Perspectivas
Nada es verdad, nada es mentira. Todo depende del cristal con que se mira.
Mientras Diego caminaba pensaba en lo que acababa de ocurrir. No sabía cómo su novia había aparecido allí, repentinamente, y lo había sorprendido siéndole infiel. Nunca olvidaría su cara, esa expresión de angustia, de sorpresa desagradable, de terrible decepción. Lo peor del caso, es que amaba mucho a Flora. Tenían planes de casarse pronto. De formar una familia. Comprar una casa con jardín y ver a sus hijos crecer. Las carreras prometedoras de ambos, jóvenes con talento, les permitirían llevar a cabo sus sueños. Pero él los destruyó. O quizás no.
Flora miraba esa casa desde su automóvil. Sabía que su novio estaba allí dentro. En ese edificio en pleno centro de la ciudad. No sabía exactamente qué estaba haciendo. Pero sospechaba lo que cualquier mujer haría: infidelidad.
De todas maneras no hay nada que le guste más a una mujer que sentirse intrigada, que mantenerse pensando en cosas que muy probablemente no tengan solución; realidades fácticas que hacen que sus mentes se esfuercen para encontrar respuestas evidentes. Bueno, evidentes para todo mundo, excepto para ellas.
Quizás no. Porque quizás sus sueños jamás fueron aquellos. No eran los sueños que sí eran de Flora, y que él había adoptado, en un gesto fraterno, como quien se pone la camiseta del equipo del hermano mientras éste juega. Sus sueños eran distintos, y muy distintos. Pero sinceramente, esa aventura, no los iba a realizar.
Entonces, sin darse cuenta del tiempo transcurrido, o de la larga caminata bajo la fría noche de invierno, llegó al lugar donde tenía aparcado su automóvil. Lo dejaba lejos, para que nadie sospechara. Obviamente, pero sólo ahora le resultaba obvio, no era una medida eficaz.
Diego era su hombre perfecto. Eso pensaba mientras decidía si se bajaría o no del automóvil, para sorprender a su futuro marido comprándole un anillo. Seguro que por eso no le había dicho dónde iba esa noche. Claro. Diego nunca podría estar con otra chica, eso ella ya lo había puesto a prueba. Diego y Flora, Flora y Diego. Era una ecuación perfecta, jamás desequilibrada. No se iba a desequilibrar ahora, que habían pasado 12 años de noviazgo, desde que ambos tenían 16 años, y estudiaban en secundaria. El equilibrio estaba asegurado. No se podía caer el puente después de que pasó tanta agua debajo.
Conducía sin prestar mucha atención. Y repetía la entrada de su novia al apartamento de ese chico una y otra vez. Las imágenes se le mezclaban. En un momento veía la cara de ese chico, joven, casi un niño, con los ojos cerrados, con expresión de deleite mágico.
La cara de Tomás, el estudiante de medicina que le acababa de cambiar la vida, se transformaba de pronto en los ojos verdes de Flora, cristalizados por las lágrimas que apenas mojaban sus pestañas. Pero volvía a visualizar a Tomás, y sonreía levemente; a sus 19 años, Tomás lo había hecho sentir como nunca. Que descaro pensaba cuando se daba cuenta de que estaba sonriendo, de hecho, descaradamente.
Flora se había decidido. Autoconvencida de que nada malo podía estar ocurriendo, entró al edificio, y preguntó al conserje por su hermano, describiéndolo a cabalidad. Supo, entonces, exactamente en que apartamento estaba Diego. Cuando estuvo justo afuera de la puerta, se detuvo. Estaba nerviosa. No sabía con que se podía encontrar. Sus pensamientos no la dejaban oir lo que ocurría a su al rededor. Pero cuando volvió en sí, cuando se dispuso a llamar a la puerta escuchó claramente: eran quejidos, gemidos de placer. La rabia la inundó, y nuevamente, no pensaba con claridad. Escuchaba los sonidos ahora amplificados, e identificaba el tono de Diego al hacer el amor. No sabe exactamente cómo, pero forzó la puerta. Entró sigilosamente. Siguió a sus oídos, y llegó a la habitación.
Pero al escena no era lo que esperaba. Diego no estaba sobre una trigueña como lo había imaginado. Sino que era un trigueño el que estaba sobre Diego. Un hombre. Un hombre penetraba a su novio.
Diego casi podía sentir a Tomás dentro de él. Su pene grueso, peludo, lo penetraba una y otra vez. Era ya la tercera vez que se acostaba con Tomás. Siempre era lo mismo. Primero penetraba él. Luego era penetrado. Y ahí iba el dinamismo. Tomás lo hacía sentir diferente cada vez. Esta ocasión lo estaba penetrando salvajemente. Movimientos rudos le acariciaban la el pecho, mientras estaba en cuclillas. Ese era el pene que le había devuelto sus tendencias adolescentes homosexuales. Esas tendencias que Flora le había esfumado por arte de magia. Flora. Pobre Flora. No merecía que la hicieran sufrir tanto.
Pero al final ella lo sabía. Ella lo sacó de la cama de un hombre mayor cuando tenían al rededor de 16 años. Ella lo convenció de que su proyecto de vida era igual al de él. Ella es responsable de la relación de sumisión, del acaecimiento. Diego en verdad no sabía si quería convencerse el mismo, o pretendía recordar porqué llegó a la cama de Tomás.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. No de pena, no de sorpresa, no de rabia. De impotencia sí. Era como un proyecto al que le había invertido tiempo, y energía, y que ahora retrocedía al principio. Se quedó mirando unos minutos, al igual que lo hizo aquella vez, de adolescente, en que descubrió a Diego, entonces su mejor amigo, teniendo sexo con un hombre adulto. Admiró cómo ese joven apuñalaba con su pene grande a Diego. Cómo lo trataba gentil y a la vez salvaje. Era un joven normal, moreno, delgado. Flora quedó estupefacta, observando con detalle cada movimiento del chico. Embestía a Diego, y éste a su vez ayudaba al movimiento, y complementaba la escena con ruidos de placer, ruidos sutiles, ruidos normales, ruidos que ella conocía bien.
El calor lo invadía mientras representaba las imágenes y sensaciones en su mente; el sudor del cuerpo de Tomás lo excitaba mucho, y sentirse indefenso, pero dominante, entre otra serie de contradicciones lo volvía loco. Momentos antes de la hecatombe estaba de espaldas a Tomás, siendo penetrado en posición de perrito. Tenía los ojos abiertos, dirigidos sin ver hacia el respaldo de la cama. Tomás sostenía su trasero firmemente, masajeando de vez en cuando. En un momento, Tomás salió de él, se sacó el condón, y giró a Diego para proceder a darle una mamada de dioses. Diego tenía los ojos cerrados, le tocaba disfrutar más. Fue en ese momento, cuando buscaba la cabeza de Tomás para acariciarla, que abrió los ojos y la vio. Y nuevamente se le clavaron los ojos de Flora en su mirada. Esa expresión que él ya había visto. Pero sólo una vez antes.
Tomás se dio cuenta de la manifestación física de la desconcentración de su amante, quien miraba perplejo, pero sin decir nada, hacia la puerta. Se giró, y se sobresaltó de tal manera, que su estado de excitación fue sustituido por el de cólera. Pero Diego no se acordaba de nada más. Sabía que hubo gritos, que en algún momento Tomás seguía a Flora hasta la puerta, siempre gritando. Pero no recuerda cómo se vistió, ni si se despidió o no de Tomás. No recuerda nada de lo que hizo, sólo tiene noción de estar pensando en la situación.
Reconocer que todo este tiempo ella mantuvo solapada esta faceta de Diego la descomponía. No era sólo el hecho de ser engañada, sino que después de todos estos años, de toda la vida juntos, de el sexo, de los juegos, de mil y una situaciones que vivió con él, nunca pudo desterrar la homosexualidad de su ser. De adolescente, pensó que era su responsabilidad ayudar a Diego. Y de paso asegurarse un marido inteligente, dócil, apuesto. Pero no resultó. Y ahora no lo volvería a intentar. Quizás era tiempo de asumir sus propios problemas. Dejar de culpar a otros por su obsesión. Y perdonar. Perdonar.
No se volvieron a ver. Esa misma noche Flora sacó todas sus pertenencias personales que dejaba en casa de Diego. Una vez en su casa empacó, y tomó el primer vuelo a Francia.
Diego llegó a su casa. Se recostó en la cama. Cayó dormido. Al despertar estaba más claro todo. Quizás lo ocurrido era lo mejor.
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