si no pegábamos en nada. O será que era precisamente porque éramos tan diferentes por lo que nos compenetrábamos.
—No, no —concluí—, mejor mañana te cuento, que es algo… bastante grave y privado.
No me iba a poner a contarle a Leila mis asuntos importantes mientras… hacía una felación a quién sabe quién.
—¿Grave? ¿Pues qué pasó, Livia? Me asustas.
—Ya te dije… mañana te cuento.
—¿Está relacionado con Jorge?
—No.
—¿Con La Sede?
—Sí…
—¡Cuéntame! —me insistió mientras escuchaba esa clase de chasquidos que los niños hacen mientras chupan una paleta, en tanto las obscenas palabras de un tipo vulgar le decía a mi amiga “deja ese puto teléfono y sácame los mecos a chupadas.”
—Buenas noches, Leila —me despedí, sintiendo pena ajena.
Finalmente colgué la llamada y suspiré.
“Mañana se lo contaré” pensé.
—Yo no tuve la culpa —me dije, tragando saliva—, así que no me puede afectar.
—¿Livia? ¿Estás en la cocina? —oí gritar a mi hermoso pelirrojo.
—Sí, bebé, vine por agua.
—Ven pronto, princesita, que te extraño.
Cerré los ojos y pensé en lo mucho que amaba a mi novio. En todo lo que él había hecho por mí y en todo lo que yo sería capaz de hacer por él.
—Eres lo mejor que tengo, mi cielo —susurré sin que él me oyera.
Llené la jarra de agua y volví a la habitación. Cuando me acosté a su lado él ya estaba dormido. Jorge así era: la almohada era un sedante instantáneo que lo mataba en cuanto su cabeza se posicionaba sobre ella.
—Te Joli —volví a susurrarle, mientras besaba su cálida frente—. Te Joli de verdad…
Pero apenas cerré los ojos... sentí que mi vulva estaba inundada una vez más.
Continuará…