Perversión máxima

A raíz de ser violada por un maloliente vagabundo, desarrollé un irreprimible deseo de mantener relaciones con los seres más abyectos.

"PERVERSION MAXIMA"

Mi nombre es Eva. Tengo 29 años y desde hace dos soy la única profesora de la escuela pública de "X", un pueblo de la sierra de "Y". En cuanto a mi aspecto físico, les diré que soy rubia, "rellenita" y moderadamente alta.

Desde mi llegada a "X", mi vida era una verdadera apoteosis del tedio. De casa a la escuela y de la escuela a casa. Apenas si salía algún que otro fin de semana con un matrimonio del pueblo con el que trabé cierta amistad. Pero todo esto cambió una calurosa noche de principios de otoño.

Había permanecido en la escuela hasta tarde, corrigiendo exámenes. De regreso a mi casa, una bonita construcción de sillería situada en las afueras del pueblo, un hermoso manto de estrellas era mi única compañía. O al menos eso pensé yo, porque, de repente noté dos grandes manos sobre mis pechos.

  • Qué rica estás, cabrona - dijo una voz aguardientosa.

  • ¿Qué es esto? Suélteme.¡Socorro!

Cuando pude darme la vuelta, vi a un individuo desaseado y harapiento. Era un pordiosero asqueroso y maloliente, con esa indefinición en la edad que tienen muchos vagabundos.

  • Ven aquí, guarrilla, que te voy a enseñar lo que es bueno.

Intenté zafarme, pero fue inútil, era mucho más fuerte que yo, en vista de lo cual decidí no resistirme más, ya que ello podría empeorar la situación. Me arrastró hasta detrás de unos matorrales y me arrancó toda la ropa.

Manoseaba y lamía con verdadera avidez mis grandes pechos. Sin previo aviso, introdujo bruscamente un dedo en mi chocho.

  • Vas a ver que bien lo vamos a apasar - dijo con una sonrisa que dejaba a la vista numerosas caries y mellas.

Me introdujo su hedionda lengua en mi boca. Su apestosa y abundante saliva se iba introduciendo en mi boca y yo no podía hacer otra cosa que tragarla.

Entonces se sacó una polla que no debía de haberse lavado en un mes y me la metió hasta la gartanta

  • Chupa, guarrilla.

En este punto, debo de hacerles una confesión. Ustedes pensarán que yo estaba sufriendo al ser ultrajada por aquel ser abyecto. Pero no era así. No se si seré masoquista o algo parecido, pero lo cierto es que mi coño chorreaba de placer.

Chupé con fruición aquella enorme y sucia polla.

-Así, guarrilla, chupa, chupa.

Cuando se cansó de la mamada, me puso a cuatro patas y me penetró por detrás. Con cada embestida de su potente falo creía morir de placer. Cuando se vació dentro de mi yo me corrí con él en un orgasmo intensísimo y que parecía no tener fin.

Al fin, el pordiosero se levantó y se fue tambaleándose de cansancio y de borrachera, y yo me quedé allí, en el suelo, desnuda y paralizada, sintiendo como cada fibra de mi cuerpo vibraba de placer.

Cuando llegué a casa no sabía qué hacer. Así es que llamé a mi amiga y le conté lo sucedido. Bueno, no todo. Procuré obviar lo mucho que había disfrutado con aquella experiencia.

Ella me propuso que diéramos una buena lección al vagabundo. Yo le dije que sí sin mucho convencimiento, teniendo en cuenta el enorme placer que me había proporcionado mi violación.

Al poco rato llegaron ella y su marido. El traía unas grandes tijeras de podar. Sin pararnos a discutir el asunto, salimos en busca del agresor. Lo encontramos tirado en una cuneta, borracho perdido.

El marido de mi amiga lo agarró y le bajó los pantalones.

  • Toma - me dijo dándome las tijeras -, haz los honores.

Yo no tenía mucho afán de venganza, pero pensé que con aquello al menos evitaría que aquel sujeto le hiciera lo mismo a otra chica, que, quizás, no se lo tomaría tan bien como yo.

Agarré las tijeras con decisión. Mi amiga sujetaba su picha para facilitar mi labor. Cuando la seccioné surgió un gran chorro de sangre. Aquella visión, no puedo negarlo, me excitó.

Mi amiga me entregó el ensangrentado colgajo. Parecía mentira lo inútil e insignificante que era ahora y lo poderosa que había sido unas pocas horas antes.

  • Toma - le dije poniendole el colgajo en una mano - llévatela, a ver si te la pueden coser.

  • Gracias, gracias - dijo absurdamente el pordiosero, tras lo cual se levantó dificultosamente y se fue corriendo en busca, supusimos nosotros, de algún cirujano que pudiera hacerle un apañito.

A la mañana siguiente, me sentía muy confusa, pero sobre todo, muy excitada. Percibía un incesante palpitar en mi entrepierna.

Perdida en mis pensamientos, dirigí mis pasos, casi sin percatarme, hacia la iglesia del pueblo.

Cuando penetré en el santo lugar, la carencia de luz me cegó momentáneamente. Cuando mis ojos se adaptaron, vi que había una única persona en el templo. Era el párroco, que descansaba su orondo cuerpo en el confesionario. Me acerqué y me arrodillé ante él. Era un hombre de unos cuarenta años. Además de obeso, era casi completamente calvo.

  • Ave María purísima.

  • Sin pecado concebida.

  • Padre, he pecado.

  • Cuéntame, hija.

  • Verá usted, es que me da mucha vergüenza.

  • No debes tenerla, hija. Mírame sólo como a un instrumento de Dios nuestro Señor, no como a un hombre.

  • Bien, padre. Pues verá. Yo...yo he sido violada.

  • ¡Santo Cielo!

  • Sí, padre, violada.

  • Pero, ¿tú te resistirías, no es verdad?

  • Sí, padre.

  • Entonces no tienes de qué avergonzarte, hija mía. No es tuyo el pecado, sino de ese hijo de Satanás.

  • Verá, padre, es que...

  • Dime, hija, no te avergüences, cuéntame.

  • Es que yo sólo me resistí al principio, que luego empezó a gustarme.

  • ¡Dios bendito!

  • Sí, padre, me gustó.

  • ¿Pero qué me estás contando, hija mía?

  • Sí, padre, lo sé, es horrible, soy una gran pecadora.

El párroco suspiró largamente, se sentía aturdido por mi inusitada confidencia.

  • Vamos a ver, hija mía, pero, ¿tú estás arrepentida, no es cierto?

  • ¿De haber disfrutado?

  • Claro.

  • Pues no sé, padre, me siento confusa.

  • Debes arrepentirte, sólo así podré darte la absolución.

  • Verá, padre, es que desde que sucedió lo que le he contado siento un enorme apetito sexual. Deseo a todos los hombres con los que me cruzo por la calle. Le digo más, le deseo a usted, padre, desearía besarlo, acariciarlo...

  • ¡Basta! ¿No sabes que es un gran pecado tentar a los obispos del Señor? Satanás habla por tu boca y no tú.

El párroco sudaba y estaba muy colorado. Yo intuía que estaba empalmado. A fin de cuentas, si aquel obeso eclesiástico se había dejado tentar por los placeres de la gula, ¿por qué no iba a dejarse tentar también por la lujuria? Merecía la pena intentarlo. Así es que, sin dejarle tiempo para reaccionar, agarré su polla a través de la sotana. Estaba, como bien había supuesto, erecta.

  • ¡Dios bendito!, suelta, hija de Satanás - dijo alteradísimo.

Pero su mirada lasciva contradecía el contenido de sus palabras. En el fondo de su ser deseaba que ocurriera. Así es que levanté la sotana y dejé a la vista de Cristo y de los santos una polla algo corta y rechoncha. Sin mediar palabra, empecé a chupar con fruición. En poco más de un minuto mi boca se inundó de abundante esperma, que tragué con avidez. "Leche sacra", pensé.

El párroco se levantó del confesionario y, tambaleándose y tropezándo con todos los bancos de la iglesia, corrió sacristía adentro repitiendo: "¡Que Dios nos perdone!, ¡que Dios nos perdone!..."

Cuando salí de la templo, tuve la clara conciencia de que me había convertido en una zorra perversa y de que ya no podría parar. El sexo, pero sobre todo las relaciones morbosas, se habían convertido en el único objeto de mi vida. Los acontecimientos que ocurrieron después avergonzarían a la mayor ramera que haya parido madre, pero todo ello será narrado en el próximo capítulo de estas confesiones.