Pervertido en la calle

Un pervertido acaba recibiendo una lección

Eran las diez y media de la noche, una mujer entrada en sus 40 años caminaba rumbo a casa. El día en la oficina había sido agotador y le dio el tiempo justo a ir a por la cena. A pesar de su edad, tenía un buen tipo, como si tuviera 25 años. Su larga melena rubia y sus ojos azules daban un toque de belleza que era muy deseada entre sus compañeros de oficina.

En una de las calles, un hombre salió a su encuentro vestido con un albornoz se abrió lo que llevaba puesto dejando una gran polla erecta al aire mientras movía sus caderas para hacer que girase como las aspas de un molino. Ella se quedo mirando aquel pene que era mucho más grande que el de su marido, y más gordo. Su saco escrotal era muy visible ya que era bastante grande.

—¿Le gusta señora?—pregunto este esbozando una gran sonrisa.

—Si...me gusta...—dijo acercándose sensual después de dejar las bolsas en el suelo.

El hombre se agarró su polla y empezó a cascársela cual chimpancé. Ella se arodilló mientras este seguía a lo suyo. Estaba fascinada por lo que veía.

—Oh si...reciba esto—dijo sintiendo como sus huevos inundados de leche iban hacia el pene para expulsarlo todo.

—No—ella apretó la base del escroto pillando por sorpresa a este.

Entonces, con la mano libre apretó con dureza los dos grandes orbes que se encontraban en el interior de la bolsa escrotal.

—Ahhhh, sueltame las pelotas—gritaba agarrando su cabeza por el dolor.

—No, no quiero...me gustan tus pelotas, creo que me las quedare—aquel comentario hizo que sintiera miedo.

Ella tiró con dureza del saco escrotal hacia abajo mientras este aullaba por el dolor. El pene del hombre que siempre había mostrado dureza, virilidad y un buen tamaño fue encogiendo poco a poco quedando en apenas una pequeña y flácida polla.

—Esta mal ir enseñando esto a las chicas que no conoces—su tono era muy sensual.

—Por favor...dejame...dejame las bolas—suplicaba entre lagrimas.

—¿Prometes no hacer esto de nuevo?—él asintió.

—¿Seguro?—volvió a preguntar.

—¡Lo juro!—ya no aguantaba más.

Ella dejo ir el escroto, él sintió por fin alivio, todo había terminado. O eso creía ya que recibió un puñetazo tan fuerte que lo dejo en el suelo llorando de dolor y retorciéndose. Nunca antes había sentido nada igual de doloroso. La mujer piso las manos y luego los huevos.

—¡Basta por dios!—sus huevos hinchados eran enormes.

No pudiendo más, este se desmayo, ella siguió pisando un poco más esas pelotas. Cuando quitó su pie se acomodó para palpar el escroto. Tenía un estado lamentable.

—¿Y si...?—pensó esbozando una sonrisa.

Cuando el hombre despertó sintió un gran dolor en sus huevos, recordó todo lo ocurrido y lo único en que pensaba era en irse a casa. Pero no podía, de hecho cuando lo hizo sintió un fuerte pinchazo en su entrepierna. Miro y con horror vio que estaba amarrado a una farola. Sus manos estaban libres pero tenía los huevos pegados a la farola. Y no solo sus huevos, sino también el pellejo de su glande.