Perturbada (2)

Esperaba con ansiedad porque la tregua con Alberto se acercaba cada vez más a su límite y necesitaba, deseaba saber alguna opinión de personas más experimentadas en éstas lides.

Perturbada (2)

El administrador de "todorelatos" tardó unos días en publicar mis líneas "Perturbada". Esperaba con ansiedad porque la tregua con Alberto se acercaba cada vez más a su límite y necesitaba, deseaba saber alguna opinión de personas más experimentadas en éstas lides.

Ahora... acabo de "verme" en la página y me siento más ansiosa que antes. Pero claro, han pasado días y cosas en estos días que - creo - merecen que los actualice.

Sigo igual que antes, tan confusa como ya expliqué. Asustada, nerviosa, muy nerviosa. Y estuve casi en el aire con la llegada del fin del mes y de la tregua que el mismo Alberto me propuso. El jueves pasado, 29 en el calendario, me llamó a su oficina. Me sentí sin piso. Entré, me invitó a tomar asiento y alargando su brazo me alcanzó un sobre. Es tu paga, me dijo, y luego calló. Me observaba. Yo no sabía que hacer, no atiné a decir nada. Bajé la vista y giré el sobre una y otra vez entre mis manos. Quería levantarme y las piernas no me respondían. De pronto, él mismo rompió el silencio. Mabel - dijo - vos y yo sabemos que tenemos algo pendiente... pero he estado pensando sobre eso y decidí darte un tiempo más.

Ustedes no se imaginan el alivio que sentí. No se imaginan. Volví a sentir el piso, mis piernas, el peso del sobre, todo volví a sentir. Me largué a llorar. Entre hipos lo volví a escuchar.

Yo sé que para vos es una situación nueva y difícil. Por eso decidí extender esta tregua otro mes más. No quiero forzarte. Quiero lograr que me desees porque yo te deseo. Y un encuentro como el que te pido no nos va a hacer mal, al contrario, un buen encuentro sexual siempre, siempre reconforta. Tenés que confiar en mí. Yo escuchaba esto como si me lo dijera una voz a la distancia, a kilómetros de mí y apenas lo entendía. Pero sé lo que escuché. Y entre frase y frase logró que dejara de llorar. Tomá, me dijo, tomando de un cajón del escritorio una caja y alcanzándomela. Era una caja con bombones de fruta y cucuruchos de chocolate. Volví a sonreír, le agradecí y empecé a recuperar mi compostura. Le volví a agradecer. Ve a tu trabajo, me dijo, con un guiño de ojo y una sonrisa cómplice en su rostro. Está bien - dije - e incorporándome, giré y me dirigí con pasos inseguros hacia la puerta.

A medio camino su voz me volvió a paralizar. De todas formas no pienses que la tregua es gratuita, algo vas a tener que darme a cambio. Dudé, suspiré y tras unos momentos, di media vuelta para preguntarle ¿qué... qué es lo que me vas a pedir?. Lo dije con apenas un hilo de voz. El había puesto una expresión seria, o casi seria. No contestó en seguida, lo que me llevó a repreguntar: ¿Qué...?

Quiero que te des vuelta, despacio, y te arremangues la pollera en la cintura. Quiero verte de atrás, quiero ver tu bombacha. Recuerdo que me mordí los labios. Pensé en lo que me estaba pidiendo. Era una tontera pero para mí era un mundo. ¿Ahora?, pregunté, tratando de ganar tiempo. Claro, ahora, dale, quiero verte, es nada más que eso dijo, otra vez con esa sonrisa de picardía.

No me estaba pidiendo coger. Me estaba pidiendo que le mostrara mis curvas, mi cola... era tan solo eso. No le dije "si" o "está bien". No dije nada pero tomé aire, me volví a girar y agachándome un tanto tomé el borde inferior de la pollera y me la subí. Allí estaba, mostrándole el culo a mi jefe. Y el no tardó un instante en exclamar, entre dientes, "qué lindas curvas tenés".

Me sentí sonrojar, solté la pollera e intenté caminar. Pará, pará, un minuto, dejame verte bien, me dijo elevando un poco el tono de voz, imperativo. Por favor... dije, sin darme vuelta; pero volví a repetir la maniobra. Nos quedamos así, como detenidos, él mirándome y yo mostrándome, hasta que luego de un tiempo que a mi pareció una eternidad dijo... "esa bombacha que tenés no me gusta, no te hace lucir bien cómo sos... (ay, ahora me va a pedir que me saque la bombacha, pensé, tensándome). Quiero que te pongas ésta.

Tardé en entender. Solté nuevamente mi pollera y volví a darme vuelta. Con su brazo alzado me extendía una pequeña bolsita de regalo. Despacio, con temor, me acerqué. Dentro de la bolsita otro envoltorio. Lo tomé, lo abrí, me avergoncé. Era una bombacha, blanca, toda de encaje, una belleza. Espero haber reconocido tu talle, me dijo. Yo estaba sin palabras: nunca, nunca un hombre me había regalado ropa interior, ni siquiera mi marido. Y era preciosa. Nada que ver con la que yo llevaba puesta: una bombacha común de algodón, oscura.

Andá al toilette, ponétela y volvé a tu escritorio. Cuando te sientes, quiero que me muestres que la tenés puesta. Sólo eso. Vamos, andá, que ya llevamos media hora aquí. Sus frases, sus órdenes, me volvieron a la realidad. Salí de la oficina con la bolsita aferrada a mis pechos, fui al baño y allí, entre dudas, hice lo que me había pedido. Me sentí rara pero linda, deseable. Era una bombacha preciosa, ni tanga ni hilo dental, no, era de esas que cubren tanto el frente como el trasero, todo encaje que me envolvía y acariciaba con calidez. Me sentí excitada, húmeda.

En el baño de la oficina no hay espejo de cuerpo entero, me hubiera gustado mirarme. Lo hice a medias, frente al espejo de los lavabos, rezando para que nadie entrara al baño. Luego de un rato salí y fui a mi escritorio. Alberto salió de su oficina y fue a hablar con Lucía, una de mis compañeras de trabajo que tiene su escritorio casi frente al mío. Se puso detrás de ella para revisar un trabajo que ella estaba intentando hacer y desde allí me miró. A mí me subieron los colores. Vi su gesto, interrogativo. Y otro más, señalaba con sus manos que abriera mis rodillas. Más colores aún pero abrí unos centímetros las piernas. El sonrió e hizo un gesto de satisfacción. Yo sonreí y volví a juntar mis rodillas.

Cuando salí de la oficina con rumbo a casa me sentí rarísima. Excitada también. Sentí que balanceaba mi cola como una veinteañera. No quería hacerlo pero sentía que eso era lo que hacía al caminar. Me sentí perseguida por la mirada de los hombres. Nunca me había sentido así, mirada. Con franqueza, no se si efectivamente me miraban, o no, nunca había tenido conciencia de eso pero esa tardecita me sentía mirada aunque no fuera cierto. No lo sé. Nunca había usado una bombacha así y sentía como si la tela acariciara mi piel. De hecho, yo nunca había tenido o comprado ropa interior de ese tipo, sugerente. Desde siempre mi ropa interior había sido simple, tradicional, antigua. En mis años de reclusión hogareña nunca me había atrevido a usar otro tipo de interior. Y allí estaba caminando, con ese encaje tibio que me acariciaba y que por momentos, me hacía trastabillar.

Cuando me faltaban apenas dos cuadras, de improviso, me asaltó un ataque de pánico. No podía llegar con "esa ropa" a casa y que mi marido me viera. Esa bombacha... me sentí infiel... Es una tontería, lo sé, pero así sentí. Si mi marido se daba cuenta ¿qué explicación le iba a dar?. Podía darle muchas y todas inocentes, podía mentirle, pero tuve temor de mi misma, que mis propios nervios me traicionaran. En un arranque de lucidez desandé una cuadra y entré a una confitería. Pedí un café y luego fui al toilette. Me volví a cambiar. Antes de guardar la bombacha nueva en mi cartera la puse contra mi mejilla. Quería sentirla, sentir esa tela. Sentí también mi olor de mujer. Luego tomé el café y me quedé largo rato allí, pensando en lo que me estaba pasando antes de retomar el camino a casa.

Mi marido, como siempre, en su mundo.

Al día siguiente - el viernes - dudé. No me gusta usar dos días seguidos la misma ropa interior. Busqué entre mis prendas buscando algo "más adecuado" a sabiendas que nada iba a encontrar. Bombachas de vieja, colores oscuros, corpiños de nada, apenas alguno con forma. Fui a trabajar con la bombacha nueva en la cartera.

Apenas llegué Alberto me llamó a su gabinete. ¿A ver?, me dijo. Le pedí disculpas, le expliqué. El sonreía. Esta bien, ya vamos a ver qué hacemos, me dijo, indicándome que volviera a trabajar. A última hora me volvió a llamar. A ver, mostrame como ayer. Y lo notable fue que no me dio vergüenza subirme la pollera, si no que tuve vergüenza de mi ropa interior. Más aún, sacudí un poco la cola, riendo de mi propia travesura.

El lunes a media tarde me llamó a su oficina. Estaba esperando que me llamara, me había puesto "su" bombacha. Entre lista para mostrarle. Sin embargo, no hizo eso. Me extendió dos billetes de cien pesos y me dijo: quiero que vayas a donde te guste y te compres todo lo que quieras con esto, es hora que empieces a cambiar tu look. Y fijate que en la factura pongan "ropa de trabajo", nada de detalles peligrosos, ¿sí?. Me quedé dura de la sorpresa. Al rato y con un par de bromas, logré reponerme.

Aquí estoy ahora. Me compré tres conjuntos preciosos, uno de encaje, otro de seda - seda pura - y otro de algodón y otra tela que parece seda aunque no es. Con sus corpiños haciendo juego. Hermosos. Uno blanco, el otro rosa tenue y otro perlado. La bombachita del perlado es divina, es como un pantaloncito muy abierto y con voladito en sus bordes. Y me alcanzó para comprarme dos bombachitas más, una amarilla con una media luna azul allí abajo y otra roja con brillitos, chiquitísima.

Cómo seguirá ésta historia no lo sé. Todavía no me atrevo a pensar.